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El libro que salió del mar: Y otros cuentos de médicos
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El libro que salió del mar: Y otros cuentos de médicos
Libro electrónico415 páginas7 horas

El libro que salió del mar: Y otros cuentos de médicos

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Como la vida, la Medicina es una fuente inagotable de argumentos, y este librito contiene quince relatos con la Medicina como denominador común. En su mayoría fueron inspirados por el ejercicio profesional durante cuatro décadas en un hospital. Bastó con observar, escuchar, fijar y rememorar. En un lenguaje pulcro y elegante, no exento de emotividad y perspicacia crítica, se van desgranando historias con un ojo clínico muy certero, defendiendo una profesión que se preocupa por el bienestar físico y mental de los pacientes ante el acoso implacable de la burocracia y la política.
En estas páginas se tratan temas muy diversos y si el lector se anima a zambullirse en ellas, seguro que encontrará más de una historia interesante. Desde un libro de anatomía que fue por mar de España a Brasil en 1916 para retornar con un pequeño tesoro en forma de carta entre sus páginas, hasta la primera descripción del escorbuto, por cierto, escrita por un monje español; desde un cuadro con un tuberculoso como protagonista, a una cena de despedida de médicos residentes, pasando por un cardiólogo brillante obligado a poner los pies en el suelo por un infarto de miocardio o las prácticas furtivas en una facultad.
Es una obra que rezuma amor a los libros y a la literatura, y que nos dice, entre otras muchas cosas, que leer El Quijote es un excelente tratamiento contra la soberbia.
Unos cuentos que nos recordarán las hazañas de Federico Martín Bahamontes o el genio ajedrecístico de Fischer, que nos involucrarán en dos casos detectivescos de un comisario peculiar, que nos inundarán de emociones con el encuentro de una doctora con su viejo profesor o incluso nos harán sufrir con un padre la negligencia y frialdad de las instituciones y sus responsables…
Un brillante abanico de relatos, y es que, como se dice en un momento dado en uno de ellos: "una historia curiosa puede valer mucho más que un traje elegante o un coche  lujoso…"
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 may 2020
ISBN9788412203455
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    El libro que salió del mar - Santiago Prieto

    relatos

    Introducción

    La Medicina, como la vida, es una fuente inagotable de argumentos y con frecuencia a la hora de recordar y escribir, los límites entre realidad y ficción se difuminan. Cuarenta años de labor médica en primera línea en un hospital son un campo abonado para el ejercicio de mezclar en el odre de la memoria ciertos hechos vividos con otros quién sabe si sólo imaginados. Bastó con observar, escuchar y rememorar. Llevarlos al papel sólo fue su consecuencia. Algunos pacientes casi me dieron escritos algunos de estos relatos.

    Se ha dicho que la literatura es la vida, pero la vida no es literatura en prosa y menos aún en verso. La enfermedad, el dolor, la decrepitud y la muerte son realidades concretas, objetivas e individuales, que han acompañado y siempre irán de la mano del hombre a pesar de los avances de la ciencia y la tecnología aplicadas a la Medicina. Unos avances que con frecuencia llevan a algunos insensatos a pretender vivir más de un siglo, como si cumplir años fuera un objetivo en sí mismo. Como si eso no fuera un sinsentido desde el punto de vista de la Naturaleza. Tal vez por ello, caer enfermo hoy es visto como algo imperdonable, una falta de educación o, como mínimo, una descortesía.

    Cela, aquel ogro quizá más sentimental de lo que aparentaba, decía que los mandamientos del escritor deben ser la soledad, la verdad, la libertad, la venganza, la independencia y la esperanza. A su vez, George Orwell, un inglés larguirucho, flaco y fumador inveterado que murió tras pasar en breve tiempo de la utopía al desengaño, dejó dicho que se escribe por egoísmo, por entusiasmo estético, por impulso histórico o con un propósito político. Y Mario Benedetti, a quien traté como enfermo y me honró con su amistad, en una conversación inolvidable reconoció que el escritor es, por encima de todo, un egoísta redomado. Salvando las insalvables distancias que me separan de esos autores inmortales, al escribir los relatos que siguen, asumo los mandamientos del uno y sólo en parte los móviles del inglés y el uruguayo.

    Es cierto que se escribe por egoísmo y es probable que todo escrito tenga una vertiente o lectura política, pero debo decir que al tomar el bolígrafo y enfrentarme al papel no me mueven la estética ni el impulso histórico. Por fortuna, carezco de afán de poder y de sentido mesiánico y puedo decir que si me invento cuentos sólo es para ejercitarme y así intentar retrasar la oxidación de mis neuronas, en el fondo otra forma de egoísmo. La lectura y la escritura constituyen un buen refugio.

    Los relatos que se recogen en este libro están escritos en la grata soledad de las madrugadas, con pretensión de verdad, con la libertad de las lecturas elegidas y con ese afán de independencia que anima al hombre a tener pensamiento propio para no convertirse en un muñeco de guiñol. A la vez, no sería exacto si negara que en estos cuentos hay un cierto componente de venganza y una mayor o menor dosis de esperanza.

    Afirmo que amo a mi patria sin ningún interés por capitalizar ese amor y que desde hace tiempo me preocupan los derroteros por los que en ella discurre la vida pública. Cuando veo que la vieja España tiene tantos enemigos interiores y cómo esos enemigos la parasitan, endeudan y devoran, me preocupo. No es fácil sustraerse al entorno y me resulta imposible ignorar la frivolidad, la soberbia, la chabacanería, la memez, el cinismo y la mentira que con demasiada frecuencia vemos en la conducta de cúpulas y jerarquías. Unas virtudes que adornan a tantos hombres y mujeres públicos a los que oír o leer causa sonrojo, cuando no hilaridad o irritación. Cómo no recordar a Joseph Conrad cuando decía que hay algo de muerte en la mentira. Y si Aristóteles afirmó que la política es la más noble de las artes, hoy se retorcería en su tumba si viera el albañal en que se ha convertido esa actividad en nuestro país. Traer ejemplos sería un cruel e innecesario ejercicio de masoquismo, una actividad poco aconsejable.

    Nunca antes se habían alcanzado en España los niveles de bienestar material del que disfrutan muchos de sus habitantes. Pero mirar hacia otro lado ante el desmoronamiento de la identidad nacional; el penoso deterioro de la Educación y la decadencia de la Universidad, convertida en mera expendedora de títulos en demasiadas ocasiones sin contenido; olvidar que desde que Cajal lo lograra en 1906 y Ochoa en 1959, ningún español ha conseguido el premio Nobel en ciencias; observar el triunfo de la burocracia y la reescritura torticera de la Historia; ver cómo las Autonomías y la Administración del Estado van camino de acabar con el Estado, y cómo la corrupción político-económica por hache o por be no suele pasar factura a sus actores; la imposición de ese cinturón de castidad que representa la autocensura del lenguaje llamado políticamente correcto; la creciente inseguridad jurídica; la crisis de los soportes tradicionales, obviamente individuales, de responsabilidad, esfuerzo, lealtad, sacrificio, austeridad e íntima satisfacción por el trabajo bien hecho; desentenderse de los miles de compatriotas que han necesitado emigrar al extranjero buscando un futuro que aquí se les niega, y de los que aquí han perdido el trabajo, la esperanza y hasta su casa; o ignorar el disparate demográfico que significa una población cada vez más vieja, mientras cada año van al cubo de la basura cien mil embriones humanos, nos parece sencillamente suicida.

    Del mismo modo que son preocupantes, por un lado, el corsé insoportable que representa la gestión sanitaria, en unos casos sólo política y en otros sólo económica; y, por otro, la incultura general y literaria e histórica en particular de las promociones de médicos de los últimos veinticinco o más años. El desmesurado número de licenciados en Medicina que cada año sale de las facultades españolas, la obsesión por el examen MIR, la desaparición de las humanidades, la sustitución de los libros por pantallas y el desplazamiento de la lectura por las imágenes, han rebajado el horizonte personal, intelectual y humanístico del médico. Se ha escrito que la ciencia sin cultura limita el intelecto. Sin duda, Internet es una fuente infinita de información, pero no de ese pilar del hombre que es el conocimiento; no de ese soporte que representa la cultura crítica. Todo ello ha facilitado la proletarización intelectual y económica del médico.

    Al redactar estas líneas no puedo olvidar a los estudiantes y los médicos residentes que pasaron por el despacho que ocupé en el Hospital 12 de Octubre de Madrid. Sin soberbia, pienso que contribuí a su formación, lógicamente en la medida de mis posibilidades. Muchos de ellos hoy son especialistas brillantes a los que considero amigos y a los que no dudo en consultar. Como no olvido a las enfermeras que con espíritu de ayuda y afán por hacer bien su labor, cada día me acompañaron en la visita a los pacientes. A la vez y por último, aunque no los últimos, tengo presente que los consultorios y los hospitales existen porque hay y siempre habrá enfermos. Sería injusto no recordar a tantos pacientes que me dejaron constancia de su valía y mis limitaciones e, involuntariamente, me ayudaron a escribir estos cuentos.

    Con el denominador común de la Medicina y sus actores, en este librito se tratan temas muy diversos y si el lector se anima a adentrarse en él, quizá encuentre alguna historia interesante. Desde un libro de anatomía que fue por mar de España a Brasil en 1916, para retornar, nunca sabremos cómo ni cuándo, a Madrid con un pequeño tesoro en forma de carta entre sus páginas, hasta una reseña de la mejor partida de ajedrez de la historia; desde un cuadro con un tuberculoso como protagonista, hasta una conversación con el Águila de Toledo; desde un pedazo de pan caído de las manos trémulas de un moribundo, a una cena de despedida de residentes; desde una juez con agallas, hasta el curioso hallazgo en un desván; o desde la primera descripción del escorbuto, por cierto escrita por un monje español, hasta una novela corta o un cuento largo que trata de la venganza de un hombre y su silencio final, figuran en el índice.

    No metí gato por liebre y contrasté los datos que figuran en cada relato. Pocas veces recurrí a términos médicos y deliberadamente utilicé un léxico sencillo para que cualquier lector con una cultura media tenga pocas veces que recurrir al diccionario. Cuidé la sintaxis, una forma más de moral. Redactar es el primer paso para que, siguiendo unas normas ortográficas y sintácticas básicas, un texto sea legible y comprensible; una errata, una tilde o una coma fuera de sitio pueden confundir al más pintado y suelen indicar falta de respeto por el lector. Escribir significa andar un paso más y ya implica un cierto toque de calidad que facilita la lectura. Eso intenté. En cuanto a hacer literatura, tengo presente que es un privilegio reservado a unos pocos elegidos. De ahí que dudara en titular este libro Oficio de escribiente. Pero, para ser fiel al contenido, me decanté por el título que figura en la portada. En cualquier caso, estas páginas están redactadas con cuidado y si el hipotético lector cree ver en ellas algún rasgo de escritura me daré por satisfecho.

    Madrid, marzo de 2017

    El libro que salió del mar

    Desde que tengo memoria me acompañan los libros y todos los días agradezco su respaldo silencioso. Entre lectura y lectura, ese diálogo ocular con los ausentes, que diría el gran Quevedo, a veces por un instante los contemplo. Durante un momento los observo, más que con agrado, con afecto y hasta podría decir cómo y cuándo llegaron a mi biblioteca. Comprados, regalados, heredados, descubiertos en estanterías polvorientas en ya desaparecidas librerías; pequeños tesoros dormidos sobre papeles de periódicos tirados en el suelo en puestos callejeros; extraídos de baúles escondidos, prometedores y olvidados en desvanes; menospreciados restos de ediciones fracasadas; o, incluso, alguno de una humilde papelera rescatado.

    Cada libro tiene su tema, su valor, su historia y su momento. Los que los escribieron ya pasaron, pero en sus páginas, fruto más del sudor de las neuronas que del delicado soplo de las musas, está lo mejor de todos ellos. Y a ellos rindo recuerdo agradecido cuando tomo un libro entre las manos; cuando lo observo y, antes de sumergirme en el eterno revivir de su lectura, lo acaricio con las yemas de los dedos.

    Entre los libros que me hacen compañía hay uno que tiene su propia intrahistoria. Un libro que, si hoy descansa tranquilo en las oscuras baldas de mi biblioteca, pasó por algunas horas de zozobra. Horas en las que pudo perderse para siempre en las embravecidas aguas de un océano.

    Es un libro de casi mil páginas, 968 para ser exacto, bien conservado, encuadernado en piel marrón de badana de oveja, en el que entre los nervios de su lomo puede leerse en doradas letras mayúsculas: Testut. Anatomía Topográfica. I. FZC. En su portada no hay nada escrito, pero en su interior figura textualmente: Tratado de Anatomía Topográfica con Aplicaciones Médico-Quirúrgicas por L. Testut Profesor de Anatomía de la Facultad de Medicina de la Universidad de Lyon y O. Jacob Médico Mayor de la Armada. Profesor Agregado de la Escuela de Val de Gráce. Tomo primero: Cabeza-Raquis-Cuello-Tórax. Con 553 figuras en el texto, dibujadas por S. Dupret de las cuales 537 están impresas en colores. Barcelona. Salvat y C.A, S. en C., Editores. 220-Calle de Mallorca.

    Curiosamente, en sus páginas no figura el nombre del traductor, o traductores, como tampoco el año de edición, aunque por datos indirectos deduzco que tuvo que salir de las prensas poco antes de 1916.

    Lo encontré en el Rastro en un nublado y frío domingo de enero de 2010 a primera hora de la mañana cuando apenas se veía gente en la empinada cuesta de la Ribera de Curtidores. El Rastro, ese mercado de botas viejas y novelas verdes, de espejos negros y candelabros impares que dijo Francisco Umbral, aquel gran poeta en prosa de Madrid. Allí, en un pequeño cajón de madera apenas desbastada, casi oculto entre un desordenado montón de libros viejos, el primer tomo de la mejor obra escrita de anatomía macroscópica humana parecía esperar una mano que reconociera su valor. Aunque hacía algunas décadas que había estudiado aquella siempre interesante asignatura, no discutí el precio, sin duda barato incluso cuando entonces aún ignorara la agradable sorpresa que contenía.

    Tras la caleidoscópica guarda volante, escrito con tinta negra y buena caligrafía, leí: Recogido en las costas del Brasil después del naufragio del vapor Príncipe de Asturias el 5 de marzo de 1916. Y, debajo, una firma: F. Zapata, inclinada ligeramente hacia arriba y rubricada con una fina línea paralela a ella. Es decir, la firma se correspondía con las letras del propietario, FZC, grabadas en el lomo y había transcurrido casi un siglo desde su rescate del mar hasta el momento en que llegó a mis manos.

    La historia me pareció interesante, así que al día siguiente fui a la Hemeroteca Municipal de la calle del Conde Duque y busqué en los periódicos de la época alguna información sobre el hundimiento de aquel buque hasta entonces desconocido para mí. Lógicamente, en los diarios del seis y siete de marzo de 1916 no había ninguna referencia a la catástrofe, pero en la página doce del ABC del miércoles día ocho aparecía la noticia, que transcribo fielmente a continuación: Nuestro cónsul en Santos y nuestros ministros en Brasil y Montevideo han comunicado la pérdida del vapor español Príncipe de Asturias, que naufragó y hundióse en la costa brasileña entre Punta Boy y San Sebastián. El siniestro ocurrió, según parece, a causa de la niebla. El ministro de España en Montevideo dice en el despacho que hay muchas víctimas, en su mayoría de nacionalidad española…

    El interés de aquella historia ya era evidente, así que busqué más detalles en las notas e informes oficiales, en los artículos de periódicos y revistas que me parecieron fidedignos. Observé que las informaciones se habían convertido pronto en opiniones con frecuencia sin fundamento y acompañadas de altas dosis de imaginación o de malicia. No obstante, había acuerdo en que el médico a bordo del Príncipe de Asturias se llamaba Francisco Zapata Castañeda, que entonces tenía veintisiete años y que había sobrevivido al naufragio. Por lo tanto, parecía lógico que él debía de ser el dueño de aquel libro que, quién sabe por qué vías, había ido a parar al Rastro. La firma me pareció un dato definitivo, así que llegué a la conclusión de que tenía en mis manos una obra que había pertenecido al médico del barco hundido a principios del siglo XX. Un colega de casi un siglo antes, que había sobrevivido al naufragio del buque en que viajaba.

    Tras la labor de búsqueda de datos, supe que Antonio Martínez de Pinillos, presidente de la Naviera Pinillos, había contratado unos años antes la construcción de cinco grandes vapores de casco de acero en dos astilleros del oeste de Escocia. Resulta curioso saber que a orillas del estuario del Clyde, un río de apenas ciento ochenta kilómetros de longitud que desemboca en Glasgow en el Canal del Norte, se construyeran durante tres siglos muchos de los mejores buques del mundo.

    Aquellos cinco vapores fueron dedicados al transporte de carga y pasajeros entre España, las Antillas, Méjico, Centro y Suramérica. Como cualquier persona, un barco ha de tener un nombre y aquéllos se llamaban: Valbanera, de doce mil toneladas de desplazamiento, que empezó a navegar en 1906; los buques gemelos Cádiz (1908) y Barcelona (1908), de diez mil; y los trasatlánticos también gemelos Infanta Isabel (1912) y Príncipe de Asturias (1914), de dieciséis mil quinientas toneladas.

    Aunque soy de tierra adentro y nunca he navegado, confieso que merced a los libros admiro el mar y me interesan las historias de la mar, el infinito viviente como tan acertadamente la definió Julio Verne en Veinte mil leguas de viaje submarino. La lectura de las primeras exploraciones y grandes descubrimientos marítimos; las historias de navegantes embarcados en empresas descomunales culminadas muchas con éxitos y otras, demasiadas, con fracasos; la exploración del fondo de los océanos con su flora y fauna sorprendentes; la resistencia humana puesta a prueba en la mar con acciones heroicas, decisiones a vida o muerte, supersticiones, locuras y traiciones; la orientación por el sol y las estrellas; el silencio, el rumor o el rugido de las olas; el resplandor del fuego de San Telmo y los incendios pavorosos; las malas estibas con corrimientos de la carga y fulminantes hundimientos; las puestas de sol contempladas desde la cubierta de un velero; las galernas, las nieblas, las corrientes y la exasperante calma chicha; el escorbuto, las fiebres, las epidemias y las cuarentenas; los embarrancamientos y los abordajes; las invernadas entre hielos y las islas misteriosas; los barcos fantasma, los naufragios y los pecios; los motines y las batallas en la mar han ilustrado y enriquecido muchas horas de mi ocio. Ello sin contar cómo las novelas de Verne, Melville, Stevenson, London, Defoe, Conrad o Conan Doyle me ilustraron; y términos como amura, roda, jarcia, bordada, gobernalle, bitácora, ponerse a la capa o singladura, me llevaron ayer al diccionario para ensanchar mi imaginación, como la de miles, quizá millones, de jóvenes de todas las épocas y latitudes.

    No pretendo aparentar una erudición que no poseo y si ahora escribo lo que escribo, sólo es por facilitar la lectura de las páginas que siguen.

    Al recordar un barco español naufragado en las costas de Brasil no podemos olvidar que los primeros vapores empezaron a hacer surcos en los mares a mediados del XIX. Eran buques de casco de madera y cuyos motores y calderas inseguras e ineficientes consumían cada día decenas de toneladas de carbón. Por ello sus bodegas veían reducido enormemente el espacio útil para la carga y como consecuencia se encarecía su transporte. Factores que, con las vibraciones y el riesgo de incendio, limitaron su uso a distancias cortas o a cursos por ríos. A pesar de la inferioridad aparente de las velas, aquellos barcos tardaron décadas en imponerse. Así, si en 1820 la marina británica se componía de unos 22.000 veleros frente a 34 vapores, en 1850 la proporción aún era de 25.000 a 1.000.

    Sólo a principios del siglo XX los cargueros dotados de esa fuerza motriz superaron en número a los barcos de vela, acabando con una tradición de siglos en la que el hombre se esforzó por diseñar veleros de líneas cada vez más estilizadas y elegantes, mejor construidos, más resistentes y veloces, aunque dependieran siempre de los vientos con frecuencia imprevisibles y las incontrolables corrientes de la mar. Unos barcos fruto de la observación, la necesidad y la inquietud; el trabajo y el talento; la tenacidad y la maduración; la tradición y el ingenio; y, ¿por qué no decirlo?, la honestidad de generaciones de carpinteros y marinos. Recordemos el elogio profundo que Joseph Conrad dedicó en 1906 a los veleros en El espejo del mar, una obra sencillamente excelsa: ´…La enorme vela mayor de un cúter, cuando con inevitable admiración uno lo ve pasar lentamente desde una punta de tierra o el extremo de un malecón, le confiere un aire de altiva y silenciosa majestad… La maquinaria del velero, una maquinaria que hace su trabajo en completo silencio y con una gracia sin movimiento, que parece esconder un poder caprichoso y no siempre gobernable sin tomar ni quitar nada a los recursos materiales de la Tierra…´

    Y cómo olvidar, siguiendo un orden cronológico, los hundimientos de trasatlánticos legendarios como el Titanic, con 1500 víctimas en la noche del 14 al 15 de abril de 1912 tras chocar con un iceberg en el Mar del Norte; o el Lusitania, torpedeado por un submarino alemán frente a las costas del sur de Irlanda en mayo de 1915, con la pérdida de 1200 vidas; el Sussex, igualmente hundido por un submarino tudesco en el Canal de la Mancha el 24 de marzo de 1916, con 82 víctimas, entre las que estaba el creador de la Suite Ibérica, el compositor Enrique Granados; el Príncipe de Asturias, naufragado igualmente en marzo de 1916 y uno de los protagonistas de estas páginas; o el Valbanera, también de la naviera Pinillos, hundido en la noche del 9 al 10 de septiembre de 1919. Un huracán lo echó a pique frente a Cayo Hueso, en la Florida, pereciendo las 488 personas entre pasajeros y tripulantes que iban a bordo sin que, perdida la antena y el resto de la arboladura, pudiera llegar a emitir un SOS.

    Pero volvamos a nuestro barco, el Príncipe de Asturias, que en las fotografías de la época se muestra como un hermoso vapor con una única chimenea. Medía 140 metros de eslora, 18 de manga y 12 metros de puntal, distancia vertical desde la cara inferior del casco hasta la cubierta principal. Había sido construido en los astilleros Hall, Russell & Co a orillas del Clyde, en Glasgow, y botado el 30 de abril de 1914. Llevaba dos motores auxiliares generadores de la electricidad de mantenimiento y se desplazaba por dos motores principales de 8.000 caballos cada uno, alimentados por vapor a alta presión producido por cinco calderas cilíndricas de cuádruple expansión, lo que les confería una alta eficiencia y reducía notablemente el consumo de carbón. Podía alcanzar una velocidad máxima de 18 nudos, o 18 millas náuticas, nada menos que 33 kilómetros por hora, y en crucero mantenía sin dificultad una media de 16 nudos. Hizo las pruebas de mar en el Clyde y el Mar del Norte antes de ser matriculado en Cádiz y entrar en servicio en agosto, apenas un mes después del estallido de la Gran Guerra.

    Era un buque lujoso dotado de una buena biblioteca a disposición de los pasajeros de primera clase, sala de música, salones para fumadores, comedores de primera, segunda y tercera clase, farmacia, quirófano y un hospital con sala de aislamiento de enfermos infecciosos, problema no infrecuente en la época. Contaba con dos camarotes de gran lujo, 38 camarotes de primera clase (152 pasajeros), 30 de segunda clase especial (180) y 19 de segunda económica (144 pasajeros), también llamada tercera clase. Por último, en los sollados de emigrantes, grandes espacios entre la sala de máquinas y la cubierta de segunda clase, podían ir hasta 1500 personas, en hileras corridas de literas en cinco alturas sin intimidad entre los pasajeros, casi todos españoles e italianos que iban a hacer las Américas. Ese millar y medio indicaba los pasajeros con billete y no incluía un número impreciso de polizones, sobre todo italianos, fugitivos de la guerra que asolaba Europa.

    La naviera Pinillos destinó el Príncipe de Asturias y su gemelo el Infanta Isabel a la ruta Barcelona-Buenos Aires para el transporte de correo postal, pasajeros y carga. Ambos tenían sus salidas el día 17 de cada mes alternando entre Barcelona y Buenos Aires. En su último viaje, nuestro barco partió de Barcelona el 17 de febrero de 1916 e hizo las escalas programadas, tomando pasajeros en Valencia el 18; en Almería y Málaga, el 19; en Cádiz, el 21 y en el Puerto de la Luz, Las Palmas de Gran Canaria, el 23. Por ser 1916 bisiesto tenía previsto llegar a Santos, Brasil, el día 4 en vez del 5 de marzo, a Montevideo el 8 y a Buenos Aires el 9. El viaje duraba tres semanas y el mismo día que salía de Barcelona, de la capital porteña partía el Infanta Isabel, cruzándose en alta mar el 28 de febrero. En su escaso año y medio de vida, el Príncipe de Asturias sólo hizo cuatro ciclos completos de ida y vuelta.

    El buque estaba al mando del capitán José Lotina Abrisqueta, un experto y respetado marino de 44 años de Placencia, Vizcaya, que previamente había demostrado bien su pericia. En su último viaje llevaba a bordo 193 tripulantes y 395 pasajeros: 49 de primera clase, 28 de segunda, 59 de segunda especial y, oficialmente, 259 emigrantes, es decir, un total de 588 personas.

    El precio de un pasaje iba desde las 6.500 pesetas-oro (una peseta oro de 1916 con la efigie de Alfonso XIII contenía 0,32 gramos de oro de 900 milésimas), hasta las 250 pesetas del billete de emigrante. Además, llevaba unas 5.000 toneladas de carga cuya composición debe ser tenida en cuenta por la posible influencia en el naufragio: mil quinientas toneladas de lingotes de hierro, plomo, cobre y estaño, junto con veinte grandes estatuas de bronce de ochocientos a mil kilos cada una. Esas estatuas componían el grupo escultórico titulado La Carta Magna y las Cuatro Regiones Argentinas, obra de los prestigiosos escultores Agustín Querol, Cipriano Folgueras y José Montserrat, y eran una donación de la colonia española en Argentina a la ciudad de Buenos Aires. Además, el Príncipe de Asturias, aunque no oficialmente, navegaba como barco de Estado y es probable que en una gran caja fuerte situada en la bodega de proa transportara en su último viaje una importante cantidad de oro como pago del trigo que España importaba de Argentina.

    El viaje transcurrió con buen tiempo y, como estaba previsto, en la mañana del 28 de febrero, a unos cinco grados de latitud norte, se cruzó a corta distancia por la amura de babor con el Infanta Isabel, que navegaba rumbo a España. Un pasajero aficionado a la fotografía tomó desde la cubierta varias instantáneas de buena calidad, que serían las últimas, del buque hermano.

    El día tres pasó el Ecuador sin novedad, pero el cuatro de marzo amaneció muy nublado, lo que impidió a los oficiales calcular la posición con el sextante. Muy pronto se levantó viento fuerte y marejada del suroeste. La situación empeoró al mediodía con fuertes chubascos, rachas de viento del sur, niebla espesa y fuerte marejada. Tampoco se pudo determinar la posición, que se calculó por estima directa, es decir, en función de la última establecida con precisión el día tres, el rumbo previsto y la velocidad media, y se mantuvo rumbo suroeste hacia Santos.

    Se hizo de noche muy pronto y el tercer oficial hizo la guardia de prima, entre las 20 horas del día cuatro y las cero horas del cinco. El capitán Lotina, preocupado por la situación, estaba en el puente desde las 22 horas y había indicado atención a la sala de máquinas y ordenado reducir la velocidad a 10 nudos. La tormenta había empeorado a última hora de la tarde y la niebla impedía la visibilidad. La guardia de media, de 00 a 04h, la hizo el primer oficial, Antonio Salazar, y de la guardia de alba, que debía durar hasta las 08h, se encargaron el segundo oficial, Rufino Onzain, de 24 años, y el joven agregado Romualdo Carmona, de 18. Ambos sobrevivirían al naufragio. Calculaban que estaban a unas diez millas de la costa y que pronto deberían ver la luz del farol de Punta do Boi, en Ilhabella, Isla Bella, o de San Sebastián. Esta isla, o mejor, isla y su rosario de islotes al sur de Río de Janeiro y a pocas millas al norte de Santos, está rodeada de arrecifes.

    Por no haber podido determinar la posición desde el día anterior y ante la duda de haber seguido una derrota hacia la costa, con el riesgo consiguiente de chocar con otro barco, el capitán había ordenado hacer sonar la bocina de niebla cinco segundos cada minuto y desviar el rumbo diez grados a babor. El grave sonido de su monótona nota competía con el ruido de la tormenta y de la mar.

    Pero el Príncipe de Asturias no estaba donde creía estar y a las cuatro y cuarto de la mañana, a la luz de un relámpago, el capitán y el segundo oficial pudieron ver fugazmente justo a proa y a muy corta distancia, la luz tenue de la linterna, que no faro, de Punta Pirabura, seis kilómetros al norte de Punta do Boi donde sí estaba el faro que nunca llegaron a ver. El capitán apenas tuvo tiempo para dar, más bien gritar, sus dos últimas órdenes. Al timonel: ¡¡¡Todo a babor!!! Y a la sala de máquinas: ¡¡¡Todo atrás!!! ¡¡¡Todo atrás!!!

    Ya era tarde. Un buque con cinco mil toneladas de carga a una velocidad de diez nudos hubiera necesitado más tiempo y espacio para evitar los arrecifes submarinos de Punta Pirabura. A las cuatro y cuarto de la madrugada los embistió casi de frente por estribor. Las rocas cortaron como una navaja el casco longitudinalmente produciendo una vía de agua de cuarenta metros de largo. La bodega de proa y la sala de máquinas se inundaron en un instante y la alta temperatura de las calderas produjo bruscamente una enorme cantidad de vapor en un espacio limitado. Enseguida hubo una primera explosión que reventó el suelo de la cubierta de tercera y segunda clase junto con los sollados de emigrantes. El barco quedó a oscuras. El Príncipe de Asturias se hundió de proa quedando la popa casi vertical durante unos segundos, hasta que una segunda explosión lo envió definitivamente al fondo de la mar. Todo ocurrió en cinco minutos.

    De los catorce botes salvavidas sólo uno cayó al mar en buenas condiciones y en él se salvaron diez y ocho personas. El segundo oficial, Rufino Onzain, y el médico, el doctor Francisco Zapata, que en pijama había subido al puente, cayeron al agua, pero pudieron agarrarse a unas tablas que flotaban cerca y llegar hasta unas rocas sólo con heridas superficiales. El capitán Lotina fue arrastrado por las olas y desapareció en la mar. La juventud y el azar permitieron que algunos hombres alcanzaran a nado las playas de Los Castellanos y Jabaquara, al sur de Punta Pirabura. Otros, menos afortunados, quedaron en el interior del barco o fueron estrellados por las olas contra los arrecifes y arrastrados sus cadáveres por las corrientes hasta las playas de Pacuíba e Itaguaçu. El cuerpo del capitán, reconocido por su uniforme y los distintivos de la bocamanga, fue encontrado medio comido por los peces una semana después en Praia da Fame, Playa del Hambre, al norte de la isla y allí fue enterrado.

    Al mediodía del cinco de marzo, con la mar transitoriamente en calma, el vapor francés Vega, que navegaba desde Marsella hacia Santos, se encontró con un espectáculo desolador: docenas de cadáveres, maderos, muebles, fardos, cajones y fragmentos de botes salvavidas se veían por doquier. Algunos náufragos se agarraban a cualquier tabla u objeto que flotara. El Vega los rescató, así como a los ocupantes del bote.

    El trasatlántico P. de Satrústegui, de la Compañía Trasatlántica, que había zarpado en la mañana del día cinco de Río de Janeiro hacia Santos, recibió la noticia del naufragio y se aproximó a la zona. Arrió dos botes y rastreó el área a conciencia hasta la tarde del día siguiente, pero no encontró ningún superviviente. Recuperó seis cadáveres, cuatro hombres y dos mujeres, y regresó a Santos, donde los descargó. No obstante, dos días más tarde, todavía aparecieron cuatro supervivientes agarrados a un fardo flotante, tres hombres y un niño encaramado a los hombros de su padre. La corriente los había llevado hasta las proximidades de la Ihla dos Buzios, a unas quince millas al norte de Punta Pirabura y fueron rescatados por unos pescadores. Es difícil imaginar cómo pudieron aguantar en el agua sin comida ni bebida durante dos días. El Gobierno brasileño colaboró generosamente y durante una semana un navío de su Marina y un remolcador recorrieron el área, pero lo único que pudieron recuperar fueron algunos cadáveres. Todos fueron enterrados en el cementerio de La Serraria, en Santos.

    De las 588 personas que oficialmente iban a bordo se salvaron 143: 86 de los 193 miembros de la tripulación; y 57, seis mujeres, tres niños y 48 hombres, de los 395 pasajeros. Se sabe que sólo sobrevivieron siete de los 49 que viajaban en primera clase, 49 de los 87 de segunda clase y 20 de los de tercera. Por ir justo encima de la sala de máquinas no debió de salvarse ninguno de los 259 emigrantes y nunca se sabrá cuántos polizones murieron en las bodegas.

    Vivieron para contarlo los siguientes tripulantes: el segundo y el cuarto oficial, el agregado, el médico, el segundo sobrecargo, el contramaestre y el practicante; el primero y segundo telegrafista; tres maquinistas, once fogoneros y once paleros, o paleadores de carbón, ayudantes de fogonero; veintidós camareros; ocho mozos; tres engrasadores y tres cantineros; dos enfermeros; dos marineros, dos timoneles y así hasta completar la nómina de 143. El conocimiento del buque y la edad –sólo sobrevivió un tripulante de más de 40 años– explicarían por qué salió con vida casi la mitad de los tripulantes, pero sólo el 10 por ciento del pasaje (porcentaje probablemente mucho menor si se consideran los polizones).

    Que días más tarde algunos náufragos afirmaran que no había niebla ni tormenta, que en realidad la mar estaba en calma o que el naufragio se debió a la impericia de los oficiales y el capitán (incluso no faltó quien contó haber visto cómo se suicidaba de un tiro en la boca) no son más que muestras de malicia e imaginación mal empleada que merecen el olvido. Y, en cuanto a la causa del

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