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Los Secretos De Paulina Bonaparte: Novela Erótica
Los Secretos De Paulina Bonaparte: Novela Erótica
Los Secretos De Paulina Bonaparte: Novela Erótica
Libro electrónico282 páginas3 horas

Los Secretos De Paulina Bonaparte: Novela Erótica

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Con esta novela de contenido ertico, me permito presentar a los lectores y las lectoras diferentes facetas de la vida de una mujer que por su actuacin, tanto dentro como fuera de las cortes del imperio de Napolen Bonaparte, se convirti en una figura intrigante. Su
vida fue un torbellino dentro de la estructura social, tanto en la Isla de Crcega en donde naci como en las cortes europeas. El torbellino social y poltico del imperio francs que haba iniciado su expansin en el Hemisferio Occidental, arrastr consigo al General Vctor
Enmanuel Leclerc, el Mariscal de Campo del Ejrcito de Napolen. En la parte occidental de la Isla La Hispaniola en medio de la revolucin de los esclavos, se produjo la invasin que realizara el emperador Bonaparte para aplastar la rebelin de los esclavos de Saint
Domingue. Pauliina y su esposo Victor Leclerc fueron enviados en esa misin militar como representantes de la Corona francesa. Se cre all el escenario que sirvi de base para la novela de ficcin ertica Los secretos de Paulina Bonaparte.

Con el nombre de Paulina Bonaparte surgen preguntas que nacen de la intrigante vida de la hermana del emperador de Francia. Su presencia en Saint Domingue le cre una fama que muchos envidiaron con la voracidad de buitres hambrientos y otras con la aspiracin desesperada de ser como ella. En fin, fueron muchas las mujeres que quisieron poseer sus atributos y sus habilidades sensuales para conquistar a los hombres.
IdiomaEspañol
EditorialXlibris US
Fecha de lanzamiento1 mar 2017
ISBN9781524556440
Los Secretos De Paulina Bonaparte: Novela Erótica
Autor

Félix Darío Mendoza

Félix Darío Mendoza nació en una zona montañosa en la provincia de La Vega, República Dominicana. Lleva más de dos décadas residiendo en los Estados Unidos de América. Antes de emigrar, trabajó como director de prensa e información de la Secretaría de Estado de Trabajo. Además, fue secretario de prensa de la Confederación Autónoma de Sindicatos Cristianos (CASC) y sus organizaciones afiliadas. Fue director del periódico Revolucion Obrera, órgano informativo de dicha organización laboral. Previamente, había sido secretario general del Sindicato de Trabajadores de la Industria Nacional del Papel del grupo CORDE en Villa Altagracia. Mendoza cursó estudios en el Bronx Commuty College y obtuvo una maestría en Educación Bilingüe en el City College de Nueva York. En la actualidad labora como profesor adjunto del Bronx Community College (BCC). Fue delegado por el Estado de Nueva York a la Conferencia Nacional de Educadores celebrada en Phoenix, Arizona, en 1995. También asistió como miembro de la delegación bilingüe que participó en el Congreso Nacional de Educadores celebrado en Washington, D.C. en el 1997. Además, participó en el Seminario “Puerto Rico: Microcosmo Caribeño”, organizado durante el verano del 1998 por el Centro de Estudios Puertorriqueños de la Universidad de Puerto Rico, en Río Piedras. Mendoza obtuvo el segundo lugar en la categoría de cuentos en el XXXII concurso del CEPI en Nueva York con “Dominigo sangriento”. Es el autor de la novela “Marina de la Cruz: radiografía de una emigrante”, publicada por la Editora Taller, 1994. “La Hispaniola: El reino del zombí”, es la segunda novela que publica este autor.

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    Los Secretos De Paulina Bonaparte - Félix Darío Mendoza

    Copyright © 2017 por Félix Darío Mendoza.

    Numero de la Libreria del Congreso:                       2016918365

    ISBN:                  Tapa Dura                           978-1-5245-5646-4

                                Tapa Blanda                        978-1-5245-5645-7

                                Libro Electrónico               978-1-5245-5644-0

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Las personas que aparecen en las imágenes de archivo proporcionadas por Thinkstock son modelos. Este tipo de imágenes se utilizan únicamente con fines ilustrativos.

    Ciertas imágenes de archivo © Thinkstock.

    Fecha de revisión: 06/01/2018

    Xlibris

    1-888-795-4274

    www.Xlibris.com

    748956

    CONTENTS

    I:   LA CONDESA LLEGO MONTADA

    II:        EL CAÑON DEL COMANDANTE

    III:      PAULINA BONAPARTE NO FUE TOCADA

    IV:       LOS BAÑOS DE LA CONDESA

    V:        LOS AMORIOS DEL EMPERADOR

    VI:      LOS GEMIDOS DE LA PASION

    VII:     LA CORONACION DE PAULINA

    VIII:   EL ALTAR EN LLAMAS

    IX:       LOS TRUCOS DEL EROTISMO

    X:        LA NOCHE QUE LOS PLANETAS SE ALINEARON

    XI:       LA FLAUTA DEL ARZOBISPO

    XII:     LA CONDESA Y LA COMADRONA

    XIII:    LOS SECRETOS QUE PAULINA NUNCA REVELO

    I

    LA CONDESA LLEGO MONTADA

    Los rayos del sol se enterraban en las profundidades del océano Atlántico, produciendo un espectáculo singular. La tierra ardía por los efectos de un sol implacable que aparentaba no darle tregua a los seres vivientes de la naturaleza de la Isla. Cada rayo penetraba la tierra y el mar Atlántico con intermitencia luminosa como si se estuviera presenciando el más expectacular maritaje entre el sol, la tierra y el mar. Era un triángulo de amor tormentoso de copulación inigualable. Las montañas enconadas de la región como trompetas gigantes, repetían el eco de las consignas que viajaban en el carruaje del viento. Era el anuncio de que se avecinaba un acontecimiento de grandes proporciones para el hemisferio y para el mundo. El sonido rítmico de los tambores africanos, ensordecía el ambiente en preparación para el evento que cambiaría de una vez y por todas, la misteriosa región del Caribe.

    !PUM-KUTUM-PUM-PUM!

    !PUM-KUTU-PUM-PUM!

    !Arre negro, carajo, que el trapiche te está llamando!

    !Escucha a los bueyes gritando! !Apúrate haragán! !No te detengas, que un blanco te está ordenando! !Echale leña al fogón que el melao se está chorreando! !Toma este latigazo pa’que atienda las órdenes del amo!

    El implacable capataz seguía lanzando maldiciones a los cuatro vientos. Así había aprendido de sus patrones blancos para mantener a los esclavos produciendo riqueza en las plantaciones de Saint Domingue. Enriqueciendo más y más a los avariciosos colonos de Francia. Su voz estruendosa caía como un rayo de fuego sobre las espaldas desnudas de los negros. El verdugo aprovechaba cada sonido del tambor para golpear con la misma furia que atacaba un perro bravo, al esclavo en la plantación:

    !PUM! KUTUPUM-PUM!PUM!

    ¡PUM-KUTUPUM-PUM-PUM!

    Con una motivación diabólica; con una rabia de odio infernal, el mayoral arremetía de nuevo contra los esclavos bajo su mando. Pero ni las cadenas, ni los insultos, ni los latigazos, cambiaban el ritmo de moverse de los negros, que respondían a los abusos con una protesta muda. Se movían con pasos lentos, como las tortugas gigantes. Así respondía con una rabia disimulada y silenciosa, a los vejámenes cometidos por los amos blancos y sus verdugos, al despiadado ataque de los capataces; a los odiosos jefes mestizos en las plantaciones. A veces, cuando el fuego del sol caribeño se combinaba con el látigo devastador del patrón, el esclavo temblaba de pies a cabeza, moviendo los labios a tal velocidad, que algunos capataces supersticiosos se alejaban del poseído en trance, haciéndole la señal de la cruz por temor a que el espíritu que llevaba adentro, se le pasara a su cuerpo y le ocupara el alma también. La leyenda ó la realidad andaba por los campos y ciudades de Saint Domingue. Los rumores presagiando el terror colectivo, corrían de boca en boca entre los esclavos y los criollos afrancesados. Esos rumores venían narrando la historia de un amo que golpeó tanto a un sirviente, que el espíritu de La Metresa se le montó a todos los seres vivientes en la plantación de indigo, caña de azúcar y café más próspera de la región. El sirviente poseído, caminaba de un lado a otro con los ojos desorbitados. A penas tocaba el suelo. Flotaba. Iba hablando en lenguas de sus ancestros africanos que casi nadie comprendía. Sin que los curiosos estuvieran esperando, el esclavo saltaba por los aires y se posaba en las copas de los árboles como si fuera un pájaro enorme. Como un acto de magia cambiaba la voz de hombre a mujer. Su voz imitaba con estruendo a las artistas que venían de Francia para entretener a los dueños de las plantaciones en sus permanentes horas de ocio. La misma vagancia que exhibieron los llamados conquistadores en Las Antillas. Bajo el hechizo que lo poseía y su capacidad de volar y saltar por encima de cada árbol, el esclavo iba entonando canciones de lamentos que narraban sus penurias centenarias. Implorando a los dioses africanos del más allá que le ayudaran a liberarse del sufrimiento de los blancos que vinieron de Francia. La historia volvía a repetirse. Primero con los aborígenes en América del Sur y con los taínos del Caribe. Luego con los negros que vinieron como animales, encadenados en los barcos, tras ser arracandos de sus tierras en la lejana Africa. Por pura coincidencia, sus gritos se escuchaban en las islas de Martinica, Cuba, Puerto Rico, Dominica, Guadalupe, Jamaica, Saba y San Marteen en donde las plantaciones eran escenarios de esclavitud y explotación despiadas. En cada plantación se escuchaban y repetían las maldiciones de los blancos, los negros, los criollos y los mulatos. Al compás de los tambores, los gemidos de dolor de los esclavos sobresalían en el ambiente de convulsión horrenda. Las negras con sus cuerpos curvilíneos como si fueran tallados por los dioses, bailaban como remolinos, preparando las comidas, las medicinas, los pertrechos y las armas de guerra para los esclavos cimarrones que esperaban en los cerros y montañas. Formando los ejércitos de los esclavos que habían sido encadenados por los siglos de los siglos; desde que llegaron a su sufrir en el infierno de este mundo, desde el Africa de sus añoranzas: Boi Caiman, La Tortuga, Cap Hatienne, La Mulate, La Mermelade y Gonaíve, estaban unidas por una cadena descomunal que se extendía desde las costas africanas hasta la región del Caribe y llegaba hasta al país de los cariocas en América del Sur. PUM! PUM! Kutupum! Pum! Pum!

    El sonido de los tambores llegaba al corazón y estremecía la mente de amos y esclavos. Unos apretando las cadenas para que no escaparan en busca de libertad y otros rompiéndolas con rabia para saciar todo el odio que los consumía. Los gritos de liberación formaban un enorme triángulo que unía a La Luisana en América del Norte, El Amazona en Brasil en América del Sur, al Congo y Benín en Africa, cuna del vudú, de Metresilis, de Bouckmann y Mackandal. Ese enorme triágulo tenía el centro de la hipotenusa geográfica en el Caribe que, por ser la entrada de conquistadores, filibusteros, bucaneros, condes y condesas, reinas y reyes, llegaba a la región contando con la bendición de la iglesia católica. Así establecieron el monstruo del dominio esclavista. Venían todos, en busca de oro y poder, estableciendo el sistema más brutal de esclavitud y explotación en el mundo contemporáneo. El imperio romano es símbolo de santidad, si se compara con la explotación de los negros y aborígenes de la región caribeña. Las Antillas formaban el corazón que palpitaba con estruendo en busca de la libertad. !Pum! Pum! Kutu-Pum! Kutu-Pum-Pum! Los animales y los humanos cayeron atrapados por el mismo maleficio. Todos terminaron corriendo como si fueran locos para saltar por los arrecifes del mar en un suicidio colectivo. La dueña de la plantación, famosa en la Isla de La Tortuga por sus grandes dotes de cantar como un ángel y enloquecer a los hombres con su cintura de violento tornado, dando más gritos que una chiva, fue la que más sufrió de todas las almas porque en vez de seguir a su marido para suicidarse, en los arrecifes de Cabo Haitiano, corría por toda la ciudad, desnuda como Dios la trajo al mundo, encuera como su madre la parió, antes de que se la llevaran amarrada a un cepo para Europa. La desdichada había perdido el juicio. Jamás se tuvo noticia de ella. Después del fatídico evento, el miedo cundió por toda la Isla. El pavor se apoderó de la mente de los amos y los esclavos. El capataz que había servido con la fidelidad de un perro fiel a la familia Duexplesir no había sido la excepción. Su frustración por la imposibilidad de alcanzar una posición de afrancesado en la colonia de Saint Domingue que le permitiera sentarse en la mesa del amo y asistir a las fiestas de sociedad que se celebraban en Haití, lo ponía cada día más furioso. Su rabia aumentaba cuando escuchaba el ritmo de los tambores que los rebeldes tocaban en las montañas en su lucha por la libertad. Cada toque del instrumento le golpeaba el corazón colonialista que había desarrollado en su odiosa labor de capataz de la plantación de la aristocrática familia Duexplesir. En el fondo de su alma atormentada, él estaba convencido de que al final de su vida, si era que sobrevivía al hacha, la mocha y el machete de los rebeldes, terminaría como acaban los verdugos, en desvandada. Corriendo aquí; saltando allá; como los cerdos que saben que sus horas están contadas. Antes de que una barra de acero lo atraviece del culo a la cabeza para dorarlo a fuego lento en una hoguera que se parece al mismo infierno. Durmiendo sin descansar; con un ojo abierto y otro cerrado. Acechando el golpe mortal de un rebelde que recibirá, tarde ó temprano como pago a los abusos que cometió contra los esclavos. El capataz estaba seguro de que terminaría sus días, padeciendo los tormentos de su eterna pesadilla. Despertando cada noche empapado en sudor; mojado como el que se mea encima tras recibir un gran susto por su perenne pesadilla. Sin arrepentimiento. Con la maldición de continuar fiel a su macabra labor de ser el jefe de los esclavos; el capataz y verdugo que recibe conjuros con la constancia de un reloj; con la misma persistencia infernal de su látigo de crueldad para golpear a los negros. Por eso, motivado por la maldad, seguía con su retahila de insultos contra los negros encadenados en el trapiche que molía la caña de azúcar de la plantación:

    !Metré Silís y los loases del más allá te están mirando! !Toma otro cantazo! !Canto’e vago! Tú fuiste condenado a sufrir en este mundo. Por eso te trajeron remando en los barcos negreros del Africa a Saint Domingue! !Echale leña al fogón. No te detengas, carajo! ¿Es que no oyes a los bueyes llorando? !Buen condena’o! !Métele caña al molino hasta que esprima el bagazo; antes de que te dé otro foetazo!

    El esclavo, tal como había aprendido de sus antepasados, no decía nada. Cumplía las órdenes del capataz como si fuera un zombí. Así lo habían hecho sus predecesores por más de trescientos años, desde que llegaron amarrados en los barcos negreros que venían del sur africano hacia las misteriosas islas caribeñas. Obedecía en silencio como solo los negros esclavos sabían hacerlo. Sin responder ni con la mirada, a los abusos de los dueños de las plantaciones de Saint Domingue. Aceptando con impotencia y dolor, los latigazos de los capataces que sin piedad, le sacaban sangre y sudor de las espaldas desnudas. A veces, cuando el capataz se alejaba para completar la ronda alrededor del trapiche donde se molía la caña; para castigar a los demás esclavos que se descuidaban en la molienda, el negro gemía una y otra vez. Se quejaba en voz baja. El lamento de su mala suerte era pasado con un gemido al siguiente compañero que empujaba la enorme rueda de hierro del ingenio demoledor. Tembloroso por temor al retorno del capataz; como un escape a su destino, con la voz ronca repetía una y otra vez sus lamentos, tarareando los cantos en el creole de sus antepasados, repitiendo con dolor, la maldición de sus quejidos y sus penurias.

    !Ay Papá Bondyé! Donne moi force pour le trabai! Moi gangú pour la eternité! Je moi allé la cai! L’Afrique est moi destine finale! !Mois ancestres, Metre Silís, Bouckman y Macandal me va’ ayudá!

    !Pum-kutupum- pump um! Kutu-pum pump pum!

    Los quejidos y lamentos del esclavo que conducía el trapiche, tenían suficiente fuerza para resistir los golpes certeros que, como hechizos de fuego, descendían con la rabia y la fortaleza del implacable capataz. Cuando el látigo sonada en la punta, un silbido de dolor le precedía. El negro gemía. Gemía sin derramar ni una sola lágrima, abrumado por los latigazos del capataz. El esclavo empujaba las ruedas del trapiche lentamente, despacito, para sacarle la última gota de guarapo a la caña como si estuviera esprimiendo su propia sangre. El látigo implacable zumbaba en el aire cálido del cañaveral, segundos antes de golpear la espalda, ablandando la piel de los esclavos tras recibir el impacto, una y otra vez. Así se abría la carne para que la sangre descendiera profusa de las heridas por la insistencia del látigo infernal. Ese látigo maldecido, una y mil veces por los esclavos, se introducía durante trece horas en un tanque de agua con pringamosa, ceniza y sal para que la picazón fuera más efectiva; más intensa; para que doliera cien veces más. El mayordomo lo hacía con la destreza y el impulso de los colonos. Lanzando el látigo hacia un lado; golpeando hacia el otro. Eran golpes certeros lanzados a la diestra y la siniestra para que todo el negro presente, recibiera su cuota de latigazos. El estaba repitiendo lo que aprendió de sus amos blancos. Lo golpeaba, haciendo sonar el foete en el aire, como si estuviera domando a los animales más rebeldes y salvajes de la región. El capataz castigaba como el sol calcinate de la region tropical. Golpeaba sin compasión, hasta que el sudor y la sangre descendían de la piel rajada del negro encadenado. El verdugo gritaba a los cuatro vientos para que los amos, dueños de la plantación, escucharan sus órdenes. El quería que los amos blancos supieran que él era implacable con los esclavos aunque fueran sus propios hermanos. El mayoral sabía que estaba golpeando a su propia raza. El era mestizo. Pero en nombre de la sangre blanca de su progenitor, golpeaba con saña al esclavo negro bajo sus órdenes. El hombre, se ensañaba con furia despiadada. Parecía que estaba vengándose del padre blanco que lo engendró. Odiaba con violencia al macho que lo trajo a este mundo, como fruto talvez, de una violación a su madre negra en el cañaveral de la sabana, en la cañada del cerro; en el río de la montaña ó en los barracones de los esclavos y los sirvientes de los amos blancos que vinieron de Francia. Por eso, gritaba con sus ojos como dos bolas de fuego. Desorbitados como tienen los ojos, los zapos de la laguna de Saint Jack, en donde beben los animales de Cabo Haitiano y se bañan las siete doncellas de Metresilís. Sin detenerse, el capataz le gritaba al esclavo, con la agresividad de un perro con la rabia:

    !Que no se te antoje compararte conmigo! ¡Negro del diablo! !Mira mis ojos que son azules como los del Patrón; como el cielo que está allá arriba y al que tú nunca llegarás! !Tú eres un negro sepio como el azabache, como el carbón del Congo! !Avanza negro desgraciado que estas son las últimas pelas que te doy por haragán! Ruégale al espíritu de Macandal, Bouckman y Metresilís para que los rebeldes lleguen pronto a liberarte del infierno de este mundo! !Ahora trabaja duro. Canto e’desgracia’o! !Volé Caguite! !Volé cosó! !Revuélcate como cerdo en la pocilga; como se revuelcan las negras en La Cueva de La Mulate! Si me hace pronunciar el nombre de Macandal otra vez, te juro que te quemo el culo con un hechizo! ¡Para que te mueras a fuego lento en la hoguera como le pasó a Macandal en la Catedral del Perpetuo Socorro de Cabo Haitiano! !Así te irás a vagar por el mundo con la nalga ardiendo. Para que te vayas libre pero marca’o! ¡Volando pa’l infierno, con las nalgas quemadas como los negros que quieren la libertad! !Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja!

    El sarcasmo macabro y las carcajadas del capataz de la plantación causaban pavor entre los esclavos. Rogándole así con sus gemidos lastimeros, a los dioses que quedaron en la lejana Africa para que sus amos y los capataces tuvieran la compasión de acabarlos de matar para no sufrir tanto. Si morían, sus penurias se quedaban en este mundo; deambulando en las montañas de Saint Domingue, Brasil, Cuba y en los pantanos de La Luisiana. Repiqueteando los tambores; saltando por los cerros y los picos de las antillas en donde ejercían su dominio absoluto, las grandes naciones de Europa. Esclavizándolos y amarrándolos como si fueran perros rabiobiosos; como si los negros no fueran seres humanos. Condenados a penar para siempre en los cañaverales; en las plantaciones; en los campos de íñdigo y café en las Antillas caribeñas; convertidos en fantasmas y animales; poseídos por los espíritus del más allá. En cambio, si morían encadenados por el maltrato que sufrían en las plantaciones, sus almas volarían como los pájaros, a la tierra de la libertad en el Africa de sus ancestros. Por eso, cada latigazo del verdugo se convertía en un paso hacia la puerta grande de la muerte en donde su dolor se calmaría aunque su alma no fuera a parar al mismo paraíso que le anunciaban los curas y pastores a los blancos de Saint Domingue y el Vaticano. Era un paraíso falso ofrecido por quienes en nombre de Dios, le ofrecían un pedazo de cielo con tal de anestiarlos para que pagaran con su sudor, la expansion de las Iglesias y sus religiones La Hispaniola. Las prédicas amanazantes que los enviaría al infierno, llegaban al hemisferio con blancas vestimentas y amenazantes sermomes mientras esos curas y pastores se presentaban como mansas ovejas para engatuzarlos, engañarlos, al tiempo que disfrutaban de las riquezas que producía una esclavitud cruel, despiadada, brutal.

    !Pum-Kutupum! –Pum! Pum! Pum!

    Pum!Pum!Kutupum! Pum –Pum!

    Los esclavos se habían acostumbrado al dolor; al castigo del capataz y sus amos blancos. Para liberarse, solo esperaban que los dioses africanos escucharan sus plegarias y quejidos. El chirrido de las cadenas y los trapiches de los ingenios se habían unido a la gran batalla que se aproximaba con la llegada del nuevo siglo. Las montañas de Ayití repiqueteaban los golpes de los tambores anunciando el inicio de la sangrienta contienda. Los esclavos exhibían las afiladas mochas y machetes que cortaban todo lo que encontraban a su paso. Los blancos temblaban, impotentes en las plantaciones mientras sus mujeres gritaban con desgarro por la penetración` violenta de un miembro viril en busca de venganza sin pensar en ningún placer que le pudiera causar su inesperado acto sexual. Desde los cuatro puntos cardinales, cada tambor traía el mensaje de libertad. Los esclavos, se habían sublevado. Así lo hacían cada vez que su estado de esclavitud alcanzaba el límite de la explotación inmisericorde de los colonos de Francia. Los negros se sublevaban cuando los golpes lo ponían en contacto con los espíritus del más allá que se encontraban en las llanuras y las montañas del Africa. Era una cadena infinita de sangre y de dolor que conectaba a los tres continentes. Era una larga cadena que formaba un triángulo de padecimiento en las bodegas de los barcos que los transportaban de la libertad a la esclavitud. Hasta el presente, es la más horrenda explotación esclavista; que tenía como punto de entrada la Bahía de Cabo Haitiano. Cada montaña de Ayití, repetía con perfecta simetría, el grito de liberación de Macandal, Bouckman y Tousaint Louverture. Los cerros y las montañas que rodean a Cabo Haitiano, amplificaban el clamoroso sonido que cada músico arrancaba con el raspado de sus manos callosas por el trabajo forzado, a los cueros de los tambores para repetir la batalla con la llegada de cada noche en Saint Domingue. –Pum-Kutupum- Pum-Pum!. En la lejanía, se escuchaban los gritos de víctimas y victamarios en el colapso del milenio. Las noches caribeñas se preñaban con los cantos y las voces que anunciaban la caída del dominio colonial y la huida desesperada de los patronos. Los esclavos bailaban y cantaban como si estuvieran poseídos por los espíritus de sus antepasados. Sus voces cambiaban de tono anunciando su reino; el reino de la rebeldía. Era la justa revancha contra la explotación de sus amos blancos, criollos y mulatos. Los mismos amos que descendían de los bucaneros y filibusteros; los que nacieron en la Isla La Tortuga. Los mismos que impusieron el sistema colonial de las plantaciones en Saint Domingue. Los líderes rebeldes querían, acabar con el sistema de opresión que encadenaba a su raza en toda la región del Caribe. Los cantos y los tambores habían formado un enorme maremoto social con un mensaje claro:

    !Pour la liberté; Pour Saint Domingue y pour Ayití: Al attack de toute le colonizator! !Oh Papá Bonyé, donne moi force pa’ la batalle finale! !Vivre Metré Silis, Anaisa, Dessalinne, Macandal y Louverture!

    !Pum-kutu-pum-pum-pum! Kutu-Pum-Pum!

    En la última curvita del cerro de La Mulate que sirve de protección natural a Cap-Haitienne, se veía una larga caravana de carruajes que parecían tener mucha prisa para entrar en la ciudad antes de que el manto de la noche les diera alcance. El carruaje que iba al frente, se distinguía por unos llamativos adornos que sobresalían de los demás coches. Pero el distintivo que más llamaba la atención, era un gigantesco caballo que galopeaba junto al carro principal. La musculatura de ese animal causaba espanto. Sobretodo, porque su miembro masculino estaba siempre erepto, aún cuando los tiros de los cañones sonaban por doquier. El corcel causó tanta atención, que una señora de curvilínea figura, asombrada por las cosas tan extraordinarias que presenciaba, se escondió en una casa junto al camino para ver el reperpero desde una ventana. La voluptuosa caribeña no alcanzaba los treintitrés años. Caminaba con premura, balanceando las nalgas como si fueran dos enormes calabazos. Marchaba con la gracia de una potranca en calor. Como caminan las mujeres criollas y mulatas de Saint Domingue. Meneando los glúteos al ritmo de una música que siempre llevan por dentro; como si estuvieran escuchando la cadencia de los tambores africanos. Esa era la única música que las liberaba de las cadenas de la esclavitud eterna. Cuando se creía que había salvado el pellejo, la voluptuosa negra solo atinó a decir bajo asombro:

    !Mon Dieu! Je croi que nous sont avant la finale du le monde! !Voilá le chevalle Blanche avec le grand…!

    No se pudo entender la última parte de la oración porque los cañonazos venían zumbando a corta distancia. Los disparos producían un ruido que ensordecía a la gente y a los animales de Cap Haitienne. Cuando terminó de pronunciar la palabra grande, la dama, tras utilizar su brazo izquierdo para hacer una señal de morboso contenido, indicando el tamaño del miembro reproductivo del caballo, al no poder resistir ni el espanto ni la

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