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Nunca subas a un bus amarillo
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Libro electrónico129 páginas1 hora

Nunca subas a un bus amarillo

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Información de este libro electrónico

Cuentos para un desvelo en el que las paredes son espejos. Y los balcones, tal vez, caminos.

En estas historias los protagonistas se pierden, deambulan, se contemplan vivir... A menudo se duermen. Todos coinciden en impulsar, a ciegas, el movimiento hacia una caída. Atmósferas inquietantes, existencias abruptas en las que el absurdo o la locura parecen formas premeditadas de fuga. La risa y la melancolía, dos caras de la misma medalla. El autor juega con sus propios fantasmas, haciéndolos habitar lo concreto sin privarnos del necesario impacto de lo invisible.
C. Barasi.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento20 feb 2021
ISBN9788418238857
Nunca subas a un bus amarillo
Autor

Nando Suárez

Fernando Suárez nació en Buenos Aires y está radicado en París desde 1999. Obtuvo el máster en Artes Escénicas de la Universidad de la Sorbona (Paris III). También en la Sorbona siguió los talleres de escritura de Daniel Lemahieu. Autor, actor y dibujante; ha publicado dos obras cortas de teatro, escritas y editadas en francés. Sus dibujos emergen de un solo trazo. Las líneas efímeras, en tinta china, van dando forma a personajes que suscitan —como en sus cuentos— emociones tan íntimas como inesperadas. Ambos caminos artísticos fueron haciendo evidente su predilección por las formas breves.

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    Nunca subas a un bus amarillo - Nando Suárez

    Nunca subas a un bus amarillo

    Nando Suarez

    Nunca subas a un bus amarillo

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418238406

    ISBN eBook: 9788418238857

    © del texto:

    Nando Suarez

    © de ilustración de portada:

    Claudio Gutiérrez

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A Nélida y

    a Florencio .

    ¡Si tan solo se pudiera no sentir miedo

    la mitad de la vida!

    Nina Simone

    Qué terrible es llegar,

    desordenar e irse.

    Qué belleza es que alguien llegue,

    vea tus ruinas y haga de ellas un hogar.

    Elena Poe

    Correo

    La vejez es la infancia arrugada. Clara tiene algo con los espejos. Sospecha que se quedan con un pequeñísimo recorte de piel manchada, un milímetro de boca. Quizás, incluso, con algún pensamiento. Se mira. Se toca. Le habla a su doble hasta que el juego la agota y se va. Lo que no entra en los espejos la tiene sin cuidado. Se burla de las cosas a medida que se topa con ellas. Las tacha de absurdas o de traidoras. Al comienzo me asustaba, hasta que dejé de preocuparme.

    Atraviesa el pasillo. La oigo tratar de ridículo a un jarrón y lanzar un insulto hacia el retrato de su madre. Por un instante juega a que no me ve. Luego me mira con fastidio. Inspecciona las paredes recién pintadas del color que ella misma eligió: un durazno apagado y sin brillo. Me pregunta por qué no acomodo las macetas que están en la galería. Le digo que lo voy a hacer cuando se seque el piso.

    Mira por la ventana. Algo la debe estar llamando, porque la escucho decir «ya voy». El campo está lejos y cerca al mismo tiempo. Ahora cada vez más amarillo. A mí también me gustaría tener un lugar adonde escaparme, pienso.

    —No me sigas —dice.

    Fiona ladra y sale corriendo hacia la puerta. Nos asusta a las dos. Hay alguien afuera. La entrada de la casa es un terreno de más de treinta metros. No encuentro las llaves.

    —Hay alguien allá afuera —dice.

    Desde la ventana veo al chico del correo. Lo reconozco por el chaleco verde y su moto naranja. Parece muy apurado, porque ni bien me asomo levanta una mano para saludarme, mientras que con la otra arroja un sobre por encima del alambrado. La moto hace un zigzag sobre la ruta embarrada. Clara rompe algo en el pasillo. Fiona no deja de ladrar, mientras rasguña la puerta.

    —¿Por qué no abrís?

    —No sé dónde están las llaves —digo.

    —¿Y dónde van a estar?

    Mido mi irritación. Recuerdo que dejé las llaves en el bolsillo de mi cartera. Me ve sacarlas y se ríe, aunque con menos teatralidad. Sale de su personaje sin salir del juego. Le podría decir «basta, Clara», pero me vence. Como a los espejos.

    Abro la puerta y Fiona sale corriendo desesperada. Olfatea el sobre, le pone las patas encima y le ladra. Clara la llama. De inmediato la perra viene con el sobre y lo abandona delante de ella. Mueve la cola, satisfecha. Fascinadas con el sobre, las dos me ignoran. Me gustaría saber cómo ve esa perra las cosas. Me imagino en sus ojos. Indiferente al color durazno, al tiempo, a los terrores que Clara es capaz de provocar. Porque en alguna parte de su cuerpo debe recordar que su ancestro es un lobo.

    —No es para nosotras —dice.

    Me tiende el sobre, desilusionada. Es voluminoso. Viene de Viedma.

    —Nosotras no nos llamamos «Palomino», sino «Palmino» —dice.

    Es uno de eso sobres con burbujas plásticas adentro. Está manchado. Al morderlo, Fiona casi le arranca un pedazo. Mi dedo se hunde en el papel áspero y húmedo. Tiene aspecto de venir de otro tiempo. La letra es prolija. La tinta del sello se derramó sobre el lobo marino de la estampilla.

    —Mañana lo devolveré al correo —digo.

    «Puede que alguien que nos conoce se haya mudado a Viedma». No sería la primera vez que escriben mal nuestro apellido. Hago memoria de las personas a quienes no veo hace tiempo. Son muchas. Viedma me parece un destino bastante improbable para casi todas.

    Clara se lamenta y dice:

    —Qué lástima, quería leer una carta.

    Yo también lo pienso. Fiona se acuesta sobre su almohadón. El sobre dejó de interesarle. Sigue con la mirada a Clara, que ahora abre la ventana hacia el campo. El aire caliente infla las cortinas. Clara agarra del armario su caja de hilos y se sienta junto a la perra. Se quedarán ahí un buen rato.

    Abandono el sobre y voy a la cocina. Busco en la radio un programa en el que pasen música y se hable poco. Clara previene a sus manos que va a comenzar una parte delicada del bordado: «Ahora sí, les prohíbo que tiemblen», dice.

    De tanto escuchar a Clara, también hablo sola:

    —Se está por terminar la yerba —me digo a mí misma en voz alta.

    —No es un día para ir al pueblo —me respondo.

    Vuelvo a preguntarme si acaso alguien que conozco pudo haberse mudado a Viedma. Clara atraviesa el pasillo y se detiene delante del armario.

    —¿Qué buscás?

    —Nada, ¿qué voy a buscar? —dice sin dejar de hurgar dentro de un canasto.

    Me angustia cuando se pone a buscar cosas sin fin. Ruego que las encuentre. He llegado a comprar cosas solo para que pudieran aparecer, por si Clara las busca.

    Como una tostada y tomo otro mate. Recuerdo que hay alimentos que están hace demasiado tiempo en la heladera. Miro detenidamente en cada compartimento. Tiro un tomate podrido y salvo dos zanahorias. Me pongo a cocinar.

    —Viedma está lejos. ¿Vos conocés Viedma?

    —No —digo.

    —Es para vos. El apellido está mal escrito pero el nombre no…

    La oigo balbucear otras cosas, mientras machaco perejil y un poco de ajo. Me quedo un instante sorda, mirando la prehistórica belleza del mortero.

    —¿Lo abriste?

    —No, Clara. ¡¿Cómo voy a abrirlo?!

    —Fiona lo mordió —dice.

    —Es lo que harían todos los perros.

    Abro la canilla y pongo las manos bajo el chorro de agua para que se me vaya el olor a ajo. «¿Quién podría estar viviendo en Viedma?». Esta vez lo pregunto para que Clara escuche. El condicional abre una especie de juego. Nos quedamos un rato largo en silencio, tratando de adivinar el acertijo. No hay respuestas. Vuelvo a mirar en la heladera. Es un gesto mecánico, sin consecuencias. Clara reaparece. Cruza el pasillo. «Estúpido cuadro», escucho que dice. Busca en un cajón. Vuelve a pasar, apurada.

    —No lo abras —repito.

    —No es una navaja, es una lupa —dice.

    Ocurre que el fantasma sea yo. Ráfagas insólitas de tiempo en que, por alguna razón, Clara deja de ser esa niña. Remueve de una sola mirada las capas más gruesas de mis defensas. Se invierten los roles. Me espanto de ver a qué punto sus ausencias se han vuelto mi refugio. Del lado en que me encuentre, estoy desamparada. Un poco como ese sobre: que parece llegar a ninguna parte y anda de intemperie en intemperie.

    El cielo se oscurece de repente. Fiona se despierta de un salto y se pone a ladrar como loca. Corremos a cerrar las ventanas, y por las dudas tapamos los espejos con sábanas. El viento no nos da tiempo a cerrar todo. Vuela una lámpara. Un rayo hace temblar hasta los cuadros. Fiona se queja con un gemido agudo y corre a esconderse. Como cuando sin querer le pisamos una pata. Eufóricas, Clara y yo miramos el diluvio. Aunque me acuerdo del trigo y me arrepiento. El nubarrón descarga cinco minutos de lluvia y se va.

    Fiona viene a mi lado y se acuesta sobre mis pies. Tiembla. «¿Y Clara? ¿Dónde está Clara?». La perra alza la mirada sin despegar el hocico de sus hermosas patas blancas.

    —Acá estoy —dice Clara, metida entre una sábana y un espejo.

    —No lo abras —insisto. Mientras miro el campo soleado. Como si nada hubiera ocurrido.

    La otra

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