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Mi odio
Mi odio
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Libro electrónico99 páginas1 hora

Mi odio

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Sinopsis "Mi odio":



La mirada de un niño , en principio de ignorancia y dulzura, se vuelve perdida y siniestra.
Su madre le ha Internado en un hospicio que será como entrar en el mismo infierno, donde las monjas parecen obedecer al mismo Satanás.
Los demás niños son como miembros de una secta que siguen a la Madre Superiora para no caer en sus despiadados castigos.
Juan, como así se llama el niño, descubre la presencia de un ser que le incitará a vengarse de todo ese sufrimiento que le hace agonizar y que no entiende cómo puede venir de la mano de una sierva del Señor.
El odio se hace presente a medida que pasan los días. Y encuentra en ese ser invisible y poderoso a alguien a quien también temer.

Segunda sinopsis:

Juan vive solo en la calle del agua, donde encuentra a un gato que le hace compañía. Su mamá ha ido a un lugar donde habita un lobo lleno de púas que le devolverá a su hermanita. Esto en un principio es un cuento de hadas, pero su papá no aparece por ningún lado. Cuestiona esa difícil situación familiar y se ve de pronto internado en el hospicio que está en su misma calle. Allí descubrirá la auténtica cara de las monjas y especialmente de la madre superiora. La vida no es fácil para él y tampoco encuentra apoyo en los demás niños y niñas, hasta que poco a poco se va revelando y descubre que algo fuera de lo común, habita en el hospicio. Se trata de Azarus, un demonio que le formula una pregunta: ¿De qué tienes más miedo, de una monja o un demonio? Los días transcurren y Juan, el protagonista, parece saber la respuesta. Un día consigue el apoyo de un amigo llamado Daniel, pero la amistad parece quebrantarse por culpa de la madre superiora Dolors, a quien Juan la bautiza como «El cuervo». La vida dentro del hospicio, continua, y el odio de Juan crece a pasos agigantados hasta decidir un final para todos, que resulta cuanto menos, espantoso.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 jul 2021
ISBN9798201462390
Mi odio

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    Mi odio - Claudio Hernández

    Esta no es una obra de ficción, pero tengo que agradecer primero antes de dar la charla. Este libro se lo dedico con especial cariño a mi esposa Mary, quien sabe que todo sucedió de verdad. Salvo el final de la historia, todo es real. Es una autobiografía de fantasmas o algo así. Siempre estuvieron allí y quizá sigan, después de todo. No diré quién vivió tales pesadillas porque los familiares pronto lo reconocerán. Todo existe. Los sueños también. Así como las pesadillas. El hospicio, afortunadamente, desapareció...

    Mi odio

    1

    ––––––––

    Sus ojos. Era el destello de sus ojos lo que más le aterraba al pequeño Juan, de cuatro años de edad. Y esas manos largas, con unas uñas afiladas. Eso se paseaba por el corto pasillo de su casa de una sola habitación: un cuchitril, con una cama y una encimera de gas. Pero la forma no humana se restregaba por las paredes como una sombra insidiosa que, en lugar de sonreír, mordía la noche.

    El corazón desbocado del chiquillo palpitaba en la punta de su lengua. Su pequeña mano ridícula se agarraba a la camiseta, a la altura de su pecho, y sentía las aceleradas pulsaciones del terror. Mamá había dicho que se iba a traer una hermanita de algún sitio, que al parecer había un lobo enorme, pero con la cabeza de un pez globo. Todo lleno de púas y una sonrisa desquiciante.

    Entre esa imagen generada en su febril mente y la presencia del espectro, se quedaría con la primera, porque todavía no la había visto, y este ser —de un metro ochenta de estatura con afilados colmillos— era real.

    Retrocedió hacia atrás en la oscuridad y tropezó con un trozo de ladrillo levantado del suelo. Juan se había caído de espaldas sobre la cama y esa aterradora cosa se había abalanzado sobre él. Sintió cómo un cosquilleo muy helado le cubría todo el cuerpo. Como si de repente hubiera regresado el frío invierno; pero era verano y estaba sudando copiosamente.

    Aún con los ojos cerrados, podía ver aquellos malditos ojos. Tan brillantes como las ascuas y a la vez de color amarillento, como si brillara algo broncíneo en esas cuencas.

    Sintió cómo le acariciaba su piel erizada. Cada dedo largo y mohoso. El aliento fétido de una boca abierta, con miles de dientes dispuestos a morderle el cuello. Se le durmieron las piernas. Un hormigueo creció hasta alcanzarle las manos y, finalmente, la cara.

    Era su primer ataque de pánico.

    Y el gato, que simplemente se llamaba «gato negro», se había bufado arqueando su lomo, en un rincón de la habitación. Su bufido, como el susurro áspero de su respiración, llenó aquella pequeña casa. Tenía la cola tiesa, apuntando al oscuro techo, y los ojos dilatados de un blanco brillante; a pesar de que los tenía verdosos.

    Juan se quedó laxo sobre la cama mientras aquello retrocedía.

    Se iba.

    Y Juan se desmayó a su pronta edad.

    Solo acababa de conocer lo que sería de él y de su futura hermana, durante el resto de sus días.

    Fue así como empezó todo.

    Todo.

    2

    Le llamaba la calle del gato. Juan no sabía su nombre real, salvo que la casa era de roca caliza y estaba pintada de blanco; sujetándose a la ladera como si fuera a resbalar cuesta abajo. El gato apareció allí, sin más, y le pidió algo de comer al pequeño con un delicado maullido.

    Desde entonces, fue inseparable, aún cuando Juan fue ingresado en un internado de monjas; porque a veces se escapaba de aquello y del internado. Estaba en Anglés: lugar donde vivió hasta los diez años, más o menos, en dos casas distintas. Donde todo lo inhumano le perseguía a través de la oscuridad y bajo la implacable mezquina luz de la luna.

    Eso cuando las monjas, en un principio, decidían dejar las ventanas abiertas por la noche. Y no siempre era así. No querían escuchar las súplicas de Juan. La Madre Superiora sugirió una cara amargada y desafiante con su mirada penetrante. Se hacía llamar Dolors.

    Pero, antes de esto, Juan conoció a su hermana, que tenía tan solo siete días de vida.

    3

    —Esta es tu hermana Pili —dijo Antonia mientras descubría el pequeño rostro del bebé. Parecía que en su piel había todavía grasa del útero, pero solo era una sensación. Sus ojos estaban cerrados; y los de Juan; bien abiertos.

    Sopló, porque decían que soplar en la frente de un bebé da buena suerte. Al menos, eso era lo que había escuchado Juan. No sabía dónde ni a quién, pero juraría que lo había escuchado.

    —¿Qué pequeña que es, verdad?

    —Tú también fuiste así al nacer.

    —¿De verdad?

    —Bueno, un poco más grandote, pero casi igual.

    Pili esbozó un bostezo. Sus ojos seguían cerrados y la piel rosada era delicada, incluso, a la luz de las velas. Ellos no tenían electricidad. Solo las jodidas monjas tenían luz unos metros más abajo, en su peculiar reformatorio. A veces, le llamaban correccional; otras, hospicio. Pero la palabra real (o, al menos, la que usaban en los años 70) era internado. Aunque todavía no lo sabía, los huesos de Juan iban a dar con las paredes de ese gran edificio tétrico, silencioso y lleno de mujeres peculiares.

    —¡Claro, yo soy un niño! —exclamó Juan sonriendo de oreja a oreja. Su madre lo miró fijamente y hubo un destello de luz en sus ojos que a Juan no le gustó para nada. No sabía por qué.

    —Sí, claro —dijo Antonia disimulando su poco encanto por su hijo. Aunque, a veces, su cabeza le daba la vuelta y lo protegía como debía ser. En realidad, era algo bipolar.

    Juan pensaba, de forma constante, que su madre era extraña y cambiante. No así su tía Mercedes, que parecía más sosa, pero más cariñosa.

    Pili bostezó por segunda vez y empezó a abrir los ojos ante la expectación de Juan. La maleta de color gris todavía estaba en la cama llena de algunos trapos, todos blancos, como si fueran toallas. Aquella maleta le parecía una boca que estaba abierta y mostraba su gran lengua antes de devorarte.

    —¡Mira, mamá, está abriendo los ojos! —Estaba señalándola con su dedo índice, delgado y corto.

    Antonia la meció en sus brazos y empezó a canturrear una nana. A Juan le pareció extraño, porque nunca antes había oído cantar así a mamá. Por difícil que pudiera creerse, Juan recordaba cuando estaba enganchado a la teta de su madre en París. Porque sus padres habían vivido allí, y Juan había nacido en ese tiempo. Era imposible, sí, pero lo recordaba. Como recordaba un largo puente lleno de gente junto al lado de una torre enorme que se perdía sobre las nubes. Recordaba la nieve. Recordaba

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