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Hay cosas que los hombres nunca entenderéis
Hay cosas que los hombres nunca entenderéis
Hay cosas que los hombres nunca entenderéis
Libro electrónico451 páginas7 horas

Hay cosas que los hombres nunca entenderéis

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Información de este libro electrónico

Venancio Martínez, fotógrafo maduro de un diario madrileño cuya esposa acaba de engañarlo es trasladado a Bilbao para reemplazar a un colega fallecido recientemente. A su llegada conocerá a la bella, pasional e intrigante fotógrafa veinteañera Idoia, quien lo introducirá con toda la intensidad de un dispar romance en el conflicto independentista vasco. Las muertes y la barbarie del enfrentamiento marcarán al lector de Hay cosas que los hombres nunca entenderéis y la irracionalidad y el dolor en ambos bandos le quedarán grabados como esquirlas de las bombas molotov fotografiadas por Venancio Martínez.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento8 sept 2016
ISBN9788491127109
Hay cosas que los hombres nunca entenderéis
Autor

Manuel Martín García

Manuel Martín Garcia es escritor y presentador de radio. Hay cosas que los hombres nunca entenderéis es su primera novela publicada.

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    Vista previa del libro

    Hay cosas que los hombres nunca entenderéis - Manuel Martín García

    © 2016, MANUEL MARTÍN GARCIA

    © 2016, megustaescribir

          Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN:   Tapa Blanda           978-8-4911-2709-3

                 Libro Electrónico   978-8-4911-2710-9

    CONTENIDO

    Agradecimientos

    Fotografia Nº 1 Una Calurosa Noche De Agosto

    Fotografía Nº 2 Un Lunes De Septiembre

    Fotografía Nº 3 Un Domingo De Octubre

    Fotografia Nº 4 Un Lunes De Octubre

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    Fotografia Nº 5 Mes De Octubre Una Semana Después, Más O Menos…

    Fotografia Nº 6 Mes De Octubre

    Fotografia Nº 7 12 De Diciembre Cumpleaños De Idoia

    Fotografia Nº 8 Palacio De Congresos De Madrid

    AGRADECIMIENTOS

    Gracias a todos los amigos, familiares y conocidos que de alguna forma me habéis ayudado a crear esta novela, pero muy especialmente a Pep Sala, no el Sau sino el de Carretera i Manta, por haberme abierto los ojos en el concepto creativo y también a José Luis, el Cuba, por habérsela leído un montón de veces buscando y encontrando fallos que yo no supe ver.

    NOTA DEL AUTOR: Os juro por Snoopy que todo, absolutamente todo lo que he escrito en este libro es pura imaginación y que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Tened esto presente por si en algún momento de la lectura llegáis al convencimiento de que los hechos aquí relatados son ciertos o los habéis vivido en primera persona. Nada más lejos de la realidad. Avisados estáis.

    FOTOGRAFIA Nº 1

    UNA CALUROSA NOCHE DE AGOSTO

    Bilbao. Barrio de Castaños. Dos y media de la madrugada. Con la humedad de la ría calando hasta los huesos, tres jóvenes metidos en un automóvil circulan lentamente por la calle Huertas de la Villa en dirección a la Casa Cuartel de la Guardia Civil situada a escasa distancia de la Plaza de la Salve. A cien metros de la Casa Cuartel, antes de llegar a la travesía de Fontecha y Salazar, el conductor detiene el vehículo en doble fila junto a una furgoneta FORD TRANSIT que lleva rotulado en un lateral de la chapa "Panificadoras del Norte, S.L."

    —¿Seguro que es esa…?

    La pregunta del conductor es respondida con un lacónico movimiento de cabeza por el joven que iba a su lado. Era el gesto que necesitaba la muchacha sentada en el asiento trasero para salir del vehículo y empezar a caminar en dirección a la Plaza de la Salve. Su misión iba a consistir en dar el agua por si algún miembro de la Benemérita tuviera la osadía de realizar una inoportuna ronda de control a esas horas de la noche.

    —Mikel, te lo vuelvo a repetir… No me gusta ni un pelo que te hayas traído a tu hermana, aunque sea para controlar a los picoletos…

    —No te preocupes, Antón… Ya le he explicado lo que tiene que hacer… Solo tiene catorce años, pero sabe moverse…

    Antón Cifuentes tenía 22 años y era natural de Frechillas, provincia de Palencia. Emigrado al País Vasco con tan solo siete años había mamado la cultura vasca y todo lo que tuviera que ver con la independencia de Euskadi gracias a que a su padre, Don Gabriel Cifuentes y soldador de Altos Hornos de Vizcaya, siempre le habían tirado las izquierdas guerreras e intempestivas, y como en su tierra natal a lo mucho que se podía aspirar era dar apoyo al Partido Comunista de Santiago Carrillo -se le había quedado demasiado corto- no encontró mejor caldo de cultivo que frecuentar ambientes abertzales en compañía de su único hijo. Fue en esos ambientes pro-etarras que Antón conoció a un fotógrafo aficionado llamado Mikel Balastegikoetxea, otro joven como él al que únicamente le preocupaba que Euskadi fuera una nación libre e independiente y que, para ello, se tenía que expulsar al invasor que no era otro que el gobierno de Madrid, quienquiera que fuese el que estuviera en el cargo y el partido que representara.

    Mikel Balastegikoetxea tenía un año menos que Antón y había nacido en Berriatúa, cerca de Ondarroa. Cuando Mikel tenía 12 años su madre se divorció y se lo trajo a Bilbao junto con su hermana Idoia, siete años menor que él. Vivían casi en la marginalidad, fregando escaleras y repartiendo publicidad en los buzones hasta que Mikel, un bendito día, recibió una cantidad importante de dinero por un premio que ganó en un concurso fotográfico sobre violencia callejera. Eso y su idiosincrasia separatista le sirvieron para meterse de reportero gráfico en el diario Egin y tener un sueldo fijo con el que poder mantener a su madre y a su hermana. Además, sus contactos abertzales le permitían conocer de primera mano las maniobras clandestinas que se forjaban contra las Fuerzas del Estado y a tener cierta libertad de movimientos en las algaradas organizadas por los jóvenes de Jarrai¹, sobre todo cuando se trataba de dejar en evidencia cualquier extemporaneidad del policía represor a la hora de mostrarse expeditivo con los medios coercitivos. Ese era su trabajo oficial: fotógrafo de Egin, pero Mikel también tenía cierta habilidad para manejar con soltura explosivos plásticos. Tiempo atrás, recién cumplidos los diecinueve años, había realizado un cursillo de una semana en el País Vasco francés, en una de esas jornadas que se enmascaraban como de confraternización con el país vecino y que para lo que servían era para adquirir conocimientos en acciones terroristas de línea dura -el monitor era un liberado de ETA-, o en eso que con el tiempo se ha dado en llamar terrorismo de baja intensidad. Por espacio de dos años, cada quince días, Mikel se acercó a un pueblo navarro fronterizo con Francia para meter mano en un zulo y extraer un paquetito de sentex y un temporizador que alguien venido desde el otro lado de la frontera, o quizá desde este lado, allí depositaba regularmente. Mikel, una vez ya tenía el material explosivo en su poder, se valía de la inestimable ayuda de su amigo Antón y, de un tiempo a esta parte, de su hermana Idoia. Entre los tres habían estado controlando durante las últimas semanas la entrada de la FORD TRANSIT de Panificadoras del Norte, S.L. en la Casa Cuartel de la Guardia Civil en Bilbao. La furgoneta entraba cada mañana a las seis en punto cargada hasta los topes de barras de pan. Media hora más tarde volvía a salir con las cajas vacías. Tan sólo se tenía que programar entre las seis y las seis media el temporizador de la bomba-lapa que se adosaría a los bajos del vehículo. Coser y cantar.

    —Por cierto… Ahora que tu hermana se ha ido… ¿Te apetece un canuto…?

    A Antón le gustaban los porros más que a un niño un caramelo y el que acababa de asomar por el bolsillo de su camisa de franela era de los denominados pata de elefante.

    —La madre que te parió, so mamón… Estás en todo… ¿Y por qué no me lo has dicho antes…?

    Echando mano al ofrecimiento de Antón, a Mikel se le pusieron los ojos como platos al ver aquella enormidad tabaquera que más parecía un Montecristo nº1 que no un petardo de marihuana. Casi se coloca antes de encenderlo.

    —Hostia puta… Déjamelo probar…

    Mikel le pasó la punta de la lengua por el extremo que no estaba achatado y se lo puso entre los labios saboreándolo con deleite.

    —¿Has traído lumbre…?

    La pregunta de Mikel cogió a Antón totalmente desprevenido. Toqueteándose los bolsillos cayó en la cuenta de que se había olvidado el mechero en casa.

    —¡Coño…! Pues no tengo… Y ahora, ¿qué hacemos…?

    Mikel, a diferencia de su compañero, solamente fumaba canutos -el tabaco lo aborrecía- y, por tanto, era raro que llevara un encendedor encima. De todas formas, trató de recordar donde podía haber uno.

    —Me parece que llevo un ZIPPO en la bolsa de herramientas… En el maletero del coche…

    — Pues venga… Ve a por él… Yo te abro el capó, si puedo…

    El vehículo era propiedad de Antón y se trataba de un escarabajo Wolksvagen antediluviano de cuatro puertas, una de esas reliquias de cuando las matrículas tenían seis cifras y los coches los fabricaban sin encendedor eléctrico. Antón, desde su posición en el asiento del conductor, maniobró con violencia la palanca de apertura, pero está no cedía.

    —No me jodas, Antón… ¿Quieres abrir de una vez el maletero…?

    Idoia, desde la distancia, observaba que algo no funcionaba entre Mikel y Antón. Se había sentado en un banco de la Plaza de la Salve, junto a una farola, para echar un vistazo a un catálogo de alquiler y venta de pisos de segunda mano por si alguna vez se emancipaba -encontró uno en el barrio de Santutxu que le gustó-, pero los ruidos procedentes del Wolksvagen por culpa del capó atascado excedían lo prudencial para aquellas horas de la noche. Tras levantarse, se dispuso a comprender lo que le ocurría a sus compañeros cuando, inesperadamente, observó como Mikel, ya fuera del vehículo, le hacía señas de tranquilidad con las palmas de las manos extendidas como pidiendo paciencia porque no sucedía nada raro que no se pudiera explicar. La chica, encogiéndose de hombros, confió plenamente en la indicación de su hermano y se volvió a sentar en el banco para distraerse de nuevo buscando piso. Mientras tanto, Mikel, intentando desde afuera abrir a tirones el capó del Wolksvagen, y Antón, dentro del vehículo, proseguían su guerra particular con la palanca encallada del capó.

    —¿Pero quieres de abrir de una puta vez el jodido maletero…?

    Mikel insistía a su compañero, el cual se esforzaba al máximo con la dichosa palanca. Estaba concentrado en ello cuando, de pronto, se escuchó un imponente golpe, metálico y seco, que retumbó en toda la calle y que sirvió para que Idoia se volviera a levantar del banco con cara de preocupación por el jaleo que estaban armando sus compañeros, actuación que no estaba prevista en el guión. La muchacha no entendía a qué venía tanto alboroto y necesitaba que alguien le explicara que, por fin, se había abierto el capó del coche, pero a costa de haberse roto el cable que lo sujetaba tan firmemente al resto del vehículo. Dos segundos más tarde Idoia pudo escuchar un joder de grandes proporciones que salía del interior del vehículo acompañado de una palanca voladora que cruzó la calle hasta chocar con el persiana de un estanco. La chica, en la lejanía, volvió a inquietarse cuando escuchó despotricar a su hermano.

    —¡Me cago en la leche…! ¡Antón, tú estás gilipollas…!

    Mikel recriminaba la acción de su compañero, el cual no se cortó en la réplica.

    —¡Pues tú busca el mechero, que no tenemos toda la noche…!

    Mikel comprendió que Antón tenía razón al apremiarle, por lo que se dispuso a buscar en la bolsa de herramientas el encendedor… pero todo le estaba saliendo al revés. A pesar de que Mikel era una persona que no le gustaba improvisar a la hora de adosar una bomba-lapa, muy distinto era este chico en lo concerniente a esa máxima que dice que hay un sitio para cada cosa y una cosa para cada sitio. En otras palabras, la bendita bolsa era un auténtico mercado persa. Allí dentro, entre varios juegos de destornilladores, tornillos, tachuelas de gran calibre, una pequeña olla a presión y una navaja suiza multiusos, se podía encontrar desde un gato hidráulico hasta un taladro percutor con todas sus brocas sueltas, pasando por la bomba-lapa lista para ser accionada con un simple clic; un abrelatas multiusos para el bocata de anchoas y que era muy útil en una noche como aquella; un soldador de estaño por si fallaba alguna conexión en el temporizador -cosa normal-; un juego de ganzúas artesanales para abrir los coches de los demás; o también varios trozos de papel de lija medio desgastados para limpiar el trozo de chapa donde adosar la bomba-lapa. En resumidas cuentas, media sección de bricolaje de la ferretería de un hipermercado. Además, para acabarlo de rematar, el capó del Wolksvagen era lo suficientemente amplio y abombado como para ofrecer en toda su magnitud una magnifica sombra de color negro azabache sobre la bolsa de herramientas dificultando hasta límites de lectura Braille la posibilidad de encontrar un simple encendedor metálico entre todo aquel caos de hierro y acero.

    —¡La madre que me parió…! ¡No veo ni un pijo…! ¡Ostia puta joder…! ¿Donde coño está el puto ZIPPO de los cojones…?

    Para escucharse en toda la calle y a pleno pulmón.

    —¿Lo encuentras o qué…?

    El grito salía del interior del vehículo como si a Antón le fuera el alma en ello y a Mikel sólo le faltaba que su compañero le diera prisas con el dichoso encendedor.

    —¡Ya va, joder…! ¡Ya va…!

    Pero el encendedor no aparecía. Mikel comenzaba a ponerse nervioso y lo único que conseguía era revolver el contenido de la bolsa más de lo que ya estaba… y la bomba-lapa que iba dando tumbos de aquí para allá como una pelota de ping-pong. Rebotaba la bomba-lapa y rebotaban las herramientas contra ella hasta que por fin el encendedor apareció engarzado a la boca de una llave inglesa que, a su vez, estaba enganchada por el extremo del mango al temporizador de la bomba-lapa. A pesar del peligro que suponía tratar de desenganchar la llave inglesa con un mínimo de seguridad, Mikel tiró de ella con violencia –Antón continuaba insistiendo- hasta que tuvo a la vista el encendedor. Con coraje lo desencajó de la boca de la llave inglesa y, enarbolándolo como si se tratara de un botín de guerra, Mikel se introdujo nuevamente en el vehículo para enseñárselo a un impaciente Antón.

    —¡Azkanean²…!

    El grito en euskera en medio de la noche hizo que Idoia volviera a levantarse de banco una vez más, y ya era la tercera. Sin conocer exactamente lo que había sucedido entre su hermano y Antón, hubo algo que no acabó de comprender. Si Mikel había salido del coche para hurgar a conciencia en el maletero y se había vuelto a meter en el Wolksvagen aparentemente con las manos vacías, ¿por qué no había cogido la bomba-lapa para colocarla de una puta vez en los bajos de la furgoneta de la panificadora? Y además, ¿a qué venía ese "azkenean" a voz en grito como si se tratara de una gran conquista…? La conquista, ¿de qué…? Con todas esas dudas en mente, la muchacha tomó la determinación de dirigirse de nuevo al vehículo para mantener una pequeña charla con aquellos dos irresponsables cuando, inesperadamente, una monumental explosión lanzó por los aires al destartalado Wolksvagen destrozándolo en mil pedazos como si fuera la débil envoltura de cartón de un simple petardo. Cinco segundos más tarde, metralla, chapa, sangre, dos cuerpos desmembrados, algo de marihuana, cristales rotos, fuego y desolación es lo que quedaba esparcido en un radio de cien metros a todo lo largo de la calle Huertas de la Villa. Idoia se quedó petrificada con las pupilas dilatadas de par en par, el cuerpo agarrotado y los tímpanos afectados por un silbido extremadamente agudo. Incapaz de mover un solo músculo, comenzó a atenazarle un ataque de histeria justo en el momento en que un coche-patrulla de la Policía Municipal hacía acto de presencia con las sirenas aullando. Fueron las luces centelleantes de ese vehículo lo que le hizo reaccionar. Con los ojos henchidos de lágrimas contenidas, Idoia comenzó a correr sin rumbo fijo alejándose del lugar y gritando en vano el nombre de su querido hermano Mikel.

    FOTOGRAFÍA Nº 2

    UN LUNES DE SEPTIEMBRE

    —Ha de ser ese… No hay otro bar en Orduña con arcos en los soportales…

    —Vamos, pues… Se nos hace tarde…

    Dos hombretones recios, fornidos, y con aspecto de pocos amigos se apearon del vehículo con el que habían llegado a la ciudad de Orduña. Nadie reparó en ellos. Su aspecto era como el de tantos otros en el País Vasco. Cejijuntos, de pelo pincho y negro con trazas canosas en las sienes, ojos oscuros de mirada penetrante y de una edad indefinida que rondaba los cuarenta y tantos, podían pasar por los de cualquier lugareño de piel curtida que a la una del mediodía pretendiera tomar unos pintxos para matar el hambre. Nunca se llamaban por su nombre, aunque si necesitaban alguno se hacían llamar Aitor y Gorka, porque ya les parecía bien. Se adelantó el más alto y corpulento, Aitor, a abrir la puerta del bar, no sin antes matizar un pequeño detalle a su compañero.

    —Déjame hablar a mí…

    Nada más abrir la puerta, se percataron que en su interior bullía una febril actividad. Con una veintena de clientes frente a la barra -desde familias enteras celebrando un bautizo hasta una chica rubia y solitaria hablando por el móvil-, los dos camareros se afanaban por atender a todos por igual y con la misma presteza. Un sinfín de cañas de cerveza y jarras de medio litro junto a pequeños montaditos de comida casera invadían el mostrador de parte a parte. A los hombres se les hizo la boca agua. No habían probado bocado desde que abandonaron Llodio a las diez de la mañana. Y eso tan solo había sido un café con leche y una par de madalenas en el bar de la estación. Estaban hambrientos, pero antes tenían que encontrar a la persona que les había contratado para poder informarle de los hechos acaecidos y cobrar lo pactado. Durante la charla, ya se plantearían la vianda. Podía esperar.

    —¿Seguro que está aquí…? ¿Te dijo a la una…?

    —Txetxu nunca se equivoca… Si dijo a la una es que Julen ya está aquí esperándonos…

    —Pues no le veo…

    Las miradas de ambos hombres se cruzaron furtivamente. No necesitaron que nadie les explicara quien era ese Julen porque ya lo conocían. Un mes atrás habían tratado con él para hacer un encargo fácil, sencillo, sin problemas para nadie. El pacto se zanjó en tres mil euros o en 50.000 de las antiguas pesetas, la mitad antes de la faena y la otra mitad después. Además, el lugar para realizarlo era perfecto. La estación de Llodio se suele llenar hasta los topes a las ocho de la mañana de un día laborable, por lo que dar un empujón a alguien en el momento de la llegada del tren era pan comido.

    —Sentémonos en una mesa del fondo… Esperaremos… Seguro que no tardará…

    —Mira… Allí hay una libre…

    Medio minuto más tarde los dos hombres se aposentaban junto a una mesa mientras un camarero entrado en años limpiaba los restos que había dejado una clientela madrugadora. Preguntó más por obligación que por cortesía.

    —¿Qué les pongo…?

    El hombretón más alto seguía teniendo la palabra.

    —Si no le importa, preferimos pedir más tarde… Estamos esperando a una persona… Cuando llegue, ya le avisaré y así nos podrá servir a todos juntos…

    —Muy bien… Como gusten…

    El camarero no dudó en atacar otra mesa y los dos hombres esperaron a que hiciera mutis por el foro para acabar de atar cabos. Ahora era el otro hombretón, el más bajo, el que sacaba sus dudas a relucir.

    —Supongo que nos pagará la mitad que falta… No me lo imagino haciéndonos la pirula… No me parece que sea de esos…

    Fue decir estas palabras, que la persona que estaban esperando abrió la puerta del bar. Los dos hombres se miraron y, aunque sutilmente, se sonrieron el uno al otro.

    —Ya está ahí… ¿Lo ves…? Te lo dije… Txetxu nunca se equivoca… Si nos dice a la una, es que es a la una…

    El más alto se levantó para llamar la atención del recién llegado. Un leve gesto con la cabeza fue suficiente para que éste se encaminara hacia ellos. Mientras lo hacía, ambos se percataron de un detalle que un mes atrás les pasó desapercibido. Ese Julen cojeaba ostensiblemente de su pierna derecha. La tenía agarrotada, tiesa como un palo. Y si un mes atrás no se percataron de esa circunstancia fue porque las presentaciones se realizaron a la inversa. Es decir, era Julen el que ya estaba sentado esperándolos en un bar junto a la iglesia del pueblo de Erentxun. Les puso en contacto Txetxu, un amigo en común que tenía un bar en el Casco Viejo de Bilbao, por lo que, precisamente, ese lugar no era el más recomendable para realizar transacciones como las que estaban a punto de tratar. Mejor quedar en lugares alejados de la ría de Bilbao donde nadie los pudiera reconocer. A ninguno de los tres.

    —Buenas tardes… Perdonad el retraso… Es que he hecho un poco de turismo… ¿Habéis estado alguna vez en el mirador del salto del Nervión…? Una vista preciosa… Lástima que esté en la provincia de Burgos…

    No estuvo mal romper el hielo con esa referencia geográfica. Lo cierto era que Julen, a pesar de sentirse euskaldun hasta el tuétano, nunca había visitado el hayedo por el que se accede al nacimiento del río Nervión. Un precipicio de casi trescientos metros de altura que hace que tengas que tragar saliva y tener arrestos para asomarte. Le gustó la experiencia y consideró que nada era mejor que, para empezar la conversación, mencionar su visita matutina a dicho paraje.

    —Y bien… ¿Cómo ha ido…?

    Julen se sentó frente a los hombretones, de espaldas a la puerta y con la pierna anquilosada señalando hacia el lado derecho. Iba a responder el más alto, cuando ya tenían el atento camarero a escaso medio metro de distancia con una libretilla en la mano. Desde luego, el hombre iba al grano. Nadie le había llamado.

    —¿Qué les traigo…?

    Julen hizo un gesto, como queriendo decir que pedía y pagaba él.

    —Tres pintxos de tortilla, sin cebolla…

    El camarero empezó a anotar.

    —Y una de aceitunas… ¿Queréis algo más…?

    Los dos hombretones se miraron, pero permanecieron en silencio.

    —¿Y para beber…?

    El camarero tenía prisa. Había otras mesas que limpiar y atender. En cuestión de minutos el bar se estaba llenando hasta los topes. Respondió Julen.

    —Pues tres zuritos…

    —Muy bien… De acuerdo… Ahora mismo se lo sirvo…

    Y el camarero se marchó raudo en busca del pedido. Fue entonces cuando Julen volvió a preguntar.

    —¿Todo en orden…? ¿Alguna dificultad…?

    El hombretón más alto, tal y como había pactado con su compañero, tomó la palabra.

    —No hay nada que destacar… Salió de su casa a la hora en punto, como tú indicaste… Lo hemos seguido y cuando estaba a punto de coger el tren, un pequeño empujón ha sido suficiente… Iba leyendo el periódico y prácticamente no se ha enterado…

    —¿Tan fácil…? ¿Sin testigos…? ¿Y las cámaras de la estación…?

    —Ten en cuenta que somos profesionales y eso implica tener que preparar el terreno…

    —¿Preparar el terreno…?

    —En efecto… Preparar el terreno… Controlar todas las posibilidades y entre ellas estaban las cámaras de la estación… La noche anterior, las dos cámaras que enfocaban al andén quedaron inutilizadas…

    El silencio de Julen era patente. Esperaba una explicación más convincente y así lo entendió el hombretón.

    —Gamberros y borrachos hay en todas partes… A cualquiera de ellos se le puede convencer para que destroce a pedradas las cámaras de la estación de Llodio a la una de la madrugada…

    Julen sonrió. No se esperaba una solución tan simple y, al mismo tiempo, tan efectiva.

    —Vaya… Curioso… Curioso y efectivo… ¿Y habéis tenido algún problema para largaros de allí después del accidente…?

    —Nada… Ninguno… Ha pasado lo previsto en estos casos… Mucha gente gritando… Las mujeres histéricas… El tráfico ferroviario parado durante un par de horas hasta que han levantado el cadáver…

    Julen no salía de su asombro.

    —Pero, ¿os habéis quedado allí para ver eso…?

    —Somos profesionales, ya te lo he dicho… Y los encargos se empiezan y se acaban… De principio a final… No hay que dejar cabos sueltos que nos puedan comprometer… Ni a ti ni a nosotros… Había que asegurarse y eso es lo que hemos hecho… ¿O acaso lo dudabas…?

    — No, no… Desde luego que no… Pero nunca pensé que pudiera ser tan fácil cargarse a un cabrón como ese después de todo lo que me llegó a joder…

    El camarero apareció de súbito con el pedido por detrás de Julen. No tardó ni quince segundos en dejar las raciones sobre la mesa. En cuanto se hubo largado, Julen volvió a tomar la palabra mientras los dos hombretones, impacientes y con hambre atrasada, cogieron un pintxo de tortilla cada uno y se lo llevaron a la boca.

    —Pues ya que sois tan buenos profesionales, supongo que no os importa si os hago otro encargo…

    Con la boca rellena de tortilla, los dos hombretones se miraron extrañados. Ellos habían ido allí a acabar de cobrar por el trabajo realizado aquella misma mañana y no a que les encargaran otro. Casi a la carrera deglutieron la tortilla y, aunque no se lo habían planteado, no lo dudaron ni un segundo. Aunque con una salvedad a tener en cuenta. Habló el más alto, como siempre.

    —No te lo tomes a mal, pero preferimos que no empieces a hablar de esa nueva propuesta hasta que no hayamos cobrado lo que te falta por pagar… Habíamos venido a eso, ¿no…? 1.500 euros…

    Pero lo que no sabían aquellos dos hombretones era que Julen ya se había informado por su cuenta de la muerte accidental de un periodista llamado Sanchidrián al caerse a las vías en la estación de Llodio. Gracias a una llamada telefónica sabía lo que había sucedido, y que ese cabrón, como él lo llamaba, había pasado a mejor vida. En realidad, toda esa pantomima de preguntar y aparentar desconcierto era un ardid para comprobar hasta dónde habían llegado aquellos dos sicarios con el encargo, porque siempre estaba bien conocer el relato de los hechos de primera mano para, así, poder contrastarlo con la realidad. Tras unos segundos elucubrando sobre la similitud de la versión recién escuchada con lo que le habían explicado por teléfono, Julen optó por pagar la deuda. El segundo encargo era, a su juicio, más importante que el primero y no era cuestión de dejarlo a medias por 1.500 cochinos euros, sobre todo después de que aquellos dos matones hubieran demostrado su eficacia. Es más, ya venía preparado para ello. Echando una mirada de escorzo a su espalda por si acaso les estuvieran controlando desde la barra, metió mano a la riñonera que llevaba a modo de cinturón y extrajo un sobre cerrado y aparatosamente abultado. Ese volumen extra-size es lo que llamó la atención de los dos hombretones. Allí había una buena cantidad de billetes y, obviamente, mucho más que los 1.500 euros reclamados.

    —Esta vez no serán dos pagos…

    Aclaraba Julen.

    —Todo por adelantado… Aquí hay mucho más de lo que suponéis… y de lo que esperáis…

    Nuevamente se volvieron a mirar los dos hombretones. Indecisos no era la palabra exacta, pero sí un poco sorprendidos. Nunca habían realizado dos encargos a un mismo cliente. Y además de esta forma tan… tan fuera de lo común… Dejando el dinero encima de la mesa… Forzándolos a aceptar sin exponer otra opción ni plan b…

    —¿Cuánto hay ahí dentro…?

    El hombretón más alto estaba intrigado.

    —¿Vais a negociar…? ¿Queréis hacerlo…?

    Julen alargó la mano para coger el sobre con intención de volverlo a guardar en su riñonera, pero la mano del más alto le retuvo. Apretó la muñeca de Julen lo suficiente para que ésta palideciera al instante.

    —Te lo vuelvo a preguntar… ¿Cuánto hay dentro del sobre…?

    Julen se tensó como pocas veces lo había hecho en su vida y miró fijamente a los ojos del hombre que le inmovilizaba la muñeca. Trató de mantener el temple.

    —Veinte mil euros, una foto y una dirección en Madrid…

    Al instante, la presión en su muñeca disminuyó. Eso era mucho dinero como para discutirlo. Ni tan siquiera hubo miradas entre los sicarios.

    —¿Cuándo…?

    —El 15 de Octubre… Dentro de un mes…

    —¿Por algo en concreto si puede saberse…?

    —Por algo en concreto, pero no puede saberse…

    —Entendido…

    La mano del hombretón cambió de lugar y recogió el sobre. Lo abrió y comprobó a ojo que la cantidad indicada por Julen podría ser perfectamente la que estaba allí depositada. Miró a Julen y le marcó un ademán afirmativo con la cabeza. El pacto estaba sellado, pero no para Julen.

    —Hay otra cosa… Y ese es el motivo de que haya tanto dinero en el sobre…

    Los hombretones volvieron a mirarse. No es que tuvieran ganas de echarse atrás, pero ese Julen que tenían enfrente les había salido muy quisquilloso. Quizá demasiado. Y eso no les gustaba. Habló el más alto, como siempre.

    —¿Y qué es eso…?

    Julen se llevó su trozo de tortilla a la boca acompañándolo de una oliva. No quería aparentar nerviosismo, porque lo que les iba a plantear a los dos hombretones era muy delicado. Lo suficiente para que se arrepintieran de haber aceptado el trato. Mostró su tono de voz más recio y convincente.

    —Tiene que parecer que lo ha cometido ETA…

    —¿ETA…? ¿Qué coño pinta aquí ETA…?

    El que llevaba la voz cantante iba a lanzar una sarta de preguntas, pero se contuvo. Sabía que la mayoría de ellas caerían en saco roto o, simplemente, se quedarían sin respuesta y, sobre todo, sin negocio. Tras echar una mirada de soslayo a su colega aceptó la condición de Julen.

    —Está bien… Ha de parecerlo… No hay problema… Mañana mismo salimos para Madrid…

    Y acto seguido le hizo un ademán a su compañero para indicarle que allí ya estaba todo hablado. Se guardó el dinero en el bolsillo de su pantalón y pasaron junto a Julen sin dirigirle la palabra. Diez segundos más tarde ya se encontraban fuera del local. Era lo que necesitaba comprobar la chica rubia de la barra del bar para dejar de hablar supuestamente por el móvil y acercarse a Julen. Agarró una de las dos sillas vacías y se sentó a su lado

    —¿Lo van a hacer…?

    El acento brasileño y el siseo con que impregnó la vocalización de la pregunta delataba su país de procedencia. Julen le sonrió.

    —Han aceptado… ¿Quieres tomar algo…? ¿Una cerveza…? La mía no la he probado… Todavía está fresca…

    La chica cogió el zurito de cerveza y pegó un sorbo que le humedeciera los labios. Al dejar el vaso sobre la mesa inquirió a Julen.

    —¿Y de la muerte del periodista que dijeron…? ¿Todo bien…?

    Era una pregunta obvia, aunque la respuesta también lo era. Si los dos hombretones habían aceptado el nuevo encargo, significaba que el accidente en la estación de Llodio se había realizado sin problemas aparentes. Julen, por el contrario, respondió con otra pregunta.

    —¿Qué te parecen esos dos…?

    —No sé… Parecen legales… Al entrar en el bar te han buscado, pero no se han puesto nerviosos cuando han visto que no estabas aquí… ¿Sospechas de algo…? Lo de Llodio ha funcionado, ¿no…? Como yo te conté… Nadie notó nada raro…

    Julen cogió otra oliva para llevársela a la boca y tardó algunos segundos en responder. Dudaba.

    —Sí… Lo de Llodio ha ido perfectamente… Pero es que hay algo en ellos que me hace desconfiar…

    —Matan por dinero… Quien vive de eso no suele caer simpático…

    Julen se tomó otro receso con sorbo de cerveza y oliva incluida para finiquitar el tema.

    —Quizá tengas razón… Será que este asunto me hace desconfiar de todo el mundo…

    Y alzando la mano, le hizo un gesto al camarero. Al instante ya estaba a su lado.

    —¿Cuánto es…?

    —Once euros…

    Julen extrajo de la riñonera un monedero y le entregó al camarero doce euros.

    —Ya está bien…

    —Gracias…

    —De nada…

    El camarero se apartó con el dinero y Julen se levantó junto a su acompañante. Instintivamente, la chica trató de sujetarle por el brazo para que se pudiera enderezar y así apoyar la pierna anquilosada en el suelo, pero se contuvo. Sabía que el orgullo de Julen se lo prohibía. En cuanto el hombre se hubo enderezado señaló hacia la puerta del bar.

    —Volvamos a Bilbao… Quiero hablar con Txetxu sobre estos dos…

    La chica rubia se adelantó y abrió la puerta para que Julen pudiera salir con comodidad. Mientras se caminaban hacia el coche que los llevaría de vuelta a Bilbao, la chica planteó una duda razonable.

    —¿Y si no sale bien lo de Madrid…?

    Estando ya junto al coche y Julen entrando por la puerta del acompañante, la respuesta de éste fue muy concreta.

    —Pues si no sale bien lo de Madrid, nosotros nos iremos igualmente a Brasil… Eso no tiene porqué cambiar…

    Tras aposentarse ambos en sus correspondientes asientos, la chica rubia accionó el motor de arranque. En ese preciso instante, Julen le puso la mano en el vientre provocando que las miradas se cruzaran.

    —El futuro de nuestro hijo no se merece esta mierda de país… Te prometí que nos casaríamos en cuanto llegáramos a Rio y eso vamos a hacer…

    Pero lo que no comentó ninguno de los dos, porque ya lo sabían de antemano, era que en caso de que las cosas salieran mal y el estado español, por uno de esos imponderables que suelen suceder, solicitara la extradición de Julen al Gobierno de Brasil, ésta no se iba producir al estar casado con una ciudadana brasileña y tener descendencia en aquel país.

    FOTOGRAFÍA Nº 3

    UN DOMINGO DE OCTUBRE

    "En cada bar mundano se repite

    el mismo microcosmos: el borracho

    es el personaje más interesante

    de todos."

    A. Weissmann

    —Sebas… Te llamas Sebas, ¿verdad…?

    El camarero, serio y aplomado, asintió con la cabeza.

    —¿Sí…? Ya lo sabía… Pues ponme otro, Sebas… ¡Que esta noche pillo una del carajo…!

    El camarero acató la petición del cliente sin rechistar, aunque tenía motivos para hacerlo. Ya era el sexto vaso de J&B sin hielo que le servía en cuestión de media hora y si aquella esponja seguía al ritmo de un lingotazo cada cinco minutos, tenía todos los números de la rifa para acabar durmiendo la mona sobre la barra del bar.

    —Porque… ¿sabes una cosa, Sebas…? Sabes… Sebas… Sebas… Sabes… Sabes… Sebas… Coño, que gracioso…

    El camarero, sin prestar excesiva atención al borracho de turno, sonrió ante la coincidencia fonética de ambas palabras. Él tampoco se había percatado. Por lo demás, al cliente se le trababa la lengua y comenzaba a farfullar idioteces.

    —Sebas… ¿Sabes que mi mujer me ha dado… el salto…? Sí… El salto…

    El camarero volvió a sonreír frente a la segunda coincidencia. Al cliente le había dado el hipo en el preciso instante que mencionaba el salto de su mujer, porque el verdadero salto lo estaba dando él sobre el taburete de la barra del

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