Rabá: "El Milagro De El Cerro Gordo"
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El caso Rab despierta indignacin global, moviendo conciencias sociales, religiosas y polticas. Mario, hijo de Rab, con una magistral estrategia prueba inocente al octogenario poltico. Pero las torturas fsicas y psicolgicas sufridas en la crcel provocan en Rab una regresin psquica que lo lleva a la mentalidad de un nio de cinco aos.
En medio de la vorgine que estos eventos significan para l y su familia, Rab, sus hermanos (uno de ellos ahora Cardenal y candidato a Papa) y dos amigos, en un flashback a su infancia en 1930, viven de nuevo el Milagro de El Cerro Gordo.
Iván R. Balconi PhD
Iván Raúl Balconi Reyes nació en la finca El Cerro Gordo ubicada en El Progreso, Guatemala, el 10 de Junio de 1933. Su madre, Alejandra, hija de padres guatemaltecos; su padre Achille, llegó a Guatemala con su padre y una hermana alrededor de 1900, provenientes de Milán. Fue el menor de cuatro hijos: Aquiles, José Luis y César Alfredo. Su padre murió cuando tenía once años. Con muchos sacrificios por parte de su madre, cursó la secundaria y el bachillerato. En 1955 contrajo matrimonio con su novia de su niñez, Amanda, obteniendo pocos meses después una beca para estudiar la licenciatura y maestría en la Universidad de Wisconsin. Retornó a Guatemala en 1961 y en 1963 fue becado por la Fundación Rockefeller para estudiar el doctorado en la Universidad Estatal de Carolina del Norte. Su vida profesional ha sido en México, país en el que ha vivido desde 1967.
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Rabá - Iván R. Balconi PhD
Copyright © 2014 por Iván R. Balconi, PhD.
Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2014914880
ISBN: Tapa Dura 978-1-4633-9123-2
Tapa Blanda 978-1-4633-9122-5
Libro Electrónico 978-1-4633-9121-8
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
Fecha de revisión: 26/08/2014
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Índice
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPITULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII
CAPÍTULO XIX
CAPÍTULO XX
CAPÍTULO XXI
CAPÍTULO XXII
CAPÍTULO XXIII
CAPÍTULO XXIV
CAPÍTULO I
Enseguida voy para allá
, dijo el sacerdote y colgó el auricular. A toda prisa se quitó la sotana, la colgó en un gancho y la colocó dentro del armario. Del mismo mueble tomó un saco gris que hacía juego con el pantalón, dejando solamente la camisa negra y el cuello blanco almidonado que fácilmente lo identificaba como un religioso. En camino al estacionamiento de la iglesia, en donde se encontraba su automóvil, trató de evitar preocupación y sobresalto innecesarios. Monseñor Moncada salió del estacionamiento y tomó la ruta hacia Hospital Italiano, cuyo director lo había requerido con urgencia. A través de la línea telefónica, la voz de la secretaria del Dr. Ventura había transmitido consternación y alarma, apremiando su presencia en la oficina del galeno; obviamente se trataba de algo poco usual, considerando que no era su día de su visita semanal al sanatorio y por el tono de excitación percibido en la llamada recibida.
No podía definir las sensaciones que experimentaba; no eran propiamente desazón ni curiosidad. Era una especie de inquietud punzante a la que no estaba acostumbrado. Decidió analizar esa sensación una vez conociera los detalles. Con calma, se resignó al martirio de los congestionamientos de tránsito, clásicos en toda la ciudad a esa hora, y a los rayos de sol que penetraban a plomo por el parabrisas de su auto.
Era casi la una de la tarde de un día con cielo azul y ambiente seco. Con un poco de vapor entre la piel y la ropa, Monseñor Moncada cruzó el vestíbulo del hospital dirigiéndose a la recepción. Vestida impecablemente con uniforme color de rosa, la recepcionista - distinguida y de finas maneras - lo saludó con cortesía y cordialidad. Como muchas de las personas que ocupaban diversas áreas de atención el público, la recepcionista era parte del grupo de damas de alta sociedad que hacía labores de voluntariado en el hospital.
Monseñor, buenas tardes. ¿Cómo está usted?
Con un poco de calor, pero muy bien señorita, gracias
.
Me indicó el Dr. Ventura que vendría usted en visita especial
, comentó la recepcionista, extendiéndole un gafete de invitado. Pase usted al noveno piso, habitación 995, lo están esperando
.
Se entreveró con la pequeña multitud que aguardaba frente a los cuatro elevadores. Era la hora de mayor ajetreo en las diversas áreas del hospital con las aglomeraciones de costumbre. Nunca había reparado y menos le habían causado incomodidad alguna los breves momentos de relativo hacinamiento en el interior del ascensor. En esta ocasión, sin embargo, el recorrido normalmente con escalas en cada piso, se le hizo largo e incómodo.
Tuvo cierto sentido de culpa por su impaciencia. Se dio cuenta que las rodillas le temblaban y elevó una plegaria, pidiendo perdón al Señor por su debilidad. Monseñor Moncada no podía evitar el desconcierto, ya que a lo largo de varios años de visitas pastorales, había recibido la bendición de la serenidad y fortaleza para compartir la buenaventura de la fe con las ovejas del Señor agobiadas por males sin remedio.
No aspiraba a la gracia de la sabiduría ni de la bondad, pero esa labor lo colmaba de dicha; ante personas – la mayoría de ellas personajes e incluso potentados - podía predicar la humildad y la misericordia infinita del Todopoderoso. En su misión pastoral no cargaba el peso de una cruz. Por el contrario, abrevaba y se nutría en una fuente inagotable de gozo. Tarea, que conforme a su intensidad, era el cúmulo de sus recompensas; llevaba a cabo su misión con tesón, discreción y gratitud verdadera sin expectativas de visibilidad, pero cuyo fruto era perceptible y enriquecía su sentido de propósito.
Aunque desempeñaba sus faenas espirituales en este hospital para gente con fortuna y poder, Monseñor Moncada derramaba devoción y vocación hacia sus semejantes con una óptica diáfana. De ninguna manera era un prelado que, desde un campo de golf, el mercado bursátil o una mesa para gourmets, comercializara redenciones a diestra y siniestra. Entendía la naturaleza humana; con mente clara se sabía expuesto a la flaqueza, pero enfrentaba sus debilidades desde la oración y la contemplación de su razón de ser.
Firme, su identidad era solamente la de un pastor entregado a un rebaño de corazones que, dócil o exigente, buscan la vereda hacia la salvación. En algunos casos, corazones que se apartaban de la penumbra y volteaban hacia la luz con la esperanza de la misericordia infinita. Rostros mansos, liberados de la duda, de la incertidumbre y con los arrestos para sobreponerse al miedo, aceptando el sufrimiento como expresión de otros mandatos. Memorias haciendo un recuento cabal de las bondades que animaron sus vidas y comparándolas con sus virtudes y merecimientos.
En otros casos, más difícil y siempre extenuante, resultaba encaminar criaturas física, mental y espiritualmente obesas y tan torpes como necias, cuyo apetito sólo los conduce a sus propias concepciones de la salvación y las alturas. Criaturas ajenas a la esencia más elemental de la verdad; verdad que insisten en dictar ellos mismos aunque ésta se manifieste en forma inexorable e inescrutable. Seres que asumen la crucifixión de su prójimo sin reflexionar en la más remota posibilidad de un calvario propio.
Mentes donde no cabe el fin del principio, solo la pretensión de omnipotencia aún ante la realidad de la impotencia y la indefensión. Gente, cuyos atributos creativos se descomponen, y que reniegan de cualquier indicio de vulnerabilidad, decadencia y finitud.
Pensamiento teóricamente indestructible que niega la existencia de designios u oficios superiores y que se forja en el desacato de la creación. Hombres o mujeres embargados por la esencia y la presencia del diamante. Almas temerarias, pero temerosas, que no admiten temor alguno, pero dados a santiguarse y a dar limosnas generosas a cambio de indulgencias mecánicas que les garanticen clemencia magnánima, de llegar a ser necesarias.
Maricarmen, la enfermera en jefe del piso para enfermos terminales y a quien el prelado conocía muy bien, lo esperaba a la salida del elevador. Ambos omitieron formalidades.
Venga conmigo, Monseñor
. Con pasos apresurados, atravesaron el pasillo hacia la habitación 995.
¿Qué ocurre, Maricarmen?
El señor Rabá se recuperó del estado de coma
, le respondió sin detenerse.
¿Cuándo?
Hoy. No sé a que hora. Lo llevaron a terapia intensiva para observación, pero ya está de regreso.
Monseñor se detuvo; con toque suave, sujetó el brazo de la enfermera.
Espere, Maricarmen. Tranquilícese. ¿Dice que el Señor Rabá salió de coma?
dijo el prelado, continuando:
Para mí eso es una bendición de Dios. Para la medicina esas cosas pueden ocurrir. ¿Porqué tanto azoro Maricarmen. Quedó muy mal?
No. Monseñor.
¿Hubo complicaciones?
No, Monseñor… quiero decir… decir sí, Monseñor
.
Maricarmen, por favor
.
No lo va usted a creer, Monseñor
.
Maricarmen, yo creo lo que otros seres no. Ahora serénese
, le respondió en forma pausada.
Tiene usted razón, Monseñor, pero bueno… pase conmigo por favor
"¿Ya lo vio el Dr. Ventura?, preguntó el pastor antes de cruzar la puerta de la suite.
Desde luego. De inmediato llamó a una junta de directores de área y especialistas. El Dr. Ventura le suplica que lo espere
.
El señor Rabá despertó muy lúcido… está muy fresco y muy platicador. Como si fuera un niño, Monseñor
, le anticipó la enfermera.
Bien, vamos de una vez
.
En lugar de la penumbra y densidad peculiares de un cuarto de hospital, Monseñor Moncada entró a una suite con las ventanas abiertas de par en par y las cortinas corridas, envuelta en un manto de luz natural. No se sentía calor ni acidez en el ambiente; había frescura, color y un aroma a flores que subía desde los grandes jardines que circundaban el hospital.
Raro en la ciudad, donde la deforestación y la contaminación habían desterrado prácticamente a las aves silvestres, se escuchaban los trinos de zenzontles, gorriones y tortolitas. Con todo el lujo de un penthouse, la habitación no le produjo, sin embargo, una impresión de opulencia. Por alguna razón, se le hizo alegre, risueña y sencilla. Palpitante y llena de vida.
Maricarmen lo condujo hasta el fondo de la habitación donde se encontraba el paciente. Sentado, recargando la baja espalda sobre la cabecera reclinable de la cama, el Señor Rabá coloreaba unas figuras que había dibujado sobre hojas de papel blanco. Tenía flexionadas las rodillas, de manera que le sirvieran como apoyo para el cuaderno de dibujo. Había pulso en los trazos del lápiz y soltura suave, ligera e intensa en el manejo del crayón.
Buenas tardes, Señor Rabá, le presento Monseñor Moncada. Viene a saludarlo.
El paciente, un hombre de unos 80 años, levantó el rostro, de nariz prominente y pómulos bajos. La barba - cerrada, entrecana e impecablemente acicalada - cubría maxilares y mentón vigorosos y bien definidos.
El sacerdote extendió la mano.
Es un gusto conocerlo, Señor Rabá
.
Rabá hizo un gesto de extrañeza e impaciencia, mientras tomaba la mano de Monseñor Moncada y la levantaba, juguetonamente, de arriba abajo.
¿Porqué me dicen señor? Yo todavía soy un niño. Cuando sea grande van a llamarme señor, pero ahorita soy niño
.
Monseñor Moncada se quedó de una pieza, tratando de entender el comportamiento juguetón del Señor Rabá. Había hecho la voz de niño, quizá de unos 5 o 6 años, con el delgado timbre y la tierna entonación de unas cuerdas vocales apenas en desarrollo. Volteó la mirada hacia Maricarmen quién no acertaba a balbucear siquiera.
¿Tú cómo te llamas?
Moncada no sabía si responder o dejar que el anciano siguiera hablando. Con la mirada, Maricarmen lo instó a contestar.
¿Yo. Cómo me llamo?
Sí
.
Diego. Diego José Moncada
.
¿Conoces a mi papi?
Dejándose caer pesadamente sobre la silla que le había acercado Maricarmen, el prelado examinó la faz de Rabá. Grandes y hundidos, sus ojos color café oscuro brillaban con fuerza y se movían incesantemente como si con cada mirada hiciera un descubrimiento. Su tez morena tenía cuerpo y lozanía. Delgados y bien delineados, sus labios eran suaves de textura y pálido carmesí de color.
Maricarmen hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. A estas alturas Moncada decidió que, realidad o ficción, le seguiría el juego al paciente. Así que respondió:
Si, claro que lo conozco
.
¿Es tu amigo?
Si, Rabá, desde hace mucho. Fuimos juntos a la escuela
.
¿Están en el mismo trabajo?
No. No somos compañeros de trabajo
.
¿Entonces, tú en qué trabajas?
Monseñor Moncada tuvo una idea.
A ver, Rabá, mírame bien. Mírame bien y adivina en qué trabajo
.
Rabá lo escudriñó de arriba abajo por varios momentos.
"Ya sé. En una oficina grande