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Hospital de muñecos
Hospital de muñecos
Hospital de muñecos
Libro electrónico177 páginas2 horas

Hospital de muñecos

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Dos hermanas comparten unas vacaciones en una villa costera: Florencia viaja con sus tres hijos mientras que Mariana, recientemente separada, intenta reorganizarse de este lado del océano después de varios años en Madrid. La convivencia junto al mar parece ser una buena idea pero las que se encuentran no son las mujeres que creyeron ser y lo cotidiano entre ellas pronto se volverá extraño, denso, agobiante, como el clima de la pequeña villa marítima. ¿Qué puntos de fuga encontrarán estos personajes para sobrevivir en el progresivo desmoronamiento de sus mundos?
Con una prosa constante, monolítica pero fluida a la vez, Hospital de muñecos pareciera detenerse en un tiempo preciso; en las vísperas de un cambio íntimo y también colectivo, sosteniendo a sus personajes en el vaivén incómodo entre la resistencia y la renovación. Cuando lo sólido y lo fijo estalle por los aires con la furia del temporal, la libertad se reducirá a una elección ineludible: aferrarse con desesperación a la última tierra conocida o lanzarse, sin certezas, al abismo que la sucede.
IdiomaEspañol
EditorialEl guardián literario
Fecha de lanzamiento15 ago 2025
ISBN9786316665164
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    Hospital de muñecos - Guadalupe Paiella

    Comme si les chemins familiers tracés dans les ciels d’été pouvaient mener aussi bien aux prisons qu’aux sommeils innocents.

    L’étranger. Albert Camus

    (Como si los caminos familiares trazados en los cielos de verano pudiesen conducir tanto a las cárceles como a los sueños inocentes.)

    I

    Otra vuelta buscando estacionar, una más en las calles espesas y herméticas, hechas de máquinas articuladas en una colmena gigante. Busco las fisuras, engaño a los metales para poder avanzar. Cuando veo un espacio apuro la marcha y consigo mi giro postergado. Me ignoran, una mujer con bolsas, un hombre que tira de un chico y dos perros indecisos entre el ir y el venir, olerse los culos o chuparse los hocicos. Los metros ganados a la esquina son una victoria breve que apenas dura lo que un semáforo en ponerse en rojo y volverme última en otro cuerpo impenetrable de autos. El chico que cruzó por la fuerza de su padre, o quien yo creo es su padre, ahora corre. Uno de los perros caga y se pasea entre los autos como el verdadero dueño de la calle, su culo y su olfato. La vuelta a la manzana es un retorno mediocre; un bucle hecho de grasa o de humo denso, quién sabe, de partículas infinitesimales de algo. Bruma de una ciudad espesa. Pero esta cosa de la ciudad espesa la pensé antes, antes de los perros y de los cuerpos en las veredas. Veo fachadas que ya vi y pienso cosas que ya pensé. Las ideas van en giros, seducidas por el andar del automóvil, en sus mismos bucles, como un hilo que se estira y se embrolla en sus vueltas. Un portón cruzado por un grafiti que dice Yesi te amo y Racing Club, escudo y corazón; un portón que ya vi. Y quién será Yesi, y seguirá amándola quien sea que se lo haya escrito y que la amase, si es que la amaba. Ese te amo en aerosol rojo sobre negro, se desvanecerá cuando el consorcio se decida a restablecer el negro sobre negro. ¿Existirá algún consecuente no te amo más en otro muro? Y Yesi llorará. ¿Llorará? O le importará poco el amor legible porque no querrá ser objeto de ninguna construcción amorosa, siquiera de la gramatical, ni volver a afeitarse las piernas en su vida.

    Me ocupan estas vacilaciones. Como antes de entregarme a las calles: estaba yo, pero de chica, vestida con mi mejor ropa, esa que se reservaba para cumpleaños y ocasiones especiales; detenida en un jardín sin flores, sin manzanos, sin viento, buscando con cierta intensidad algo que podría haber sido una margarita o un cajón de fruta, cualquier cosa, porque el saber qué exactamente añoraba yo en aquel jardín no fue parte de mi sueño. Una espera, un cosquilleo en el esternón que hoy podría matar con un ansiolítico, pero no en aquellos años, me consumía como un caracol bañado en sal. Hubiese corrido desatada, con flores o unos cuantos yuyos en las manos para tejer una corona como las que tejía entonces con mi ropa y mi hermana y mi mundito. Pero no pude, era una estatua sin bronce ni pedestal. Me desperté con el ringtone menos odiado, la boca agria y este viaje por hacer. Por la calle vuelven el chico y el hombre que antes cruzaron. Uno se detiene y el otro le tira del brazo, nervioso. Los sueños y la infancia se asemejan: son lugares ajenos donde ninguna decisión nos pertenece. Ya despierta, me había duchado y vestido. Había tomado un vaso de agua sin respirar. Fue así o primero fue el vaso y luego el resto. Hice esas cosas y las insignificantes que se hacen para completar las acciones de ducharse, vestirse y tomar agua, con mi sueño breve en las retinas. Ahora que conduzco mi auto es un poco lo mismo: una vuelta y retomo la avenida, pienso en perros, sueños, semáforos rojos, Yesi te amo, cosas que pasan. Imágenes de acá, de mi cabeza, que no retengo con voluntad o preocupación, sino más bien como secuelas de otras cosas que aparecen dando saltos de pulga mientras yo hago mi vida. Antes de salir de casa llamó Florencia: me quedé dormida y no tengo ni una bombacha en el bolso, ninguno de nosotros está listo, había dicho.

    Ahora no hay perro, mujer, hombre, niño ni lugar donde detenerme. Estoy atorada entre una camioneta cargada de cajas y dos automóviles que buscan cambiarse de carril. Todos queremos avanzar. Dejo que el primero de los vehículos tome el lugar de adelante y muy despacio me muevo unos metros. El conductor que queda atrás gesticula a través de su parabrisas; lo veo reflejado en el retrovisor porque el semáforo cambió a rojo y yo miro por los espejos y a través de las ventanas a las personas que van en otros autos, cuando los semáforos cambian a rojo. Delante de mí viajan dos criaturas, un par de cabezas cortas y muchas manos desordenadas que agitan un oso manso y oscuro. Una mujer saca un cigarrillo por la ventana del conductor y descarta la ceniza. Su mano se agita crispada cuando las de atrás suben y bajan, suben y bajan, y sacuden el oso con violencia. Una cabeza se mueve y otra se esconde en el amarillo, verde. Doblo y veo un hueco entre los autos estacionados, un Fiat viejo que se movió y un espacio entre los motores de la mañana del sábado. Estaciono mi coche en varias maniobras y un toque al auto de adelante, una nada en realidad, pero un hombre con dientes de ardilla me grita: si serás pelotuda, y se apoya en el auto al que no le hice nada ni tiene nada, excepto una calcomanía que es un pez que parece una tabla de surf. Agita la cabeza como un gato chino, con la boca entreabierta y los dientes ocres. Un aire caliente me crece en la panza y un agobio me llena los ojos. Qué hacer. Explicar cómo; conceder esto, pero alegar esto otro; decir que no es para tanto y en todo caso. Qué. Decir algo como la disculpa tibia que me usurpa otras palabras, las que no salen con el aire de mi boca ni bajan con la sangre de la cabeza. Palabras que engendro moribundas abajo de mi lengua y se deshacen flacas, silenciosas. Y yo, inmóvil como en mi sueño, como con Florencia y la conversación que no fue. No tengo ni una bombacha en el bolso. Qué ligereza la suya. Pelotuda, con esa familiaridad. Pero el hombre se va, el hombre se fue, para alguna parte, otra parte, a hacer lo que sea que fuera a hacer. Se aleja llevándose su propia voz en los oídos. Y cuando se mueve, el jean se le embolsa en una y otra pierna al compás de sus pasos. Cierro mi auto y pienso en volver a casa mientras camino media cuadra hasta el departamento de Florencia, mi hermana.

    Viví en Madrid seis años y algunos meses más que no cuento porque para mí decir seis es también seis y medio, o seis y dos tercios, o seis y diez meses. Antes de irme a España me deshice de mis posesiones en Buenos Aires: un dos ambientes en Colegiales y un autito que me gustaba. Me llevó poco tiempo venderlos; el departamento lo compró una conocida que había dejado a su marido por un profesor de gimnasia con músculos como globitos; y el auto, un compañero de la facultad con buena suerte, un buen proyecto de torres edilicias y el visto bueno del gobierno. Volví a ver a ambos en Madrid: a ella, de paseo con su hombre globo; y a él, en viaje de negocios. En esa oportunidad me contó que había cambiado mi viejo auto por un Audi cero kilómetro que andaba como el viento. Cuando lo dijo yo estaba con Saúl. Bueno, yo siempre estaba con Saúl allá, pero esa vez me acuerdo especialmente de él porque le respondió que depende de qué viento la cosa se pone linda o no, porque el soplo del poniente mediterráneo no es igual que un siroco, ni el zonda se compara al pampero y que, según cómo uno esté parado y espere le llegue al aire, va a ser bueno o no. El otro dijo que un Audi siempre es un Audi y acabó la charla. En ese entonces Saúl todavía era nadie. Era nadie cuando dijo que había que ir a España porque allá la cosa era más sencilla: San Sebastián, Guijón, Huelva, a un paso de Francia, la cuna del cine. Hay dos caminos, Mariana, Europa o Estados Unidos, y yo entre los yanquis me muero o me matan. Cuando él dijo hay que irse a España yo puse todo en venta y nos fuimos. Nueve años duramos juntos: tres, acá; y seis, que fueron más que seis, del otro lado del océano. Con lo poco suyo y mío nos instalamos en un departamento de un barrio tranquilo en el distrito de Chamartín. No siempre cenábamos. Conseguí un trabajo en el Thyssen-Bornemisza por la recomendación de un profesor que lamentó mi ida a tan poco de conseguir mi título. Saúl se metió en el mundo del cine con todas sus fuerzas. Dirigió algunos documentales y cortometrajes, olvidables en su mayoría. Hasta que filmó Rozar la muerte que lo llevó a la vida. Es la historia de un grupo de inmigrantes que se reinventan en la vieja Europa y se buscan y nunca se encuentran. Todo termina mal para ellos, pero bien para Saúl que recibió un premio y varias distinciones por su película. De eso pasaron dos años. A Rozar la muerte le siguieron Piñata de grillos, con una actriz muy taquillera como protagonista, y Agonie, una producción franco-española. Ya salíamos seguido, acompañados por gente del mundillo; pagábamos la cuenta y dejábamos buenas propinas. Saúl había probado la fama, la fama lo había probado a él. Se engolosinaron. Se empacharon. Ahora tiene una secretaria que le intercepta todas las llamadas, hasta las mías. Asistente de Saúl Cerviño al habla, dice cuando yo llamo. Cuando llamaba, porque ya no llamo más. Me volví liviana de España, dejé mis posesiones allá cuando dejé a Saúl. Él conservó el departamento, un lindo lugar sobre la calle Macarena, con un balcón colgante sobre la piscina; un balcón que yo había llenado de flores rosadas, rojas y blancas como la cal. Después de todo, después de seis años y unos meses, después de Agonie y el resto, cuando habían llegado también las tardes quietas: yo, sentada cerca del zócalo que se cortaba a escasos centímetros del suelo, con la cabeza sostenida por un par de barrotes de la balaustrada de ese balcón mío, en aquellas tardes, pensaba, recorría mis días, algunos más que otros, hasta el momento en el que estaba viéndome de fuera como en una película de Saúl. Y después de verme, los pensamientos se me caían de la cabeza y quedaba algo que se sentía poco y nada, un arrullo lejano mientras lanzaba alguna hojita, un par de ramas trenzadas, una flor que quiso ser y quedó en capullo; lo lanzaba todo al agua azul de abajo, la piscina en donde los primeros tiempos, los tiempos en que Saúl era nadie, nos zambullíamos como dementes y contábamos las estrellas antes de dormir con el estómago anudado. Quiero volver, le dije una tarde quieta, la primera de las últimas, por no pedir que las cosas fueran como antes. Me miró con sorpresa gentil, un disimulo mal habido y dijo que no me detendría. No voy a detenerte, me dijo aliviado y se fue. Un brote se hundió en el agua y ya no volví a arrojar cosas desde aquel balcón.

    Florencia vive en un quinto piso señalado por un pezón metálico entre otros. Me cuesta encontrar su coordenada en los ejes bruñidos de pisos y departamentos porque el sol se refleja en el metal y las marcas desaparecen de la superficie. Son casi las doce y el calor duele. Si no se hubiera quedado dormida, si hubiésemos iniciado el viaje de madrugada, ya estaríamos con los pies en el agua. Tendría que haberme ido sola. Pero como Florencia está sin un peso, no tengo un peso ni para el bondi, Mariana, me ofrecí a llevarlos conmigo. Siempre y cuando me entreguen el auto, le dije. Y la concesionaria lo entregó en fecha, con olor a nuevo, alfombras de regalo y un kit de primeros auxilios en el baúl, Sólo por ser usted, dijo el vendedor de la concesionaria y temí que ese usted, o sea yo, fuese alguien por ser la expareja de Saúl Cerviño, y yo no quiero ser ese alguien, no quiero ser ese usted por nada del mundo, pero escuché que al comprador siguiente le decían lo mismo y supuse que el protocolo de la agencia era hacer sentir al cliente especial y no puedo culparlos por eso. No traigas mucha cosa porque vamos a viajar como el culo, le dije a mi hermana y ahora espero me haga caso, aunque con Florencia nunca se sabe. ¿Y mis sobrinos? ¿Cuánto equipaje traerá cada uno de ellos? Casi no los conozco. La última vez que los vi, Sofía tenía doce; Agustín, siete ¿u ocho? O nueve. Robertito no existía. Estarán en dieciocho y trece, los mayores; tres o cuatro, el más chico que no recuerdo cuándo nació. ¿Fue antes o después de Rozar la muerte? ¿Robertito usará pañales? Espero que no. La chica terminó el colegio. Alumna ejemplar, dice Florencia, dale que dale lo dice. Robertito ya está en

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