Ocho miradas esquivas
Por Cucha Cusacovich
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Una novela que recorre el presente y el pasado, el azar, el encuentro, las sincronías y la sorpresa. En un espacio pequeño, bajo presión, en donde los personajes están obligados a mirarse, aunque no lo quieran; se abren y se cierran historias incompletas, se reacciona de diferente manera, se arman alianzas, sin saber que en el exterior también suceden eventos extraordinarios.
Vivimos una época complicada, llena de vorágine, de prejuicios e intolerancias, donde la única salida es la humanidad y el amor.
Ocho miradas esquivas nos obliga a mirar y vernos, porque detrás de cada persona hay algo que puede rozar nuestras propias vivencias.
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Ocho miradas esquivas - Cucha Cusacovich
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
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info@Letrame.com
© Cucha Cusacovich
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Celia Jiménez
ISBN: 978-84-1181-869-8
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
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.
Agradecimientos especiales a
Mi marido Antonio.
Claudio Gudmani.
Gabriela Pinochet.
Rodrigo Castro.
.
Dedicado a mi familia y a sus nuevos integrantes,
mis nietos queridos:
Vicente.
Martina.
María.
Clara.
Prólogo
Hace ya casi diez años atrás, comencé a dictar un taller de escritura en San Fernando, a petición de una entrañable amiga, Rosario, que dijo que en provincia nunca había posibilidades de desarrollarse en estas áreas artísticas, con algún profesor o artista de Santiago. Ella, por ese tiempo, trabajaba como gestora cultural en la restauración de un proyecto y como profesora de arte, de un colegio de la zona. En mi doble militancia de artista plástico y escritor, ya Rosario conocía de mi interés porque las personas desarrollaran sus talentos ocultos y guiarlas en eso.
Fue así como acepté ir una vez a la semana, desde la capital a su casa en las afueras, bien afueras de San Fernando, donde ella aglutina algunas amigas y conocidas que tenían interés por explorar la escritura.
Para mí fue como entrar a un ascensor, donde había distintas mujeres desconocidas, a las cuales en mi primera sesión observé de soslayo, mientras hablaba de la motivación de este taller y el enfoque que tenía. Me imagino que cada una se hizo una idea y yo de ellas, cuando nos presentamos en un juego lúdico de describir a la niña que fueron, a modo de un relato narrativo, que nos diera un semblante de quienes eran. Algunas de las participantes tenían una relación más cercana, otras eran nuevas y habían llegado de rebote. Al cabo de un tiempo, cuatro siguieron firmes, cada una con sus personalidades e historias, primero escribiendo cuentos, pero pronto derivando en novelas.
Recuerdo que Roxana Cusacovich aún no era «Cucha». Casada, con cinco hijos, era pintora aficionada, dueña de casa, sobre todo madre abnegada, muy entusiasta e histriónica. Al principio, tampoco era muy fluida en su uso de la palabra escrita, pero tenazmente, haciendo tareas, preguntas y tomando sus apuntes en su infaltable cuaderno, se fue convirtiendo en la más prolífica, constante y entretenida participante del taller. Primero terminó Viejo, mi querido viejo novela bastante autobiográfica, aunque con tintes muy imaginativos. Fue difícil contar la intimidad de una historia dura, pero vital. Y luego vino la duda… —¿Y ahora de qué escribo?— me dijo. Entonces, la inspiración bajó de un recuerdo de una casa familiar, particularmente con una fábrica aledaña: una curtiembre. Y de ella aparecieron personajes fantásticos, de época, como una inspiración mágica. Esa segunda novela se llamó Descuerados. Y con eso, el placentero vicio de escribir e inventar historias se apoderó de ella. Hasta el día de hoy es la única que continúa…
Esta nueva novela de Cucha Cusacovich nos interna en los laberintos de los seres humanos y me comprueba, una vez más, que un escritor atrapa lo que sucede en la sociedad y lo explora a través de la ficción, para mostrarnos las contradicciones en que nos vemos entrampados. Alejada de lo autobiográfico, nos entrega un relato atrapante, propio de nuestro país, de nuestro mundo de apariencias.
La trama gira en torno a esas veces en la vida en que nos encontramos en el lugar equivocado, como si el destino decidiera provocar situaciones que nos hagan cambiar, para bien o para mal, las certezas que tenemos de nuestra propia vida. Porque nada es lo que parece y todo lo que imaginamos de un desconocido en la calle, dista mucho de la realidad que puede traer en su interior.
Estamos en un momento de nuestra sociedad en que no sabemos qué sucederá al otro día, todo se ha vuelto inseguro… desconocemos a las personas que más cerca tenemos, nos defraudan, no hay lealtades eternas… no hay convicciones morales, ni límites éticos…
De igual manera, la vida continúa, seguimos en la travesía cotidiana, yendo y viniendo de un lugar a otro, entrando a espacios que compartimos con otros, subiendo y bajando en el carrusel de las circunstancias… hay que soportar las sacudidas y nunca sabemos cómo reaccionaremos…
Finalmente, somos seres solitarios que nos encontramos, nos acompañamos y, tarde o temprano, nos separamos por las circunstancias de la vida. Solo unos pocos afortunados se miran a los ojos, se reconocen y pueden soñar un futuro juntos…
Me alegro nuevamente de acompañar a esta autora en la travesía de un nuevo libro. Siempre aparece con algo que me sorprende…
Claudio Gudmani
Escritor y tallerista.
Capítulo 1
El ascensor
Desde lo alto de un edificio del centro de Santiago, el ascensor desciende haciendo paradas intermitentes en distintos pisos, desconociendo de dónde vienen o hacia dónde van las personas. Los pasajeros actúan de diferentes maneras. Mientras unos pocos bajan y se despiden, el cubículo recibe a otros que saludan tímidamente en la medida que van ingresando. Muchas veces, la gente entra al elevador con la vista baja o miradas esquivas como no queriendo enfrentar y tampoco involucrarse en la vida del otro. Aprietan el botón del panel iluminado, indicando el piso número uno, al cual la mayoría se dirige, apoyando su rígido cuerpo en la baranda o en el centro de él, haciendo el equilibrio necesario, cuando se requiere. Ensimismados en sus pensamientos y preocupaciones los individuos oscurecen y enfrían el paisaje que los circunda con sus sombras, acompañados de un individualismo que los lame como enriqueciendo cada centímetro de su piel. Dos muchachas modernas y joviales que se incorporan al espacio actúan distintas, ríen a carcajadas sin ocultar el momento del que fueron testigos:
—Pero… ¿no lo viste…?
—Sí —le responde la otra—, lo recogió y se lo puso en la cabeza nuevamente…
—Ja, ja, ja… —continúan riendo, cambiando el semblante de los compañeros de ruta y provocando que se asome un rictus de coquetería en un moreno y atractivo hombre mayor, que las desviste con la mirada, mientras saca el mechón de cabello que cae en su frente. El flirteo no es mutuo, ellas parecen no verlo, por lo que él insiste acomodando su camisa polo dentro del pantalón, tratando de hacerse notar. Las mujeres continúan en un coloquio difícil de descifrar, principalmente para una anciana que parece cansada con los años y que es acompañada por una cuidadora.
En la esquina derecha, bajo una de las luces del ascensor, una joven crespa, morena y embarazada responde al pequeño que sostiene de la mano, quien no parece tener más de seis años, el que le pregunta:
—Manman… ¿Cuándo «nace» mi hermanito? ¿El pap va a venir?
La madre, que nerviosamente sostiene su barriga, pareciera no querer contestar, sobre todo cuando sus vidriosos ojos se encuentran con los de un muchacho, que por primera vez saca su mirada del celular para observarla atentamente.
—Manman —insiste el pequeño—, reponn mwen
—Non, no vendrá —le dice en un idioma que algunos recién logran identificar. Es creolé, la lengua de los haitianos que ha estado entrando al país el último tiempo.
En ese instante, los focos del lugar disminuyen su luminosidad junto con la detención del elevador. Las personas simulan estar tranquilas, pero la mayoría se impacienta, sin hacer comentarios, mirándose entre ellos casi por primera vez. Los espejos reflejan rostros de preocupación por lo ocurrido confundiéndose con lo agobiante de las rutinas del día, que ya se notan en la tarde.
—Voy a tocar la alarma —interrumpe el silencio una de las risueñas muchachas.
—¡Espera, Virginia! Ten paciencia, ya se arreglará —le dice la amiga.
—Pero… es que… —Cesa abruptamente la respuesta, tras observar con detención la barriga de la haitiana embarazada.
—Virginia, ¿qué te pasa?, te quedaste muda —le comenta su compañera.
—¡Nada! —miente la joven, tratando de modificar su impávida actitud.
Inmediatamente después, el elevador hace un ruido ensordecedor que los impacienta, pareciendo chirriar contra las paredes externas, para luego moverse nuevamente, sin lograrlo del todo, parando en forma brusca. Una de las asustadas jóvenes gira buscando el panel que manipula con desesperación, apretando una y otra vez las teclas, haciendo llorar al niño que la mira con pánico. Las luces que aún permanecen tenues, además del comportamiento alterado de Virginia, provocan angustia en el pequeño que le suplica a la madre que lo saque del lugar:
—¡Manman, tengo susto! Ann ale (bajémonos).
—No te preocupes, Emile, nap kite (ya saldremos) de acá —lo calma la madre con voz temblorosa.
—¡Pero la puerta no se abre! —grita el pequeño.
—Yo pral vine de nou (ya vendrán a ayudarnos). Ven, acércate más a mí.
La mayoría, a pesar de no conocerse, miran y empatizan con la actitud de la mujer con el niño, que se expresan bastante bien en español, a pesar de algunos términos en su lenguaje. Tratan de controlarse para evitar un caos mayor dentro del aparato que todavía no retoma su funcionamiento.
La señora, de edad avanzada, parece estar lejos de la realidad, sin entender lo que ocurre, siendo asistida por su gruesa ayudante que la aferra con fuerza hacia ella, posesionada de su indispensable rol. Sin embargo, el aire que también se ha interrumpido, le causa un pequeño malestar que lo manifiesta sacando de la cartera una revista para abanicarse junto a la anciana.
Por su parte, el hombre, que antes coqueteaba con las jóvenes mujeres, siente el imperioso deseo de sacarse la chaqueta y desabrochar la camisa tan bien acomodada con anterioridad.
—¡Qué calor está haciendo! —verbaliza al aire.
—Uf, sí —contesta Andrea, abriendo el cuello de su blusa junto con subirse las mangas. En seguida, se inclina a la altura del moreno niño, tratando de calmarlo—: ¿Así que te llamas Emile?
—Oui —responde tímidamente, tomándose del vestido de la madre que se siente más aliviada al percibir que la joven ha logrado el objetivo de tranquilizar a su hijo. Además, logra leer el título de una carpeta que esta lleva en sus manos, Desarrollo de la personalidad en niños preescolares, murmulla en voz inaudible.
—Trabajo con niños —se presenta al percibir que la haitiana la mira— ¿Quieres jugar conmigo? —agrega dirigiéndose nuevamente al pequeño.
Los tristes y asustados ojos de la madre de Emile se fijan sobre los de la profesional, suplicando en silencio que la respuesta sea afirmativa.
—Ven, acércate —lo llama, mientras saca de un bolso un juego para encajar piezas. El niño se distrae a pesar del poco espacio del que disponen.
Virginia mientras observa al pequeño caribeño y a su amiga, ya siente que sus piernas pierden fuerza y que el calor le sube hasta las orejas. Trata de manejar la crisis de pánico que padece desde hace un par de años, buscando recordar lugares que le provoquen paz, tal como se lo recomendó su terapeuta, pero no logra hacerlo. Siente que su corazón está a punto de estallar. En la desesperación recurre a su billetera floreada, que es donde guarda con especial cuidado un medicamento con el que supera ese estado. «Gracias a Dios, me quedan», piensa.
Por otra parte, el muchacho que aun manipula el celular, decide guardarlo en el bolsillo de su desteñido y agujereado blue jeans que lleva puesto, dando término a su whatssapeo. Su corte de pelo, rapado por los lados, le da un aspecto rudo, pero no le permite ocultar lo nervioso que se siente, menos aun cuando se lanza hacia las teclas del panel, oprimiendo exasperado cada una de ellas.
—¡Estamos atrapados! —grita, golpeando y rompiendo con fuerza uno de los indicadores de piso.
Su aspecto desaseado, las modernas zapatillas Nike, más su actitud agresiva, ponen en alerta a los presentes, principalmente cuando de un salto mueve una plancha del cielo falso del techo, buscando una salida y comentando vulgarmente:
—¡Puta la weá! ¡Estamos cagados!
—¡No se preocupe! —vocifera la distraída y elegante anciana—. Cuando pasemos las nubes, volveremos a ver el sol.
Las personas se miran con complicidad, captando el estado de la mujer que continúa diciendo:
—Los aviones son seguros, por eso sigo viajando en ellos.
La cuidadora acaricia las manos de su paciente, mientras trata de explicar con la mirada la enfermedad que esta padece.
El confundido niño, que aún juega con las piezas que le pasó la joven, mira a su mamá preguntándole:
—Esto no se llama avión, ¿verdad?
La madre, que le sonríe guiñándole un ojo, le susurra:
—No hijo, esto es un elevador. Dam nam malad (la señora está enferma) —le dice en creolé, para no incomodar—, se le olvidan las cosas y se equivoca cuando habla —le argumenta.
—Igual que nosotros cuando llegamos acá —afirma sonriendo mientras continúa con el rompecabezas
—Oui, mi niño, oui.
Capítulo 2
Edificio residencial
En las inmediaciones del lugar en donde se ubican los ascensores del edificio que otrora fue exclusivo y residencial, nadie de los vecinos se percata del accidentado aparato y, menos aún, del llamado efectuado al conserje, el que tampoco se encuentra en su sitio de trabajo. La construcción es relativamente antigua, por lo que el elevador fue remodelado, manteniendo las clásicas puertas verticales de acero, además de otra gruesa, semiautomática que abre hacia afuera.
La desesperación de las personas, que aún permanecen enclaustradas, comienza a notarse con mayor intensidad cuando la cuidadora de la anciana busca ansiosa algo en la cartera, que parece tener todo tipo de cosas. Después de unos segundos, extrae un rosario muy bien acomodado en una pequeña caja de acrílico transparente, con el que comienza a rezar:
—Padre nuestro que estás…
Virginia, que ha logrado recuperar algo de serenidad, con la plegaria se vuelve a inquietar, mientras que el presumido hombre ya siente un embate del encierro, cuando la fatiga parece apoderarse de su cuerpo, sobre todo al aspirar el aroma a rosas que libera cada cuenta del rosario al ser manipulado por la enfermera. Recuerda los viajes de sus padres, principalmente a Roma, cuando regresaban cargados de regalos religiosos, según él para tranquilizar sus conciencias, después de una larga ausencia. Concentrado en el rezo del primer misterio, supone que la mujer lo ha adquirido de parte de algún pariente de su protegida, ya que nota que es bastante fino.
—¿Por qué rezas? —pregunta la alterada anciana—. ¡Ya te expliqué que el avión es seguro! ¡Entiende!
—Señora Silvia —responde la auxiliar con paciencia—, usted sabe que a mí me gusta hacerlo.
—Mmm, chiquilla, no sé cómo no te hiciste monja, mejor…
Las amigas sonríen al unísono, logrando relajar un poco el ambiente. En los siguientes minutos, el elevador comienza a moverse lentamente, haciendo que sus integrantes vuelvan a retomar la compostura habitual, principalmente el maduro hombre de ojos azules, que pasa la mano por su canoso cabello, para luego comentar con una seductora voz:
—Mantengamos la calma, pronto se va a solucionar.
La mujer haitiana, que a pesar de su embarazo posee una marcada y singular figura, lo mira extrañada, como recién notando su existencia. Sin embargo, la tristeza acompañada del temor que refleja su semblante no pasa inadvertido para nadie.
—Manman —le dice el hijo que la saca de sus reflexiones—, no quiro jugar más.
—¿Por qué?, esto es mucho entretenido.
—Tengo sueño, quiro dormir.
En ese instante, el ascensor vuelve a detenerse.
—¡Llegamos manman!
—Oui, parece que llegar —miente con una mueca de dolor y de desconfianza, sudando mientras recuerda el trayecto que debió recorrer desde Puerto Príncipe a Chile, encerrada en un avión, transporte que jamás había utilizado y que le provocó una leve claustrofobia.
En el otro extremo, el joven de zapatillas con aspecto de no tener mucha paciencia permanece atento a la puerta. Se adelanta avanzando un poco, esperando que se abra, pero, al notar que esta continúa hermética y que siguen atrapados, nuevamente golpea el panel. Luego, con una fuerza descontrolada