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Las lluvias de Estocolmo
Las lluvias de Estocolmo
Las lluvias de Estocolmo
Libro electrónico340 páginas5 horas

Las lluvias de Estocolmo

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Cerrar las puertas de nuestra casa no siempre nos pone a salvo del peligro. A veces nos deja a solas con él. La indefensión se exacerba cuando la amenaza proviene de quien menos lo esperamos. Las interrogantes de siempre –¿qué hacer?, ¿dónde encontrar ayuda?– ya no tienen cabida. Las víctimas de Las lluvias de Estocolmo aprenderán, de la peor manera, que hay preguntas que tienen una sola respuesta y que no vale la pena ser formuladas. Ni la familia ni Dios habrán de ayudarles. Tendrán que enfrentar, a su modo, la violencia física, sexual y psicológica que emana a diario desde cada rincón de su hogar para hallar la manera de sobrevivir a una existencia que dista mucho de llamarse vida. En situaciones extremas, la amistad y el amor trascienden su valor sentimental y se convierten en válvula de escape. Cuando no hay de dónde asirse, una rata o una historia lejana pueden ser las mejores opciones. Eso, si antes el cielo no se rompe y la lluvia arrastra sangres y traumas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 dic 2023
ISBN9786078923809
Las lluvias de Estocolmo

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    Las lluvias de Estocolmo - Edgar London

    1

    Dice mamá que algunas historias no deben ser contadas. Especialmente aquellas que no aportan, al final, un mensaje positivo. Así dice, literalmente: un mensaje positivo. Con ese ensayado deje de distancia. No un final feliz. No una enseñanza o moraleja. Sino algo que salve al sujeto de cualquier asomo de maldad. Deben ser reminiscencias de sus visitas a la iglesia. Esos pedazos de vida que nos acompañan incluso después de la muerte. En recuerdos. En herencias. En nuestros peores espantos. Para mamá, todos, fuera de la familia, son sujetos. Y familia, para mamá, somos únicamente mi hermano ‒de los tres, el más chico, quizás también el más consentido‒, mi hermana mayor y yo. Claro que está ella misma. Claro que está él. Quiero decir, padre. Pero de él no voy a hablar ahora. Si hay algo peor que hablar mal de los muertos es hablar mal de quienes están a punto de morir. Por eso guardo silencio mientras acomodo la almohada bajo su cabeza y sigo, con el rabillo del ojo, la línea discontinua que describe el trabajo de su corazón desde un equipo médico. A todas luces, una descripción simplificada, simplona, aberrante casi. Sin embargo, a estas cosas una se acostumbra. Bien visto, sería el menor de sus engaños. Su corazón tiene que ser mucho más grande que un haz de luz parpadeando en un monitor. Siempre se asocia a los hombres de corazones grandes con los hombres buenos. Nunca he comprendido bien por qué. A Cristo lo dibujan muchas veces con un corazón que sangra. Es un corazón grande. Tiene espinas alrededor y, en ocasiones, fuego encima. Dice mamá que Cristo fue un hombre muy bueno, el mejor de todos. De padre no dice nada. Tampoco mi hermana. Pero yo sé bien que él tiene un corazón enorme. Lo sé porque, en las noches, cuando mi hermana deja de llorar y él abandona nuestro cuarto, escucho su latir. Tum, tum. Tum, tum. Solo un corazón gigantesco puede sonar así desde la distancia. Es más, todavía cierra la puerta y lo sigo escuchando. El tum, tum apenas es interrumpido, esporádicamente, por el ruido que hace mi hermana al tragarse sus mocos. A esas otras cosas, en cambio, una nunca se acostumbra. Creo que mi hermana un poco. Yo no. Porque yo sé, yo siempre he sabido. Del aroma insoportable de las flores, de las lluvias cómplices que arrastran por las calles la suciedad que se acumula en las casas, de los corazones henchidos de maldad, de la maldad de las historias que no deben contarse y, por supuesto, de Estocolmo. Mamá también sabe. Pero mamá está muerta. Y su voz, sin su presencia, ya no suena tan convincente como antes. Sospecho que su interés por mantener el secreto se debe a que está consciente de que él, padre, está a punto de morir y no quiere que se lleve al mundo de los muertos el desasosiego que causó entre los vivos. Mamá quiere continuar en paz. Allá, donde habitan cadáveres desconocidos y bonachones. Por eso, cada noche, en sueños que más de una vez terminan en pesadillas, me pide que guarde silencio. Que hay historias inapropiadas. Un eufemismo, diría mi hermano menor. Un modo de decir. O de no decir, por ejemplo, que el precio de su paz, en el mundo de los muertos, es la constancia de mi silencio aquí, al lado de la cama de padre, en el mundo de los vivos y los no tan vivos.

    2

    No se lo he dicho a nadie. Es algo que siento. En mi cabeza. No en mi cuerpo. Siento que soy una brizna, pero no me muevo con el viento. Me muevo con el tiempo. Sucede a veces. Justo ahora, por ejemplo, a un lado de la figura moribunda de padre. Me arrastran los recuerdos y con los recuerdos la turbulencia de los días, los minutos y también los años. Se revuelven con gracia. Y aunque, a primera vista, esta circunstancia parece un amasijo sin principio ni fin, yo sé que responde a las leyes de un caos tan exacto como impredecible. Es lo raro y es lo hermoso. Hoy soy mujer. Mañana, nuevamente, niña. Nos alternamos. Nos justificamos. Supongo que la pulcritud de los relojes no está diseñada para soportar la elocuencia de ciertas historias. Supongo, asimismo, que ciertas historias no pueden jamás ser atadas a un orden y a un único sentido del tiempo.

    3

    Empieza por el principio, me dicen, y no me atrevo. No todos los comienzos son agradables. La vida misma, por ejemplo. Un esperpento que se retuerce, manchado de sangre y de otros efluvios. También están los gritos. Y antes que los gritos, los golpes. Visto de esa forma, ese bien podría ser el inicio de mi historia, que es también la historia de mi hermano menor y de mi hermana, la mayor. Solo que ella jamás pronunciará palabra alguna. Una historia, digo, de sangre y de otros efluvios. De gritos. Muchos gritos. Y flores.

    No sé si ya lo dije. Padre tiene una florería. Imagino que sigue siendo suya, aunque ahora esté postrado en una cama. Aún no decidimos qué hacer con ella. Es un ejercicio inédito para mi conciencia de mujer. De niña era más fácil lidiar con los asuntos de la tienda. Una sola ley, un solo pacto: padre decide, yo obedezco.

    La tienda abre muy temprano. A las seis de la mañana ya están dispuestas las tarimas y acomodados los ramos. También encendemos el espectacular de la entrada. Es un espectacular muy feo que padre y mi hermano menor hicieron con una manguera transparente rellena de lucecitas led, de esas que se usan para iluminar los arbolitos de navidad en las casas, pero que mamá nos prohibió usar porque, asegura, Nuestro Señor Jesucristo debe ser venerado en los corazones y no en pinos y en regalos mundanos. Que esas son obras del diablo, dice.

    La cuestión es que, desde las seis de la mañana, cuando el alba no rompe todavía la quietud del horizonte, la gente que pasa por la calle puede leer Violeta sobre la entrada principal. Así se llama el negocio. Y no porque vendamos flores sino porque es el nombre de mamá. De haber sido un taller mecánico también se habría llamado Violeta.

    Al inicio, antes incluso del inicio de esta historia, me gustaba fantasear con ese detalle. Padre no era padre y mamá asistía a una secundaria en lugar de a la iglesia. Él iba a verla con sus amigos. Seguramente, en bicicleta. Una cerca metálica los separaba. Entonces metían sus dedos por entre los agujeros y se tocaban. Y reían. Esa es la parte más difícil. Me cuesta verlos reír. Pero apuesto a que lo hicieron. Con la cerca de por medio y después, cuando mamá cruzó esa misma cerca y se escapó para vivir con él. Lo vi en una película. La gente ríe un montón en situaciones de máxima tensión. Es una risita entrecortada. De nervios, de miedo, de no sé qué, pero ríen.

    No tuvieron una boda bonita. Ni siquiera la aprobación de sus padres. Bastó un abogado y un par de testigos que ni ellos conocían.

    Mamá no pierde la oportunidad de recordárnoslo cuando la escasez acecha la casa, que es un día sí y otro también. No se quejen, exige. Su padre y yo empezamos sin nada y miren, obra de Dios. Ahí abre los brazos y da media vuelta a su alrededor. Su pose es exagerada. Claro que nosotros no miramos. No hace falta. Es una casa pequeña que se hace aún más pequeña cuando funciona como negocio. Nada que presumir. Creo que lo único que realmente atesoran es ese cartel: Violeta. Una especie de tótem que evolucionó desde letras de cartón hasta una manguera con luces led. Les recuerda de dónde vienen, quiénes eran. Lo adoran y le temen. No por lo que fueron sino por lo que son.

    A mi hermana no le gusta que piense así. No le gusta casi nada de lo que yo digo de padre o mamá. Son nuestros padres, replica. De haber querido, cuando éramos bebés nos habrían puesto una almohada en la cara hasta asfixiarnos. Pero no lo hicieron. Y no lo hicieron porque nos aman. Eso dice y cada vez que lo dice evita mirarme de frente. En cambio, gesticula mucho. Quizás para compensar la ausencia de una mirada que me obligue a creerle. Cada día se parece más a mamá. Temo que en cualquier momento suelte que todo lo que a ella le sucede es obra de Dios. Y espero que no lo haga porque yo sé que Dios no tiene nada que ver en esto. Ni tampoco el diablo. Son cosas de padre, que es mucho peor.

    4

    Mi hermano menor es experto en figuras retóricas. Metáforas, sinécdoques, elipsis, antítesis, hipérboles, sinonimias se deslizan por sus labios con la misma naturalidad con que mamá nombra santos y vaticina plagas y castigos divinos. Al principio me costaba mucho mencionarlas. Los nombres se me enredaban en la lengua y me irritaba la naturalidad con que mi hermano menor las trataba. No lo hacía como un maestro de escuela. Nada de solemnidades ni de tono académico. Más bien con la espontaneidad de quien rememora una vieja amistad. Cada vez que tiene una oportunidad las saca a pasear. Y, si la oportunidad no aparece, la crea, la fuerza.

    Entonces pienso en padre. No digo que mi hermano menor imite a padre. Digo que presenta sus figuras retóricas igual a cómo padre presenta a mi hermana en sociedad. Es la mayor, dice, y hace un gesto con la cabeza para que ella extienda la mano hacia el desconocido. Mi hermana obedece. Ahí casi siempre le dicen que es toda una mujercita. Y muy bien portada, agrega padre, y con el brazo la estrecha a su cuerpo. Mi hermana ni asiente ni sonríe, pero tampoco se desprende del abrazo. Deja que el apretón estruje su frágil anatomía. Yo no sé cómo aguanta ‒no ahí; a fin de cuentas, es una escena que se reproduce pocas veces porque pocas son también las personas que nos visitan, sino después‒. Padre no es alto, pero lo que le falta en estatura le sobra en obesidad. Las camisas rara vez cubren la circunferencia de su panza. El ombligo se le asoma, intermitente, por encima del pantalón. Y, a pesar de ello, mi hermana aguanta.

    Aún no alcanza la mayoría de edad y ya es el orgullo de mamá. Comienza a vestir como ella. Colores oscuros. De preferencia negro o gris. Faldas por debajo de las rodillas y blusas con mangas que le cubren los brazos hasta las muñecas. El cabello recogido. No se lo corta. Tampoco lo luce. Yo le digo que lo lleve suelto, que lo adorne con flores y abalorios. Si algo me encanta de mi hermana es justamente su cabello. Tupido, más canela que café, sin ser verdaderamente lacio, las ondas caen suaves hasta la mitad de su espalda. De niña lo dejaba juguetear con la brisa. Ya no. Se lo cepilla al salir del baño. Y apenas se seca lo envuelve en una redecilla sobre la cabeza No sé si padre tuvo algo que ver. O las miradas de padre. La realidad es que mamá pronto se percató de que ni las faldas largas ni los peinados impolutos ni los colores oscuros podrían ocultar las curvas que matizaban el cuerpo de mi hermana y encendía la lascivia en los hombres.

    Es la maldición que persigue a todas las mujeres y la vara con que somos medidas, asegura mamá. Nuestro comportamiento fuera de casa es evaluado constantemente por los ojos bondadosos y firmes de Dios y puesto a prueba por el Maligno. De nosotras depende conservar la pureza del cuerpo que es la materia que protege al espíritu. Si el cuerpo se corrompe, el espíritu queda indefenso.

    Por eso rara vez nos permite salir solas de casa. A menos que sea para visitar a un vecino cercano, buscar flores y yerbajos al cauce del río o ir al almacén, calle arriba, donde compramos las bisuterías que requiere nuestro negocio. Mamá es muy estricta en eso. Yo, de corazón, trato de comprenderla. Asimilar sus palabras es más fácil que reconocer las figuras retóricas de mi hermano. Frases sencillas y dolidas. Mezcla de versículos bíblicos y líneas de boleros.

    Aun así, no entiendo. No puedo. Nos alerta sobre los peligros del exterior. De las mujeres que son seducidas por Samael y siguen los malos pasos de Lilith. De la verborrea embaucadora de los hombres. Hombres que solo quieren una cosa. Cuando dice cosa se lleva una mano a la entrepierna y con la otra señala a la ventana. Allá están, dice. Allá caen las incautas. Y mientras más lo repite, menos comprendo. Observo a mi hermana que la observa y asiente en repetidas ocasiones con la cabeza. Entonces soy yo quien cierra los ojos y le pide a Dios que esa noche no suceda nada con mi hermana, con su cabello que se desparrama sobre el colchón, libre al fin, entre grito y grito, y que si algo sucede sea con Samael o Belial, pero no con padre. No otra vez. Y a veces Dios me concede el pedido. Y a veces no.

    5

    Lo curioso es que las violetas son de las pocas flores que no vendemos. Son bastante fáciles de cultivar, pero nuestro proveedor no las maneja. Padre en alguna ocasión les dedicó un espacio en el patio trasero para tratar de equilibrar el déficit y aunque se dieron algunos retoños no llegaron a madurar. No por falta de abono ni de cuidado pues yo misma las regaba concienzudamente. El problema fue que coincidió con la compra de un cerdo para fin de año y el animal terminó por devorar todo a su paso, violetas incluidas. Tampoco es que vendamos muchas flores. El negocio es pequeño, pero afortunadamente el pueblo también lo es y la competencia brilla por su ausencia. Aun así, no falta quien llega pidiendo un ramo de violetas. Imagino que para el buqué de una novia o para usarlo en un té con que tratar problemas de estómago. No importa. Yo le digo que no tenemos y ladeo la cabeza. Es un gesto efectivo. Se me antoja incluso conciliador. Me ha funcionado siempre. Y siempre también los afectados voltean a ver el letrero que da nombre a la florería.

    Hay quien hace algún comentario que pretende ser chistoso. Otros simplemente se encogen de hombros. Reconozco sus propósitos. Hacer notar lo obvio de la contradicción. Una florería que se llama Violeta y que no vende violetas. Igual me quedo viéndolos con una sonrisa fingida. Pocos, muy pocos de ellos, entenderán que esa aparente contradicción es el menor de los problemas de nuestro anuncio espectacular.

    El cartel tiene algo incómodo entre la e y la t. Hace un giro raro porque la manguera no se dobló correctamente y las lucecitas led acentúan la mutación. El efecto no es perceptible a primera vista, pero si alguien presta mayor atención puede discernir un trazo muy parecido a una n. Violenta en lugar de Violeta, se alcanza a leer.

    Creo que fui yo misma quien lo descubrí. Venía de la escuela y quién sabe si por la luz del sol o por la inclinación del camino que lleva a casa pude notarlo. No sé si ya lo dije. Nuestra casa queda al fondo de una pendiente bastante pronunciada. La gente que vive en los alrededores le llama la loma. Así y ya. Tú les indicas la dirección del negocio y te contestan: ah, en la loma. A mamá no le gusta que le llamen de esa forma. No es el nombre de nuestro barrio ni de nuestra calle. Aunque sí es una loma, y tan inclinada que para nosotros anochece antes que para el resto de la cuadra. El sol se pone justo al final de la calle, por donde se deja entrever el almacén de don Rigoberto, que es como la mitad del recorrido de la casa a la escuela. Y, si alguien viene caminando pendiente abajo, por la acera del frente, se ve clarito clarito el trazo impensado de esa n. Violenta. Un anuncio acaso más certero que el de Violeta.

    Porque, pregunto yo, ¿qué respeto le tenemos a esa clase de flores cuando dejamos que un cerdo se las coma? Un cerdo que, para colmo, ni siquiera nosotros nos comimos después, porque mamá dijo que era carne impura, que no de balde el Señor permitió que los habitaran demonios antes de ahogarlos en el mar de Galilea. Padre sí comió, pero padre no cuenta.

    Violenta, le digo a mi hermana y la tomo del brazo y la obligo a cruzar la calle. Mira, le digo. Lee. Y ella demora en reaccionar. Lee, le vuelvo a decir. ¿Qué dice? Mi hermana balbucea al inicio. Casi no se le entiende. ¿Qué dice?, ¿qué dice? Violenta, suelta al fin. Y yo me río a carcajadas. Ella no. Ella se queda muy seria. Al principio no adivino la razón de su ceño fruncido. Estamos condenados, asevera. Yo dejo de reír. La veo correr de vuelta a la casa. Entonces recuerdo algo que dijo el cura Evaristo en la iglesia. Bueno, recuerdo a medias. De hecho, casi no recuerdo. Mamá sí. Mamá no olvida nada de la iglesia ni de los sermones de nuestro reverendo, ni de la ropa que lucen las mujeres que se persignan bajo la imagen del Altísimo. Mujerzuelas todas, las llama en secreto.

    Persigo a mi hermana que busca a mamá. Luego mi hermana me persigue a mí que también busco a mamá. No está en la casa. Hay que esperar más de media hora para que aparezca, junto con padre y un nuevo lote de flores. Crisantemos, gladiolos, lirios y azucenas, perfectas para funerales. Mi hermana intenta tomar la delantera, pero padre le pide que lo ayude a acomodar la mercancía. Tiene que estar lista para mañana temprano. Ella se va resignada y yo puedo acercarme, tranquila, hasta donde está mamá. No le cuento lo del trazo y la n en nuestro espectacular improvisado. Eso lo hará más tarde mi hermana. Mi duda es otra. ¿Cómo era aquello de los designios y la Providencia? Ella no disimula su asombro. Sabe que no soy muy dada a ir a la iglesia. Si voy es porque me obligan. Quién sabe qué conclusiones habrá sacado, pero hace una mueca que pudiera tomarse por sonrisa breve y lejana. Los designios de la Providencia son inescrutables, responde al fin. No agrego palabra. ¿Para qué? Otra vez, estoy completamente en desacuerdo.

    6

    Tuve un solo novio en toda mi vida. Se llamaba Pedro. Era bajito, más flaco que apuesto. Sus ojillos buscaban juntarse en un ángulo inusual para la mayoría de las personas que yo había conocido. Muy cercanos a la parte superior de la nariz. Ojillos achinados. Timoratos. Esa peculiaridad le imprimía un aire de inseguridad que a mí me encantaba. Igual a un ratoncillo asustado. Aun cuando a mí no me agradan particularmente los ratones. Solía ser bueno conmigo. Nada original, solo bueno. Se esforzaba mucho por agradarme. Creo que por eso permití que me besara.

    La lengua no, le dije. Y él obedeció. No le molestaba obedecer constantemente cada uno de mis caprichos. Estiró sus labios, cerró los ojillos de ratón y acercó su rostro al mío. Su pose me encantó. Entre enamorada y ridícula. Juntamos nuestras bocas. Sentí la carnosidad de sus labios presionando levemente los míos. Permanecimos así tres o cuatro segundos. Luego lo empujé hacia atrás. Aunque él respetó mi exigencia, yo todo el tiempo mantuve mis labios firmes y apretados para evitar que su lengua invadiera mi boca.

    ¿Te gustó?, me preguntó. No lo hizo directamente. Miraba hacia otro lado. O a lo mejor era yo quien miraba sus zapatos desgastados cuando preguntó. No recuerdo bien ¿Te gustó? Yo me encogí de hombros. Pensé que había sido grosera. El empujón, primero. La respuesta inocua, después. A él le pareció bien. Entonces somos novios, dijo, y agarró mi mano derecha. Yo creía que ya lo éramos. Dejé que sus dedos se mantuvieran sobre los míos. Me propinaban pequeños apretones a intervalos imposibles de adivinar. Nerviosismo, intuí. También carraspeaba mucho. Yo me concentré en su mano que intentaba en vano abarcar la mía. Eran dedos muy flacos. Más flacos que los de mi hermano menor. Te quiero mucho, soltó de pronto. No le creí y juro que él tampoco lo creyó. Sin embargo, ambos concordamos en que era una frase apropiada.

    A padre no le va a gustar. Eso no lo dije. No lo dije porque algunas verdades no necesitan ser dichas. Caen por sí solas. Como un puño cerrado a medianoche. Como los ojos de mi hermana las pocas veces que me ve cuando tiene a padre encima. Es una verdad que yo no he visto. Y ahí está. Yo pego mi rostro a la pared y así la veo. La pared me traiciona. Se convierte en un gran espejo. Mientras más pego mi nariz a ella, mejor la veo. La siento. Su dolor. Su rabia. Su desasosiego. Su apatía. Su tristeza. En ese orden estricto. Cada estado regulado por el curso de la acción. Y la acción acotada por un tiempo que no le debe nada a las manecillas del reloj. Un tiempo propio, acorde a las exigencias de padre y sordo a las súplicas de mi hermana. Se extiende cuando debiera recortarse. Inicia de nuevo cuando debiera parar. El tiempo también le da la espalda a mi hermana. El tiempo la traiciona. Yo la traiciono.

    7

    Mi hermano menor asegura que los tum, tum de los latidos de padre en mi cabeza son otra figura retórica. También las náuseas que me produce el olor de las flores. Hipérbole, sentencia. Sensaciones que mi cabeza recrea o exagera. Que no están. Que yo las hago estar. En realidad, yo solo lo observo. No lo escucho con el detenimiento que espera. No puedo, aunque quisiera.

    Cada vez que habla así me pregunto cómo es posible que un niño sepa tanto. Es el más joven de la casa y, por mucho, el más inteligente. Deben ser sus libros. Cuando padre entra a la habitación, no importa si es por la noche o durante la siesta obligada de los domingos, mamá sube el volumen de la radio, yo me volteo hacia la pared y mi hermano se pone a estudiar. No estudia con pasión. Lo hace con miedo y rencor. Supongo que habitar su propio cuarto tiene esa ventaja. En el nuestro no podría. Al menos no mientras todo sucede. Quizás después, cuando mi hermana empieza de nuevo a tragar mocos. Y, aun así, no estoy segura. Al marcharse padre algo cambia en la habitación. Es el aire. Demasiada… ¿cómo decirlo? … presencia. Padre se ha ido, pero está. Debe ser el olor de las flores que lo persigue por doquier e impregna cada cosa que toca. Mi propia hermana, por ejemplo. Apesta a rosas marchitas.

    Más argumentos para reforzar la teoría de mi hermano menor que ahora me cuenta una historia. Es una historia que escribió otro hombre. Uno muerto. Acaso debo decir que mi hermano siente una sugestiva inclinación por los autores muertos. Lo descubrí en los libros de su pequeña biblioteca personal. Todos, sin excepción, recogen fecha de nacimiento y defunción de sus firmantes.

    La historia en cuestión es sobre un corazón que delata a un asesino. No recuerdo los detalles. Apenas que el corazón no dejaba de latir desde el lugar donde se encontraba oculto el cadáver de la víctima: un viejo con ojos de buitre. Los policías no lo escuchaban. Solo el asesino. Al final, llega la confesión inaudita a causa del tum, tum del corazón delator. Se me antoja una comparación absurda, forzada por las intenciones de mi hermano menor. ¿Por qué habría de asustarme el corazón de un muerto? Los muertos divagan en paz. Aquí y allá. Son seres sencillos. Nobles casi. Si padre estuviera muerto, mi hermana no tragaría mocos, mi hermano no estudiaría tanto y yo no querría contar esta historia.

    Quizás por eso no me asustan los libros de mi hermano. Porque están escritos por muertos. Lo detengo, iluminada por una idea nueva. Deberías leer algo escrito por alguien. Él me devuelve la mirada al borde de la indignación. Y, antes que riposte, agrego: alguien vivo. ¿Entiendes? Deja a los muertos disfrutar en santa paz.

    8

    Me hubiera gustado que Lorenza fuese mi madre. Al menos, cuando recién la conocí. Lorenza era mi vecina, y cuando estábamos a solas le gustaba que la llamara Blancanieves. Ese fue nuestro primer secreto, aunque no nos hubiera molestado compartir los muchos otros.

    Si alguien se ubica frente a mi casa, la suya, que ya no es suya, más bien es de nadie, queda a la izquierda. Separada apenas por un pasillo donde padre solía amontonar las cajas de flores marchitas u hojas y tallos sobrantes que, en algún momento, iban a parar a la basura.

    La casa de Lorenza es más pequeña que la nuestra, a pesar de que cuenta con dos pisos y, de lejos, este detalle pueda mover a confusión. Sin embargo, apenas alguien rebasa el umbral, se topa con un minúsculo recibidor que Lorenza toma por sala y, de inmediato, con la escalera que da al segundo piso. Apenas queda espacio para la cocinita. El cuarto y el baño se ubican arriba. No hay alacena ni armarios. Pareciera como si un arquitecto hubiera dispuesto habitaciones en el tronco de un árbol. Todo reducido y exacto. Quizás por eso, también más acogedor. Vale decir que las pasiones de Lorenza se reducían a dos en el mundo: preparar postres y criar gatos. Tenía siete y nunca vi a ninguno meterse en la cocina a pesar de los intensos y cautivadores olores que de allí salían.

    Cuando terminaba de cocer algún platillo, Lorenza lo dejaba en el alféizar de la ventana hasta que se enfriara. Así la conocí. Así, mejor dicho, me conoció. O sea, seguramente ya me había visto antes, caminando por la acera o recogiendo las cajas del pasillo que separaba nuestras casas, pero no con el cuello estirado al máximo para que mi nariz absorbiera lo más posible el aroma que emanaba desde la ventana de su cocina.

    Era fácil distinguir una cacerola completa, todavía humeante. ¡Ven!, me gritó, a la par que con su mano cubierta por un guante enorme hacía gestos para que entrara. Yo demoré en reaccionar. Mamá estaba apostada en el portal y

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