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Viaje de ida: Memorias políticas. 1977-2007
Viaje de ida: Memorias políticas. 1977-2007
Viaje de ida: Memorias políticas. 1977-2007
Libro electrónico657 páginas8 horas

Viaje de ida: Memorias políticas. 1977-2007

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Ricard Pérez Casado no es solo el alcalde que impulsó, recién estrenada la democracia, la renovación urbana de la ciudad, el de la Valencia de la democracia y la autonomía, del impulso urbano y de la ilusión colectiva. Es también y sobre todo un intelectual comprometido, un analista, un estudioso de la política y el urbanismo. Hombre de convicciones y de amplia trayectoria pública, reivindica su legado frente a la obscenidad del olvido o la difamación, y detalla en estas páginas las claves de su hacer en tantos episodios políticos y profesionales, que arrancan de las dificultades de una posguerra hosca, en un hogar de republicanos derrotados, y culminan en una trayectoria pública relevante, en València, Mostar, Madrid y el Congreso de los Diputados o Barcelona. En tiempos de descrédito de la política, el testimonio de Ricard Pérez Casado cobra una especial significación.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 may 2014
ISBN9788437093413
Viaje de ida: Memorias políticas. 1977-2007

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    Viaje de ida - Ricard Pérez Casado

    1

    Introducción.

    El porqué de unas memorias políticas, 1977-2007

    «¿Cuentas toda la verdad?». Con este incrédulo interrogante me interpeló Teresa Blasco Estellés, mi cuñada. «Todo cuanto relato es verdad», fue mi respuesta.

    Este texto no pretende la exhaustividad, casi siempre inalcanzable, ni se basa en la prolijidad factual que tanto distrae y poco aporta. Contiene, eso sí, hechos y reflexiones sobre estos, y por supuesto opiniones. El lector sabrá discriminar unos y otros.

    Estos fragmentos de memoria pueden parecer demasiado locales, y sin duda subjetivamente individuales. Si el lector tiene la paciencia que acompaña a la lectura, comprobará que las reflexiones, opiniones y aun el propio ejemplo local e individual son transferibles a otros lugares y situaciones, a veces por desgracia, como en el caso de los partidos políticos y sus comportamientos internos o el descrédito de la política, que acecha y amenaza al sistema democrático con su procesión de escándalos, incompetencias y corrupción.

    La admiración por la habilidad política reducida al cinismo y la ausencia de escrúpulos de algunos políticos, con frecuencia admirados y jaleados por los media, solo traducen la indefensión de una sociedad poco vertebrada y con frecuencia reducida al analfabetismo político, precisamente a causa de estos políticos. La reducción de la política a espectáculo mediático y la sustitución de los valores por un único valor de referencia, el dinero, medida del éxito, han hecho el resto. De ahí al todo vale hay apenas un paso que incluye la vulgaridad, la zafiedad, el insulto y su correlato de desprecio a la inteligencia. Todo ello sin el antídoto de la discusión razonable, de la cultura y de la urbanidad. Nada excepcional para singularizar mi ciudad, aunque las actitudes irresponsables y la voracidad procuren ejemplos lamentablemente singularizadores que avergüenzan la dignidad de todo un colectivo honrado.

    El texto, eso sí, resume los aspectos que juzgué más relevantes de una dedicación pública que abarca unos dieciocho años de mi vida: casi diez de ellos en el Ayuntamiento de València, algo más de uno en los Balcanes y el Mediterráneo más conflictivo, cuatro en el Congreso de los Diputados y tres entre el Instituto Europeo del Mediterráneo a tiempo parcial y la Copa del América. Con un compromiso que se despliega desde 1961 hasta hoy, cincuenta años desde la adolescencia.

    Cuando miro a mi alrededor compruebo que mi ejercicio de responsabilidades públicas es menor, como reducido frente a los currículos desarrollados por gentes más jóvenes de edad, a partir de 1975-1977. Sobrellevo con benevolencia mi condición de político, que lo soy y fui, en el sentido que algunos adjudican al término. Reclamo, como se verá, mi condición de profesional que ha tenido que ganarse la vida con su trabajo a cambio, al final, de una pensión pública nada opulenta. Con orgullo atiendo a quienes tienen la bondad de dirigirse a mí con muestras de agradecimiento o inquiriendo acerca de sus dudas, zozobras o compromisos en esta época de crisis.

    Esta condición, la de político, me enorgullece, pues pese a lo que sucede y a cuanto señalé más arriba acerca del descrédito de la política, esta es una ocupación de lo más digna y generosa. De hecho, he predicado y escrito sobre la necesidad de un retorno a y de la política frente al secuestro de esta, primero por parte de los guerreros neocon de fin de siglo y siempre por la hidra sin cara que ahora llaman mercados. Un resumen de mis ideas al respecto se encuentra en el capítulo 9 de este libro.

    Sin duda alguna, esta tenacidad y su correlato de lealtad me han procurado sinsabores e incomprensiones. Mi temprana adscripción al socialismo democrático, a la socialdemocracia y a la libertad, molesta a más de un flojeras de la memoria, cuando no memoricida, ya se trate de prominentes cofrades o de plumíferos enrocados en el rencor. El lector tendrá cumplida cuenta en el relato que sigue. En mi caso, desprovisto de rencores, no hay olvido, porque los hechos, la realidad en el tiempo y la razón son obstinados.

    Poco importa la manipulación a la que ha sido sometida buena parte de mi actividad pública, de modo singular en el caso de mi permanencia en el Ayuntamiento de València, por supuesto sin someterla al escrutinio de la verdad. Pequeñas vacas sagradas de pastoreo provinciano o incluso sin superar los límites del término municipal se han ocupado de escupir sobre los hechos o incluso, tercos, han alcanzado la cota de la miseria borrando mi nombre. Como el personaje de Manuel Rivas parezco a veces O... Alcalde sem nome hasta aspectos grotescos, alguno de los cuales relato en su momento y lugar.

    Desde luego, el rebaño pasta y abreva en su mayoría en las instituciones, tan denostadas, y en los media de un país, el mío, el valenciano, que ni esto ha podido evitar, ser un país de propietarios, porque en efecto parecen existir propietarios de los temas y de las circunstancias. Como se citan entre sí, la propagación de los clisés puede alcanzar cierto éxito y sumir al visitante o al ajeno a sus temas en la perplejidad. Los abrevados, inútil aclararlo, son legión y se superponen cual capas geológicas a los sucesivos cambios políticos, en su mayoría desde el PSOE al PP. Los más cobran y callan y unos pocos, desde esta confortable comodidad, reparten créditos de buen hacer o virtud democrática. Todos sienten una pereza bíblica por la hemeroteca, aun por la propia.

    En lo que a mí y mi actividad pública se refiere, este texto procura eliminar hasta donde es posible la capa de miseria y mugre con que estos y otros han querido obsequiarme a lo largo de los últimos años.

    Debo confesar que conservo unas pocas convicciones basadas en unos pocos valores. El adverbio no mengua la firmeza de unas y otros. Lo he resumido a veces en proposiciones sencillas: nada sin la razón, nada sin la libertad. Lo aprendí de maestros lejanos y bien presentes en las páginas que siguen. La irracionalidad es barbarie y la ausencia de libertad, esclavitud. Una y otra, barbarie y esclavitud, no pueden constituir la base de una sociedad libre y justa. De aquí que sea legítimo siempre aspirar a una sociedad democrática, a una sociedad más igual. En mi caso, como ya anticipara, con mi adscripción al ideario de la socialdemocracia, o el socialismo democrático, desde los años sesenta del pasado siglo. En el marco de lo que conocemos como valores republicanos, de la laicidad a la solidaridad, y de sus sucesivas ampliaciones de derechos universales y de obligaciones de la ciudadanía, desde la mujer protagonista del cambio de siglo al medio ambiente y los derechos de la tierra.

    Estas pocas convicciones basadas en unos pocos valores se han convertido en roca granítica a la que no renuncio, y me llevaron a un compromiso permanente con mi ciudad y mi país, como primeros referentes, con su naturaleza y con las generaciones del pasado y del futuro. Un compromiso que permanece incluso cuando la indignación, justificada, empuja a alejarse del limpio discurso de la razón, cuando la lucha contra la miseria cotidiana alcanza los límites del buen sentido.

    Un compromiso que tuvo como primer objetivo la democracia, el retorno de las libertades y la aspiración a integrar el país y su ciudadanía en una Europa que asentaba las bases del bienestar para la mayoría en el marco de la libertad. Una Europa necesitada de una España amputada por la dictadura victoriosa sobre la democracia, como subrayaba alguien tan poco sospechoso de izquierdista como el general De Gaulle. En un Mediterráneo acechado por conflictos sucesivos y, sin embargo, como he visto a lo largo de estos años, clave para su solución.

    Con este liviano bagaje y algunos pertrechos profesionales me encaminé a la dedicación política, tan amarga en los antecedentes familiares como se verá. Primero en la época sin horizontes, todo optimismo de la voluntad y razonable pesimismo de la realidad. Y más tarde, cuando se reabrió la gran esperanza tanto tiempo aguardada.

    Al evocar hechos y situaciones como las que se recogen en este libro me asaltan dos dudas, o mejor dicho, reflexiones, pues los hechos son indubitables. Todo ello a propósito de la recuperación democrática y, en una medida menor, de mi participación en esta a través de mi dedicación pública. La primera observación, por así decirlo, se refiere a la ambición. Una ambición colectiva, por supuesto, pero que también afecta al autor. Todo, y ya, vino a ser la consigna. Sostengo que esto no fue acaso prudente, dado el contexto del que se partía, y que tal consigna pudo ser caldo de cultivo de un cierto desencanto cuando los objetivos y su cumplimiento se dilataban en el tiempo.

    La segunda hace referencia a una expresión anglosajona que me resulta familiar y más al recordar propuestas y acciones de gobierno que impulsé en mi ciudad, o en dedicaciones ulteriores en la Administración de la Unión Europea en Mostar (EUAM, en su sigla inglesa) o en el Congreso de los Diputados. Dice así: to soon, to later. La segunda parte la desdeño, pues no dejaría de ser lamento de lo que pudo haber sido y no fue, al decir de los boleros. El demasiado pronto sí me ha dado mucho que pensar respecto de las propuestas políticas cuando llevan aparejadas decisiones de gobierno, y a ello se une la ambición de cambio.

    La política de seguimiento de encuestas de opinión, con ser una herramienta imprescindible en la era comunicacional, conduce sin embargo, o bien a la inacción –ya caerá la manzana–, o bien a seguir la volubilidad de una opinión sometida al bombardeo mediático más interesado que neutral.

    Me incliné siempre por las propuestas ambiciosas aunque a veces fueran prematuras y no siempre entendidas, ni siquiera por quienes eran mis cofrades de organización política o de gobierno. El tiempo me dio la razón, en este caso sí, un poco tarde, y no me evitó en su momento más de un disgusto que se refleja en las páginas que siguen. Retenga este aspecto el lector cuando repase hechos y avatares que se relatan a propósito de mi alcaldía de València, o de la estructura del Estado de las autonomías, la memoria histórica o el papel de la Unión Europea en el Mediterráneo o los Balcanes.

    Lo que sigue en este capítulo es una sucinta explicación del porqué de unos fragmentos de memorias políticas acotados en una dimensión temporal, la que media entre las elecciones generales del 15 de junio de 1977 –las primeras democráticas después de las del 16 de febrero de 1936– y finales de octubre del 2007, momento en que acabaron mis dedicaciones públicas.

    En todo caso, ha sido un camino de ida, pues a diferencia de la irónica expresión de Juan de Mairena, nunca estuve de vuelta sin haber ido antes a alguna parte.

    La atención a y por la política se inicia en la adolescencia. Sin mucho mérito por lo que respecta a la precocidad: víctima de una guerra civil y de la prolongada posguerra dictatorial, pertenecí a un segmento familiar nada dado al olvido y muy dado a razonar, las más de las veces de modo vehemente y en casa, sobre las causas y consecuencias de una derrota total.

    En estas páginas me he limitado a un lapso de tiempo, el que se inicia con mi adhesión al PSOE y concluye con el término de mi mandato como comisionado del Gobierno para la celebración de la XXXII Copa del América. O lo que es lo mismo, comprende la totalidad de mi trayectoria política pública, vinculada a las administraciones por así decir.

    Estos treinta años no han sido un continuo sin interrupciones. En 1978/1979 hubo una primera pausa, breve, acaso producto de alguna indecisión inicial respecto a la militancia y ante una dedicación que se me antojaba ardua, y que podría alterar la placidez familiar y una independencia que me era vital.

    Hechos y circunstancias y una voluntad derivada de la pasión política, por lo público, me convencieron del camino elegido en 1979. Una década más tarde volví por donde solía, a la calle, cuando dimití de alcalde de mi ciudad, València.

    Antes de penetrar en los contenidos de este volumen, buenos amigos lectores me hicieron ver la necesidad de explicar y dar a conocer mis actividades al margen o fuera de la dedicación pública. Lo que se explicitará en el siguiente capítulo es una especie de apuntes biográficos sometidos a la brevedad que exige mi propósito inicial, precisamente la actividad pública. Tal vez ello contribuya a una mejor comprensión por parte de los lectores menos amigos, o así lo espero yo mismo.

    Cuanto se dice y cuenta, pues, en el cuerpo de lo escrito se refiere a hechos, experiencias y acontecimientos que me han sucedido en el desempeño de tareas públicas, las más de las veces con la satisfacción adicional de haberlas ejercido como electo, esto es, a partir del refrendo popular democrático. Algún amigo suele decir, entre bromas y veras, que nunca perdí unas elecciones para las que fuera propuesto... ¡incluso en el seno de la organización partidaria!

    En todas estas ocupaciones, de 1977 al 2007, lo hice siempre como militante socialista, aunque solo en dos casos, mis misiones en Mostar y en el proyecto Medbridge, no fuera esta circunstancia la fundamental para los encargos que recibí.

    Digo esto porque a lo largo de mi vida, la pública y la privada, mucho más extensa, me ha sido dado contemplar numerosos casos de travestismo político. E incluso comprobar que estos cambios podían ser saludados como ejemplar habilidad de sus actores.

    La lealtad a las convicciones, pocas con el paso del tiempo pero más firmes si cabe, me acompaña desde el inicio de la vocación política. Y la lealtad a la organización, algo que en mí sucede a las convicciones. En ambos casos se añade otra lealtad que recorre toda mi vida hasta hoy: la que deriva de mi confianza en las personas y que he procurado traducir con mis amigos y amigas.

    Estas memorias, más o menos fragmentarias, recogen pues los hechos y circunstancias vividos por el autor en el desempeño de sus funciones y tareas públicas. Me empujaba a escribir este relato un doble acicate: yo mismo, para poner en algún orden disciplinado por el método recuerdos y vivencias, aciertos y errores que ocuparon una buena porción del tiempo de mi vida, y en segundo lugar, pero no menos importante, dar testimonio de ello antes de que se extingan los testigos.

    Para el primero de los acicates, el personal y más íntimo, no era menester dar a conocer el balance que uno mismo hace de su vida, ni pública ni privada. Esto va con uno mismo, como la ciudad, y nada ni nadie puede arrebatársela.

    Por su parte, el segundo, el testimonio público, tiene una naturaleza más compleja acaso para mí. Una formación en parte de historiador me impelía, incluso con el aguijonazo de maestros y colegas, a dejar testimonio escrito y en su caso documentado. Se quejan, y yo me he quejado, de la tradición ágrafa de una gran mayoría de los políticos de la Transición democrática a esta parte. De manera más intensa este reproche o carencia se prodiga en mi territorio natal, València, y su comunidad autónoma.

    A estas consideraciones, ciertas unas y otras en lo que concierne a los acicates para emprender la tarea de escribir acerca de los recuerdos de uno mismo, a estas consideraciones digo, se añadían otras no menores. Al menos para las preocupaciones constantes del autor. El término memoricidio, creo que acuñado por Juan Goytisolo, se cierne como una enfermedad contagiosa en su manifestación como desmemoria. Esta, al cabo, es el síntoma, y acecha a propios y extraños, con mayor o menor intensidad, según el grado de afección que desea o tolera el paciente. Porque a diferencia de otras pestes, en el memoricidio interviene la voluntad, mientras que la desmemoria tiene curación, aunque los pacientes no siempre acepten la terapia: leer, escuchar, documentarse.

    Es cierto que la banalización de la política, el aturdimiento de la corriente/torrente informativa y la manipulación de todo ello no contribuyen a la claridad del mensaje, al acercamiento a los hechos tal como se produjeron. De ello hay abundante cosecha en las páginas que siguen.

    No oculto también que en mi caso, como por desgracia en tantos otros, la manipulación memoricida ha sido reiterada, persistente y con frecuencia insidiosa. O esperpéntica, como se verá. Y no solo, como pudiera pensar el lector honesto, por parte de los adversarios políticos y sus corifeos mediáticos. Estos solo tienen que recurrir, en los más de los casos, a mis propios conmilitones y a su desmemoria. Tengo el testimonio de un encumbrado periodista cuyo director de medio le prohibió mentar mi nombre, aunque ello los llevara a hacer el ridículo. Más o menos decía: «El ministro (con nombre) respondió que el Proyecto de Parque Central no era más que una ocurrencia». ¿Ocurrencia, de quién? A este respecto, aún recuerdo la tarde en que reuní en mi despacho de alcalde al director de la Oficina del Plan, Alejandro Escribano, y a mi colaborador por entonces González Móstoles, y decidí, contra la opinión del primero, incluir en el PGOU en redacción la gran mancha verde. «Una generación y lo conseguiremos, si no se propone nunca lo tendremos, aunque se conocen las objeciones de Renfe, del Estado, y la amenaza de los expropiados que reclamen sus propiedades». De perlas así me he podido fabricar un collar de varias vueltas al que hago referencia a lo largo y ancho de este relato.

    Mi compromiso, como he comentado, fue temprano y permanece en lo que respecta a las gentes, sus preocupaciones, su bienestar y felicidad, su destino junto a la naturaleza y los seres vivos que nos acompañan. No he seguido, y a estas alturas de vida no seguiré, la única consigna de ser «en la juventud radical, en la madurez conservador». Es estúpida, significa ser de derechas siempre. Eso sí, radical cada vez más, para ser conservador de un patrimonio de convicciones e ideas que ayuden siempre a hacer del mundo, del territorio y de la ciudad un lugar más habitable, más amable, más humano.

    Todo esto es lo que me llevó a compromisos sucesivos, una parte de los cuales se incluyen en este libro. Unos compromisos que siempre tuvieron su fundamento en las convicciones y nunca en los intereses, menos aún en los míos. Con mis maestros, a los que citaré oportunamente, estas convicciones no han sido otras que la libertad, el oxígeno de la política y la vida social, la democracia y el socialismo como marco y herramienta para la sociedad. Y todo ello en el escenario real y nada abstracto de la ciudad y el país, el espacio urbano y el territorio. Es decir, una dedicación tenaz y continua a los demás que la fortuna ha querido que me acompañe hasta hoy mismo.

    Con el consejo y la enseñanza de mis maestros he procurado siempre actuar con honestidad, y desde luego con libertad. No de otro modo he conseguido la tranquilidad y la felicidad para mí, para los míos y para todos aquellos a quienes iba dirigido mi esfuerzo público. Y esta guía es la que preside y orienta la redacción de este relato.

    El sentido de este texto, de memorias no exhaustivas, no es otro que contribuir, en los más de los casos, a esclarecer hechos y puntualizar algunas ignorancias que he visto prodigarse a lo largo de estos treinta años. Desde un observatorio que no es necesario aclarar que es individual y personal.

    Ignorancias con frecuencia intencionadas e interesadas que se unen a la epidemia del memoricidio y a la desmemoria, mucho más extendida de lo que nuestros conocimientos e instrumentos permiten para poder atajarla. Ni siquiera, y es un ejemplo, los periodistas consultan su hemeroteca, que ya es decir.

    Para la convención del género memoralístico, el texto que sigue plantea algunos inconvenientes. Aunque lo he supeditado al corsé cronológico con la secuencia de ocupaciones públicas, me he permitido algunos saltos temporales para mejor ilustrar las circunstancias que me llevaron a sostener esta o aquella opinión, esta o aquella acción. El lector sabrá disculpar más de una reiteración o el tedio de la precisión cronológica igualmente reiterada.

    Con ser este un inconveniente, puede existir uno mayor. Y de mayor riesgo para el autor. Es el caso de la aportación de reflexiones tanto del pasado como del presente acerca de cuestiones políticas, por supuesto, pero también de naturaleza profesional y de otra índole. En estos casos, la reflexión gira en torno a los temas que me han ocupado a lo largo de más años que el periodo aquí acotado.

    Creo, sin embargo, que las ventajas superan los inconvenientes, en la medida en que opiniones y reflexiones pueden contribuir a entender mejor algunas acciones y a veces hechos que se contienen en la narración.

    El riesgo puede ser la distracción, pero tampoco estas memorias son un diario ni una colección meramente factual. Tienen, como no podía ser de otro modo, un contenido subjetivo, individual, que puede mitigar estos elementos de reflexión de carácter más objetivo que no neutral, por supuesto.

    Acaso esta circunstancia aleje un tanto el carácter meramente testimonial pero puede que en beneficio del lector; no lo sé.

    Como el hecho de situar a personajes, y a las personas que he visto de cerca, en sus grandezas y en las pequeñas miserias que a todos nos acompañan. Se deslizan sus perfiles en cada una de las páginas que conviene a la narración.

    En esta ya prolija explicación del porqué de unas memorias debo detenerme en algunas consideraciones adicionales.

    A lo largo de mi vida no he constituido más familia que la mía, biológica y sentimental. Confieso, sin pudor alguno, que esta salió bien, incluso muy bien. Y que ha constituido el más firme cimiento para sustentar los sueños, persistir en los objetivos y compartir los momentos de acoso y los pocos de desánimo. Júlia y más tarde Ricard, Albina siempre, y más atrás Ricardo y Pepe, siempre fueron bastión de retorno y motivo de ánimo y satisfacción. Una mujer, un hijo, una madre ejemplo de valor y abnegación, un padre transmisor de alguna idea y más de una frustración, y un hermano único. Una cuadrilla reducida, aún más con el tiempo, y sin embargo sólida y sin desfallecimientos, más allá de la pérdida inevitable de efectivos por el tránsito de la vida. La vida misma, que transforma con Vera la tristeza del olvido en un modo de alegre continuidad.

    Me refiero, tras este paréntesis sentimental y personal, como habrá advertido el lector avisado, a que nunca formé familia política, ni pertenecí a ninguna, ni formé camarilla y menos aún estimulé la creación de clientela alguna. Ni tampoco pagué a adulador alguno y menos de los media: ni sabía hacerlo, ni hubiera dispuesto de los recursos públicos en ningún caso; y los propios, conviene decirlo, no hubieran dado para ello. Esta circunstancia, acaso, me ha acarreado algún disgusto que se han ahorrado quienes, desde la representación pública e institucional, y no solo política, han prodigado mercedes y retribuciones a quienes después se han convertido en hagiógrafos y cortesanos obsecuentes.

    Pude hacerlo en muchos casos y no faltaron aduladores que intentaron empujarme en esa dirección. Podría haberme adherido a cualquiera de las capillas o familias de mi propia organización política, el PSPV-PSOE, que gozaban de predicamento y aseguraban empleo, estabilidad, continuidad y más de una impunidad, por ejemplo mediática, que es como un bálsamo para quien se ocupa de tareas públicas y aun privadas.

    Me negué a cualquier concierto familiar que no fuera el del compromiso con las convicciones, mi propia libertad y el rechazo a la conspiración como instrumento de la acción política en libertad. A lo largo y a lo ancho de este texto se comprobarán tanto la obstinada defensa de estos elementales principios como el coste personal y político que he tenido que pagar por ello. Y estoy satisfecho, pues he estado libre de padrinos y patrocinadores, políticos o económicos. El precio de la libertad es siempre oneroso. Los resultados sin embargo satisfacen toda una vida, incluso cuando tiene uno que reconstruir la memoria y asoman aquellos elementos que, hoy, se antojan combates estériles a los que se suman decepciones, deserciones o el olvido y el desprecio como compensación a desvelos y atenciones. Nada que no resulte entrañablemente producto del comportamiento de la especie, de modo singular cuando una parte de esta se organiza en comunidad política, y más si se trata de un partido político, como he tratado de explicar en el capítulo 4.

    No espere el lector sangre ni escándalo. No es mi estilo, ni mi formación los consentiría. Ni me lo perdonarían mis maestros y mentores: me repudiarían quienes viven y me sentiría excluido por quienes nos han abandonado. La constatación de hechos y el reflejo de comportamientos llevan implícito un juicio de parte de quien escribe. He procurado, en todo caso, ceñirme a mi percepción de cuanto aconteció, viví y sentí, y a ser posible con el contraste de los documentos y los testimonios. Por supuesto que en algunos casos la carga subjetiva puede desbordar los límites. Quede claro que no es mi intención la ofensa, siempre gratuita e inútil como sé por mí mismo. Estoy vacunado de rencor, pues bastante sufrieron los míos a cargo de vencedores implacables y vencidos provisionales de un destino injusto que se prolongó durante años, demasiados, hasta afectarme cuando despertaba a una vida más plena.

    Rencor, ninguno. Olvido, tampoco. El olvido es tan horrible como la pérdida de la memoria, como la que afecta cuando escribo a un gran amigo, Pasqual Maragall. Con una diferencia: el alzhéimer, la enfermedad, es involuntario, y el olvido es culpable. El paso de página que solicitan algunos no es más que el deseo de sepultar recuerdos vívidos de ignominia, ya se trate de los remotos y violentos, ya se refieran a hechos más cercanos y menos sangrientos.

    Hacer acopio de paciencia es virtud del perseguido: no tenía otra opción. Conservar la misma paciencia y asistir a la ceremonia de la confusión o la manipulación, o a ambas a la vez, de los propios conmilitones ahora, en libertad y democracia, es ejercicio digno de la bíblica paciencia.

    Confieso haber soportado como carga más ligera la primera, de la infancia a 1975. Y con cierta ira contenida la segunda, tanto la que fue desde 1979, como la que se inició en enero de 1989. La dictadura y sus consecuencias fueron un drama sobrevenido e impuesto por la violencia, y como tal cayó sobre mi gente a la que me referí y me referiré. La basura y la ignominia que arrojaron sobre mí gentes de malvivir, que además compartían mi organización política, amén de ser falsas, estúpidas e increíbles, manifestaban la quiebra más elemental de los principios a los que decíamos acogernos todos. A estas gentecillas que, como los gusanos, forman parte de la biodiversidad política dedicaré el menor número posible de párrafos: son en algunos casos polvo de una historia menor y en otros meros delincuentes, aunque se hayan encumbrado. El lector los encontrará, si bien con frecuencia me he negado a citarlos para no sacarlos de un olvido merecido.

    He tenido la fortuna de ser feliz en cuanto hice y hago. Tengo plena confianza en que seguiré el mismo camino y en que tengo un horizonte de felicidad y trabajo por delante. Y ello vale tanto para lo público, que es el tema de este relato, como para lo privado. Bertrand Russell me enseñó hace muchos años que la felicidad se conquista y está al alcance de todos con tan solo proponérselo. Y que la felicidad es más el ser que el poseer o incluso tener. Si además el punto de partida es tan elemental, cada paso es como ascender a la cumbre, y, consciente del origen, descender es tarea cómoda y asumible: cuesta menos en todos los aspectos. Acomodarse a la modestia es más fácil que la incomodidad del poder o la abundancia, rodeadas de adulación, halago y la insoportable convivencia con la estupidez.

    Como he señalado, he sido fiel a las convicciones y leal con las gentes y las organizaciones. Por más de cincuenta años. De hecho, unas y otras continúan conmigo, como he aclarado. La compensación ha desbordado cualquier previsión que pudiera haber formulado. He visto cómo sueños, ideas y objetivos alcanzaban más pronto que tarde su realización. En mi ciudad y país, y allá donde me fue dado, para alegría mía y de más gentes, ocuparme en la tarea de estar al servicio de los demás. Este resultado no tiene precio en la sociedad de los precios; y tiene el valor en la sociedad de los valores, que es la que me interesa.

    Poco importa, aunque no dejen de producir desánimo pasajero, que la banalización de algunas iniciativas siempre compartidas o el menosprecio o desdén por otras hayan llevado a aletargarlas o a descartarlas sin explicación alguna cuando podrían haber resultado fecundas para la colectividad.

    De la compensación y del abandono se trata a partir del capítulo 3.

    Concluyo por ahora con las compensaciones; en actitud proactiva, palabro cuyo significado aún no he asimilado en su profundidad, que debe de tenerla. Paseo, tomo el metro, subo al autobús o al taxi, hechos ordinarios que me producen el regocijo del reconocimiento de mis convecinos. Camino por Mostar y comparto el cordero aderezado de muy diversos modos, cada vez el mejor, según la colectividad respectiva, por supuesto. Solo encuentro el reconocimiento del trabajo hecho de la mejor manera que pude.

    Esto es lo que pretendo, una vez más, con este texto. Lo que me enseñaron en tempranísima edad hombres sabios e iletrados capaces de elevar olivos y viñas, ribazos y sendas, con la mirada limpia y la convicción de que el trabajo no era un castigo y que había que hacerlo bien y a tiempo. Espero conseguirlo a la estela de su ejemplo.

    Y unas palabras finales sobre la elaboración y escritura de este relato. Me comprometí, esto es, conmigo mismo, a tenerlo redactado a mis 65 años. Como todo compromiso a fecha fija, inexplicable. Esto tuvo sobre mi trabajo un efecto cierto: como siempre durante mi vida, sentí que debía cumplirlo. Y con la ambición del trabajo ocupé más tiempo del que dispuse a costa de vacaciones y descanso. Tuve que prescindir de unas y otro. Los primeros textos los escribí en los veranos del 2008 y 2009, y concluyeron en un primer borrador bastante más extenso que el que ahora se publica. Me apliqué a rescribirlo en su totalidad, lo que logré en octubre de 2010, fiel al compromiso conmigo mismo. Lo dejé en reposo y lo rescribí por completo en el 2011; de nuevo, en el verano del 2012, ante el apremio editorial, decidí pequeños retoques, algunos por desgracia producto de la constatación de temores como los relativos a cajas de ahorros o el deterioro de la política y el desapego de la ciudadanía respecto de la política.

    Me dije que más que escritor vocacional lo era vacacional, y eso no es bueno para el oficio ni para el trabajo bien hecho.

    Lo cierto es que podría haber recurrido a algún escribidor, que los hay y buenos, para repercutir responsabilidades entre interrogador e interrogado, que ha sido y es práctica común y algo menos arriesgada de lo que resultará mi empeño. Pero opté por la primera persona del singular, además, frente a la primera del plural, que es la que durante años había empleado. Por otra parte, desde hace algún tiempo, y por lo que respecta a mis mandatos como alcalde de València, se han producido algunas investigaciones y emitido algunas opiniones más serenas, o no tanto, a las que iré aludiendo en su momento.

    Alguna de estas últimas hacía más necesario, al menos para mí, expresar no ya mi opinión, sino también los hechos como fueron y son, para no dar pábulo a las patrañas que siguieron a mi dimisión.

    Un caso doloroso lo constituye algún texto revestido de toga académica, producto de hacer caso de algunos rumores interesados en mezclarme con oscuros intereses urbanísticos que ya relataré en su momento. Doloroso en la medida en que autores cercanos a mí, que conocen mi trayectoria pública y privada, hicieron caso de las infamias que me prodigaron algunos sujetos cuya trayectoria, esta sí, es más que inquietante. Es el caso del exconsejero Blasco Castany (como exconsejero socialista, quiero decir) o de sus escuderos valentinos y otros que ya tendrán su referencia más adelante. Me ocuparé de ellos en la menor medida posible porque la miseria no puede enturbiar la serena felicidad de la que disfruto al escribir estas memorias.

    Eso sí, he aprovechado para ello el mismo espacio, Las Majadas de la Virgen de la Vega, en Alcalá de la Selva, Teruel, donde el silencio y la naturaleza se unen a la amabilidad de sus gentes, asaltadas a veces por el estruendo de una soledad urbanita que por fortuna, al menos hasta ahora, es precisamente ocasional.

    Como ya he comentado, la tolerancia de mi gente ha sido y es total pese a la impertinencia de la escritura, la consulta documental y todo lo que lleva aparejado no disponer de más medios que una beca permanente de EIC. La sociedad familiar en mis ausencias fue sostenida por Núria Sapiña, Evarist Caselles y, claro está, Júlia y Ricard.

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    Una vida valenciana en la segunda mitad del siglo XX: apuntes biográficos personales y profesionales

    Cuando estaba más que mediada la redacción del primer borrador entregué una copia a mi amigo el profesor Sorribes Monrabal. Amén de atinadas observaciones que me han servido hasta el presente texto, me hizo un comentario que me sorprendió particularmente: «parece (parecía, pues ahora ya no es así) como si tu vida comenzara el 5 de octubre de 1979 (fecha de mi primera elección como alcalde), y que después del 30 de diciembre de 1988 (fecha de mi dimisión) hayas estado en el limbo, a la espera de otros encargos públicos». Esto por una parte. Por otra: «antes y después has hecho otras cosas, has tenido otras responsabilidades políticas o profesionales». Y como conclusión: «cualquier lector tiene derecho a conocer al autor y más cuando de memorias políticas se trata».

    La rotundidad del argumento no solo me convenció, sino que me empujó a escribir las notas que siguen y que puede que un día tengan continuidad y mayor extensión.

    Nací en València, en la calle Villanueva y Gascón número 4, segundo, el 27 de octubre de 1945. Era casa prestada para la ocasión, merced a las redes de solidaridad de los vencidos, ya que tía Pura y tía Encarna se habían alojado en Nàquera, en casa de tía Mercedes, La Castelara, durante la Guerra Civil.

    Albina Casado me alumbró en la soledad de los solidarios. Se había casado con Ricardo Pérez Navarro en julio del mismo año y no fui bebé prematuro. Como era costumbre forzosa en la época, fui bautizado. En un antiguo almacén de plátanos, habilitado como parroquia del Buen Pastor, cercana a la calle de Historiador Diago. Fueron mis padrinos Leopoldo Alapont, tornero de los Talleres Girona y Devís, más tarde Macosa, y Amparo Miralles, vecina del cuarto piso del mismo edificio, que por cierto todavía no ha sido engullido por la vorágine de los tiempos.

    Como es lógico, no recuerdo el entorno de mi nacimiento. Lo reconstruí en parte cuando por la prolongación de la solidaridad ocupé temporalmente un espacio mínimo de la reducida casa, en razón de la continuidad de mis estudios, a los que me referiré más adelante. La vecindad la constituía un siniestro cuartel de la Guardia Civil, el de Arrancapinos, visitado asiduamente por labradores, trabajadores, maestros, cenetistas, republicanos, comunistas, socialistas. También los descampados en los que puede jugar a veces con mis amigos, los tanderos Cuquerella; uno de ellos, Vicent, contribuyó a mi protección, con grave riesgo por su parte, el 9 de octubre de 1979. Él y sus hermanos me enseñaron el Mercado de Abastos, en construcción por entonces, y yo les enseñé los montes y barrancos de Nàquera en los veranos.

    Provengo de una familia marcada, como muchas otras, por la Guerra Civil de 1936 a 1939; sus consecuencias me alcanzaron de lleno en más de una de mis vocaciones y dedicaciones. Los ecos del conflicto se traducían en la infancia en conversaciones susurradas por mayores que penaban o se alejaban. También por conversaciones con otros niños supe de inmediato que era de los otros, «rojo», y por tanto malo, y peor, vencido, con la crueldad con la que en la infancia y adolescencia se prodiga el baldón. No estuve solo porque el infortunio era compartido.

    Tenía una singularidad. Albina Casado, mi madre, natural de Malpica de Tajo (Toledo) agregaba a su relación con los vencidos, y con uno especial, Ricardo Pérez Navarro, el hecho de que era «forastera» (en lenguaje coloquial de Nàquera, donde vivíamos, ‘ajena’, ‘extraña’) y el de ser «evacuada», término cuyo significado aprendí antes de enfrentarme, mucho más tarde, en 1996 y en Mostar, a lo que la jerga internacional califica como «desplazados» o incluso «refugiados», cuando la persecución persiste, como fue el caso durante años.

    Tener dos parientes consanguíneos que no conocí, asesinados ambos, uno en el muro de Paterna, y cuyos nombres fueron proscritos, condenados al silencio de su recuerdo incluso por una parte de la familia, era todo menos tranquilizador. Pepe Capirroig y José Pérez Navarro, mi tío y su tío, compartieron destino trágico desde posiciones políticas que no iban más allá de las convicciones republicanas entre los autonomistas de Blasco Ibáñez o, con menor convicción, de las ideas de don Manuel Azaña, con raíces lejanas, como se apreciaba en la esposa de Capirroig, la Castelara, por serlo de don Emilio Castelar durante la Primera República española.

    La traducción de este ambiente cerrado y silencioso no se hizo esperar. Progresé muy rápido en la Escuela Nacional de Niños de Nàquera, con todo el gentío de niños de todas las edades en una única aula. El bueno del maestro, Juan Bta. Zanón, creyó oportuno indicar a mis padres la conveniencia de que yo prosiguiera estudios más allá de la escolarización obligatoria. Por mi cuenta intenté tramitar la concesión de una beca. El funcionario de la Central Nacional Sindicalista me disuadió antes de comenzar, con simpatía y buenas palabras: «No te la darán nunca». No me hizo falta ninguna explicación más.

    El P. Tena, S. J., excelente musicólogo, visitó el pueblo. Alguien le habló de mí y propuso que la Compañía becara mis estudios de bachillerato, supongo que a título de fámulo, lo que no me hubiera sorprendido ni menos disgustado. En casa, tampoco nadie quería saber nada de la araña negra, como decían los republicanos blasquistas en honor a una de las novelas de Vicente Blasco Ibañez. Un año más tarde, en 1981, pude abrir su Biblioteca Musical de Compositores Valencianos, junto a la Biblioteca Municipal de València. Fue un reencuentro más que emotivo.

    Tuve que esperar a que la fortuna hiciera pasar el verano en Nàquera a las hermanas Arozena, Olimpia, Aurora y Pilar, y a sus bondadosos maridos, Álvarez Santolino y Francisco Frías. Cómo lo hicieron, lo ignoro. Mucho más tarde pude preguntárselo pero no supe cómo, y ahora ya es irreparable. Lo cierto es que convencieron a mi padre de un experimento difícil: una clase semanal en València, en su academia de la Gran Vía Marqués del Turia, donde se habían refugiado sus conocimientos tras la expulsión de sus respectivas y brillantes carreras académicas. Ahora me iban a enseñar los míos, esto es, los malos.

    Mi padre decidió que había que compartir riesgos y convenció al secretario del Ayuntamiento, don Javier Pavía, de que su hijo sería un buen compañero. Javier Pavía Suay era de delicada salud y apenas me pudo acompañar antes de encontrarse con su funesto destino.

    Las animosas Arozena y Frías se empeñaron y lograron que me matriculara como alumno libre junto a otros de sus pupilos (alguno todavía amigo, como el añorado Rafael Gómez-Ferrer, de ilustre familia valenciana) en el Instituto Juan de Ribera de Xàtiva. El primer año aprobé el ingreso, primero y segundo. Al año siguiente, tercero, cuarto y la reválida del bachillerato elemental, con un tropiezo que retrasó el examen de la reválida a la convocatoria de septiembre: suspendí Formación del Espíritu Nacional, la asignatura de adoctrinamiento del Movimiento Nacional, a cargo de un falangista irredento y panzón: el camarada Sanchis, creo recordar que se llamaba.

    El ambiente de la academia era insólito: ¡niños y niñas juntos! Y provenientes de ámbitos diferentes: hijos de porteros o zapateros remendones junto a apellidos de larga tradición burguesa. Conservo relación con algunos, como es el caso del ya citado notario Rafael Gómez-Ferrer Sapiña, o los de Mezquita y Pedro, de destinos muy alejados. Además de la promiscuidad, estaba la cercanía de los profesores, de las hermanas Arozena y de Frías, que nos enseñaban los rudimentos del francés con Albert Camus (!). El choque con el resto de la semana estaba servido, dado que mis tareas desde el verano de 1957 eran las de cuidar viñas, algarrobos y olivos, que todavía formaban un reducido y entrañable patrimonio familiar.

    Todo dio un vuelco cuando mi padre, pretextando la continuidad de mis estudios y la posibilidad de que Pepe, mi hermano, siguiera el mismo camino, determinó nuestro traslado a València, al Barrio de la Luz, recién estrenadas las primeras viviendas dejadas caer sin urbanización en medio de la huerta entre València y Xirivella, una vivienda adquirida a cambio de una sensible porción de olivos, frutales y pinos en las inmediaciones del núcleo urbano de Nàquera, camino de la Ermita, espacio que siempre atrajo mi atención.

    La distancia en tiempo a pie, entre el Barrio de la Luz y la academia de las hermanas Arozena, en la Gran Vía del Marqués del Turia, junto a la plaza de Cánovas del Castillo, era mayor que la del desplazamiento desde Nàquera en autobús y ferrocarril.

    Las razones de la operación eran, de una parte, la coyuntura económica que desmantelaba la ocupación paterna principal, la de las largas ausencias de otoño-invierno: la compra de desperdicios de esparto en las fábricas andaluzas de aceite para su venta, como materia prima, a las papeleras de Euskadi. El fin de la autarquía y la entrada de pasta de papel europea, como supe más tarde, fue decisivo. De otra parte, mi padre adujo que el traslado favorecía mis estudios, y más tarde los de mi hermano Pepe, lo que no explicaba es que también favorecía sus andanzas y escondía desavenencias hogareñas que así escapaban al control rural. Todo ello tuvo alguna consecuencia lamentable, como el pasar a ser una especie de «estudiante parásito» que además obligaba al padre a desprenderse sucesivamente de otras parcelas del patrimonio.

    Este relato convencía a algunos de mis familiares, pese a que la coartada de los estudios no obvió el cuidado de las tierras a mi cargo. Prefirieron esta consideración hasta que redescubrieron a su primo y sobrino como

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