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Las luces encendidas de Casa Roma
Las luces encendidas de Casa Roma
Las luces encendidas de Casa Roma
Libro electrónico252 páginas4 horas

Las luces encendidas de Casa Roma

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A sus 60 años, Silvano se encuentra de repente sin trabajo, sin su mujer, que le ha pedido que se vaya de casa por un tiempo, y con el presentimiento de que las cosas no pueden ir sino a peor. Es así como acaba en Casa Roma, una singular pensión en pleno centro de Madrid que recibe a sus huéspedes con un más que optimista: «Esto no es como el Ritz, sino mucho mejor». Allí conocerá a Laura, la atractiva vigilante del Museo del Prado y a Iván, el violinista rumano sin orquesta. Cada habitación, cada luz encendida, es una existencia que puede contemplarse desde distintos ángulos y ser comprendida o malinterpretada, estableciendo un juego de miradas e historias entretejidas que supone el deslumbrante debut como novelista de Martina de los Ángeles.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 oct 2021
ISBN9788412366372
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    Las luces encendidas de Casa Roma - Martina de los Ángeles

    I Casa Roma

    Fue a mi llegada cuando creí estar en un lugar en el que no cabían los presagios. No se preveía forma de iniciar ningún rumbo desde el interior de la habitación que acababa de ocupar y, dándome cuenta de que no había más sitio adonde ir, mi inherente capacidad para entender se me escapó del cuerpo, como un alma alzando el vuelo. Dicen que es algo que puede ocurrir más de una vez en las edades de un hombre, pero para mí era la primera. ¿Qué sentido tenían mis manos y mis piernas? ¿Para qué servían? No me parecía estar vivo. Y ese velo opaco que cubría casi todas las cosas, que no se iba, que tenía la intención de quedarse cosido a mis pupilas para siempre. La vida era una mala noticia reseca, como la grasa quemada de una hornilla. Me costó recordar mi nombre. Silvano, tienes que ser fuerte, me dije.

    Este alojamiento reúne muchas características y todas me parecieron correctas. Es barato, no está muy cerca ni muy lejos de la que es mi casa, y se sitúa lo suficientemente apartado del río Manzanares. No es que me niegue en rotundo a la proximidad con las masas de agua importantes, es solo que prefiero mantener las distancias con los ríos, embalses y lagos. Desde luego, está en mi ánimo que las grandes riadas o que las presas que se rompen y dejan las aldeas sepultadas bajo el peso transparente del agua dulce no formen parte de mi historia.

    Si es necesario, tomo valor y cruzo a pie los puentes, pero lo hago rezando la oración que Cristo me enseñó. En el tránsito procuro fijarme en algún punto de la orilla opuesta y doy los pasos con la respiración sostenida, irregular y espaciada hasta que alcanzo el otro extremo de la construcción. Me alivia clavar la mirada en mi sombra, salvo los días en los que el cielo encapotado impide la formación de mi imagen oscurecida sobre el asfalto. Esos días tiendo a pensar que soy un ser incompleto, porque, aunque discretamente, la sombra acompaña con fieldad. A pesar de no ser un ente independiente, pese a no ser nadie, existe simultáneamente conmigo y no es algo que ande libre, sino cosido a mis pies y a mis perniles. Entonces es al salir el sol y ver dibujarse mi sombra, como un regalo, que la recibo como quien encuentra a un amigo.

    Felizmente cuento con que un puente no es un obstáculo que se me presente muy a menudo. Y en más de una ocasión hasta he llegado a admirar aquellos que poseen algún tipo de singularidad, por la ingeniería valerosa de sus piedras, por lo férreo de sus soportes. Por su innegable papel en pro del acercamiento, me parecen símbolos hermosos, aunque sean firmes aliados de los ríos.

    ¿Y el mar? Los tsunamis existen y pocas veces avisan y, sin embargo, estando frente al mar no pienso en los peligros que pueden derivarse de aquella espesura líquida y salada. Eso sí, no soy capaz de meter ni un dedo del pie en el agua, ni aunque el contacto visual con el mar se escape a mis miedos más notorios. Mirar el mar no me inquieta especialmente, puede que sea el sonido, no porque me calme o me adormezca, sino porque me llama a alzarme en armas. Pareciera que el movimiento pendular del agua y el vaivén de las olas me dieran una bofetada de raciocinio, pero no es eso, porque en mi serenidad no influye lo mínimo que tenga que ver con un entendimiento lógico, sino más bien todo lo contrario, aunque eso me importa poco: por muy alejado que esté de una razón asociada al principio de Arquímedes, por muy distante que quede mi propia teoría de las ciencias que estudian la fuerza de empuje y la flotabilidad, a mí me hacen bien mis cavilaciones, que suman un todo y me tranquilizan.

    Mi teoría es que las olas aportan ligereza a los cuerpos, impidiendo así que puedan ser arrastrados hasta el fondo. Me cuesta asimilar que el mar se trague a alguien a no ser que ese alguien quiera ser tragado. Es cierto que ocurren accidentes. La ola que rompe contra la roca y que vence al turista japonés que intenta inmortalizar la furia del mar con su cámara de fotos de último modelo. El cuerpo del turista que desaparece y que se pierde en las profundidades marinas, que sale a flote solo y cuando la descomposición bacteriana del cadáver y, con ella, la formación de los gases —hidrógeno, amoniaco, metano, anhídrido carbónico, nitrógeno y ácido sulfhídrico— inflan las cavidades corpóreas como un globo. Pero para mí no existe la fuerza de retorno, ni el pánico de los bañistas, incapaces de avanzar en su braceo contracorriente, ni el hecho de que, sin fuerzas, acaben hundidos. A la señora que se tuesta en la playa, que cierra el libro que lee, que deja su sombrero y las gafas de sol sobre la toalla y que, más tarde, se ahoga después de sumergir sus gruesas carnes en el agua, la culpo de la misma cantidad de ineptitud que de predisposición, y lo mismo hago con las personas que mueren arrolladas por los trenes en las vías. A un tren se lo ve venir. Quieras o no, a un tren se lo ve venir.

    En el bar, en un bar cualquiera, pero en uno en el que no había entrado nunca, me recomendaron Casa Roma. No espere lujos, pero sí buena atención, me dijo el camarero colocado delante de un panel luminoso con fotos de platos combinados. Tortilla de patatas, ensaladilla rusa, pimientos fritos y calamares. Tengo la idea de que después de probar una de esas combinaciones uno se dirige con mayor rapidez a la decadencia definitiva. Yo llamo si quiere y le pongo con Teresa, no es el primero que pregunta, y seguramente no sea el último, se ofreció amablemente el camarero.

    ¿Para qué quiere alojarse en Casa Roma?, me preguntó por teléfono la mujer. Para esperar, le contesté. Tengo otra pregunta, me dijo, ¿es usted alérgico a los gatos? Para nada me atraía la idea de convivir con un gato, pero como no soy alérgico, me limité a contestar que no. Entonces venga cuando quiera, dijo quien un rato más tarde se abanicaba con un folleto de la temporada 2017/18 del Teatro Real a la vez que anotaba mis datos del DNI en una ficha fotocopiada. Observó mi foto de carné, luego me miró y, tras interiorizar sus propias conclusiones, siguió hablando. Teresa dialogaba con la misma amabilidad que había mostrado a través del teléfono, solo que en persona hablaba con algo más de prisa. Su voz poseía el brío de quien hace algo y a la vez piensa en todo lo que le queda por hacer.

    Era de día, pero en el recibidor de Casa Roma podía ser cualquier hora. La luz natural no tenía sitio de paso y la iluminación provenía de un par de lámparas en el techo, con plafón de estilo retro (no sé cuándo aprendí la palabra «plafón» ni de dónde viene). Olía a friegasuelos, o a varillas perfumadas, o a ambas cosas con aroma a pino concentrado. Teresa me mostró un llavero de metal cobrizo que era el contorno de la fachada de una casa con tejado y chimenea. Dijo que la llave de «cabeza cuadrada» era la del portal y que la más redondeada, «con agujeritos», era la de la puerta principal. Además, mostró un llavero amarillo, con el nombre de Casa Roma y el número 1 escritos a boli en la etiqueta extraíble, de cuya anilla colgaba una llave pequeña que abría y cerraba mi habitación. Me dijo que cada vez que saliera cerrara mi puerta con llave y le dejara el llavero amarillo en el mostrador de la entrada; que cuando volviera se lo pidiera, que no es que desconfiara, pero que allí le habían metido a ligues de una noche y aquello no era un picadero, sino su casa, que abría con gusto para los demás, pero donde exigía un respeto. También me dijo que si un día yo llegaba tarde, de madrugada, por lo que sea, que no me preocupara, que ella no se iba a la cama hasta que no llegara el último de sus huéspedes, que se echaba sus sueños en esa salita y tan contenta —señaló hacia una puerta junto al recibidor—. Me dejó claro que no haría la habitación a no ser que yo se lo pidiera, y que el servicio, sumado al de lavado de sábanas y toallas, tenía un sobrecoste de 5 euros. Si pensaba quedarme más de una semana, entonces ya hablaríamos de las condiciones de limpieza y hospedaje, porque en una estancia y en la ropa de cama a partir de los siete días ya se empieza a notar la cochambre.

    —Aquí está su aposento —anunció la mujer. Escuché la palabra «aposento» y me sonó a chimenea encendida, paredes forradas de telas con escenas bucólicas, cama con dosel y sillón rojo de terciopelo.

    Cuando Teresa abrió la habitación que me había asignado descubrí un espacio sencillo, ni más ni menos de lo que esperaba. Agradecí que la cama fuese grande y que las paredes y la colcha vistieran de color blanco, no de cuadros, ni beis, ni morado oscuro, porque además odio el color morado, incomprensiblemente tan de moda en estos tiempos. Frente al balcón se erguía un aligustre del Japón, dijo Teresa, con hojas gruesas y unas florecillas blancas que sobrevivían a duras penas a la contaminación del aire en Madrid. El árbol me puso contento por un instante, pero rápidamente se me pasó. Eh, tú, señorito, ¿dónde crees que vas?, Teresa detuvo al gato con el pie y se agachó para cogerlo en brazos. Era un ejemplar blanco con manchas negras y marrones en cabeza y lomo. Dijo que se llamaba Remo, que antes tenían uno que se llamaba Rómulo, que los gatos callejeros tenían menos traumas que los perros callejeros, aunque puedo estar equivocada, añadió. Dentro del ropero encontraría toallas y un edredón, me hizo saber. Teresa me dijo que aquello no era como el Ritz, sino que era mucho mejor, y sonrió. Lo dijo apoyada en el quicio de la puerta del cuarto. Hizo un silencio, suspiró con la boca abierta y me deseó buena estancia. Luego cerró despacio, como temiendo despertar a alguien, y me dejó solo.

    Descubrí las cuatro perchas que pendían de la barra del ropero. Lo abrí y tuve el impulso de meterme dentro. El espejo de medio cuerpo que colgaba de una de las dos puertas del mueble me devolvió mi imagen. ¿Cuándo me habían crecido tanto las orejas? Menos mal que la nariz parecía no poseer el mismo afán por agrandarse. Observé la anchura considerable de mi frente, cuarteada desde hacía años por arrugas profundas, como las de debajo de los ojos y las del cuello. Toda mi vida he sido de piel seca. La línea del pelo dibuja entradas incipientes, pero el cabello me nace todavía fuerte, entrecano sobre una base oscura. Suelo peinarlo hacia atrás, con los dedos para darle la forma deseada. Tengo cejas anchas que enmarcan unos ojos no muy grandes, castaños o verdosos. Nunca he sabido de qué color tengo los ojos exactamente, pero creo que depende del día. Llevo la barba abundante y cuidada. Me he acostumbrado a llevarla así. Me gusta. Cuando pienso en mis cosas, la acaricio y cuando no pienso en nada, también. Huyo del estilo bohemio, pero la cara poblada me añade presencia, como un sombrero o unas gafas bien montadas. No soy miope, pero sí padezco presbicia y recordé que había olvidado mis lentes progresivas, sí. No había nada que necesitara ver de cerca, sino más bien de lejos. La lejanía, la distancia que obligada o impuesta es un triste destierro. Tengo ojeras y es lo que hay. En definitiva, a mis sesenta años soy, lo que se dice, un hombre de mi edad. Poco diligente en parecer más joven, cuidadoso en no parecer innecesariamente más viejo. Sonreí ante el espejo y cerré la puerta del armario de golpe.

    Me senté en la cama, frente al balcón. A mi izquierda, el ropero; a mi derecha, una mesilla de noche. Junto al balcón, una mesa de escritorio y una silla. Todos los muebles de la habitación eran de madera de pino en tonos miel y estilo provenzal, con cajones pesados y pomos redondeados, sin láminas ni cuadros en las paredes. Sobre la mesita de noche coloqué una botella de whisky barato que saqué de una bolsa de plástico de color verde quirófano. Miré el arma alcohólica autoarrojadiza y afirmé toda premonición. Sí, al día siguiente estaría enfermo porque mis venas serían alcohol puro. El tendero del bazar que me despachó supo que tenía la firme intención de emborracharme. Me pareció ver en sus ojos un gesto de complicidad, así que lo miré fijamente y asentí.

    Alterné repugnancia con ganas de darme al tabaco cuando vi sobre la mesa un cenicero que contenía varios caramelos con envoltorios de colores. No fumaba desde hacía veinte años, por lo menos. Comencé a fumar porque todo el mundo lo hacía, seguí haciéndolo porque entonces nadie lo dejaba, y lo dejé para ganar una apuesta en el trabajo. Algo pasa hace dos décadas y vuelve para recordarme lo poco entregado que he estado siempre a las iniciativas propias. Debe de ser una forma de no querer cargar con el peso total de las equivocaciones.

    Teresa ya me advirtió que en las habitaciones no se podía fumar, y así lo recordaba el texto escrito a ordenador en un folio plastificado. Alejándome el papel de los ojos fui capaz de leer: * No fumar. *Evitar ruidos y música a partir de las once de la noche. *Puede solicitar el servicio de desayuno (3 €), almuerzo o cena (6 €). *Clave de wifi: ROMAAMOR, todo en mayúsculas. Miré mi móvil y comprobé que no tenía ningún mensaje, ninguna llamada. La molestia en el pecho había vuelto. No es un dolor, sino una presión, como si cualquiera pretendiera hundirme dos dedos en la carne. Solo de la misma manera, forzando con mis dedos la zona afectada, logro calmar eso tan incómodo que me impide respirar de forma profunda, concentrarme en algo o esforzarme en abstraerme por completo. El corazón me dolía y me pareció lógico, dadas las circunstancias.

    Me olí la manga de la camisa y hallé un olor desacostumbrado. No suelo sudar mucho, por lo que, al quitarme el jersey, me sorprendió ver grandes surcos húmedos bajo los brazos. Era mediodía y para nada hacía calor. A pesar de ello, estaba sudando como un animal en huida, solo que yo no estaba huyendo; más bien, la idea era quedarme en algún sitio mientras me llegaban las noticias. El efluvio de la camisa era la mezcla de muchos otros olores, como una camiseta olvidada en el fondo de la cesta de la ropa sucia. Me arremangué con varias vueltas hasta el codo. Observé con agrado que en el techo había un ventilador. La habitación tiene aire acondicionado, pero el ventilador estaría antes, pensé, y la dueña de la casa, Teresa, resolvería conservarlo, para quien prefiriera ese mecanismo refrescador. Haber conservado el ventilador me pareció una decisión acertada y, seguidamente, lo encendí tirando de una cadena que colgaba del aparato.

    Antes de salir de casa reuní poco equipaje y lo hice abstraído, sin ocuparme mucho de ello. Por un momento pensé en marcharme llevándome solo lo puesto, pero eso hubiera sido una insensatez sin favorecerme en lo más mínimo; debía mostrarme siendo capaz de pensar, de pararme a decidir qué ropa elegir aun cuando estaba a punto de dejar involuntariamente mi propio hogar. Atiné a escoger dos pares de calcetines oscuros, tres calzoncillos, un jersey de cuello de pico, una camisa, unos pantalones, mis pantuflas de cuero y mi pijama preferido, todo ello doblado con esmero, evitando aplastamientos y arrugas. Olvidé mi colonia fresca de diario, pero pude acordarme de mi bufanda de lana fina, del champú anticaspa y de mi cepillo de dientes, no el eléctrico, sino el de viaje, aunque no me estuviera yendo de viaje a ningún lado.

    Durante las vacaciones de Semana Santa, en segundo de carrera, me propuse hacer una escapada a la Sierra de Gredos. Lo hice sin más equipaje que una tienda de campaña, un saco y unos calzoncillos en la guantera del coche. Me pareció algo propio de una persona intrépida. Tenía la imagen hecha de que un camping era un lugar desordenado, sucio e incómodo. Creí que me resultaría divertido someterme durante un fin de semana a todo lo contrario a lo que aspiraba en mi vida cotidiana. Era un reto. En aquel momento, ese era el único tipo de aventura al que me atrevía, y puede que haya sido la única aventura meditada de mi vida. Desde el principio, la idea era que me acompañara mi hermano Roberto. Mi padre se negaba a dejarnos el coche, así que mi hermano barajó la posibilidad de alquilar una moto e irse él solo, dejándome en tierra. Decía que la imagen de dos hombres montados en una moto le parecía horrible, y a mí me daba miedo quedarme dormido y caerme yendo de paquete. Mi madre, que se llamaba Julia, quiso convencer a nuestro padre diciéndole que peor que él no íbamos a conducir nosotros, y surtió efecto. Me tocó llevar el coche y, como nunca había conducido tantos kilómetros, me hice con un arsenal de Coca-Cola que no me hizo falta porque mi hermano no paraba de hablar. Del camping recuerdo el olor a vinagre con el que un matrimonio limpiaba la barbacoa, y a Marisa, o Marina, que viajaba con sus padres y a la que se le daba bien meterse con mi hermano en la tienda de campaña sin que nadie más, salvo yo, se percatara de ello. Eran rápidos, hay que decirlo, y silenciosos, y ella se despedía de Roberto con un beso largo y húmedo. Mi hermano sacaba la cabeza por la cremallera de la tienda y me parecía asistir al parto de una rinoceronta. Cuando el ligue de Roberto se iba, el interior mantenía una mezcla del dulzor de su perfume y los olores ácidos que habían emitido sus cuerpos, así que yo me tumbaba fuera, sobre un césped encalvecido.

    De mis dos noches al raso, todo lo que me rodeaba lograba maravillarme: el movimiento de las hojas de los eucaliptos, que producía el mismo cantar que el de la lluvia en los cristales, el mapa frondoso de un paisaje sonoro que alcanzaba a transparentarme, dejando ver a través de mí la cartografía clara de un chaval dispuesto a sorprenderse. Qué fácil era atender a la simplicidad de lo externo y qué difícil hacerlo a medida que pasan los años. Antes, la afabilidad de los paisajes, los sonidos y los objetos; ahora, lo implacable de los fastidios. El ruido, lo desajustado, todo lo que carece de precisión me molesta. El aburguesamiento conlleva la pérdida de las improvisaciones. No hay lugar para el arbitrio, dado que casi todo puede llegar a recibirse como inoportuno. Puede que entonces, esa atención a lo externo fuera lo que hiciese que mereciera la pena el viaje. Lo que son las cosas: en la recién alquilada habitación me observé trepidante y lúcido para recordar tiempo atrás y, sin embargo, no era capaz de retener con nitidez lo que había sucedido hacía solo unas horas antes de haber llegado hasta allí. Porque al salir de casa todo había tomado un ritmo estrepitoso. Mis zancadas eran violentas, como si me moviera una prisa por adelantar a todos los viandantes. No soy capaz de poner en pie la ruta que tomé, ni los pasos de peatones que crucé, ni los semáforos, ni los coches parados en los semáforos. Tan solo guardo varias imágenes inconexas: sombrillas blancas abiertas frente a un bar, cajas de cartón apiladas a los pies de un contenedor azul. La calle estaba asaltada por hombres y mujeres imprimidos con una fealdad que los igualaba. Desprovista del más mínimo atractivo, la gente caminaba con una actitud enajenante. Sentía que aquellos hombres y aquellas mujeres me entorpecían el paso y actuaban imperturbables ante una vida exterior que retumbaba fuera de toda regla y medida, como si cientos de tambores descoordinados hicieran por marcarnos el ritmo. Ir hacia ninguna parte nunca me había resultado tan tedioso.

    Desde que estoy alojado en Casa Roma lo mío ha sido un confinamiento voluntario. Durante dos días y medio no he dejado mi habitación salvo para ir al baño. Inspeccionaba el pasillo para no cruzarme con nadie y salía cuando la vejiga estaba lo suficiente llena como para que resultara incómodo seguir aguantando. Soy de evacuación intestinal infrecuente e insatisfactoria, más si el váter no es de mi propiedad —en cuestiones microbianas todo cuidado es poco, por lo que evito roces con tapas y tazas de los urinarios, por muy limpios que se vean—. La alimentación de los últimos días no me estaba favoreciendo. Mastiqué algunas chocolatinas que había comprado junto con la botella de whisky. Sin saborearlas, las engullía como una forma de castigo por azúcar. Ayer lunes me quedé sin provisiones dulces y para intentar no tomar mucho alcohol escondí la botella dentro del armario, como si sus tableros fueran una muralla infranqueable. Alguien tocaba el violín cada mañana. Duraba poco el toque, como si estuviera afinando las cuerdas, pero los graves y los agudos parecían emitirse desde dentro

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