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Labriegos al jornal
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La memoria pasa por diferentes etapas: la inmediata, de la niñez y juventud, pero sin un cuadro interpretativo; la nostálgica, de los adultos en sus años de mayoría, vivendi los hechos en el presente y añorando o lamentando los hechos del pasado, especialmente aquellos por los cuales tienen que responsabilizarse; y la opaca, de la senectud, que

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento26 oct 2020
ISBN9781640867093
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    Labriegos al jornal - Absalón Ávalos Gómez

    PRÓLOGO

    Memoria

    La memoria pasa por diferentes etapas: la inmediata, de la niñez y juventud, pero sin un cuadro interpretativo; la nostálgica, de los adultos en sus años de mayoría, viviendo los hechos en el presente y añorando o lamentando los hechos del pasado, especialmente aquellos por los cuales tienen que responsabilizarse; y la opaca, de la senectud, que disfruta los intermitentes rayos del pasado que arrojan una luz que ilumina aunque brevemente la penumbra del olvido que arropa inexorablemente al ser consciente.

    Voz

    ¿De quien es ésta historia, entonces? ¿De quien son estas memorias? Los estudios críticos histórico-literarios nos han ayudado a apreciar la evidencia de muchas manos humanas en la redacción y transmisión de las sagradas escrituras. De igual forma, podemos apreciar cómo la voz de un pionero apostólico, Francisco Avalos, se capta en el magro relato de José, su hermano menor, para luego ser éste ampliado y pulido por el sobrino e hijo (Absalón Avalos) de los dos, con miras a lectores de las siguientes generaciones. Este texto, que comienza relatando las exigencias que provocaron la migración familiar de Jalisco a Nayarit a California, y que luego relata el retorno al Pacífico mexicano, la estancia en la Ciudad de México, y el traslado al campo misionero en Centroamérica, termina siendo un texto que también, como sus protagonistas, migra. Se nota esto en el cambio de la voz o de la persona que da testimonio de lo vivido, de lo visto, y de lo hablado. Pero en vez del artificio hábil de un Carlos Fuentes (La Muerte de Artemio Cruz), tenemos la fluidez natural de una conversación inter-generacional familiar: yo, tú, el, nosotros, etc. Una conversación entre abuelos, padres, tíos, hijos, sobrinos, primos, y nietos. Ojalá que éstos últimos tomen nota y se acerquen para escuchar bien y ponderar el significado de lo relatado.

    Ojo

    Los relatos de José Avalos se concentran en los hechos vividos y vistos, y en el carácter de los protagonistas de esta historia. Nuestro autor de memorias generalmente se inclina, así cómo también lo hizo otro testigo ocular de estos acontecimientos, José Ortega, por un juico suave y templado sobre la conducta y motivaciones de sus correligionarios. Después de todo, ambos fueron pastores de ovejas y de pastores. Los relatos de Absalón Avalos son menos indulgentes en éste aspecto, dejando claro las muchas cuentas pendientes que tiene el movimiento apostólico y sus instituciones con los que se sacrificaron para que prosperaran. Son cuentas que pagaron los hijos (y las esposas) de los pioneros. La óptica del editor-narrador también amplía la visión del lector, permitiéndole ver, con una perspectiva retrospectiva y crítica, el más amplio contexto de los hechos políticos, económicos, y sociales dentro de los cuales se desarrolló esta historia. Y también sitúa la historia dentro de una topografía que es a la vez encantadora y aterradora. Y, dado que se trata de gente aleluya, la entreteje con letras de su fecunda himnología.

    El campo

    El lector perspicaz también encontrará en este relato un detalle inesperado tanto por los historiadores del México moderno como por los estudiosos del tema del pentecostalismo latinoamericano; a saber, la inserción de muchos pentecostales en el programa más radical del país, la reforma agraria. Ya sabemos —gracias al trabajo minucioso de los historiadores Jean-Pierre Bastián y Deborah Goodwin— del papel protagónico de los protestantes históricos antes, durante y después de la Revolución Mexicana. Por ejemplo, que Emiliano Zapata contaba con un asesor metodista y Venustiano Carranza con un general congregacionalista; y que el proyecto de la nación se desarrolló con la aportación de insignes pedagogos metodistas. Pero por sus limitaciones cronológicas y filtros ideológicos, estos eruditos no percibieron que entre las brechas abiertas por los evangélicos y abandonadas por los misioneros iban a llegar pentecostales repatriados y de raíces campesinas y obreras. No solamente lograron lo que los evangélicos históricos no pudieron, es decir, enraizar profundamente la propuesta evangélica en el subsuelo campesino, sino también se insertaron en la parte más vanguardista de la reforma agraria, es decir, el ejido. Y no solamente participaron, sino también cuando sus comunidades lo pidieron, ejercieron liderazgo de éstos. La saga de Francisco y José Avalos está repleta de la mención de ejidos donde ellos, sus discípulos y colaboradores se sentaron, trabajaron, predicaron, y edificaron (templos). Para la última tarea, tuvieron que navegar por todo un laberinto oficial e ir de dependencia en dependencia exigiendo sus derechos como mexicanos y campesinos. Este activismo inquieto dejó rastros que ahora se pueden seguir en expedientes gruesos que se guardan en el Archivo General de la Nación, en el Archivo General Agrario y otros rincones de la memoria oficial. Los primeros indicios de este activismo los encontramos en las actas de las primeras reuniones de la incipiente Iglesia Apostólica de la Fe en Cristo Jesús, donde los líderes reunidos en Torreón deliberaron dos preguntas enviadas por ministros como Francisco Avalos: 1) si era lícito y bíblico aceptar cargos de liderazgo ejidal, y 2) si era lícito y bíblico tomar armas en defensa de los ejidos. La primera interrogatoria nos dice que los ejidatarios veían en los aleluyas hombres incorruptibles a quienes pudieron confiar los bienes y el bienestar de sus comunidades. La segunda nos dice que los hermanos apostólicos vivían en carne propia las secuelas del conflicto cristero y la reacción violenta de los hacendados ante el avance del socialismo en el campo. Incluso, en el año 1958, uno de estos hacendados mandó asesinar al pastor Marcos Flores después de que éste rehusó los intentos de sobornarlo en contra de los intereses del ejido que lo había electo comisario ejidal. Al aceptar el cargo, el Hno. Flores dimitió su nombramiento pastoral, para no mezclar las cosas de Dios con las cosas del pueblo. Pero las balas asesinas no diferenciaron entre las dos causas. Cuando se dio la noticia de su deceso en la revista El Exégeta, la Iglesia Apostólica tuvo que ponderar la diferencia entre el morir por predicar el Evangelio (como en el caso en 1955 del pastor de Guadalajara, Benito Peña, un mártir de los fanáticos romanistas) y el morir por vivir el Evangelio. La revista terminó reconociéndolo como otra victima de los muchos martirios por las causas nobles. Desafortunadamente, el Archivo General Agrario no está organizado y catalogado según categorías religiosas. Y su actual estado caótico dificulta el acceso fácil, aún para sus usuarios más comunes, las comunidades en conflicto sobre delimitaciones de tierras colindantes. Pero sabemos que las nuevas del pleno Evangelio se predicaron y se escucharon entre los pobres. Las memorias de José Avalos arrojan una luz penetrante y cortante sobre este pentecostalismo campesino y proletario. Cuando se escribe la historia más amplia del agrarismo en Nayarit y otras partes de México, el lector asiduo tendrá toda la razón en exigir que esa historia incluya a su vertiente pentecostal.

    Xenofobia

    No podemos ignorar la resonancia actual de esta historia de gente que sirvieron como chivos expiatorios en un momento de convulsión económica. El paroxismo xenofóbico que conocemos como la Gran Repatriación logró expulsar casi medio millón de mexicanos y mexico–americanos que residían en los Estados Unidos al comienzo de la década de los 1930. En el censo de 1930 se contaron un millón y medio de gente de origen mexicana. En otras palabras, se repatrió uno de cada tres mexicanos. Y por venir de las mismas capas humildes, se repatrió uno de cada tres apostólicos. El costo social, económico, y político fue enorme. Se interrumpieron las trayectorias educativas de miles de niños como José Avalos, Isidro Pérez, Efraím Valverde, así como Román, Rosario y Juan Alvarado. Lamentablemente, nos encontramos frente a otro posible momento de persecución y expulsión. Pero aún si se repite la calamidad, las escrituras y estas Memorias nos enseñan que lo que los hombres hacen para mal o por incapacidad, puede repuntar en manera inesperadamente positiva y abundante. José aprovechó su desarraigo en Egipto para asegurar la supervivencia de su pueblo y el pueblo anfitrión. La viuda migrante Ruth se comprometió con el bienestar de su también migrante y viuda suegra Noemí, y así se insertó en el linaje mesiánico. Los cristianos expulsados de Jerusalén se fueron a Antioquía y a las últimas partes del mundo. Ciertamente hubo mucho que lamentar, pero Dios cambió el lamento en baile. En su ensayo provocador, Gayatri Spivak, lanzó la pregunta: ¿Puede el subalterno hablar [por si mismo]? Las Memorias de José Avalos dan la respuesta a este interrogatorio poscolonial. Tenemos a la mano la historia de un niño campesino, quien a pesar de ser arrojado por fuerzas muchos mayores y a pesar de ser llevado de un país a otro, al fin se aterrizó en el campo de batalla para alistarse—ya joven y hombre—en el hueste del Señor, al lado de su hermano mayor. Allí le fueron confiados muchos cargos de responsabilidad y honor. Y entregó, al final de su carrera, una batuta honrosa a los que le siguieron. Después de pasar muchos años relegado a la periferia de su propia institución, se fue a formar parte de aquella gran nube de testigos que rodean los que tenemos que correr nuestra propia carrera todavía.

    Dr. Daniel Ramírez

    Claremont, California

    CARNE INTERIOR

    Ahora vemos de manera indirecta, como en un espejo,

    y borrosamente; pero un día veremos cara a cara.

    1 Corintios 13-12 DHH

    "No se puede amar al prójimo como a sí mismo o,

    más exactamente, no se puede amar así mismo

    como al prójimo, sino que se puede, solamente,

    transferir a éste todo el conjunto de acciones que

    de ordinario se realizan para uno mismo".

    Bajtín, Mijail. Yo también soy.

    Debe haber una palabra para invocar lo que es José Ávalos y no solamente hablar de su persona ni de su estirpe, sino de los caminos polvorientos que recorrió; no nada más para recordar la época y la temprana orfandad, sino para entrar en las grietas y cantar los himnos compuestos por una generación llena de vitalidad y resistencia. Y debe también haber, otra palabra para agradecer la insumisión de los muertos, y otra para que los vivos los recordemos y no mueran nunca más. La palabra que renace, es encuentro.

    Papá Chepe, como le decíamos sus nietos, antes de cualquier otra cosa, fue siempre niño, o lo que es lo mismo, un cristiano primitivo. Como la mayoría de sus contemporáneos, los que pertenecían al camino, eran únicamente los que habían muerto y nacido de nuevo, los que prefirieron la puerta angosta y la estrechez. Decía que José Ávalos fue siempre niño, no nada más por lo de nueva criatura en Cristo, sino porque coincidimos en el último cuarto de su vida, donde el cuerpo y la mente parecen intuir que al final todo vuelve al Creador.

    Hubo ciertos años en los que la errancia y la incertidumbre me llegaban como señales de humo, la resistencia para mí era buscar resquicios, el encuentro a deshoras, el amor como subversión, y trataba de narrar mi vida como manera una desesperada y pasional de quemar puentes. Ese tiempo fue el que menos valoré a mi abuelo y a su hijo, no me importaba escuchar lo que tenían qué decir. Absalón, mi padre, es hijo de José Ávalos, el que escribe este libro.

    Si hablar de personas que estuvieron vivas es complicado porque la forma es una frontera trabajada estéticamente, tratar de huir de la sombra y las herencias para labrar el propio camino hacia el Creador, lo es aún más. Cito a José Ávalos hace 15 años: hay que resistir en carne viva.

    Ahora entiendo que tal vez se refería al Camino, y no solo al modo de creer y confiar, sino de cambiar los orígenes interiores del comportamiento. Tal vez, lo que el padre y su hijo buscaban y siguen buscando, es tender puentes: encontrar eco en esta generación que parece olvidar eso que para ellos tiene tanto sentido. La errancia y la incertidumbre no desaparecen sino que echan brotes dentro del corazón y dan frutos.

    Como escritor cito a Weininger: El ideal de un genio del arte, es vivir en todos los hombres, es perderse entre todos, diluirse en la multitud.... Cabe la posibilidad de que la palabra sea nuestra carne interior, la fuerza que nos da vida para seguir caminando. In contra, encuentro, esta es la palabra que renace para invocar no solo el recuerdo, sino la esencia de lo que han predicado todos estos años. Por último, me gustaría ofrecer un pequeño registro para ambos:

    Chepe, Absalón, acepto: soy una criatura que nace: yo también pertenezco al Camino.

    Absalom Ávalos Cázares

    HERMANO PANCHO

    Por: Absalón Ávalos Gómez

    No hay tormenta que no pase, ni dolor que no se quite.

    La aflicción del corazón, el Señor la desparece.

    Francisco Avalos Virgen.

    A Odilón le gustaba sacar la música y que le cantaran: Viva mi desgracia.

    Durante la primera mitad del siglo XX Santiago Ixcuintla era un pueblito, rodeado por una extensa planicie de campos de siembra apenas visible desde la elevada ladera de la Sierra Madre Occidental por donde pasaba la carretera llamada internacional. Recargado en esa parte costera del estado de Nayarit donde el calor húmedo impregna la vida parando en seco cualquier prisa, ni siquiera de noche cuando el discreto e incisivo concierto de grillos asaltaba impunemente había posibilidad de escape. En aquel tiempo dejar la carretera y adentrarse por el camino de terracería era irse sumergiendo en un ambiente casi mistérico. Como arterias, los arroyos corrían dondequiera desde los ojos de agua alimentando los ríos, esas barreras transparentes que aparecían de inmediato y saturaban el ambiente con su vaho omnipresente que envolvía cuidadosamente los cuerpos. El rumor del viento en los árboles cuyas copas se movían como en una rítmica coreografía acompañados por el canto sin final de las aves en la soledad del campo, servían como telón de fondo a una gran cantidad de relatos; eran creencias ancestrales que tomaban forma de historias a cual más inverosímil pero con ellos se definía la vida de los habitantes. Cada relato atrapaba desde el corazón con la atadura de una fascinación dolorosamente dulce y terriblemente sencilla. En ese tiempo las dudas apenas empezaban a despuntar y las preguntas tímidamente se aparecían por el paisaje mental, solo las certezas aparentaban reinar.

    Ahí la lentitud fluía a chorros en los cuerpos alegres de esa población festivamente seria que se acomodó a vivir en la extensa cuenca del río Santiago, la descomunal serpiente líquida que se desbordaba año con año inundándolo todo, y dejaba así su rastro contradictorio de perjuicios benéficos. La Creciente, como le llamaban los lugareños llegaba repentinamente en la temporada cuando después de algunos relámpagos de aviso, aquella tormenta se dejaba sentir con todo su estruendo, y una densa cortina de hilos de cuentas líquidas se desprendía de los aleros de los techos de palma o de teja difuminando el paisaje. Era en las aguas la única tregua que el calor daba, y la tierra quedaba como piel morena y palpitante bañada a jicarazos. Solo los que vivían en el cerro que está en el puro medio del pueblo se libraban del asalto. Pero bajo la superficie de ese espejo enorme que a la distancia se veía desolador quedaba la riqueza de un suelo fértil, distinguido por su exuberante vegetación y una extraordinaria fauna en la que abundaban coyotes y venados, caimanes y chachalacas, tlacuaches y culebras, patos pipichines y gallinas coquenas que se encontraban por doquier. Pero claro también estaban las pomarrosas y los capomos, las guayabas y los mangos, los tamarindos y los nanchis, los guamúchiles y los capulines, las cañas y los güajes, ciruelas y elotes. Extraordinaria riqueza en tan modesta apariencia. Las agrupaciones de casas se desperdigaban a lo largo y ancho de esa faja costera donde los pobladores, gente morena y pacífica, vivían con alegre parsimonia lo que el tiempo les deparaba.

    Los colores verde y café, parecían ser los únicos en el ambiente y arriba solo el azul y blanco; como en una dualidad involuntariamente asumida transcurría la existencia típica que abarcaba el ser y el hacer. El equilibrio no era muy conocido tal vez por eso ni siquiera apetecido, mucho menos cultivado. El ritmo golpeaba entre la extrema necesidad y el derroche, el hambre y el hartazgo, la soledad y la muchedumbre, los sabores fuertes y la abstinencia, el llanto y la sonora carcajada, el suspiro de sentimiento y el baile celebrado a gritos. La inseguridad en las creencias era tal que parecía imposible aceptar a quien proclamara un mensaje diferente, pero el rechazo que se expresaba generalmente con burlas implícitamente se hacía con amenazas. En este pueblo de calles empedradas con piedras redondas estaba su casa, en la calle Echeverría de la colonia Amado Nervo. Tenía un pequeño cancel a la entrada en el inicio del pasillo, a la izquierda había un pequeño patio descubierto al que daba la puerta de la recámara principal; también había unos escalones empinados que llevaban a la azotea, eran preparativos permanentes para cuando llegara la creciente. Siguiendo de frente por el pasillo había dos puertas a la derecha que daban a sendos cuartos y al fondo el comedor a lo ancho de la casa, en el extremo derecho la cocina y al frente el corral amplio, con el pozo del agua al centro. Junto a un almendro frondoso y alto estaba un pequeño fogón. También se podía entrar por el portón que estaba en el extremo izquierdo de la propiedad y que llevaba por un corredor amplio directamente al patio, por allí entraban con las bestias de trabajo cuando los hombres llegaban del rancho. Había sido construida con lo básico pero acabada gradualmente de acuerdo a los recursos de que iba disponiendo, que nunca fueron muchos por eso siempre conservó esa austeridad rural característica.

    En esa casa, al final de su carrera, deprimido por su enfermedad, o enfermo por su depresión era la viva estampa de quien lo ha dado todo. Francisco, el Hermano Pancho como era conocido por aquellos a quienes sirvió con tanta solicitud; recluido en su silla, bastidor de madera y tela colorida que servía de asiento y respaldo, fue evocando lentamente los recuerdos extrayéndolos de entre la bruma de su memoria que a su avanzada edad fueron surgiendo, como abriéndose paso con dificultad. Finalmente el relato fue surgiendo a veces entrecortado, a veces fluido, impregnado de una variedad de emociones intensas que le dieron el carácter de una confesión. Primero nos dibuja con frases pausadas a su padre: Odilón Ávalos Najar, un melancólico hombre moreno, de estatura regular, bigote abundante y rasgos severos en ese rostro típicamente nativo que desde lejos expresaba el drama y a veces tragedia que era la historia de su vida, de su familia, de su pueblo. El, que a dondequiera que iba llevaba consigo el signo visible de su origen, humilde y errante como buscando siempre el refugio de un lugar donde establecerse con seguridad y bienestar. Pero para ellos no había tal lugar, la tierra solo la tenían los poderosos, los ricos. Los que eran como él solo podían ser peones, por eso encontraba en los caballos el único signo de poder a su alcance. ¡Cómo disfrutaba el trabajo de hacerlos a la silla!, después montarlos y luego presumirlos; eran su pasión, y la agricultura el medio de sustento. En la hacienda de don Delfino Pelayo a finales del siglo XIX encontró el albergue temporal que necesitaba, allí sirvió como mozo y arrendador de caballos.

    Francisco no platica de sus abuelos era el tiempo en que muchos hombres salían de su tierra en búsqueda de un mejor porvenir. Así se desarraigaban y yéndose lejos sobrevivían a veces con buena fortuna, pero otras simplemente desaparecían; solo sabe que su lugar de origen es el estado de Jalisco.

    El sitio de donde parte la historia alguna vez fue la Provincia de Avalos. Lugar donde Alonso de Ávalos Saavedrá El Viejo, se asentó luego de recibirlo como Encomienda de Hernán Cortés quien era su primo, a mediados del siglo XVI, el territorio que, según algunos historiadores habían dejado los otros dos encomenderos Hernándo o Fernándo de Saavedra y posteriormente Francisco Cortés de San Buenaventura, quien continuó el trabajo iniciado por los primeros extendiendo el territorio bajo su dominio.

    La Encomienda era el derecho otorgado por la corona española a los conquistadores más destacados de las Indias (El continente americano) para cobrar y recibir los tributos que los indios debían pagar durante su vida y la de sus herederos. Las obligaciones del encomendero eran: cuidar y proteger integralmente al indígena en lo espiritual y temporal. En cambio, el nativo debía trabajar para él y serle fi el. En la mayoría de los casos la encomienda fue una forma de siniestra esclavitud, en el mejor de los casos apenas disfrazada. Aparentemente en este lugar el encomendero se distinguió por tratar bien a la población aborigen. Aunque la Encomienda como tal terminó en el siglo XVIII en la práctica sus repercusiones fueron mucho más allá y perpetuaron la honda diferencia entre los poderosos descendientes y la indiada. Estos últimos no tenían forma de poseer la tierra y por lo mismo necesitaban un oficios que les permitiera sobrevivir ya fueran artesanos, caballerangos o peones, la extensa mayoría eran peones propiedad del hacendado última derivación del encomendero.

    Las crudas historias de dominación, injusticia, crueldad y muerte eran lo cotidiano. Toda familia era sobreviviente de alguna tragedia, en cada persona quedaban reminiscencias de la derrota, la lucha por aferrarse a la vida era tan ardua y las causas para vivir tan escasas que con frecuencia no se lograba. En la trama de esa historia ocupaba un lugar central como forma típica de expresión ante la variedad de emociones, la intoxicación etílica: embriagarse con cualquier tipo de bebida alcohólica era la forma común de expresar cualquier emoción. Emborracharse era casi la única forma de reaccionar ante la adversidad tan común o los momentos tan escasos de alegría.

    Francisco recuerda vívidamente que el origen de la historia se desarrolla en Soyatlán del Oro y alrededores en el territorio descrito. Los hermanos de Odilón eran Doroteo, Andrés y Bernabé quienes se desvanecen en su memoria y no nos vuelve a decir más de ellos. Pero en cambio la forma de recordar a su madre es breve pero profunda. Al parecer ella no era una persona sumisa y sufrida, María Dolores Virgen era una señora morena de carácter fuerte que encarnaba la sorda lucha que se libraba en su interior entre su deber de esposa y madre, y su necesidad de verse persona con destino propio y satisfecha de su vida. No era la típica mujer de andar cabizbajo envuelta en rebozo negro. Tal vez por eso sufría el menosprecio y los malos tratos de su esposo quien se emborrachaba continuamente sin posibilidades de competir con la autoridad tan fuerte pero apenas disimulada que ella ejercía, a la postre esa situación no perduraría.

    Odilón no entendía porqué se había vuelto tan difícil vivir con una mujer tan fuerte y segura de sí misma, todo lo resolvía, él prácticamente no era necesario en el hogar, se había convertido en una especie de accesorio en la casa. Ella, ya no era su mujer más bien se había convertido con el paso del tiempo en una especie de gran mamá que le quería dirigir la vida en todos los aspectos, y él se negaba a ser tratado como otro hijo. Él buscaba quien le hiciera caso, con quien compartir lo que sabía que podía llegar a ser. Por eso un buen día el instinto lo impactó al poner frente a sus ojos un rostro tierno donde proyectó de inmediato el anhelo de quien podría llegar a ser su mujer, su hembra, quien se la jugara con él.

    Así eran sus padres. En ese ambiente familiar la armonía y el afecto brillaban por su ausencia pero esto era lo normal en ese tiempo. Los hijos debían desarrollar destrezas de supervivencia en un ambiente adverso donde era necesario ser agresivo y no dejarse de nadie aunque a veces se arriesgaran a pagar caro el atrevimiento, y en la familia vivían una especie de capacitación para esa vida. Frecuentemente de los padres venían las primeras agresiones que sufrían los hijos, y estos a su vez hacían de este trato su forma de comunicarse entre ellos, los gritos, insultos y golpes eran el trato cotidiano. El castigo físico, causar dolor, era casi el único método de disciplina en el hogar, durante el tiempo que los hijos estaban en casa desde niños muy pequeños hasta jóvenes casi adultos eran castigados a bofetones en el mejor de los casos, pero el uso de la cuarta, ese instrumento hecho con tiras de cuero burdo tejidas y que se usaba para azotar a las bestias, era lo común para castigar a los hijos e hijas, y no faltaba el padre que en un arranque de ira colgaba al hijo del caballete de la casa: para que escarmentara; ningún castigo parecía excesivo. Ni siquiera de la madre se podía esperar mayor tolerancia, ellas eran igual o peor que los hombres a la hora de ejercer el castigo que era más venganza que justicia.

    Como si la madre y el padre en su afán de que sus hijos fueran mejores que ellos los presionaban y con burlas y agresiones buscaban que sacaran lo mejor de sí mismos. Eso sí, si las amenazas o agresiones venían de personas ajenas a ellos de inmediato los defendían como si la vida les fuera en ello. Solo los padres tenían el permiso de hacer con sus hijos lo que quisieran, eran su propiedad; y aparentemente no había quien se opusiera o les fincara responsabilidad. No era raro que a cierta edad los hijos e hijas salieran de casa prematuramente, huyendo del maltrato y con grandes necesidades afectivas eran como empujados a buscar quien llenara ese vacío, ignorantes de su búsqueda interior empezaban relaciones de pareja donde el afecto desaparecía casi en cuanto empezaban a vivir juntos, así el ciclo continuaba.

    Pero aún así los hijos desarrollaban una veneración tal por los padres que toleraban las condiciones domésticas por más crueles que fueran, porque no había nada peor que no tener padres. Ser huérfano era la vulnerabilidad encarnada. No había nadie más desprotegido que los huérfanos. Cualquiera podía hacer casi lo que quisiera con ellos con total impunidad, ¿quién los iba a defender si eran huérfanos? Ocasionalmente alguien ofrecía muy fallidos intentos de protegerlos, pero el estigma perduraba. Aún los niños tenían un juego en donde tomados de la mano formaban un círculo y cantaban: Pobrecito huerfanito sin su padre sin su madre lo echaremos a calle a llorar su desventura, su desventura. Señalaban al desafortunado que salía protestando y así uno a uno hasta el final del juego donde quedaba el ganador. Ni en los juegos había quien defendiera a los huérfanos.

    La hija mayor de la familia era Francisca quien muy jovencita salió de la casa para casarse con un muchacho de nombre Gabino Hernández en Mixtlán, Jal., donde se avecindaron. Lo que Francisco dice de su hermana es muy poco, y después de ese tiempo contadas veces se volvieron a reunir. Entonces quedó como hijo mayor Secundino nacido en 1893, en seguida Isidro, quien nació el 15 de mayo 1899 y luego Francisco, nacido el 4 de abril de 1902.

    La hacienda estaba a cierta distancia de Soyatlán del Oro. Apenas principiaba el siglo XX. El pueblo de calles empedradas, de altas casas de adobe con techos de teja. Lugar de calor intenso en primavera y lluvias torrenciales en verano cuando los días empezaban envueltos en la niebla. En tiempos de calor el sol calcinaba la tierra y la humedad sofocaba hasta el último rincón. Cerca de la sierra de el Carrizalillo. La gente en su mayor parte vivía del campo y sus secretos. Era cuando el omnipresente temor a lo desconocido los hacía convivir con lo sobrenatural, la muerte y sus misterios eran algo asumido, los aparecidos, los curanderos y hechiceros, los males impuestos y las correspondientes limpias; todo esto aderezado con rituales y creencias de origen católico. Así eran las convicciones firmemente arraigadas con las cuales interpretaba el mundo toda persona que se preciara de ser decente y cristiana. La sequía y la buena cosecha, la vida y la muerte de los animales y las personas eran explicadas de acuerdo a los relatos heredados de sus antepasados y que junto con las tradiciones se vivían como un destino trazado de manera inescapable. Así había sido siempre y así tenía que ser.

    Desde el nacimiento se practicaba procedimientos que parecían pensados en seleccionar a los fuertes. Cuando nacía un bebé para facilitar la cicatrización al cortar el cordón umbilical, se recogía el fino polvo que se acumulaba con el tiempo en los barrotes traseros de las puertas y ventanas, y ese polvo con algunas telarañas se acomodaba en la herida del ombligo. Ocurría con frecuencia que al día siguiente los bebés amanecían con cara amoratada y las mandíbulas tiesas, entonces la gente decía: "mira pobrecito le dio murzusuelo. Solo algunos afortunados sobrevivían después de días de fiebre y dolor a esa especie de vacuna brutal. Pero también había otros recursos. Con una especie de resignación ante lo malo inevitable, como algo que no se debe hacer pero se hace. En ese lugar sabían que ante la enfermedad y las dolencias podían acudir a los Santos Médicos de Jala. Nadie los conocía personalmente pero su fama estaba muy extendida. Personajes misteriosos a los que había que enviarles una carta para solicitar sus servicios, y se debía proveer lo que ellos indicaban; luego de noche el enfermo debía permanecer solo, entonces en la oscuridad ellos se hacían presentes y empezaban su trabajo. El enfermo no podía saber si era parte de su delirio o si realmente ocurría la curación. Al día siguiente solo quedaban los desechos de los materiales utilizados y el enfermo generalmente se recuperaba. El médico universitario no era conocido ni aceptado, se le decía el matasanos y se sospechaba de él. Era objeto de burlas y chascarrillos. Al doctor" solo lo podían pagar los ricos, los pobres se curaban con aplicaciones e infusiones de hierbas o frutas, aceites o raíces, era lo que había y en eso estaba puesta toda su confianza.

    En este contexto las fiestas del santo patrono San Gaspar como en cualquier otra comunidad rural, era una de esas tradiciones de las que si alguien no participaba era muy mal visto y se arriesgaba a ser severamente sancionado por la comunidad.

    Durante la mayor parte del año la rutina estricta del hogar era levantarse alrededor de las 4 de la mañana. Los hombre se iban a preparar las bestias de trabajo, reunir los bártulos de labranza, tomar apuradamente junto al fogón un jarro de atole blanco y unos tacos de frijoles; para esto las mujeres de la casa ya debían haber molido el maíz en el metate, haber calentado los frijoles de la olla (solo cuando había bonanza se freían con manteca de puerco despidiendo ese olor tan apetitoso sobre todo por la mañana) y hecho las tortillas y el atole, aparte del molcajete que ya debían rebosar de esa salsa picante hecha con jitomates y chiles asados en el comal. Así empezaba el día con toda la familia moviéndose a ese ritmo. Oscura la mañana salía el padre de familia con sus hijos como ayudantes, entre más tuviera mejor; al clarear el día ya se debía estar en el cuamil o la parcela, si los hijos todavía no podían con el arado entonces se dedicaban a espantar a los pájaros que se comían la semilla o los brotes de la planta. Para eso usaban las hondas o resorteras que ellos mismos hacían, toda la mañana la pasaban corriendo a lo largo del cuamil gritando a los pájaros y lanzándoles piedras para espantarlos, los demás sembraban, plantaban o arrancaban la hierba. A medio día destapaban la olla con los frijoles y calentaban las tortillas en una fogata improvisada; del campo arrancaban el cilantro, los rábanos o los quelites para aderezar un poco los tacos. Del guaje o bule tomaban el agua que así se conservaba fresca. Luego del breve descanso volvían a la faena. Al caer la tarde llegaban todos a casa sudorosos y cansados, limpiaban los bártulos, daban de comer a las bestias, acomodaban las cosas y platicaban acerca de lo ocurrido en el día, cenaban frijoles y tortillas, tomaban atole, te de canela o de limón y se iban a dormir, en petates o en el mejor de los casos en camas de hilos, estos eran bastidores de madera con amarres de mecates y sobre ellos se tendían los petates. Todo impregnado del olor a campo.

    Para las mujeres la rutina doméstica consistía en levantarse antes que los hombres para tener el desayuno listo, levantar los petates o tender las camas, lavar los utensilios, asear la casa, lavar y planchar la ropa, dar de comer a los animales domésticos y curarlos si era necesario, hacer la comida y después con lo que quedaba, la cena. En ocasiones acompañaban a los hombres trabajando a la par de ellos en el campo cuando urgía la siembra o la cosecha. Día tras día, semana tras semana, mes tras mes; pero un buen día llegaba el tiempo de cosechar. Se recogían los elotes de la milpa o el frijol del suelo. En casa se desgranaba el maíz y se fainiaba el frijol, en un lugar especial de la casa se amontonaba la semilla, era el chapil de maíz o frijol según fuera el caso. No había más, para ellas desde que nacían su destino parecía marcado, hasta la mamá decía: fue niña, pobrecita solo viene al mundo a sufrir. En cambio la expresión típica del padre, si había nacido una niña era: Denle atole blanco a la madre, no merece más. Pero si era niño: Ah, denle caldo de pollo lo merece. El pollo era esa especie de símbolo de bonanza, relacionado con la celebración especial o con la riqueza. ¡Oi este, quiere pollo! era la expresión de reproche a quien aspiraba a mucho más de lo que sus posibilidades o su realidad le permitían.

    Pero luego venía la fiesta. Primero la misa y luego procesión llevando al santo patrono por las calles adornadas con papel picado y aserrín de colores en el suelo, los cohetes y

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