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Solo tierra, solo lluvia, solo barro - Montse Albets
1
imagen¿Qué hacían mis dedos antes de tenerle?
¿Qué hacía mi corazón con este amor?
Nunca había visto nada tan leve.
Sus párpados son flores de violeta,
su respiración, suave como una polilla.
No le dejaré marchar.
No hay perversión ni engaño en él. Debe
[permanecer así.
SYLVIA PLATH, Tres mujeres
(traducción de María Ramos)
CA LA VIUDA
Los retratos siguen en silencio junto al viejo reloj, como cada hora y cada minuto desde que ella se fue. Es una noche bochornosa, sería una noche como todas las demás si no fuera porque, por fin, se oye la llave de hierro en la cerradura. Maria ha vuelto y arrastra consigo un frío penetrante que se desperdiga por todas partes como un estallido. Lleva una mochila raída. Lleva un cochecito de criatura. Una trona. Una cuna. Maletas. Cada vez que entra y vuelve a salir hacia el coche cruje la hojarasca, y observada desde dentro parece una luciérnaga triste abriendo camino con la luz del frontal. Hace el último viaje cargando una garrafa de vino en una mano y tres panes de kilo en la otra. Al terminar, la puerta se cierra y Maria queda ociosa en medio de la estancia. No se oye nada, enfoca la vieja pared con la luz del frontal y el resto del espacio queda en penumbra. Le cuesta respirar, porque ha tomado conciencia del peso que lleva a la espalda y ve que ya no puede rehuirlo más. Por eso se acerca a la chimenea y se encara a los retratos de su madre y sus abuelos, a los ojos desvaídos de las fotografías, que la ven envejecida, flaca y desgreñada. Coge aire por la nariz y lo expulsa suavemente por la boca mientras se pasa la mochila de la espalda al pecho y saca a su hijo. Y es en este momento que tiene la rara sensación de que se le ha encogido, como si estos meses hubieran pasado en vano y volviera a tener solo unos días de vida. Lamenta sentir lo que siente, una mezcla de atracción y de angustia, y no puede evitar apresurarse a meterlo en el cochecito. Sin embargo, lo arropa bien con la manta para que los pies no le salgan por debajo. Aquí estarás bien, cielo.
En los armarios encuentra los enseres de cocina llenos de polvo, pero ¿qué le importa a ella beber de un vaso sucio? Coge uno y lo llena con vino de la garrafa, da un par de tragos largos y nota cómo le sube la leche. Se palpa los pechos como piedras y al cerrar los ojos le sobrevienen imágenes inconexas. Las baldosas del hospital, aquella puerta de color gris plomo, las manos que se enfriaban poco a poco. Y le vuelve un llanto frágil, porque está exhausta hasta para llorar, y recuerda la necesidad de desaparecer y la certeza de que nadie los buscaría en Ca la Viuda. Y ahora que ya está aquí le parece que estas imágenes que la asaltan son las de la vida de otra, no de la suya.
El pecho izquierdo está más lleno, las punzadas la mortifican, pero aprieta los dientes y baja a la bodega. Con cada paso se oye crujir la madera de los escalones como si fuera a desgajarse, y ella sigue descendiendo, haciendo caso omiso, en parte porque no tiene más remedio y en parte porque le parece que bajo tierra es el mejor lugar donde puede estar. El tufo a humedad la encajona entre el techo y las paredes, hasta que sube el interruptor general y puede observar con alivio todo el espacio de la bodega. Mientras va asimilando sus dimensiones se da cuenta de que se oye un jadeo, y aún tarda unos segundos en entender que esa especie de aliento que la ha asustado no es nada más que el rumor de la nevera y el gran congelador horizontal. «Arcón», lo llamaban. Cuando era pequeña jugaba con él fingiendo que era vendedora de helados. Se encaramaba a un taburete, abría la tapa del congelador y la oías: «¿Qué le pongo hoy, señora? Tengo cucuruchos de fresa, de nata, de chocolate… polos de limón y de naranja…». Y mientras charlaba, iba hurgando los paquetes de cordero y de pollo congelado para oír cómo raspaban las paredes escarchadas. Luego lo cerraba —le encantaba hacerlo con un golpe seco— y fingía que cobraba la venta sacando el cambio del bolsillo de algún delantal que había cogido de la cocina. Pero el juego nunca duraba mucho, porque la abuela siempre acababa bajando, refunfuñando que la carne se descongelaría y que un día se caería dentro y la encontrarían tiesa como un rabo de tocino. Maria se quita el frontal, deja el arcón abierto y va arriba a buscar agua y jabón. El grifo de la cocina escupe a borbotones el agua turbia como una vieja cascarrabias y sin dientes. Le da asco, esta agua, y espera hasta que sale un chorro limpio para llenar el cubo. Coge un par de paños del cajón, que ha abierto con las dos manos porque ya sabe que si no lo haces así no funciona, y vuelve abajo a limpiar el arcón. Lo desenchufa, se asoma dentro y limpia las telarañas de los rincones con terquedad mientras el sudor le va empapando la espalda y le pega el pelo a la cara. La abuela, cuando lo limpiaba, ponía algunos limones con clavos de olor y los dejaba allí toda la noche antes de encenderlo de nuevo, pero ella lo enchufa enseguida y vuelve arriba con el niño. Lo va acunando en el cochecito, repitiendo el movimiento acompasado que siempre le ha ido bien para dormirlo. A veces, cuando por las noches lo coge en brazos, le transmite su propio cansancio, y en cambio así, separados por el cochecito, los cuerpos logran desenlazarse. Ahora es ella quien necesita este balanceo suave que va aumentando de ritmo hasta que se vuelve frenético. Se oye otra vez la vibración del teléfono, desde el mediodía que no deja de reclamarle atención. Los mensajes, con los que antes sentía el cosquilleo de las novedades, la anticipación de una buena noticia, un encargo bien pagado, un premio…, ahora solo la irritan. Detiene el movimiento del cochecito, coge la mochila del suelo y saca el teléfono, como si de pronto alguien le hubiera soplado al oído que el aparato solo es una máquina y que puede apagarla. Lo deja sobre la mesa y, ahora sí, siente el abismo en la piel desconchada de estas paredes que la acogen porque son suyas. O porque ella les pertenece, no lo tiene claro. Paredes que la devuelven a su pasado, que no es más que eso, suyo. Le parece oír un gemido y por instinto vuelve la cabeza en dirección al cochecito. Se acerca, observa la cara del bebé y le busca la mirada.
*
Muda, con una hendidura en el vientre, sin estómago ni tripas ni hígado ni nada, como si todo me lo hubieran vaciado con una gubia. Los ovarios, las trompas y la matriz, en cambio, me queman dentro como un latido. Tengo púas en los ojos y punzones en las sienes. Allí dentro me ahogaba, y me ha asaltado un asco tan hondo que he tenido que salir corriendo, incluso descalza, pero el suelo estaba lleno de piedras y pinaza que se me han ido clavando en los pies. Las hojas de las cañas repiqueteaban con el viento y afuera se estaba bien. Entonces me he dado cuenta de que te había dejado solo y te he dicho: Ya voy. Y he pensado: «¿Si piso flojito no me dolerán los pies? ¿Y si me imagino que floto?». Ya entro, ya entro, pero deja que me abrace un rato con el viento. No tenemos prisa ya, ojalá la tuviéramos, pero aquí tampoco tenemos. Solo un vacío. Nadie que tosa ni estornude, nadie que lave los platos ni ningún perro que ladre. Ni teles, ni radios, ni despertadores. Ni coches que aparquen. Ni aviones. Aquí no hay nada de eso. De hecho, ahora ya no hay nada.
Después de bajar los panes al arcón ha continuado escribiendo hasta que se ha arrellanado en el sillón con el niño en el regazo y un culín de vino. Ahora tiene los ojos cerrados, parece que esté muerta. Quizá sea el alcohol, el mal comer o el mal dormir. Fuera el sol ya se ha levantado. Una mosca se pasea por encima de la mesa, se sube a una tostada reseca y luego a la mano. Las cosquillas hacen que abra los ojos, hinchados y enrojecidos, y de repente nota que el niño se le escurre entre las piernas y las junta de golpe para que no acabe de caer. Ahora vuelvo, amor mío, vengo enseguida, le dice mientras lo deja en el cochecito; de los pezones le han nacido dos círculos que le empapan la camiseta. Deja el plato con la tostada en el fregadero, junto a un par de vasos sucios. Si la abuela estuviera aquí empezaría a recoger los restos de comida sin abrir la boca, lavaría los platos y pasaría la bayeta al momento para dejarlo ordenado e inmaculado como una foto fija. Nunca se sabe quién puede llegar. Ha subido al baño. Desde la cocina se oye el chorrito y la cisterna que se vacía, y después el agua de la ducha. Tarda mucho, y cuando salga tendrá frío porque no se ha acordado de coger una toalla. El niño no se mueve, la espera en el cochecito con toda la paciencia del mundo.
Por fin baja las escaleras, desnuda y empapada, aferrándose a la barandilla y dejando un hilo como una cola, como un camino que no podrá volver a recorrer nunca más. Así, con el pelo mojado cayéndole sobre los pechos hinchados, ha perdido la rigidez que cargaba al llegar. El agua caliente le ha ablandado las facciones y ha hecho que se parezca aún más a su madre, que la observa desde la pared. Revuelve con parsimonia una de las bolsas hasta que encuentra una camiseta y un pantalón, y se los pone sin secarse. El olor de la ropa limpia la reconforta, una piel nueva sobre la piel herida. Un poco de consuelo que le devuelve la sensación de dormir en unas sábanas limpias y planchadas. Ya hace muchos años que nadie le prepara la cama. Confort. Consuelo. Alguien que la cuide. Claro que ha tenido parejas, amigos. Pero ahora todo queda lejos, una lejanía física pero también mental. Viendo su torpeza para mantener las relaciones, todo el mundo se ha ido cansando de irle detrás. Y a ella le ha parecido bien, de hecho. No sabe hacerlo mejor.
Respira hondo y mira
