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El judaizante Rafael Gil Rodríguez y el declive de la Inquisición: Nueva España, siglo XVIII
El judaizante Rafael Gil Rodríguez y el declive de la Inquisición: Nueva España, siglo XVIII
El judaizante Rafael Gil Rodríguez y el declive de la Inquisición: Nueva España, siglo XVIII
Libro electrónico439 páginas8 horas

El judaizante Rafael Gil Rodríguez y el declive de la Inquisición: Nueva España, siglo XVIII

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Gil Rodríguez, criollo novohispano, fue acusado de herejía por la Inquisición del siglo XVIII. A partir de las ideas ilustradas y de las circunstancias existenciales del reo, podemos entender el contexto y la mentalidad de la época.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 ago 2021
ISBN9786074177800
El judaizante Rafael Gil Rodríguez y el declive de la Inquisición: Nueva España, siglo XVIII
Autor

Silvia Hamui Sutton

Silvia Hamui Sutton obtuvo el Doctorado en Letras en la UNAM con Mención Honorífica. Ha sido docente en la UIA desde 1997 hasta la fecha y en la UNAM desde 2007. Colabora en el programa de posgrado en la Maestría en Docencia para la Educación Media Superior en la UNAM. Algunos de sus libros publicados son: Interpretaciones literarias como apertura hacia el universo del “otro” (2009-UIA); El sentido oculto de las palabras en los testimonios inquisitoriales de las Rivera: judaizantes en la Nueva España (2010-UNAM); Lecturas desglosadas. Oralidad y escritura en la narrativa mexicana (2018- UIA). En 2009 le fue otorgado el Premio Rabino Jacobo Goldberg por su artículo: “Identificadores de los judaizantes y la re-significación de sus rituales en el contexto novohispano”. Obtuvo el Reconocimiento al Mérito Universitario 2019 por la sobresaliente trayectoria profesional en la UIA. Es acreedora de la Medalla Ernesto Meneses Morales (UIA-2020). Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) del CONACyT.

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    El judaizante Rafael Gil Rodríguez y el declive de la Inquisición - Silvia Hamui Sutton

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    El judaizante Rafael Gil Rodríguez y el declive de la Inquisición:

    Nueva España, siglo XVIII

    El judaizante Rafael Gil Rodríguez y el declive de la Inquisición:

    Nueva España, siglo XVIII

    Silvia Hamui Sutton

    Universidad Iberoamericana

    Departamento de Historia

    UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA CIUDAD DE MÉXICO.

    BIBLIOTECA FRANCISCO XAVIER CLAVIGERO

    D.R. © Universidad Iberoamericana, A. C.

    Prol. Paseo de la Reforma 880

    Col. Lomas de Santa Fe

    Ciudad de México

    01219

    publica@ibero.mx

    Versión electrónica: abril de 2021

    ISBN: 978-607-417-780-0

    Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización del editor. El infractor se hará acreedor a las sanciones establecidas en las leyes sobre la materia. Si desea reproducir contenido de la presente obra, escriba a: publica@ibero.mx

    Hecho en México.

    Digitalización: Proyecto451

    Índice

    Introducción

    Capítulo I

    Contexto. Algunos rasgos de la mentalidad del siglo XVIII

    Capítulo II

    Fragmentos de la vida de Rafael Crisanto Gil Rodríguez

    Capítulo III

    La Ilustración desde la mirada científica, mística y literaria de Rafael Gil Rodríguez

    1) Conocimiento poético

    2) El Mesías de Caballería

    3) Newton en la formación científica de Rafael Gil Rodríguez

    4) Sistema de Religión

    Capítulo IV

    ¿Locura o exceso de razón?

    Capítulo V

    Final: incertidumbre del destino de Rafael Gil Rodríguez

    Anexo

    Disertaciones gramaticales de Rafael Gil Rodríguez

    Fuentes

    Acervos documentales

    Bibliografía

    para Zury

    La identidad, un tema que,

    por su propia naturaleza,

    resulta elusivo y ambivalente.

    Zygmunt Bauman

    Introducción

    El discurso de la otredad nos abre un posible acercamiento hacia los actores representados en los testimonios inquisitoriales. Hablar del otro implica enfrentarnos a contrastes, dualidades y desdoblamientos: por un lado, la posición del yo, que tiende a crear paradigmas, etnocentrismo y homogeneidad; por otro lado, lo extraño o diferente que, desde el yo, es una paradoja en tanto atrae y repugna al mismo tiempo: se habrá de definir por su antagonismo con lo semejante, lo familiar, lo cercano y se convertirá en el sostén de la arquitectura de las identidades políticas e históricas. (1) Generalmente el otro se asocia con el extranjero que amenaza la tradición, las costumbres y las creencias del yo y su núcleo social, por lo que se le excluye o ignora. (2)

    Desde el punto de vista del otro hacia el yo se plantea la diferencia en el posicionamiento de la verdad, pues actúa bajo sus referentes tradicionales (lengua, cultura, religión) que, en otra medida, representan su deber ser. Ante este contrasentido, nos preguntamos: "¿quiénes son los otros? ¿Acaso los excluidos, los desterrados, las víctimas? ¿O no son también, con igual derecho, los enemigos, los verdugos, los perseguidores? [...] cualquiera de ellos representa un nuevo lugar, una figura inédita de la enunciación". (3)

    En cualquier perspectiva, el otro es aquel que nos obliga a cuestionar el valor de lo ‘propio’. (4) Así, no sólo se trata de hablar de víctimas y victimarios, de inquisidores y judaizantes, sino de una gama de actitudes e identidades que afloran de acuerdo con la circunstancia. Por un lado, la posición de las autoridades (el yo) cuya ventaja está en que las leyes, reglas, convenciones, religión, política y hegemonías están de su parte. Por el otro, la mirada del excluido, la víctima, el pecador o el bárbaro (otro) que está propenso a lo provisional, al cambio, a la relatividad del acontecimiento.

    Ahora bien, el concepto inacabado de otredad nos lleva a otro igual de fluctuante, es decir, la identidad o las identidades (es preciso indicar que éstas se conciben en distintas dimensiones y jerarquías, tanto a nivel individual como colectivo). Puede construirse a partir de la conciliación de afinidades con individuos del mismo grupo social, delimitando fronteras en relación con grupos sociales externos; por otro lado, se erige desde la perspectiva de estos últimos, que plantean otro enfoque de la misma realidad. Así, es una dialéctica que depende de la mirada desde donde se determine: ambas posturas se requieren mutuamente para configurar el yo-otro. Al ser parciales y cambiantes, las identidades pueden resultar en actitudes de exclusión o de intolerancia. Según Zygmunt Bauman, (5) la identidad puede ser auténtica o putativa, integrada al ser o efímera; en todos los casos es una comunidad de ideas y principios que van cambiando (en mayor o menor grado) a través del tiempo.

    En el contexto novohispano del siglo XVIII, los criptojudíos (6) representaban una de las minorías sometidas por la Iglesia y la Corona. Implicaban la contraparte del deber ser, por lo que las autoridades ejercían su poder sobre ellos utilizando estrategias violentas, tanto ideológicas como físicas. No se daban cuenta de que requerían al otro para darse sentido y alimentar su propia identidad. El concepto de nosotros y de los otros, en el contexto novohispano, estaba marcado, por una parte, por la Iglesia católica que pretendía la homogeneización ideológica, y por otra, por grupos minoritarios que se alejaban de las normas (indígenas, brujas, protestantes, judíos, etc.). Levinas menciona que:

    La historia, relación entre hombres, ignora una posición del Yo con respecto al Otro en la que el Otro permanece trascendente con relación al Yo. Si no soy exterior a la historia por mí mismo, encuentro en el otro un punto, con respecto a la historia, absoluto; no al fusionarme con el otro, sino al hablar con él. La historia es fermentada por las rupturas de la historia en las que se emite un juicio sobre ella. Cuando el hombre aborda verdaderamente al Otro, es arrancado de la historia. (7)

    Es decir, la tesis y la antítesis, al rechazarse, se llaman. (8) De esta manera, el objetivo de este trabajo es mostrar, a partir de testimonios inquisitoriales del siglo XVIII durante el Virreinato, cómo las identidades y valores, tanto de las víctimas como de los victimarios, en ocasiones, tienden a confundirse. Las fronteras ideológicas, ya sean de los inquisidores o de los judaizantes, se transgreden entremezclando las posiciones identitarias o roles sociales establecidos. La consigna de represión y exclusión impuesta contra los herejes resulta paradójica en tanto rompe con la plataforma compartida de los valores, pensamientos y formas de representación del habitus colectivo, que deviene en un otro inferior. Conceptos como el honor, el conocimiento o el linaje son valores que defienden tanto las autoridades como los reos en las cárceles secretas. Es decir, la problemática reside en que la herencia del pensamiento hispano permea tanto en los cristianos como en los conversos: ambos comparten la mentalidad y las estructuras sociales, por lo que estos últimos defienden su identidad peninsular aludiendo a dichos valores para enfrentar a los inquisidores.

    El recorrido existencial de Rafael Gil Rodríguez, acusado por judaizar, brinda evidencias de este amalgamiento de fronteras ideológicas que abre el paso al afianzamiento de la modernidad. En el plano religioso, por otro lado, se observa la tendencia de la época a partir de la elaboración de un sistema de religión por parte del reo, que entremezcla ambas religiones (judaísmo y cristianismo) y muestra una especie de alianza no excluyente impregnada de referentes científicos y racionales.

    Como se ha mencionado, en los discursos de la otredad se implican las prácticas de exclusión; sin embargo, hay que tener presente que al eliminar al otro se anula una parte de sí mismo (del yo), en tanto la diferencia reafirma la identidad. Tanto los testimonios de los reos como de los inquisidores marcan ciertas pautas para diferenciarse unos y otros; no obstante, comparten la lógica del ethos. Así, el trabajo se estructura a partir del discurso de los jueces (inquisidores, médicos, alcaides o familiares del Tribunal del Santo Oficio) por un lado, y de los argumentos de autodefensa del acusado, el judaizante Rafael Crisanto Gil Rodríguez, en los que se pueden observar las influencias de la Ilustración —con la aceptación explícita de su transgresión— en su judaísmo. Su actitud soberbia frente a los inquisidores también está impregnada de tendencias científicas, ideas de libertad importadas de Francia, de referentes literarios o ideas del protestantismo extendido por Europa.

    A diferencia de siglos anteriores, en Nueva España, bajo el imperio de la Corona y de la Iglesia se pueden observar algunas diferencias de actitudes en torno al ejercicio del poder, tanto de los inquisidores como de los reos. Una de ellas, por ejemplo, era el miedo que los primeros infundían en los segundos en el siglo XVII (durante la llamada gran complicidad), en contraste con la actitud más relajada de los inquisidores frente a los judaizantes en el siglo XVIII, pues tenían otras prioridades. Como describe Mayer:

    La Nueva España se había aferrado por largo tiempo a los patrones de pensamiento derivados de las posturas más conservadoras. Es digno de notarse cómo se vislumbra en el discurso del siglo XVIII el mismo miedo que se reflejaba en la época del arzobispo Montúfar (fines del siglo XVI) al contagio que pudiera sufrir el virreinato de corrientes de pensamiento indeseables. Tempranamente en la historia colonial se temía la entrada del protestantismo, y las instrucciones del prelado e inquisidor granadino habían sido explícitas a favor de la persecución de cualquier sospechoso. Mucho tiempo después, Miguel de Branciforte (virrey de 1794 a 1798) fue instruido para evitar a toda costa la penetración de agentes y propaganda revolucionaria que provenía de Francia. (9)

    El temor de la Iglesia de ser cuestionada en sus dogmas y preceptos estuvo siempre presente; sin embargo, con las tendencias racionalistas y de libertad, el peligro se hizo aún más evidente. Los luteranos, los judaizantes o cualquier otro enemigo de la fe católica, con sus ideas antieclesiásticas, representaban el riesgo para la institución. La otredad, en este sentido, implicaba en menor medida la amenaza de los herejes.

    En esa época (siglo XVIII) el énfasis de las persecuciones ya no estaba enfocado en los judeo-conversos, sino en los soldados, luteranos, franceses o quienes traían ideas revolucionarias de Europa en contra de la Iglesia. Así, también los inquisidores tuvieron que modificar su discurso y sus prácticas de acuerdo con los intereses y necesidades que enfrentaban.

    El Santo Oficio, al paso de los años, cambió de intereses y de víctimas, pues diferentes tipos predominaban en épocas distintas. En general, la Inquisición y sus secuaces se dedicaron a investigar, denunciar y arrestar todo el que manifestara conductas que salieran de las normas de la ortodoxia, en su celo por defender la fe. Así, vigilaban estrechamente las costumbres para ellos paganas (idolatría, sacrificios), la superstición (hechicería y brujería, curanderismo), la blasfemia, las prácticas de carácter sexual (fornicación simple, concubinato, bigamia, incesto y homosexualidad), amén de los brotes de luteranismo, calvinismo y judaísmo o los acontecimientos de los diferentes períodos, cuando sentían que amenazaban su orden social impuesto. (10)

    Ahora bien, para entender la mentalidad de los inquisidores podemos detenernos en el concepto de etnocentrismo planteado por Todorov. Observamos que la imposición de sus valores presuponía la concepción de la verdad en torno al constructo religioso, las costumbres, fisonomías y dinámicas sociales: Los españoles e hispanoamericanos consideraron su fe como única y universal y por lo tanto como verdadera. La herejía era por ello inaceptable, por ser falsa, imperfecta y hasta monstruosa. Negarla se convirtió en parte constitutiva del ser novohispano. (11)

    Es sabido que el sistema imperial estaba representado por dos instancias superiores: el rey y el papa. Todos los demás actores sociales eran vasallos. Las jerarquías supremas de ambas instituciones contemplaban, en los reinos de España, al virrey (autoridad civil) y al arzobispo (autoridad religiosa), que a su vez devenían en sus propias ramas y representantes. Es indudable que dichas autoridades mostraban una actitud paternalista que dictaba las normas y castigos. La imposición legalizada de una sola identidad y forma de vida fomentaba, paradójicamente, las diferencias enfatizando el nosotros (yo) y el ellos (otros) en diferentes planos. Tanto los espacios como las demostraciones de poder marcaban los contrastes: las catedrales y palacios, por un lado, así como los vestuarios o protocolos, distinguían al virrey y al arzobispo del resto de la sociedad, analfabeta en su mayoría.

    Otro estrato que definía la identidad en la Nueva España era el esquema estamental que organizaba los roles y posibilidades sociales a partir del nacimiento o de la participación del sujeto en la Iglesia. El clero era una instancia privilegiada y se reconocía a partir de su aspecto (con atuendos claros de identificación) y sus comportamientos estereotipados. La nobleza también era considerada superior, marcando la diferencia entre sus miembros y el resto de la población. Era sabido que provenía del linaje y de los apellidos heredados, pues los que no eran nobles, adquirían el sobrenombre de su oficio. Según Rubial, (12) el don era título de condes, marqueses o hijodalgos, mismos que conformaban la nobleza. Después estaban los plebeyos, que no tenían privilegios. La sociedad novohispana marcaba las distinciones de manera enfática: un noble podía andar a caballo, portar armas y vestirse a la española. Es pertinente hacer notar que la riqueza no determinaba el estamento: podía haber nobles pobres o plebeyos ricos. Este esquema estamental implicaba otro nivel de identidad, que se definía a partir de la familia patriarcal, del linaje y el patrimonio. Como observamos, las leyes de esa época exigían la diferenciación del otro para marcar y aplicar el control. La etnicidad era importante, pero se podía ascender en la escala de una casta a otra, ya sea a partir de la economía o de los méritos individuales (se podían comprar títulos nobiliarios, por ejemplo), es decir, había movilidad social que posibilitaba la adquisición de beneficios.

    Un tercer aspecto de este esquema social era la identidad corporativa: todos pertenecían a un cuerpo social que los representaba ante el Estado. Cada corporación tenía sus estatutos y sus instituciones, como los cabildos (indígenas, eclesiásticos), (13) que regulaban a los individuos. (14) Desde la perspectiva religiosa, el cristianismo estipulaba juicios de valor a través de un constructo ético (15) que delimitaba el bien y el mal. En realidad, durante la conquista, no fue sencillo imponer la fe cristiana, pues los representantes de la Iglesia se enfrentaron a una sociedad híbrida de grupos disímiles que no entendían los paradigmas impuestos. Las cuestiones inmediatas eran ¿cómo incorporar su verdad en la mentalidad de los pobladores autóctonos?, ¿cómo imponer las normas cristianas a los indios que concebían su propia verdad (diferenciados a su vez entre las distintas sociedades con creencias, lenguas, territorios y prácticas propios)?; ¿por qué el bien de unos debía ser el bien de todos?

    Más allá de los pueblos colonizados, la otredad se percibía también entre los mismos peninsulares que se distinguían por el grado de educación o ascendencia. En las categorías religiosas, además de la dimensión estratificada de la estructura eclesiástica, podían catalogar al otro desde la pureza de sangre, es decir, como cristianos viejos o cristianos nuevos. El Tribunal del Santo Oficio tenía la consigna de perseguir a los herejes que tenían ascendencia o descendencia impura.

    El nosotros (yo) en este sentido, estaba representado por los inquisidores, mientras que los otros eran los judaizantes —entre otras minorías—, ambos grupos inmersos en la cosmovisión hispánica. El discurso oficial de la verdad cristiana, en ese contexto, implicaba la normalización de la exclusión:

    La sociedad de cristianos viejos rechazaba a los cristianos nuevos sin detenimiento. Aún habiendo cedido a las reglas impuestas por la Corona y la Iglesia, eran considerados impuros de sangre, hecho que automáticamente los marginaba. Ni los auténticos ni los aparentes conversos fueron asimilados plenamente en la sociedad mayoritaria; el sistema no brindó las condiciones adecuadas para asumir las consecuencias de sus propias reglas. (16)

    Todorov sostiene que el etnocentrismo implica elevar, indebidamente, a la categoría de universales los valores de la sociedad a la que yo pertenezco, (17) es decir, la verdad de uno(s) es vista como la verdad universal sin cuestionamientos y sin someterla a juicio. El peligro del etnocentrismo es entonces anular la diferencia: ver en las costumbres ajenas una amenaza a lo que para un grupo parece absoluto e incuestionable. La naturaleza de esos otros —continúa Todorov— no es quizá, más que una primera costumbre, pero no la suya; si defiende una religión, es en nombre de criterios absolutos. (18) Es decir, el etnocentrismo concibe la idea de religión, más allá de la costumbre, como verdad universal que se identifica con lo propio. Así, se distingue lo nuestro de lo otro-ajeno, sobrevaluando el primero en detrimento del segundo, del que se podría decir que no existe más que como humanidad genérica. Por ello es fácil la distinción del nosotros y el ellos en este contexto novohispano, pues la balanza es desigual desde su misma concepción.

    Ahora bien, en la noción etnocentrista, ¿dónde queda el otro si sólo existe el yo? Los otros se conciben en la marginalidad, en la percepción mayoritaria del nosotros, pero como contraparte. El sentido de los otros nos confronta con la evidencia del sentido que elaboran los otros, individuos o colectividades. Pero ambas acepciones se mantienen, porque el sentido en cuestión es el sentido social, es decir, el conjunto de relaciones simbólicas instituidas y vividas entre los unos y los otros en el seno de una colectividad que dicho sentido permite identificar como tal. (19)

    Para vislumbrar las diferencias es necesaria cierta distancia que distinga al observador y al observado, ya sea un individuo o un grupo. Dependiendo de la perspectiva, se delimita desde el nosotros o desde los otros, cada uno se bifurca en otros estratos diferenciadores. El ser se define según sus relaciones, tanto a nivel personal como colectivo, y tiene que ver con las múltiples facetas que un individuo o grupo asume en sus experiencias de vida. Por ello, la diversidad de referentes simbólicos puede llegar a significar dentro de una circunstancia y no en otra: el fenómeno de la identidad (o identidades) se pone en práctica desde diferentes frentes, muchas veces contradictorios y conflictivos. La paradoja reside en descubrir lo propio a partir de la diferencia universal preconcebida.

    Como el concepto de otredad, la identidad se proyecta en dimensiones estratificadas: por un lado, dentro de un universo amplio en el que confluyen individuos bajo una línea ideológica similar. La generación y mantenimiento de fronteras están determinadas por circunstancias históricas, políticas, ideológicas y económicas que van más allá de la voluntad del individuo y que conforman parte de su cosmovisión, es decir, el ethos marca ciertas pautas de comportamientos y creencias colectivas que modelan, en cierto modo, las dinámicas sociales. En esta línea podemos incluir referentes artificiales y asumidos de manera irreflexiva, es decir, estereotipos o estigmas que categorizan en forma homogénea ciertas nociones acerca del otro.

    Por otro lado, entendida desde una comunidad, como hemos visto, la identidad conlleva distinciones entre el nosotros y el ellos, donde también existen jerarquías estructurales y diferencias de posicionamientos sociales. En esta confrontación son necesarios los marcos de referencia: la ubicación del grupo minoritario (interno) en el espacio social dominante (externo) tiene que ver con la representación del otro y las dinámicas de inclusión y exclusión que se generen. Ejemplos de diferenciación pueden ser las costumbres, la lengua y la religión, entre otros. Todorov menciona que la solidaridad grupal se encuentra en este nivel: en la familia, el clan, el barrio, etc., en donde el niño aprende a superar el egocentrismo que trae de nacimiento:

    La exclusión de los demás es una cuestión relativa: el niño sabe que las otras familias existen, y no puede imaginar la vida sin ellas; pero aprende también que hay una fidelidad superior que lo vincula con los suyos: es a la vez un derecho a recibir ayuda, y un deber de prestarla. Ahí se da, entonces, la adquisición de las primeras nociones de moral, y se puede uno preguntar si no será también la única forma suficientemente sólida de adquirirla de manera que dure y acreciente. (20)

    Por último, también podemos concebir la idea de identidad en el nivel individual en el que se mantiene una tensión entre lo dado o aprendido y el libre albedrío, es decir, el sujeto puede estar (o no) convencido de los referentes de pertenencia preestablecidos, pero opta por sus preferencias. En cada perspectiva se asumen roles y elecciones distintos: a veces se presentan de modo simultáneo y discordante, obligando a reconfigurar la balanza de valores y prácticas. Augé propone otra manera de entender la identidad en una constante interrelación entre lo colectivo y lo individual, así, expresa que:

    El sentido social se ordena alrededor de dos ejes. En el primero (que se podría llamar eje de la pertenencia o de la identidad) se miden los sucesivos tipos de pertenencia que definen las distintas identidades de clase de un individuo. El sentido social va de lo más individual a lo más colectivo y de lo menos a lo más englobante. El segundo (que se podría llamar eje de relación o de la alteridad) pone en juego las categorías más abstractas y más relativas del sí mismo y del otro, que pueden ser individuales o colectivas. (21)

    Lo cierto es que, cualquier intento por definir la identidad deviene en distinciones y perspectivas entre el yo y el otro. La paradoja reside en que no se puede asegurar la concepción del otro como un objeto invariable y controlado, pues estamos en constante construcción: la otredad implica al mismo observador que lo define. Es, como diría el mismo autor: un juego de fronteras que tiende tanto a asimilar al ‘otro’ y a producir de nuevo la dinámica interna de la diferencia, como a expulsarlo para marcar los límites de la identidad. (22)

    Sin embargo, ¿qué ocurre cuando el observado se convierte en observador?, es decir, ¿cuándo cambia la perspectiva desde donde se considera la verdad?, porque también los otros piensan sus relaciones, piensan la identidad y la alteridad. (23) En la sociedad novohispana, nos preguntamos sobre los indígenas, por ejemplo: ¿cómo se percibían en relación al otro dominante? Y, dentro de la misma mentalidad hispánica, los judaizantes ¿cómo aprehendían la religión cristiana cuando implicaba la anulación de sí mismos?, ¿cómo el cristianismo reafirmaba —paradójicamente— su judaísmo?, ¿desde qué perspectiva se instauraban las fronteras entre lo propio y lo ajeno?, ¿de qué manera conciliaban ciertos referentes identitarios y no otros? Said argumenta que "la colonialidad es un elemento constitutivo de la modernidad, ya que ésta se representa a sí misma, desde un punto de vista ideológico, sobre la creencia de que la división geopolítica del mundo (centros y periferias) se funda en una división ontológica". (24) Éstas son las preguntas y argumentos que guiarán este trabajo, abriendo cuestionamientos que rondarán alrededor del nosotros y los otros.

    A partir del proceso de Rafael Gil Rodríguez veremos la perspectiva ideológica de los inquisidores en su posición de autoridad; pero también nos daremos cuenta de la mirada del reo: ambos inmersos en un contexto cambiante en el que las ideas de la Ilustración influyeron en los comportamientos. En este sentido, los inquisidores se veían amenazados por las nuevas tendencias, mientras el reo se valía de ellas (la razón, el individualismo, la ciencia) para su defensa. El resultado será, como se verá, un proceso lleno de contradicciones, arbitrariedades y desobediencias. Es cierto, como menciona Santiago Castro Gómez, que en el siglo XVIII la Ilustración no se percibe de la misma manera en Europa que desde las colonias españolas: "América fue leída y traducida desde la hegemonía geopolítica y cultural adquirida por Francia, Holanda, Inglaterra y

    Prusia, que en ese momento fungían como centros productores e irradiadores de conocimiento". (25) Así, nos podemos preguntar también sobre la otra perspectiva: ¿de qué manera fue traducida la Ilustración desde las colonias españolas? Es claro que las ideas dominantes se adecúan al contexto dominado, pero no de manera idéntica y natural, sino ajustándose a las características geográficas, sociales y psicológicas de las sociedades. No obstante esas ideas mantengan las desigualdades e injusticias, van permeando en la conciencia de las personas hasta ser asumidas como parte de su cosmovisión.

    De esta manera, este trabajo se inserta en un marco de estudios interdisciplinario, ya que es una aportación a: la historiografía, en tanto se exponen dinámicas cotidianas que revelan las formas colectivas de entender la existencia y la historia; a los conocimientos religiosos, desde el punto de vista de los criptojudíos, que desde el siglo XV fueron forzados a ocultar sus creencias mosaicas y se adecuaron a una identidad escindida; a las interpretaciones de la religión cristiana según las autoridades de la época, que se asimilaban en la sociedad colonial desde distintas modalidades; a las aproximaciones literarias, pues el reo tenía un amplio conocimiento de obras como las de Quevedo, además de nociones lingüísticas avanzadas; a los estudios científicos de la época, con las aplicaciones de Gil Rodríguez de las teorías de Newton a sus ideas racionalistas; por último, a la mística judía, ya que el reo recurría a la Cábala para explicar el sistema de religión que proponía.

    Así, esta investigación se orienta hacia la historia social, tocando vértices de otras materias. Responde a cuestionamientos alrededor de la diversidad, la identidad, los abusos del poder, los valores predominantes del siglo XVIII en Nueva España, y las dinámicas sociales de entonces. Por ello, este estudio va dirigido tanto a académicos como a lectores interesados en el tema y en la época: desde historiadores, estudiosos de las interpretaciones bíblicas y cabalísticas, hasta los avezados en biografías o microhistorias. La metodología utilizada en este trabajo reúne una serie de elementos que evidencian la correspondencia entre los comportamientos humanos y su entorno. Así, se abordan una serie de estrategias de investigación como la obtención de testimonios en el AGN (Archivo General de la Nación), AHN (Archivo Histórico Nacional), así como en portales virtuales como Pares (Portal de Archivos Españoles) o el AFEHC (Asociación para el Fomento de los Estudios Históricos en Centroamérica). La paleografía fue realizada por Gabriela Espinoza y por Víctor Mendoza Gutiérrez, que transcribieron de modo literal los testimonios; no obstante, los modernizaron en algunas palabras, pues se desenlazaron las abreviaturas. Más tarde se introdujeron algunos signos de puntuación para la mejor comprensión del texto paleografiado.

    Al adentrarnos en el proceso inquisitorial de Rafael Crisanto Gil Rodríguez (26) nos enfrentamos a varias problemáticas: una de ellas fue la de discernir las diferentes voces escritas que conforman los folios; asimismo, había que darle secuencia al desorden cronológico. Otro inconveniente fueron los párrafos o expresiones en latín que el mismo reo apuntaba para explicar sus conocimientos en materia religiosa. En este sentido, contamos con el profesionalismo de Ignacio Armella Chávez, quien realizó las traducciones e hizo comentarios pertinentes en cada caso. No fue tarea fácil deshilvanar semánticamente los testimonios, ya que los conceptos científicos y teológicos que refería Gil Rodríguez estaban cargados con ideas de la Ilustración entremezcladas con interpretaciones místicas, políticas y sociales. El choque evidente, revelado en los diálogos entre el reo y los inquisidores era, en este sentido, la contraposición entre la tradición (de los inquisidores) y la modernidad, es decir, en tratar de mantener el poder con los viejos parámetros ideológicos frente a las tendencias racionales e individualistas que poco a poco irían desplazando a los primeros. Constatamos con ello que la idea de modernidad, en el contexto americano, se vuelve contra sí misma, pues la mirada eurocentrista de la conquista se ve violentada por las nuevas tendencias, también europeas, que cambian la perspectiva del mundo: "De un lado está la cultura occidental (the West), presentada como la parte activa, creadora y donadora de conocimientos, cuya misión es llevar o ‘difundir’ la modernidad por todo el mundo; del otro lado están todas las demás culturas (the Rest) presentadas como elementos pasivos y receptores de conocimiento, cuya misión es ‘acoger el progreso y la civilización que vienen desde Europa’". (27)

    Así, la llamada modernidad se desarrolla desde la colonización. Dussel menciona que ésta "‘nació’ cuando Europa estaba en una posición tal como para plantearse a sí misma contra un otro; cuando en otras palabras, Europa pudo autoconstruirse como un ego unificado, explorando, conquistando, colonizando una alteridad que le devolvía una imagen sobre sí misma". (28) Gil Rodríguez representaba este cambio de perspectiva, pues se tornó en ese otro que debía luchar, por un lado, contra la primera modernidad (inquisidores), pero también, desde su inferioridad criolla (americana) planteada desde la mirada europea.


    1- Ana María Martínez de la Escalera, El extraño: metáfora de la situación humana, p. 77.

    2- Martínez de la Escalera aclara que: Por lo general, aprendemos a reconocer como natural la oposición entre lo familiar y lo extranjero cuando en realidad cada una de estas dos expresiones es tan solo un significante vacío y flotante, que habrá de llenarse de contenido como resultado de un determinado programa civilizatorio. Lo que se llama extraño será, entonces, la suma de significados que indican lo negativo, lo execrable para quien lo enuncia. Ibidem, p. 78.

    3- Ibidem, p. 8.

    4- Idem.

    5- Zygmunt Bauman, Identidad, p. 34.

    6- Es preciso aclarar que el término criptojudío se refiere a los conversos que practicaban su judaísmo de manera clandestina: aparentaban ser cristianos ante la sociedad mayoritaria, pero desempeñaban sus rituales en la intimidad de su hogar. El término judaizante, era el apelativo que los inquisidores daban a los herejes que seguían la Ley de Moisés. El caso de Gil Rodríguez era peculiar, pues aunque fue bautizado en la Ley de Cristo, declaraba abiertamente y sin escrúpulos su judaísmo ante los inquisidores.

    7- Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, p. 76.

    8- Idem.

    9- Alicia Mayer, Lutero en el paraíso. La Nueva España en el espejo del reformador alemán, p. 372.

    10- María Águeda Méndez, Secretos del oficio. Avatares de la Inquisición novohispana, p. 85.

    11- Mayer, Lutero en el Paraíso, op. cit., p. 18.

    12- Antonio Rubial García, La sociedad novohispana.

    13- Estos cabildos eran "la élite eclesiástica que opinaba en torno a las medidas políticas adoptadas por el rey, así como sobre la ubicación de los puestos de baratijas en la plaza; se manifestaban respecto a quiénes se ocupaban como profesores en la Real Universidad y la calidad y el precio de los productos del mercado; discutían acerca del trabajo de los indios

    y del gobierno del obispo en turno; especulaban sobre la disciplina de los frailes y la creación de caminos, el quehacer y la vida de los virreyes, así como la de los músicos, impresores, estudiantes, artesanos…, pues, por suposición de privilegio, tenían el poder para incidir en todo ello". Leticia Pérez Puente y Gabino Castillo Flores (coord.), Poder y privilegio. Cabildos eclesiásticos en Nueva España, siglos XVI a XIX, p. 9.

    14- Rubial García, La sociedad novohispana, op. cit.

    15- La idea de constructo ético o social se puede concebir como la entidad que surge en un sistema construido por los integrantes de una sociedad. Son una serie de comportamientos y convicciones en una cultura específica en la que los integrantes acuerdan ciertas reglas —escritas o sobreentendidas— que moldean sus pensamientos. El constructivismo social es la corriente de pensamiento que analiza los constructos sociales. El cristianismo, en este sentido, se basa en las escrituras bíblicas, por un lado, pero también en las instituciones y las interpretaciones derivadas que cada sociedad concibe de acuerdo con su contexto. Así, el bien y el mal se determinan a partir de dogmas y mandamientos pertenecientes al ámbito sobrenatural, pero aplicadas en el plano existencial.

    16- Silvia Hamui Sutton, El sentido oculto de las palabras en los testimonios inquisitoriales de las Rivera, Judaizantes en la Nueva España, p. 51.

    17- Tzvetan Todorov, Nosotros y los otros, p. 21.

    18- Ibidem, p. 24.

    19- Marc Augé, El sentido de los otros, p. 11.

    20- Todorov, Nosotros y los otros, op. cit., p. 205.

    21- Augé, El sentido de los otros, op. cit., p. 36.

    22- Ibidem, p. 21.

    23- Idem.

    24- Said apud Santiago Castro-Gómez, La hybris del punto cero: ciencia, raza e Ilustración en la Nueva Granada (1750-1816), p. 46.

    25- Ibidem, p. 15.

    26- AGN, Inquisición, vol. 1592, exp. 18, carpeta 4, fojas 236. Proceso inquisitorial contra Rafael Gil Rodríguez, clérigo guatemalteco, por creencias judaicas, 1790-1792.

    27- Castro-Gómez, La hybris del punto cero, op. cit., pp. 46-47.

    28- Ibidem, cita 28, p. 52.

    Capítulo I

    Contexto. Algunos rasgos de la mentalidad del siglo XVIII

    El término mentalidad es utilizado en la crítica del siglo XX para aludir a las representaciones de la cultura y las estructuras sociales de los individuos inmersos en una sociedad. Así, se conforma de situaciones y actitudes, tanto de la vida cotidiana como de los aspectos sociales-históricos. Se relaciona también con la microhistoria, la historia cultural o la historia de los hábitos: lo ordinario y consuetudinario. (29) Al aplicar este concepto al estudio de las dinámicas carcelarias de la Inquisición en el siglo XVIII, podremos entender las relaciones, la estructura de poder, los valores, el tiempo y el espacio históricos de nuestro personaje de estudio. Los testimonios dan cuenta de particularidades del acontecer, de hechos de vida, del sentir de los individuos, pero también, de estructuras de pensamiento que dan sentido a una realidad y que, poco a poco, se transforman en el tiempo. La finalidad de este capítulo, por tanto, es plantear tanto la perspectiva histórica de los inquisidores como la de los judaizantes, ambos con formas similares de entender la realidad, pero con la diferencia de sus creencias religiosas.

    El siglo XVIII novohispano supuso una difícil coyuntura entre el declive de la Inquisición, el

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