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Del Caya al Arauca
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Libro electrónico330 páginas4 horas

Del Caya al Arauca

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Información de este libro electrónico

Emilio, un hombre de familia, reside en el área rural de Montijo, pueblo insertado en los campos y valles de Extremadura en la España peninsular de principios del siglo XX. Las circunstancias sociales y políticas del país envuelven a su familia, complicando su estadía en la región. Su esposa María muere luego de una penosa enfermedad. Su hijo ma

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento29 nov 2021
ISBN9781685740283
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    Del Caya al Arauca - Saúl Apóstol

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    DEL CAYA

    AL ARAUCA

    Saúl Apóstol

    Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    El contenido de esta obra es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente las opiniones de la casa editora. Todos los textos e imágenes fueron proporcionados por el autor, quien es el único responsable por los derechos de los mismos.

    Publicado por Ibukku

    www.ibukku.com

    Diseño y maquetación: Índigo Estudio Gráfico

    Copyright © 2021 Saúl Apóstol

    ISBN Paperback: 978-1-68574-027-6

    ISBN eBook: 978-1-68574-028-3

    Índice

    Acerca del Autor

    PRIMERA PARTE

    CAPÍTULO I. MARÍA Y EMILIO

    CAPÍTULO II. LA LLEGADA A MADRID. EL PRIMO IGNACIO

    CAPÍTULO III. ENFERMEDAD Y AGONÍA DE MARÍA

    CAPÍTULO IV. LA HUIDA

    SEGUNDA PARTE

    CAPÍTULO V. DESEMBARCO EN LA GUAIRA. EMILIO Y MIGUEL EN CARACAS

    CAPÍTULO VI. EL RÍO ARAUCA, LA LLEGADA AL LLANO

    CAPÍTULO VII. FIESTA EN ELORZA. CARMEN ROSA

    CAPÍTULO VIII. LA ESPAÑOLA. DOÑA BÁRBARA Y SANTOS LUZARDO: LA ETERNA DISPUTA LATINOAMERICANA

    TERCERA PARTE

    CAPÍTULO IX. MIGUEL Y FRANCISCO: LOS HIJOS DE DOÑA CARMEN. LA DEMOCRACIA

    CAPÍTULO X. DON LUIS RODRÍGUEZ. EL PACTO SE DESMORONA

    CAPÍTULO XI. SEBASTIÁN, EL NIETO. LA UNIVERSIDAD

    CAPÍTULO XII. DOBLAR DE CAMPANAS. EN EL MAR DE LA ANGUSTIA, EMERGE UN LÍDER

    CAPÍTULO XIII. LA QUINTA REPÚBLICA: EL SALTO AL VACÍO. LA MORIBUNDA

    CAPÍTULO XIV. DON EMILIO SE DESPIDE NAVEGANDO EL ARAUCA

    CUARTA PARTE

    CAPÍTULO XV. EL TALENTO SIN PROBIDAD: SEBASTIÁN Y LOS BOLICHICOS

    CAPÍTULO XVI. EL DESASOSIEGO DE SEBASTIÁN. DON LUIS Y LA CONSPIRACIÓN

    CAPÍTULO XVII. LA CITACIÓN. EL FUTURO DE LA ESPAÑOLA

    CAPÍTULO XVIII. DE LA HUELGA GENERAL AL GOLPE DE ABRIL

    CAPÍTULO XIX. MIGUEL, EL HIJO ADOPTIVO DEL LLANO. LOS LUCHOS CÁCERES. LA ENTREVISTA

    CAPÍTULO XX. AQUÍ TODO ES POLÍTICA

    CAPÍTULO XXI. FRANCISCO, EL SOBRINO INDECENTE. CUANDO LES VEMOS LA ESPALDA A LOS AMIGOS

    QUINTA PARTE

    CAPÍTULO XXII. LA OTRA VUELTA: SEGUIR INTENTANDO, EL FAVOR DEVUELTO. MIGUEL LLORA LA ESPAÑOLA

    CAPÍTULO XXIII. LA PATRIA ES EL HOMBRE, QUE NO PISEN

    CAPÍTULO XXIV. EL PARO PETROLERO. COMPAÑERO, SOÑÉ QUE TODO IBA MAL

    CAPÍTULO XXV. LAS NUEVAS LEALTADES. SOBREVIVIR ES LA META

    EPÍLOGO

    Acerca del Autor

    Saúl A. Apóstol González nació en Guacara, Venezuela. Es médico egresado de la Universidad de Los Andes, Mérida. Postgrado de especialización en Ortopedia y Traumatología. Junto a sus actividades profesionales dedica mucho tiempo a leer, tanto libros y revistas científicas, como literatura clásica y latinoamericana. Además de escribir sus experiencias clínicas, también plasma en versos, prosas y narrativa las visiones cotidianas de las vivencias de gente común; además de las versiones que se escuchan de los analistas de esquinas, de los hechos que demarcan la historia contemporánea del país.

    PRIMERA PARTE

    CAPÍTULO I. MARÍA Y EMILIO

    Emilio abre la puerta de la casa. Al entrar se percata de que los muchachos no están. Se molesta un poco, ya le había dicho a Pedro, su hijo mayor, que no dejara sola a su madre. María tenía meses con un progresivo deterioro de su salud. Estaba más delgada y en los últimos días con poco apetito y dolores que la mantenían despierta en la noche. Él se dirige al cuarto y al correr la cortina encuentra a María, su mujer, sentada en la silla al lado de la cama. La miraba y sentía un dolor que recorría toda su alma. Amaba a María desde que la conoció, hace más de veinte años. Unos adolescentes que se encuentran luego de la misa del domingo. Montijo es un pueblo arraigado a sus tradiciones católicas. Emilio, un muchacho rural pero bien formado. Su padre siempre se preocupó por que aprendiera a leer y matemáticas, fundamentales en esa época de una España que se debatía entre la república y la monarquía. Desde ese momento nunca dejaría de pensar en ella. María era una joven extremeña que se paseaba por la Plaza de España en Montijo luego de la misa en la iglesia de San Pedro. Linda, de piel blanca, con grandes ojos negros, cejas acentuadas y una cabellera azabache abundante. Quizás matizada con sangre mora, de esa que conquistó a España en la época medieval. Dos años después estaban casados y María embarazada. En ese entonces, 1924, en España la precariedad del campo era acentuada. La revolución industrial está lejos de tocar las simientes productivas del país, una economía primitiva y atrasada que hacía del campo y las ciudades un hervidero de ideas políticas que condenaban a la Monarquía, la Iglesia y a los terratenientes como culpables de su situación. Emilio no escapaba de eso, ya padre de familia, preocupado y entre los pocos que leían con fluidez, fue centro de discusiones en las reuniones. Nadie podría imaginar las tormentas que se avecinaban en la península.

    En la cocina se escuchaba la conversación que tenían Emilio y Pedro.

    —Hijo, el sábado me voy con tu mamá a la capital. Hemos conseguido con el doctor Morillo que la vean en el Hospital General de Madrid. Él me dice que María está delicada, que debe tener un tiempo con las molestias y le dejó pasar mucho. Ya casi no duerme y los analgésicos poco le alivian. Cuida a tu hermano, ante cualquier cosa ve donde tu tía Eva. Ya he hablado con ella.

    —Sí, padre, está bien. No os preocupéis. Yo me encargo de Miguel y cuando esté trabajando lo dejo con la tía Eva.

    —Pedro, deja las reuniones, ten cuidado. Tienes encargado a Miguel y, bueno, ya bastantes problemas tenemos. ¡Cuento contigo, hombre!

    —Papá, por favor. Sabes cómo está el país. Después de la guerra las cosas andan peor. Solo leemos libros y hacemos discusiones. Nada que tú y yo no hayamos hecho antes.

    —Una cosa es que discutamos en casa y otra que lo hagáis público.

    Pedro hacía poco que completaba los dieciocho años. Trabajaba con Emilio un terreno que rescató del abuelo Miguel poco después de finalizar la primera reforma agraria. Su abuelo murió en el campo en una de las tantas confrontaciones extremeñas de la guerra civil. Emilio se preocupó de que él aprendiera a leer y matemáticas, al igual que su padre hizo con él, ciencias fundamentales para la época y la región. Además le conseguía libros, traducciones del francés e inglés de los clásicos del liberalismo y textos socialistas que discutían en casa. Así, cuando se acercó a las reuniones de las juventudes opuestas a la dictadura, no fue extraño que lo ubicaran entre la dirigencia más aguda.

    Miguel tenía seis años. Todos pensaban que María no tendría más hijos cuando nació. Había tenido dos abortos y luego pasaron muchos años sin que se embarazara. La pareja estaba ya resignada a quedarse con Pedro como único hijo. Emilio estaba tan contento cuando nació el niño que se paseaba con un montón de botellas de vino tinto en el pasillo del hospital ofreciéndole a todo el que pasaba, enfermeros, aseadores, médicos y a los amigos que invitó a que lo acompañaran al parto.

    —Miguel, se llama Miguel como mi padre, que también es su abuelo, ¡hombre!

    Hasta a Pedro, que andaba rondando los doce años, le tocó libar un par de copas.

    De esta manera, Pedro tenía una relación con el niño de hermano mayor y protector. De llevarlo a la escuela, enseñarle las primeras letras. Incluso de defenderlo. Miguel admiraba a su hermano. Grande y fuerte, como decía a sus tías cuando le preguntaban por él. Hasta le pedía la bendición y lo aceptaba como figura de autoridad.

    ***

    La mañana del sábado estaban Emilio y María saliendo en tren hacia Madrid.

    —No te preocupes, María, el primo Ignacio nos estará esperando esta tarde en la estación del tren en Madrid. Nos ofreció su casa el tiempo que necesitemos. Todo va a salir bien.

    La voz de Emilio era un arcoíris de emociones. María le percibía preocupado, triste y contradictoriamente esperanzado. Sabía que ella se había descuidado. Cuando muchos meses atrás se palpó esa pelotita en la mama nunca pensó que era algo tan malo que hoy estuviera arrebatándole su alegría más grande, su familia. Cuando fue a visitar en el hospital de Montijo al doctor Morillo la pelotita era del tamaño de un limón. Meses antes Emilio ya había notado esa induración en su seno cuando la abrazaba durante una de las noches de amantes ardientes. Ella le sonrió y le dijo que no era nada, que de seguro era una inflamación que desaparecía luego. Emilio le insistió en que acudiera al hospital.

    Morillo escribió a Madrid y unas semanas después María tenía cita en el hospital.

    CAPÍTULO II. LA LLEGADA A MADRID. EL PRIMO IGNACIO

    —¡Oye, Emilio! ¡Emilio, hombre! Por acá.

    Emilio voltea y ve a Ignacio, quien le esperaba en la salida de la estación.

    —Ignacio, ¿cómo estás?, qué alegría verte, hombre. Andas igualito, claro, unas canas menos, otras más. ¿Cuánto tiempo hace, eh? ¿Cinco años?

    —Venga un abrazo, vea, ¡hombre! ¿Dónde está María?

    —Aquí, Ignacio. ¿No hay un abrazo para mí?

    La expresión de Ignacio al ver a María dibujaba sorpresa y dolor. El rostro demacrado y la delgadez de su cuerpo le anunciaban que todo era más grave de lo que contaba Emilio en su carta.

    —Mira, Ignacio, no me mires así, que aún no me muero. Ven y dame un abrazo que no nos vemos desde que nació Miguel.

    Ignacio sonríe y se acerca; la abraza y siente a aquella mujer con alma dulce y fuerte carácter, tan bella que aún recuerda a su primo llegar aquel domingo anunciando que se había enamorado. Esa María fuerte, hermosa, ahora tan frágil conservando la calma y la sonrisa tierna de siempre. Por encima del hombro de ella ve a Emilio y una lágrima ácida, amarga y dolida se escapa de sus ojos. Emilio le mira y le hace señas para que se calme y componga el ánimo. A María hay que mostrarle optimismo. No quiere que lo vea así.

    —Bueno, Emilio, vengan, vamos a casa. Isabel les espera. Teníamos preparado un almuerzo pero van llegando tarde, así que ahora será casi la cena. Vengan, por acá tengo el auto. No es mío, ¿eh?, es del almacén pero lo uso a mi antojo.

    Ignacio era el tercer hijo de la tía Eva. Fueron cuatro hermanos. Los dos mayores murieron en la guerra. Dicen que los asesinó un cabo con el que tenían viejas rencillas, y en el marco de la guerra se aprovechó para resolverlas. Ignacio se marchó del pueblo a trabajar a Madrid, un amigo de su padre lo empleó en unos almacenes de víveres y ropas. El dueño era un moro muy conservador, católico. Ignacio, siempre jocoso y muy trabajador, se llevó bien con él y pronto estaba en el círculo de empleados de confianza del moro. Durante los días previos al golpe fallido y luego durante la guerra, el moro enviaba dinero a los funcionarios de la República para evitar que saquearan sus depósitos, la violencia en contra de la Iglesia católica y hacia los comerciantes era aterradora. No obstante, este no dejaba de sentir simpatía por los protagonistas del golpe. Un día llamó a Ignacio y encerrado en su oficina le entregó un paquete de dinero.

    —Ignacio Sepúlveda, este va a ser nuestro secreto. Vas a entregar unas remesas a quien te diga. Solo dejas el paquete. Saludas y te regresas. Ninguna palabra con nadie. Si es posible no mires. Estamos en tiempos peligrosos y una mirada mal concebida puede valer una bala o una hoguera en nuestras cabezas. ¿Está claro?

    Así pasaron casi cuatro años. Luego que el general Franco entró a Madrid en 1939, finalizada la guerra, el moro llamó a Ignacio y le encargó la administración de los almacenes. Allí se instruyó mucho con su jefe en las áreas de contabilidad y administración, además de aprender a relacionarse con los círculos del poder político, intelectual y militar de la dictadura. Cuando visitó Montijo en ocasión del nacimiento de Miguel, ya estaba casado con Isabel. Gozaba de una modesta posición económica. Ya andaba llevando encomiendas a los funcionarios. Le contaba a Emilio con temor su tarea. La guerra estaba en sus primeros años. La situación de crispación e intolerancia llegaba al límite.

    La Guerra Civil española comenzó en julio de 1936. Luego de la frustración de la Segunda República, proceso que comenzó con la salida del rey Alfonso XIII. Se inició una etapa de inestabilidad política donde se intercalaron gobiernos de izquierdas y derechas en un periodo de cuatro años. La violencia de este tiempo llegó a su máxima escalada en 1936 luego que una coalición de izquierdas ganara las elecciones de febrero; fue un reparto muy equilibrado de votos con una leve ventaja de las izquierdas sobre las derechas, menos del 2%. Pero como el sistema electoral primaba a los ganadores, esto se tradujo en una holgada mayoría para la coalición del Frente Popular. La profundización de las políticas socialistas con expropiaciones de tierras y empresas, el ataque a la Iglesia, y la violencia de la falange española, grupo político de derechas, hizo del país un polvorín. Un grupo de militares deciden dar un golpe de Estado entre el 17 y el 18 de julio. Este fracasa y España queda con territorios en manos de republicanos y nacionales. Dos ejércitos que se enfrentarían por el poder, pero también por la supremacía ideológica en la región. Un hecho bélico que enfrentaría no solo a españoles. Alemanes, italianos y moros acompañarían al Ejército Nacional liderado por el general Franco. Brigadas internacionales y rusos aliados en el bando republicano de izquierda. Un campo de batalla que sirvió de zona de innovación tecnológica, donde se podía ver caballería y tanques de guerra, así como el papel preponderante de la aviación. Decenas de miles de muertos, la quiebra y destrucción económica del país y el dolor de familias rotas en la tragedia que hacía de preámbulo a la segunda guerra mundial.

    Ignacio abre la puerta y llama a su mujer con su alegría algarera.

    —Isabel, mi linda. Dónde andas, ven para acá, mujer. Han llegado Emilio y María. Ven a saludar, que están ansiosos de un abrazo de la dueña de mi vida —se voltea hacia ellos—. La desarmo cuando digo estas cosas, ja, ja, ja.

    —¿Que dices, Ignacio? Este hombre es pura pretensión —sonriendo con una mirada complacida—. ¿Cómo estás, Emilio? Espero que el viaje no les haya cansado mucho —dirigiendo la mirada—. Hola, María. Ignacio me contó que andas algo enferma. Pero ten ánimo, acá puedes quedarte el tiempo que necesites. Y en el hospital hay excelentes médicos. Al menos la guerra no nos ha arrebatado eso.

    —Isabel, por Dios, acá no queremos conversar de política. Además estos dos deben de tener hambre. Vamos, Emilio, voy a llevarte al cuarto, trae las maletas y deja a María que vaya con Isabel al comedor.

    Unos minutos después se juntaban todos en la mesa a comer.

    —Mira, Emilio, tengo mucha hambre, no comí al mediodía esperándote. Le dije a Isabel que hiciera este cerdo al horno que está delicioso. Después pueden descansar. Están en su casa, no quiero que te sientas cohibido en nada. Isabel sabe que eres mi hermano. Ya le he contado que nos criamos juntos.

    —Sí, Ignacio, ya me lo has contado mil veces desde que éramos novios. No tienes por qué reiterarlo. ¿Y cómo están los muchachos? Imagino que Pedro ya es un hombrecito. Y Miguel, tan lindo. Recuerdo cuando fuimos a conocerlo recién nacido.

    —Están bien. Lindos. Pedro nos ayuda mucho con Miguel. Más desde que me he sentido un poco mal. Hay días que estoy débil y sin ánimo, no me provoca comer. Él ha sido un gran apoyo para nosotros. Es todo un hombre y muy maduro.

    —Bueno, así somos los hombres de esta familia, ¿no es así, Emilio? Ja, ja, ja.

    María sonríe.

    —Cuéntame de Mauricio. ¿No está en casa?

    —Lo enviamos a pasar un año en Boston, y a estudiar inglés. Acá está todo complicado con la guerra. Y bueno, en Londres hay lluvia de bombas que envían los nazis. Y cambiamos de planes —Isabel encoge los hombros.

    La conversación se tornó trivial, María e Isabel se llevaban bien y a pesar de tiempo sin verse conversaban con entusiasmo. Emilio se complacía de ver a su mujer sonriendo en una plática encendida. Su silencio en cada sorbo de vino demostraba una preocupación solemne que no lograba disimular su angustia.

    Al final de la tarde María fue al cuarto y tomó un baño con agua tibia. Se recostó luego de tomar un analgésico y se quedó dormida. Estaba agotada, débil y, con unas horas de viaje en tren, su cuerpo reclamaba descanso.

    Ignacio se quedó con Emilio en el salón mientras Isabel organizaba la cocina. La casa estaba ubicada en un barrio de la clase media más acomodada de Madrid. En los primeros años de la dictadura los almacenes del moro habían incrementado sus ventas. Las relaciones con algunos personeros del nuevo gobierno le habían permitido hacer relaciones comerciales provechosas. Ignacio había aprendido mucho y la confianza ganada le permitía igualmente ganar más dinero, permitiéndoles vivir con cierta comodidad. Acompañaba a su jefe a reuniones sociales y su temperamento jovial le ganaba simpatías.

    —Emilio, ¿cómo andan los ánimos en Montijo? Se sufrió mucho allí en la guerra. Tanta sangre. Badajoz fue un ánfora llena de lágrimas y sangre. ¿Aún mucho rencor? La amargura de mi madre no tiene consuelo desde la muerte de mis hermanos. Sabes que no quiero ir allá. Por ella envío de dos a tres veces al año para que venga. Le he insistido que se quede conmigo. No me gusta que esté allí sola. Pero se niega. Me dice que allá voy a enterrarla.

    —Aún hay resentimiento. En el campo la situación es distinta a Madrid. Al menos logré rescatar unas hectáreas de la tierra de mi padre y con la bodega puedo resolver el día a día. Pedro ayuda bastante y tengo al viejo Augusto siempre dispuesto. La tía Eva se distrae bastante con Miguel. A él le gusta estar allá. Le dice abuela. Y desde que María está enferma ella ha sido una gran ayuda.

    —Sí, tiene como seis meses que no ha querido venir. ¿Tú estás quieto? Me refiere que no andas en cosas políticas.

    —No, desde que se fue el rey —sonríe—, en la república sufrí muchas decepciones. Sabes que no soy comunista. Y se confundió lo de hacer un Estado laico con una constitución que garantizara derecho y libertad con una dictadura proletaria, pero dictadura al fin. Y la violencia, Ignacio, no te imaginas la violencia inspirada en el odio y el resentimiento. Esos años fueron terribles, los de antes de la guerra me refiero. Allí hubo de todo. Violencia que dejó víctimas consecuencia de la mixtura de las luchas ideológicas con la venganza de viejas rencillas. Allí están los primos.

    —Mis hermanos. Yo decidí olvidar eso. Salí del pueblo gracias a papá. Creo que no quería seguir perdiendo hijos. Me dijo: si no puedes perdonar y olvidar está bien, pero corta el hilo de la venganza. Dios se encargará: Mía es la venganza.¹ Sé que no simpatizas con Franco. Pero ya tenemos poco más de un par de años con estabilidad y paz; bueno, paz —haciendo gestos con las manos—. Pero esa antipatía consérvala en las paredes de tu casa. Eso también va con Pedro —señalando a Emilio con el dedo.

    —Ignacio, de verdad gracias por recibirme. Voy a descansar y a ver cómo está María. Mañana conversamos.

    —Mañana domingo voy a trabajar. Regresaré a casa después de las cinco. Este moro se ha portado bien conmigo, pero es exigente. No tengo horario. Cuando llama hay que ir. Buenas noches, hermano, que descanses.

    ***

    Isabel se acerca al salón con dos copas de vino. Le extiende la mano a su esposo invitándole a tomar la copa.

    —Mauricio escribió. Ayer recibí la carta. Está bien. Bueno, preocupado por lo de la guerra. Estados Unidos ya es un protagonista más de este desastre.

    —Es mejor que se quede allá al menos un año. Que aprenda inglés. Iremos a visitarle pronto.

    —¿Hablaste con Emilio en relación con Pedro?

    —Intenté conducir la conversación hacia allí, pero está cansado y fue a dormir. En realidad no sé si me evadió el tema. En fin, mañana o el lunes le converso. Igual va a estar unas semanas acá.

    —No me gusta el semblante de María, me recuerda a mi prima Helena. Murió a los pocos meses —una lágrima descendió por la mejilla de Isabel.

    —No te angusties linda, esperemos que acá puedan ayudarla. Vamos a descansar, mañana trabajo. Este moro no me deja quieto ni los domingos.

    CAPÍTULO III. ENFERMEDAD Y AGONÍA DE MARÍA

    El lunes en la mañana luego del desayuno, ya estaban en la recepción de la consulta de cirugía oncológica del hospital. En breve entrevista a María, la enfermera le tomó algunos datos, información preliminar le dijo, además de hacerles firmar un consentimiento para los procedimientos que posiblemente le harían. Poco después de una hora es llamada a pasar al consultorio. La recibe un médico joven. Su acompañante puede entrar si así lo desea, señora, le dijo. Claro, es mi esposo. Gracias, respondió ella haciéndole señas a Emilio. Ambos entran en la pequeña sala. El médico se sienta detrás del escritorio de madera y les invita a tomar asiento.

    —Buenos días, soy el doctor José Manuel Paredes. Trabajo con el doctor Marañón, que es mi jefe. Voy a hacerle unas preguntas y a revisar el expediente que nos enviaron de Montijo. ¿Usted lo trajo?

    —Sí, acá está el informe que les enviaron, con los exámenes —dice Emilio.

    El doctor Paredes hace unas preguntas y examina un buen rato a María. Luego revisa los exámenes. Hace algunas anotaciones; habla poco. Luego se levanta y les informa que va a presentarle el caso a su jefe y que regresa en unos minutos.

    A los pocos minutos regresa el joven acompañado del doctor Marañón.

    —Buenas días, María —le saluda al entrar—. El doctor Trujillo me escribió hace poco pidiendo que la evaluara. Él fue mi alumno, muy estudioso, respetuoso y una muy buena persona. Fíjense, María y don Emilio, no es poca cosa lo que ella padece —señalando a María—, tiene una tumoración en la mama, que tiene tiempo allí y ya ha crecido bastante. Es necesario ingresarla al hospital para realizar más estudios, tomar muestras del tumor y examinarlo con el patólogo. Así veremos si se ha extendido más allá de la zona. Entiendo que tiene dónde quedarse, don Emilio, esto puede durar varios días.

    —Sí, doctor, tengo un familiar cercano que me da alojamiento. No hay problema. Esperaremos el tiempo necesario. Queremos regresar a Montijo con María ya recuperada. Gracias.

    El doctor Marañón le mira fijamente a los ojos, le pone la mano en el hombro y con voz calmada y tenue, le dice:

    —Haremos lo mejor que podamos, esté seguro.

    Se voltea hacia el doctor Paredes y, antes de salir del consultorio, le instruye para que hospitalice a María y le da indicaciones de tratamiento y los exámenes que debe solicitar.

    —Ya escucharon, la señora se queda. Si gusta, don Emilio, puede esperar a ubicarla en una habitación y luego va a su casa a buscarle ropa y sus cosas de uso personal. No es usual que los familiares se queden acá, pero puede hablar con el jefe y le expedirán un permiso para que pueda pasar algunas noches con su esposa.

    Cuando Emilio regresó a casa pasaba del mediodía. Isabel le abrió la puerta. Él le contó lo acontecido en el hospital. Isabel lo condujo a la cocina y le sirvió el almuerzo.

    —Ignacio pasó cerca de las doce, comió una tontería y se fue. Está trabajando mucho. Estas dos últimas semanas casi no le veo. Se ha sentido complacido de que estéis aquí.

    —Gracias, Isabel. Y yo estoy muy agradecido de su amabilidad. Además que lo de María va a requerir más tiempo del pensado. Voy a escribir a Pedro para ponerlo al tanto. Por cierto, cuéntame de Mauricio. Entendí que está de viaje.

    —Está con una de mis primas en América. Acá se está poniendo todo muy difícil. Hay presiones de Alemania para que España vaya a la guerra. Los nacionales recibieron mucho apoyo de Hitler. Convencí a Ignacio de enviarlo a Boston con ella, solo debíamos pagar el pasaje. Allá no tiene mayores responsabilidades económicas.

    —Dicen que allá se puede empezar de nuevo —Emilio mira el techo en silencio unos segundos.

    —Ignacio está preocupado por Pedro —le interrumpe Isabel—. Teme que ande en reuniones políticas. Es

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