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Relatos Polisémicos
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Libro electrónico167 páginas2 horas

Relatos Polisémicos

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Relatos polisémicos es un conjunto de artículos, o relatos breves, con los que el autor, Miguel Vigil, se desahoga o pretende confundir al lector; ¿quién lo sabe?, si él mismo lo desconoce. El caso es que aquí están, todos juntos en este libro que nunca será un bbeesstt sseelllleerr ((ssuuppeerrvveennttaass,, en español, pero en inglés parece más culto)) y que si cometes, lector, la imprudencia de abrirlo con la insana curiosidad de leerlo acabarás haciendo de él, tu libro de cabecera. El que avisa no es traidor. Advertido quedas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 jul 2021
ISBN9788418848094

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    Relatos Polisémicos - Miguel Vigil

    Relatos polisémicos

    Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico

    Diección editorial: Ángel Jiménez

    Primera edición: abril, 2019

    Relatos polisémicos

    © Miguel Vigil

    © Mikel Barsa, del prólogo

    © Éride ediciones, 2021

    Espronceda, 5

    28003 Madrid

    Éride ediciones

    ISBN: 978-84-18848-09-4

    Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    La primera obligación de todo ser humano es ser feliz, la segunda es hacer felices a los demás. Mario Moreno (Cantinflas).

    A Ana, por haber contribuido en buena parte a mi felicidad.

    Prólogo

    ¿Desde cuando a un español le hace falta pasaporte? Y menos a Miguel Vigil. Echando atrás la memoria, creo recordar que yo nunca veía programas de televisión, excepto que saliera Jesús Hermida o Académica Palanca. Unas cuantas lunas y botellas de vino después (el destino siempre enredando) escribo estas líneas para prologar Relatos Polisémicos, el cautivador libro del señor Vigil o de la tercera parte de los Académica, que viene a ser lo mismo. ¿Y qué hacer con este 33 y pellizco por ciento? No es fácil, ni mucho menos, ya se sabe que, a veces, ver las estrellas, significa que te han robado la tienda de campaña; eso sí, cuando las noches duraban 24 horas. Con este libro, Miguel a secas (los astros y las estrellas de rock no necesitan apellidos) nos demuestra que leyendo la Biblia se puede fornicar, cosa de mérito ya que las rubias de Vigil (momento de recuperar el apellido) son de dos metros de alto por un metro y medio de ancho, además de usar tangas oculares. Hasta estas líneas he incorporado, como si tal cosa, los ingenios del autor haciendo gala de un cuidado esnobismo, ahora me toca a mí inyectar al prólogo la dosis adecuada de mi propio estilo, es decir, debo tirar de caletre propio y conseguir salir ileso. Tarea peliaguda se mire del derecho o del revés.

    Pero que no esperen rendición incondicional, eso nunca, siempre con la cara al frente sin dar la espalda al enemigo, mirando al norte comencemos a andar de espaldas al sur.

    Vigil logra con este libro algo sumamente complicado, destinado únicamente a mentes tan brillantes como la suya que su humor lo entienda y lo celebre cualquier tipo de público, al margen de la clase social o cultural. Si el mundo entero se pusiera de acuerdo para leer esta pequeña joya a la vez, el estallido unísono de las risas conseguiría implosionar el Planeta. Si eso no es una obra maestra…

    Divertido, ocurrente, sensible, lunático, erótico, delirante, insensato, tierno e inteligente.

    Desconocemos si Vigil es también polisémico en su enjundia, lo que sí es, sin duda, es polifacético. Y a juzgar por todas sus capacidades artísticas, sospecho que nació con más de un cerebro. Nos lleva demasiada ventaja, incluso al más evolucionado de los mortales.

    Miguel Vigil, el chico que se convirtió en una celebridad para mayor gloria de la posverdad, la posmentira y la poscensura nos alerta de que desde cualquier ventana de Paris, se ve la puerta de Alcalá.

    Si podéis superar las viejas heridas.

    No os perdáis el orgasmo intelectual que supone leerle, aunque para mí el mayor placer supone sentirlo cerca como amigo.

    Mikel Barsa

    Discurso sobre la pena de muerte

    El orador, insigne escritor y premio Nobel de la paz, estaba en el camerino repasando sus notas para el discurso que daría en breves momentos. El auditorio del CISVER (Centro de Investigaciones Sociológicas de Vernácula), con capacidad para mil quinientos espectadores, estaba totalmente abarrotado. Las localidades, a unos precios prohibitivos, estaban agotadas desde hacía meses.

    El humanista y pensador no estaba nervioso, llevaba toda la vida hablando en público y dando conferencias, estaba acostumbrado a mandar y a que todo el mundo le obedeciera. Pero no le hacía falta chillar, ni amenazar, ni intimidar de ninguna manera a sus interlocutores; su convicción a la hora de exponer sus ideas era tan fuerte que nadie se planteaba llevarle la contraria, y además la mayoría de las veces tenía toda la razón del mundo. Sus exposiciones eran brillantes y sus conclusiones abrían puertas para arreglar los problemas más acuciantes del planeta.

    Su asistente llamó a la puerta con los nudillos:

    —Es la hora.

    No hacía falta más, un hombre que hablaba tanto no necesitaba escuchar más palabras que las estrictamente necesarias. Se echó una mirada de reojo al espejo, se ajustó la corbata y se dirigió a dar su conferencia. Con paso firme y decidido salió al escenario. La ovación fue atronadora. Colocó sus notas en el atril, bebió un poco de agua y esperó a que los aplausos se apagaran completamente:

    —Buenas noches señoras y señores, los últimos datos estadísticos nos muestran que la escalada de la delincuencia en nuestro país es alarmante, los robos con violencia han aumentado un veintidós por ciento y los asesinatos un catorce. Por esta razón, algunos de nuestros políticos se están planteado endurecer las penas de cárcel, incluso hay quien propone reinstaurar la pena de muerte… No puedo entender cómo una sociedad civilizada puede legislar sobre la vida de los demás. ¡Quiénes somos nosotros para determinar quién debe vivir y quién no!

    Su elocuencia provocaba a cada frase un sonoro y rotundo aplauso. La conferencia transcurría como era de esperar. El orador se detuvo unos instantes para dar un gran trago de agua y continuó:

    —No me cabe en la cabeza que haya gente a favor de la pena de muerte, ¿es que hemos perdido la capacidad de raciocinio? ¿Es que no nos queda compasión?

    El conferenciante se fue exaltando y subiendo el tono cada vez más.

    —¡No puedo, ni podré nunca, estar a favor de la violencia; pero eso es lo que se merecen los que están a favor de la pena de muerte, porque son inhumanos, habría que sacarles de su error por la fuerza, aunque hubiera que torturarlos! ¡A los que están a favor de la pena de muerte habría que matarlos, por violentos, por asesinos! ¡Por no respetar la vida humana!

    Parte del público, presa de la excitación, comenzó a gritar:

    —¡Pena de muerte para los que estén a favor de la pena de muerte!

    Una mujer de mediana edad miraba estupefacta a su compañero de butaca que, con el puño amenazante, se sumó a la locura colectiva cada vez más multitudinaria. En pocos segundos, prácticamente todo el aforo del auditorio coreaba consignas violentas contra los violentos. Los pocos que permanecían callados en sus asientos fueron golpeados sin piedad por la gente de alrededor como sospechosos de apoyar tácitamente la pena de muerte. Poco después, los que coreaban más fuerte empezaron a mirar con reticencia a los que coreaban más flojito. Los rubios empezaron a desconfiar de los morenos y los altos de los bajos, los delgados de los gordos y los viejos de los jóvenes. La carnicería fue brutal. Es lo que tiene la violencia.

    Moraleja:

    Cuando dije «No a la guerra», quise decir: «No, a todas las guerras».

    El efecto mariposa

    Eran las seis de la mañana, un hombre se estaba afeitando medio adormilado. Se afeitaba a esas horas tan intempestivas porque vivía en una urbanización, de esas de las afueras, que la publicidad dice que están a veinte minutos del centro… por los cojones.

    Tenía que salir de casa muy temprano para evitar el monumental atasco que se forma todos los días laborables. Acababa de ducharse y a pesar de eso seguía adormilado. Nadie se acostumbra nunca a madrugar tanto, la gente se resigna, pero resignarse no es lo mismo que acostumbrarse. Precisamente porque estaba adormilado se estaba afeitando con los ojos cerrados, se hizo un corte y empezó a sangrar. Con la mano diestra taponó la herida y con la mano menos diestra intentó abrir el armarito-espejo. Ese que todos tenemos encima del lavabo, para coger un algodón y una tirita. El armario no estaba muy bien colgado y se le cayó encima. El cristal se rompió en su frente y le provocó una herida sangrante bastante más grande que la anterior. Además, el armario al chocar con el suelo originó un estrépito espantoso.

    La mujer que dormía profundamente se despertó sobresaltada y descalza, porque tenía la costumbre de dormir descalza, entró corriendo en el cuarto de baño. Como él se acababa de duchar, el suelo estaba mojado y ella resbaló, se dio con la cabeza en el bidé y se desmayó. El hombre, asustado, llamó al teléfono de emergencias:

    —Por favor, vengan deprisa, mi mujer está inconsciente.

    La ambulancia llegó rápidamente, ya que el tráfico de salida no era importante, el que era importante era el de entrada.

    —¿Qué ha pasado? —preguntó el sanitario.

    —Mi mujer, que se ha caído y se ha desmayado —contestó el hombre, que había conseguido detener la hemorragia del afeitado y luchaba por contener la hemorragia de la frente.

    —¿Se ha caído?, ya, ya, eso dicen todos. Esto huele a malos tratos que apesta. Vamos al hospital y allí avisaré a la policía.

    —No, de verdad, que se ha caído. Bueno es igual, llame a quien quiera, pero por favor vamos al hospital.

    Después de unos primeros auxilios los enfermeros llevaron en una camilla a la mujer, que seguía inconsciente, hasta la ambulancia, el hombre entró por su propio pie bajo la atenta mirada recriminatoria del sanitario.

    La ambulancia arrancó a toda velocidad, pero ya era tarde. El atasco era monumental, ni el carril bus, ni el arcén, ni el carril bici, ni la sirena a todo volumen, ni nada de nada; apenas conseguían avanzar unos metros en zigzag. Ante esta situación el conductor de la ambulancia, que conocía muy bien su oficio, tomó un desvío que llevaba a una carretera comarcal por la que nunca va nadie. Y nunca va nadie porque hay una central nuclear de la que salen continuamente camiones cargados con residuos tóxicos altamente radiactivos y altamente explosivos. Como nunca va nadie la ambulancia iba a toda velocidad. Como nunca va nadie el camión salía a toda velocidad y en el cruce chocaron. Se formó una explosión horrorosa, equivalente a no sé cuántos megavatios.

    Los americanos que lo ven por el satélite dicen:

    —Esto es un atentado de Al qaeda.

    Y empiezan a bombardear Irán, Irak, Siria, Afganistán Somalia, Pakistán, Israel… bueno no, Israel no. Los de Al qaeda que por un quítame allá esas pajas se agarran unos cabreos descomunales empiezan a bombardear Europa, Asia, África,

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