El hombre perfecto, o casi
Por Miguel Vigil
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Y decimos casi, porque tener desarrollados los cinco sentidos al límite tendrá sus pros y sus contras. Nuestro protagonista siempre sentirá la necesidad de buscar algo más en su vida para conseguir la satisfacción plena a pesar de ser considerado perfecto. Tenerlo todo, o creer tenerlo no significa que no se encuentre vacío, vacío sobre todo, al no conseguir llegar a sentir eso que llaman enamorarse.
Miguel Vigil (que no es el hombre perfecto, sino el autor de aquí la presente obra), nos irá descubriendo todo esto a través de un repaso a la historia genealógica de Adrián. Nos remontaremos a episodios históricos y ficticios en los que se tratará de dar respuesta a cómo con el tiempo puede llegar a aparecer "El hombre perfecto, o casi". Un a mezcla de historias cortas y temas variados, contados desde esa perspectiva única, divertida, crítica, de humor inteligente y donde se hace partícipe al lector en todo momento.
Una obra… casi perfecta.
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El hombre perfecto, o casi - Miguel Vigil
Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico. Dirección editorial: Ángel Jiménez
edición eBook: marzo 2024
El hombre perfecto, o casi
(Historia de un genio)
© Miguel Vigil
© Éride ediciones, 2019
Éride ediciones
Espronceda, 5
28003 Madrid
ISBN: 978-84-10051-27-0
Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico
eBook producido por Vintalis
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Miguel Vigil
Miguel VigilMiguel Vigil, músico, cómico, actor, escritor... él mismo no sabe si es polifacético o disperso. Miembro fundador del grupo cómico-musical Académica Palanca, fue acusado de hacer humor inteligente saliendo absuelto por falta de pruebas.
Web: https://miguelvigil.es
Correo: contacto@miguelvigil.es
Titulos publicados en Éride:
• Relax (Teatro)
• Poemas breves (Poesía)
• Relatos polisémicos (Relatos)
• El hombre perfecto, o casi (Novela)
• Pilar Himmler. Sin límite de mal (Novela, escrita a la par con Javier García)
• Por la utopía del peaje
Invéntate una frase ingeniosa
y tu nombre será recordado eternamente.
(Anónimo)
El síndrome de Stendhal, también llamado síndrome de Florencia, o estrés del viajero, es una enfermedad psicosomática que provoca un aumento considerable del ritmo cardiaco, vértigo, confusión, alucinaciones, etc., cuando el individuo es expuesto a obras de arte, especialmente bellas y numerosas. El síndrome de Stendhal es un referente de la reacción romántica ante la acumulación de belleza y la exuberancia del goce artístico.
Se denomina así por el famoso autor francés del XIX, que detalló prolijamente el fenómeno que experimentó en su visita a Florencia en 1817.
« Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme».
(Stendhal)
Fuente: Wikipedia
Prólogo
Antes de darte pistas sobre la casi perfección del libro que tienes entre las manos y la vista, avezado lector, quiero poner en común contigo algunos talentos de quien le ha dado vida. Porque «El hombre perfecto, o casi» está a cierta distancia de un principio cuyo icono emblemático en mi imaginario particular es un cassette. Si tienes menos de 25 años he de decirte que un cassette es como un cedé con dos agujeros y una cinta que se puede enrollar con un boli Bic. (¿Se seguirán usando los bolis Bic o tendré que dar más explicaciones...?)
Cuando Miguel Vigil, el padre de esta criatura que ahora nos ocupa, era más enjuto, ya cantaba por los rincones de Madrid. Y en uno de ellos me encontré por primera vez con su voz y no tuve más remedio que llevármela a casa en una «cajita», que es como los franceses nombran a los cassettes. Se titulaba «Tan lejos del principio» —que tan lejos no estábamos, la verdad— y le cogí afición a uno de sus temas: «Acuérdate», del que aún podría cantar alguna estrofa. Ya pensé entonces que alguien capaz de concebir una letra del nivel de ese tema, era muy fácil que escribiera mucho mejor que regular.
Todo esto ocurría recién inaugurados los años 80 y pasaba en Madrid, un «poblachón manchego» —como decía Paco Umbral— que comenzó a explotar de pura creación y de ganas de dejar al franquismo y su caspa más allá del Valle de los Caídos. Así llegó «La Movida», esa cosa que nadie sabe definir sin que se le llene la boca de palabras, de la que ninguno quiere hacerse cargo, pero en la que todo el mundo asegura que participó —no sé cómo cabía tanta gente— y que tuvo la ventaja de la desvergüenza y el inconveniente de denostar bastante y de manera injusta la canción de autor.
Si continúas ahí, lector bizarro, te voy a confesar que yo seguía oyendo los temazos de Vigil, a Serrat —que andaba con «En tránsito» en el 81—, las primeras canciones de Sabina: «Carguen, apunten, fuego», por ejemplo, y todo lo que entraba en mis oídos de Silvio Rodríguez. Eso sí, los escuchaba en una especie de semiclandestinidad cercana a la que algunos de nuestros ancestros habían practicado con «la Pirenaica» en los años oscuros de la dictadura. También tengo que reconocer que mi pasión por los cantautores no era incompatible en absoluto con el fervor por grupos como «La Unión», «Radio Futura», «El Último de la fila», «Golpes bajos» o «Siniestro total», pero de estos se podía ser fanático sin que nadie te tildara de antiguo, carca o desfasado.
Declinaban los 80 —no por aproximación a nuestra lengua madre, sino por pura extenuación— cuando volví a toparme con Miguel Vigil, cantando en el mismo rincón de la ciudad donde le descubrí, pero con dos personajes más: Antonio Sánchez y Javier Batanero. Eran los inicios de «Académica Palanca», nombre que este trío desgajó de unos versos de Miguel de Unamuno: «Salamanca, Salamanca, renaciente maravilla, académica palanca de mi visión de Castilla».
De este grupo, que comenzó en los garitos y acabó metiéndose en las casas a través de diferentes programas de televisión, conservo otro cassette y un magnífico elepé, ese disco grande, duro y negro que ahora se empeñan en llamar vinilo y que, curiosamente, se ha convertido en objeto de culto.
Seguro que tú, arrojado lector, puedes tararear alguno de los temas de humor inteligente de esta formación, rayana en lo políticamente incorrecto, que nos dejó canciones como «Me llaman mala persona», «Vida sexual sana», «Desde cuándo un español» o «La apoyadura» que, en la actual década del siglo XXI, es probable que no pasaran el filtro de los que usan de manera rancia y pacata unos cuantos «ismos» como el machismo, el sexismo o el racismo. No todo el mundo tiene la capacidad necesaria para llegar a reírse incluso de lo suyo.
Con muchas risas di nuevamente con el autor del libro que nos ocupa hoy —y al que ya voy llegando, lector condescendiente— en el año 2013 y de esta última coincidencia me llevé a casa firmados el que, por el momento, es su último cedé: «No soy solo una cara bonita» y un estupendo libro de relatos: «Respuestas a misterios sin respuesta».
Esta obra confirmó mi sospecha de que Miguel Vigil no solo es «una voz bonita» y un estupendo artesano de canciones, sino que, además, es un buen narrador que consigue imprimir a sus fábulas un estilo propio, del que tiene parte de responsabilidad su acertado y hábil manejo de la lengua castellana. Y, cómo no, ese punto de humor sagaz que solo pueden aplicar bien quienes poseen lucidez, sarcasmo y la habilidad suficiente como para bromear hasta con las propias debilidades.
Todos estos ingredientes te los vas a poder encontrar también, gallardo lector, en «El hombre perfecto, o casi», el libro que da sentido a tu afición: leer y a mi misión: prologar. Así que te voy a dar unas cuantas pistas sobre esta novela, que empieza presentando al protagonista, Adrián Giménez, un hombre con un solo defecto: no se puede enamorar y, por lo tanto, con otro mucho mayor: carece de capacidad para escribir poesía.
El final de la obra queda «abierto a la esperanza» y, por el camino, el autor nos va contando las mil y una peripecias de los ascendientes de este dechado de virtudes, músico exitoso, al que su progenitora, con el sentido común propio de una madre, siempre animó a hacer Derecho y opositar a Notarías.
Explica Vigil la excelencia de Germán Giménez paseándonos a brincos por varios siglos de herencias de todas las ramas de su familia. Esta es la excusa impecable para enredarnos en unos cuantos relatos tan esperpénticos como disipados, con los que el autor va dándonos una visión muy particular de la historia y de la geografía, aderezados con detalles como que fue la madre de la hija nunca reconocida de Leonardo Da Vinci la que inventó la tortilla de patata.
No voy a destripar la obra contando más detalles, ni tampoco voy a seguir invocándote, lector zarandeado, no sea que aparezcas como el personaje metaliterario que eres en «El hombre perfecto o casi»
y comencemos a conversar y a discrepar y a desvariar… y no me quede más remedio que cambiarte los adjetivos y empezar a utilizar alguno de los que usa el autor para designarte. Zurcefrenillos, bebecharcos, morroestufa y mangurrián son mis favoritos.
Te dejo con Germán Giménez y toda su estirpe, para que lo disfrutes como solo un lector sabe hacerlo.
Ángela Bautista Palacios
Capítulo I
Adrián Giménez era el hombre perfecto. Tenía un cociente intelectual de 180, muy superior a la media que es 100; se dice que el de Leonardo da Vinci superaba los 200, y que el de Albert Einstein rondaba los 160; podemos decir entonces que Adrián era un genio entre Leonardo y Einstein. Tenía por tanto una facilidad innata para los estudios, hasta para los más difíciles; la física cuántica, los cálculos infinitesimales, incluso el idioma inglés, nada se le resistía. Físicamente era un monumento andante, un adonis, una belleza de esas que duelen, exultante e insultante, para los demás, claro. Era agraciado, apuesto, gallardo, apolíneo, atractivo, un galán de cine tipo Paul Newman, Alain Delon, Brad Pitt o George Clooney. Alto, lo suficiente para ser un buen mozo, pero no tanto como para resultar desgarbado y patoso, rubio, ese rubio mechado natural de los niños pijos, ojos azules, de un azul verdoso, un azul turquesa, mezcla de cielo y mar. Cuerpo impresionante, ni un gramo de grasa, con una musculatura definida pero no voluminosa. Una dentadura perfecta y blanquísima. Era de esas personas con las que la naturaleza se explaya y les da todo. Esos genes superdotados que se transmiten una vez cada mil años, o cada millón de años. Fue un bebé precioso, un niño guapísimo y un adulto fuera de serie; ni siquiera en la adolescencia pasó por esa etapa en la que la cara se deforma, la nariz parece cosida de otro cuerpo, los andares se vuelven cansinos y torpes… Por no tener, no tuvo ni acné, ni un solo grano. Cualquier persona ha pasado por una etapa de belleza en su vida: los veinte años, o los treinta, o una madurez resultona; lo equivalente a esos quince minutos de gloria de los que hablaba Andy Warhol. Adrián fue guapo y estuvo guapo todos los días de su vida, sin una sola excepción. Incluso recién despertado era guapo. Pero es que además, era amable, simpático, cariñoso, atento, educado, el hijo que a cualquier madre le gustaría tener, el yerno que a cualquier suegra le gustaría para su hija, o para su hijo, el novio ideal para cualquier chica en edad de merecer, o cualquier chico en edad de merecer. Se llevaba bien con todo el mundo, no tenía enemigos. Además, como tenía una memoria prodigiosa, se acordaba de los nombres y de los cumpleaños de toda la gente que le presentaban, incluso de las conversaciones que había mantenido, aunque hubiera sido una conversación banal y distante en el tiempo. Por ejemplo: paseando por la calle Street, de Londres, se encontró con Robert Sinclair, a quien conoció brevemente cinco años atrás mientras ambos esperaban el autobús. Adrián saludó por su nombre a Robert Sinclair, y le preguntó si había conseguido terminar la colección de cromos de Ben-Hur; es decir, retomó la conversación como si hubieran pasado cinco minutos en lugar de cinco años. Siendo tan perfecto es plausible pensar que la envidia le buscara enemistades, pues no, era tan perfecto que lo que provocaba en los demás era todo positivo, envidia sí, mucha, pero envidia sana ¿Deseo sexual?, también, pero reconducido hacia el amor platónico cuando no era correspondido. Si Adrián hubiera posado para el David de Miguel Ángel, el resultado hubiera sido aún más bello. Adrián provocaba en los demás el síndrome de Stendhal.
Tenía un cerebro superdotado, y también un cuerpo superdotado. Según comentaban muchos compañeros de estudios, y absolutamente todas las compañeras de estudios, su miembro no medía menos de veinticinco centímetros. Y Adrián no ponía remilgos en dar placer a cualquiera que se lo pidiera: compañera, compañero, profesor, profesora, lechero, lechera… Adrián era promiscuo por naturaleza, cambiaba de pareja como el que se cambia de calzoncillos (me refiero a una persona limpia, alguien que se cambia diariamente, porque hay por ahí cada elemento que ya, ya…). Y además era un hombre al que toda la ropa le quedaba perfecta. Si lucía una camiseta de mercadillo parecía de Armani; imaginaos entonces las auténticas camisetas de Armani; cualquier pantalón que se pusiera pasaba por ser hecho a medida y de la mejor calidad; una vulgar gorra le quedaba bien, un sombrero mejor aún, los tirantes, el cinturón, con corbata, sin corbata, zapatos, zapatillas, botas de esquiar, cualquier prenda, cualquier complemento mejoraba si él lo llevaba. Si se ponía un smoking la gente se quedaba hipnotizada, no podía dejar de mirarle.
Le hubiera sentado bien incluso un saco de patatas, seguro que él le hubiera dado cierto estilo, incluso si el saco de patatas estuviera lleno de patatas. El canon de belleza quedaba muy por debajo de Adrián, y el techo de la inteligencia, si es que la inteligencia tiene techo, podía tocarlo sin ponerse de puntillas.
Para que los lectores se hagan una idea del talento de Adrián Giménez, les hago partícipes del trabajo escolar que escribió, a la tierna edad de nueve años, sobre el uso de las tildes en castellano.
Él amó: el amo
Él amó. La tilde de amó se escapó con una consonante (una h intercalada que se había metido por medio), aunque ambas sabían que lo suyo era imposible. La tilde de él corrió detrás de la tilde de amó por esa empatía congénita que tienen las virgulillas entre sí. El resultado fue nefasto, por culpa de una pasión abocada al fracaso, el amor se convirtió en esclavitud: el amo.
Luego todo se enredó, la o, sintiéndose abandonada, denunció a la tilde a la RAE, y cuando esta quiso defenderse encerraron para siempre sus explicaciones entre paréntesis, a la hache le cortaron la lengua y se quedó muda. La otra tilde, acusada de complicidad, cayó en depresión, se tumbó sobre una n, y lleva años sin levantar cabeza. Pero no todo fue en vano. Su sacrificio dio lugar a «La rebelión de las letras».
El punto y aparte se lió con un punto y coma y tuvieron tres puntos suspensivos que no se sabe aún en qué terminarán. Dos comas que se trataban de igual a igual tuvieron varias comillas, y se fueron a vivir a Comillas (Cantabria), para pasar desapercibidas. La c y la h, que se habían separado hacía tiempo, decidieron darse otra oportunidad y brindaron con champán. La v bebió demasiado y ya era una w, y en un control de alcoholemia escribió su nombre con b.
La ortografía estaba desesperada, llevaba ya tres faltas, y no podía hacerse cargo de otro error, ya tenía demasiado que mantener con su maltrecha economía. Las mayúsculas empezaron a darse cuenta de que, aunque eran inferiores en número, también eran mucho más grandes y más fuertes que las minúsculas, y decidieron plantarles cara. Abandonaron sus posiciones habituales y se establecieron en medio de las palabras, al final de los enunciados, uniendo oraciones, en fin, en sitios donde nunca habían estado. Las minúsculas, aterrorizadas, corrieron a refugiarse detrás de los puntos, ya fueran seguidos o aparte, y el caos se adueñó del sentido común.
Desaparecieron las normas más elementales y hubo que empezar otra vez desde cero.
Por eso es tan importante respetar las tildes, para evitar el caos, para impedir que «él amó» se convierta en «el amo».
Más o menos por aquel entonces, cuando todo el mundo con dos dedos de frente ya sabía que Adrián era un genio, alguien le preguntó:
—Y tú, niño, ¿qué vas a ser de mayor?
—Viejo. —Le contestó Adrián sin dudarlo ni un momento. El interrogador lo miró con cara de asombro, más bien de susto, y se alejó a toda prisa.
Adrián era el hombre perfecto. Se había licenciado en ocho carreras y estaba estudiando la novena, pero no estudiaba por acumular títulos universitarios ni por engrosar su currículo, no le hacía ninguna falta, estudiaba por la simple necesidad de aumentar conocimientos, era como una droga para él. Podríamos considerarlo un polímata, un humanista, un hombre del Renacimiento. Fue músico, pero también pintor, escultor, escritor, arquitecto, médico, abogado, ingeniero, etc. Tenía talento para triunfar en cualquier rama del saber, pero le interesaba la música