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Anna. El Infierno en una botella
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Anna. El Infierno en una botella
Libro electrónico212 páginas2 horas

Anna. El Infierno en una botella

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Información de este libro electrónico

Anna es una chica joven. Debería vivir una vida serena y despreocupada como toda la gente de su edad, pero esos son privilegios que desde niña jamás se le concedieron. Stella, su madre, está atada a un hombre violento y celoso del que no consigue separarse, y los maltratos y los abusos forman parte de su vida cotidiana y de la de Anna. Hasta que un día todo cambia.

Este libro narra una historia fuerte, una historia real que ha obtenido la «Mención de Honor» en el concurso internacional de literatura El Canto de Dafne.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento5 nov 2021
ISBN9781667407555
Anna. El Infierno en una botella

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    Anna. El Infierno en una botella - Martina Longhin

    Martina Longhin

    ANNA

    El Infierno en una botella

    Basado en una historia real

    A Anna y a todas las «Estrellas» del mundo

    Capítulo 1

    División de Medicina - abril, principios de los años 70

    Anna estaba de pie delante de la enorme cristalera del pasillo mirando al cielo, que aquella mañana era de un intenso color azul. Desde ahí arriba podía vislumbrar hasta el mar, algo encrespado y tapado por una ligera bruma.

    Suspiró, deprimida: estaba cansada de estar ahí dentro y le habría encantado salir afuera a disfrutar del calorcito del sol y a respirar un poco de aire fresco impregnado de ese olor a salitre tan familiar.

    —¡Hey, Anna! ¿Estás esperando a tu madre? Esta mañana todavía no la he visto. —La voz de Elena a su espalda hizo que se diera la vuelta.

    —Hola, Ele. Sí, no lo entiendo. A esta hora normalmente ya suele llevar un rato aquí.

    —Pues sí... ¿Pero te ha dicho que iba a venir hoy?

    Anna asintió con la cabeza. Metió las manos hasta el fondo del bolsillo de la bata y se volvió para observar el ir y venir de la gente que entraba y salía del recinto hospitalario.

    —Le habrá surgido un imprevisto. Puede que venga esta tarde —dijo la chica, que se puso a su lado.

    Anna torció los labios.

    —No quisiera que le hubiese pasado algo... —murmuró, con la mirada fija fuera, en la garita del portero.

    Desde que se había recuperado y había empezado a ponerse en pie, cada mañana se apresuraba a desayunar para luego ir delante de la cristalera a esperar a Stella, su madre, que cuando pasaba por la verja del hospital miraba hacia arriba en dirección al ventanal y la saludaba con la mano. No había faltado a su cita ni un solo día.

    —¿Y qué quieres que le haya pasado? —Elena apoyó una mano en su brazo en un gesto afectuoso—. Creo que te estás preocupando por nada.

    Anna la miró y esbozó una media sonrisa. Ya habría querido ella no preocuparse, pero estar tranquila y vivir la vida con serenidad era un lujo que a ella desde niña no se le había concedido nunca. Pero eso Elena no podía saberlo.

    Un ruido intenso de voces procedente del pasillo hizo que ambas se dieran la vuelta. Eran los médicos que estaban parloteando fuera de las consultas, preparados para hacer la habitual ronda de pacientes.

    —¡Vamos, Anna, sé fuerte! —Elena los señaló con la mano—. Tenemos que irnos. Ya están entrando a hacer las visitas por las habitaciones.

    Anna suspiró resignada, echó un último vistazo hacia el patio y luego, muy a su pesar, se alejó del ventanal.

    El doctor Rigo, director de la sección, entró poco después sonriente en la habitación con todo su equipo y se puso a charlar con Elena, que estaba en la cama de enfrente a la de Anna.

    Elena tenía veinte años, cuatro más que ella, y era una simpática muchacha morena que también estaba ingresada por una forma grave de neumonía.

    Anna se acostó bajo las mantas a esperar la visita del facultativo. Ese hombre le gustaba mucho: sus ojos color avellana, siempre sonrientes, le daban un aspecto cordial y tranquilizador. Además, a pesar de tener un puesto importante, era una persona muy sencilla y cercana, y no cohibía como los otros médicos que Anna se había ido encontrando. Con ella siempre había sido muy amable, le hablaba con dulzura y la tranquilizó cuando ingresó en urgencias tan asustada. En el momento en que llegó al hospital, de hecho, ni siquiera se tenía en pie. Llevaba varios días sin comer, no retenía nada y todo lo que su madre le ponía en el plato le provocaba náuseas. Así, a pesar de que el médico de cabecera hizo de todo para poder curar la neumonía en casa, al final decidió ingresarla.

    Su madre Stella la visitaba todos los días: llegaba siempre después del desayuno, le llevaba ropa interior limpia, le echaba una mano para arreglarse y después se quedaba para hacerle un poco de compañía. Sin embargo, al parecer esa mañana había decidido no acudir o, peor aún, no había podido. Esta última posibilidad la angustiaba enormemente. ¡No quería ni pensar que hubiera podido suceder otra vez!

    La voz profunda del doctor Rigo la distrajo de esos pensamientos tan profundos:

    —¿Cómo estás hoy, Anna?

    Se volvió hacia él, que estaba a los pies de la cama, rodeado por los enfermeros y los jóvenes de prácticas que, como siempre, le observaban con reverencia y sumisión.

    Anna le sonrió.

    —Mejor; gracias, doctor. Ya puedo estar un poco más de pie, y también se me ha calmado bastante la tos.

    —Bien, cuánto me alegro. ¿Y ahora tienes apetito? ¿Has podido comer?

    —No mucho, la verdad. Pero voy haciendo. Parece que se me han pasado esas molestas náuseas —contestó ella mientras se acariciaba el estómago.

    —Eso es positivo. Ya verás cómo te recuperas poco a poco. Fue una buena paliza y requiere un poco de tiempo. —El facultativo se le acercó—. Ánimo; ahora siéntate, que quiero escuchar cómo va por ahí dentro —le pidió mientras se preparaba para auscultarle los pulmones con el estetoscopio.

    Anna se sentó, se levantó la camisa del pijama y sintió un breve temblor cuando le tocó la piel desnuda con el instrumento frío.

    —Quiero una radiografía para hoy. Si es posible, para antes de que termine mi turno —ordenó a los enfermeros una vez terminada la visita—. Y tú, Anna —añadió dirigiéndose a ella—intenta comer y descansar. Todavía estás débil y necesitas reponer fuerzas. ¿De acuerdo?

    Anna asintió con la cabeza.

    —¡Lo intentaré, doctor!

    El médico le acarició la mejilla y salió de la estancia seguido de todo su equipo.

    Cuando se quedó sola, arregló el cojín para poder apoyar la espalda, reclinó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.

    Tenía sueño y habría echado una cabezadita con mucho gusto. Sin embargo, estaba tan preocupada por su madre que no se podía dormir.

    Miró a su alrededor. En los días en que la habían obligado a quedarse tumbada en la cama, no había hecho otra cosa que observar con atención cada pequeño detalle.

    Había notado pequeñas manchas de moho en la pared que daba al exterior, un desconchón a la altura de la lámpara y una familia de arañas que habían tejido su telaraña en el rincón más alto, en un lugar al que solo se podía acceder con escalera.

    La habitación tenía la típica estructura de las habitaciones de hospital del periodo fascista. Era amplia, con techos infinitos y dos grandes ventanas barnizadas en blanco. La limpieza era impecable. La jefa de sala, Sor Cristina, era muy rigurosa con eso: ella misma se ocupaba de verificar cada habitación que tenía asignada después de que pasaran los encargados de la limpieza.

    Anna resopló. Estaba cansada e inquieta.

    Estaba pensando en levantarse para volver al ventanal a esperar a su madre cuando entró tía Amalia, una hermana de su abuela paterna. Hacía un montón de tiempo que no se veían, así que se asombró de verla allí.

    —¡Tía Amalia, qué sorpresa! —exclamó, sorprendida.

    —Hola, cariño, ¿cómo estás? —le preguntó la tía, que se sentó sin más en la silla de al lado de la cama.

    —Mejor, gracias. Pero, ¿cómo es que has venido?

    La mujer suspiró y se secó la frente con un pañuelo.

    —Tengo una cita médica esta mañana, así que he aprovechado para venir a verte.

    —Gracias, es muy amable por tu parte. Mamá debería venir también. En realidad, normalmente ya suele estar aquí a esta hora. Pero hoy no sé por qué pero se ha retrasado.

    La tía bajó la mirada y se alisó la falda con un movimiento que dejaba entrever cierto nerviosismo. Después le puso una mano rolliza sobre las piernas como gesto de afecto.

    —Verás, yo... en parte también he venido por eso.

    Anna arqueó las cejas; había algo extraño en su comportamiento.

    —¿Qué pasa? —le preguntó, sospechando que algo iba mal.

    —Pues es que... siento ser yo quien tenga que darte esta noticia, pero... tu... tu madre y tu padre han tenido un accidente de moto. Están ingresados en el hospital.

    Anna se levantó de golpe.

    —¿Un accidente de moto? Mamá y papá?

    La mujer asintió.

    —Sí, y parece que ha sido una caída bien fea. No han salido bien parados, Anna.

    —¡Oh, Dios! —La voz de la chica era apenas un susurro—. Pero, ¿cómo ha pasado? ¿Cuándo?

    —Yo no tengo información más concreta. Creo que sucedió ayer por la noche. Tu tío Andrea está yendo al hospital universitario y hoy te dirá algo.

    Anna se quedó un segundo en silencio con los ojos llenos de lágrimas. Se los secó con la manga del pijama y aspiró con la nariz.

    —¿Y mis hermanos? ¿Con quién están?

    —Con la abuela Adele.

    —¿Y sabes si mamá y papá están conscientes? ¿Han dicho algo? —insistió. La idea de que les hubiese pasado algo grave, especialmente a su madre, le atemorizaba.

    —Lo siento, Anna, yo no sé más. Te lo repito, lo único que sé es que ha sido una caída brutal. Nada más, lo siento de verdad. —La tía le sonrió, pero por sus movimientos y su expresión se podía ver que estaba muy incómoda.

    Se hizo el silencio entre ellas. Anna comprendió que no iba a sacar más información de ella.

    —Tu abuela sabía que yo tenía una cita hoy en este hospital —Tía Amalia retomó la conversación al cabo de un rato—. Y me ha pedido que venga a informarte de lo del accidente, pero a mí no me ha contado mucho. Ya verás, en cuanto tu tío Andrea sepa algo más, vendrá a contártelo. ¿Vale?

    Anna asintió mientras se volvía a secar las lágrimas, esta vez con la otra manga.

    —Sí, claro. Está bien, gracias —murmuró.

    En un momento dado, tía Amalia miró el reloj y se puso en pie, justo en el momento en que la monja jefa de sala estaba entrando en la habitación.

    —¡Alabado sea Jesucristo! —exclamó con reverencia.

    Sor Cristina inclinó ligeramente la cabeza.

    —Alabado siempre —contestó.

    —Hermana, estaba a punto de irme. ¿Podría quedarse usted aquí con Anna? Mire, le he contado lo del accidente de sus padres. Ahora está un poco conmocionada y no quiero dejarla sola, pero es que yo no puedo quedarme, de verdad —dijo, y lanzó una enésima mirada al reloj.

    —Por supuesto, señora; váyase, no se preocupe, que yo me encargo —le tranquilizó la monja—. Ya me quedo yo aquí con ella.

    Tía Amalia esbozó una sonrisa y después se dirigió a su sobrina, que, absorta en sus pensamientos, parecía no haber oído nada de lo que las dos mujeres se acababan de decir.

    —Adiós, cariño, tú intenta estar tranquila, por favor. —Se inclinó a darle un beso y le rozó la mejilla con el dorso de la mano.

    Anna alzó la mirada y le sonrió con una expresión triste.

    —¡Gracias! —contestó lacónica, y la observó mientras abandonaba la estancia a paso lento y pesado.

    Se sobresaltó con el ruido que hizo sor Cristina al sentarse en su cama. Se giró hacia ella y vio que le alcanzaba un pañuelo.

    —Toma, sécate esas lágrimas —le dijo con dulzura.

    —Gracias, hermana —murmuró Anna mientras se lo pasaba por los ojos.

    —Me he enterado de lo del accidente... Lo siento mucho. —Sor Cristina le apartó un mechón de pelo de la cara—. Ahora debes ser fuerte, Anna, y rogar a Dios. Ya sabes que Él nos pone a prueba todos los días, pero debemos tener fe en Él y...

    —Madre, —la interrumpió Anna enfadada— yo diría que Dios nos tiene olvidados a mí y a toda mi familia.

    —¿Pero qué dices? —Sor Cristina abrió bien los ojos, desconcertada—. Dios no se olvida de nadie. Él tiene planes para cada uno de nosotros, pero hay que tener fe.

    —Madre, ¿cómo puede decirme eso? ¿Qué planes puede haber tenido para mí, para mis hermanos, para mi madre? Porque todos nosotros llevamos sufriendo desde siempre. No puede usted venir aquí a hablarme de la fe después de todo por lo que he pasado. Y ahora encima esto. — Había tanta rabia en sus palabras y tanto rencor que arrancó de nuevo a llorar quedamente.

    Sor Cristina comprendía. Sabía todo lo que había sufrido la chica desde pequeña, era comprensible que hablase de esa manera.

    —Anna, por favor. Entiendo que ahora estés alterada, pero créeme cuando te digo que si te aferras a la oración seguro que encuentras alivio a tu sufrimiento. ¡Ten fe!

    Anna alzó la mirada y la observó. Parecía realmente convencida de lo que decía. No replicó; no tenía ni ganas ni fuerza para hacerlo. Todo el dolor que había vivido desde pequeña la había hecho más dura. Había llorado mucho, demasiado, y ahora estaba cansada, agotada.

    Se tumbó y cerró los ojos. Esperaba que se fuera y la dejase tranquila. Quería dormir y olvidarse de todo por un instante.

    Sor Cristina pareció entenderlo. Se levantó, le acarició el pelo y colocó bien las mantas.

    —Ahora, intenta descansar —le sugirió en un susurro y salió por la puerta.

    Capítulo 2

    La despertó el ruido de los platos al colocarlos en la mesa compartida y el nauseabundo olor habitual de la menestra del hospital. Ya era la hora de comer.

    Abrió los ojos y sintió que le quemaban. Enseguida recordó la visita de su tía y la triste noticia que le traía. Se le encogió el estómago y le asaltaron las náuseas como una onda.

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