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Historia crítica del asesinato del gran mariscal de Ayacucho
Historia crítica del asesinato del gran mariscal de Ayacucho
Historia crítica del asesinato del gran mariscal de Ayacucho
Libro electrónico456 páginas7 horas

Historia crítica del asesinato del gran mariscal de Ayacucho

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Después del fallido atentado contra la vida del Libertador Simón Bolívar en septiembre de 1828 en Bogotá, el magnicidio del mariscal Antonio Jose de Sucre, es el segundo episodio mas vergonzoso de la historia colombiana, en el álgido periodo de las inquinas santanderistas contra la visión proyectiva geopolítica de la Gran Colombia.
Esta historia se ha escrito en el tiempo en que debía escribirse; cuando aún vivía el conflictivo general caucano José María Obando señalado de ser el autor intelectual del crimen, y podía defenderse; cuando vivían muchos de sus secuaces, varios de sus cómplices, la mayor parte de los testigos examinados en la causa, cuyos testimonios fueron rebatidos por el autor de esta obra, y en fin, todos aquéllos a cuyos informes particulares se refiere la obra.
Esto agregó el autor: "Tiempo es, pues, de que la verdad se aclare más, si más puede ser aclarada. Tantos interesados en combatirme, si no lo hacen, acreditarán que nada hay que decir en contra de los hechos y de los argumentos que yo he puesto a la vista de todo el mundo; y si se espera para contradecirme, a que yo haya muerto, o a que dejen de existir los sujetos que yo cito, se dará una prueba más de que no es la verdad la que se trata de sostener. La contradicción en el debido tiempo, es el crisol de la verdad".

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 may 2019
ISBN9780463554579
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    Historia crítica del asesinato del gran mariscal de Ayacucho - Antonio José de Irisarri

    Historia crítica del asesinato del gran mariscal de Ayacucho

    Colección de Colombia-La República N° 11

    © Antonio J. de Irisarri

    Primera Edición, 1965

    Reimpresión, mayo de 2019

    Ediciones LAVP

    © www.luisvillamarin.com

    ISBN 9780463554579

    Smashwords Inc

    Cel 9082624010

    New York City, USA

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio sea mecánico, foto-químico, electrónico, magnético, electro-óptico, por reprografía, fotocopia, video, audio, o por cualquier otro medio sin el permiso previo por escrito otorgado por la editorial.

    Historia crítica del asesinato del gran mariscal de Ayacucho

    Propósito

    Reseña cultural

    Historia Crítica del Asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho*

    De la vida pública del general Sucre, hasta el día de su muerte

    Libro Segundo: Noticia del asesinato de Antonio José de Sucre

    Libro Tercero: descubrimiento de los verdaderos asesinos de Sucre

    Libro Cuarto: Consecuencias del asesinato del mariscal Sucre

    Conclusión

    Apéndice: Documentos citados en esta obra

    Propósito

    Muy pocas palabras resumen nuestro propósito al editar esta colección: procurar un mejor conocimiento de América a través de sus más grandes hombres del pensamiento y la literatura. Ésta es, pues, una colección de clásicos americanos. La palabra posee aquí una vigencia plena: son nuestros clásicos en cuanto son la expresión genuino de nuestros países.

    América posee constructores intelectuales como Hostos o Rodó, héroes como Bolívar o Martí, hombres de intensísima acción política como Sarmiento o Montalvo, artistas como Poe o Darío, sabios como Cuervo, que han dejado en páginas inmortales lo mejor de sí mismos. Esas páginas son estas que hoy ofrecemos.

    En cada país hemos elegido a quien mejor lo expresa, sea en su paisaje, sus hombres, su historia o su pensamiento. Y de cada uno de ellos su obra más cabal.

    Con esto no concluía nuestra tarea: había que dar al lector no solamente una idea escueta de un autor y una obra, sino la visión exacta, vivida, del desenvolvimiento estético, literario y filosófico de todas las repúblicas del Nuevo Mundo, es decir: una historia de la cultura, escrita, en cada país, por uno de sus hijos de más claro prestigio. Ésta es la misión que cumplen los prólogos: ellos informan de todos los que han gravitado en la formación espiritual de América y permiten una valoración justa del autor elegido.

    Cuando son dos las obras de un solo país la reseña se incluye en la de más jerarquía, para analizar mejor los antecedentes del libro maestro y su proyección ulterior. En la suma de las obras que componen la colección -—la primera que con tal amplitud se realiza— puede el lector comprobar que la unidad de América, justificada por la historia, se halla confirmada por la labor luminosa de sus grandes cerebros.

    Creemos, pues, aportar con esta colección uno. fuerza más a las que trabajan por el leal entendimiento de los países del nuevo continente.

    Los EDITORES

    Reseña cultural

    LA CULTURA guatemalteca y, más ampliamente, la centroamericana, arrancan de dos viejas culturas y nobles tradiciones: la maya y la española; culturas que chocarían entre sí en el evento épico de la conquista y en el menos heroico pero acaso más esforzado trabajo de colonización. Dióse una pugna entre dos filosofías —teológicas ambas— para explicar el universo, la razón de ser del hombre y su estimación ótica, y una disparidad de tendencias y recursos para emprender el dominio de la naturaleza y desarrollar una civilización.

    Al par, encontramos similitudes que hablan de la unidad de la mente humana, y coincidencias que facilitarían a los españoles la tarea de adueñarse de la tierra y someter a sus primitivos poseedores. Quedaron estos últimos en un estado de inferioridad, lindante con la esclavitud, más su convivencia con los dominadores debía producir un fenómeno de aculturación.

    Influencias recíprocas derivan del simple contacto entre vecinos, y son más tarde llevadas a grado máximo por el mestizaje, hasta ser imposible separar, en una apreciación exigente de los valores filosóficos, éticos o estéticos, qué ideas o tendencias son auténticamente indígenas, y cuáles españolas, no obstante aparecer ambas culturas, a simple vista, cronológicamente yuxtapuestas.

    Sin embargo, admitiendo la hegemonía del conquistador, el maya-quiché se ha mantenido irreductible en algunas regiones, fiel a su tradición y costumbres, dueño de su propia lengua (siete grupos lingüísticos definidos, comprendiendo veinte dialectos bastante ricos y bien estructurados) y potencialmente capaz de reemprender la marcha de su cultura y progresar con original impulso, siempre que reciba suficiente estímulo y se pongan a su alcance los elementos de la civilización occidental.

    Agreguemos que, por explicable mimetismo, el nativo mixtifica ideas y creencias, prestándoles un contenido esotérico a las mismas instituciones sociales impuestas por el español.

    El maya-quiché era esencialmente místico —nota temperamental y herencia predominante— aunque sólo las clases superiores alcanzaron la altura filosófica, en tanto que la masa se satisfizo con el rito y acabaría por ignorar el sentido de sus símbolos, y por caer —tanto dentro de su religión como al aceptar el dogma católico— en un burdo fetichismo.

    A la venida de los españoles se iniciaba en estas tierras el monoteísmo, siendo Cabagüil, el Señor Dios, un principio físico, astronómico y espiritual, como centro del universo, el cual fuera formado por sus potencias sacándolo del caos —que es el estado confuso de la materia en silencio y oscuridad—, creador del hombre y sustentado por la oración. Creían en el alma, existente desde la precuna y sobreviviente en un postmundo con inclinaciones predeterminadas, pero susceptibles de ser corregidas o atemperadas por la educación.

    La cultura maya tuvo su primitivo asiento en Guatemala, en el centro del departamento norteño del Peten, donde existe en Uaxactún el más antiguo observatorio astronómico de América. La astrología fue su ciencia principal llegando a la predicción y cálculo retrospectivo de los eclipses, al conocimiento de las revoluciones de varios planetas —siendo las de Marte y Venus base de sus calendarios secretos, aparte del año solar, que dividían en trece meses de veinte días cada uno, más cinco días llamados nefastos—, a la determinación de los equinoccios y los solsticios, y a la identificación de las más importantes constelaciones. En matemáticas, encontraron el cero, tuvieron un sistema de contar vigesimal, muy perfecto, y números índices para abreviar el cálculo, todo representable con signos gráficos elementales y distinta fonética.

    Consideraron limitado el espacio y el universo en forma cúbica, dividido en tres estadios: ínfero, terrestre y astronómico, con el cénit y el nadir como extremos de Cabagüil, línea central, en el cruce de los cuatro caminos, hacia los puntos cardinales, también representados por un color y por espíritus que tienen su hipóstasis en los cuatro primeros seres superiores creados.

    Su escritura jeroglífica e ideográfica se ha comparado en eficacia con la egipcia, y contiene algunos valores fonéticos. Su idioma, polisintético, abundaba en recursos expresivos, incluso las ideas más abstractas.

    Su arquitectura es monumental, sobria al par que elegante; su escultura original y magnífica; su pintura bastante desarrollada, y grande también su habilidad en las artes menores —textiles, cerámica, etcétera— e industrias, sin rival en la América por el espontáneo buen gusto y una rancia tradición, llegando a estilizar con maestría sus representaciones, y a muy felices aciertos decorativos.

    La organización político-social de los maya-quichés era avanzada, con un estado que se basaba en la igualdad y autonomía de los clanes, pero admitiendo dentro de ellos una jerarquía de familias y una división profesional de clases —por lo cual fueron muy celosos en conservar memoria de su linaje—; su derecho consuetudinario ofrece instituciones adelantadas, de tendencia socialista, más bajo el control —casi feudal— de los señores; existían el matrimonio y el repudio —divorcio—, la protección de los hijos y, en general, costumbres templadas, un carácter pacífico y un espíritu contemplativo y fatalista. Su derecho penal, admitiendo aún castigos bárbaros e infamantes, no está exento de piedad.

    Gran mayoría de la población se dedicaba a la agricultura, habiendo domesticado el maíz, cultivado el algodón, el ñame, la caña de azúcar, el tabaco e innumerables plantas medicinales, y desenvuelto la industria del hule. Los maya-quichés heredaron de los mayas, entre las más altas expresiones de su cultura, el libro.

    Es lástima que el celo misionero de los religiosos españoles haya destruido tales documentos. Ya en presencia del conquistador —más bien a espaldas de éste—, los indígenas recogieron fiel memoria de sus tradiciones, en libros que, aparte de su valor documental, tienen indiscutible interés literario.

    El principal de éstos es el Popol-Vuh, que en su primera parte condensa su cosmogonía, y en la segunda ofrece noticias sobre el linaje de los quichés, manteniendo unidad ideológica, en la expresión, en el mito y en la historia; no hay duda de su autenticidad y, por su fondo y forma, merece contarse entre las grandes epopeyas de la humanidad.

    En segundo término, pero no menos apreciables desde los puntos de vista ético y estético, podemos mencionar el Título de los señores de Totonicapan, por Diego Reynoso, 1554; el Memorial de Tecpati-Atitlan, por Francisco Hernandes Arana Xahilá y Francisco Díaz Xebuta, Quej; el Título de los señores de Otzoyá —cuyo relato arranca del año 1300—, y otros.

    Aparte, como un monumento literario, el Rábinal-Achi es la pieza dramática más auténtica y perfecta del Nuevo Mundo, en la cual culminan innumerables danzas, religiosas y profanas, poemas breves, a manera de salmos, y una música autóctona necesariamente limitada por los toscos instrumentos con que se ejecutaba.

    Posiblemente se han perdido coreografías y representaciones dramáticas de gran valor, como lo prueba el hecho de haber descubierto todavía en este año —1945—, la etnóloga y musicóloga Enriqueta Yurchendo el Baile de las canastas, dramatización precolombina de una preciosa leyenda.

    El 6 de diciembre de 1523 salió de México Pedro de Alvarado, como lugarteniente de Hernán Cortés, y luego de pacificar la provincia de Tehuantepec prosiguió su marcha hacia el Sur, para emprender la conquista de las tierras que formarían el reino de Guatemala, hazaña que realizó ya por su cuenta con el carácter de adelantado, no sin cruentas luchas.

    Le favoreció encontrar a los Estados indígenas empeñados en guerras intestinas, acaso más que la superioridad de sus armas, e influyó también el elemento psicológico, pues los nativos habían escuchado de algunos hechiceros obscuras predicciones sobre la próxima venida de extranjeros que demolerían sus templos y arrojarían a sus dioses de los altares.

    Conforme entraba en las nuevas tierras fundaba ciudades, organizadas como municipios autónomos, a nombre de la corona española. Sin embargo, igual que en otras regiones de América, el sistema de colonización esclavizó a los aborígenes, repartidos entre conquistadores tan ambiciosos de oro como de fama y, so pretexto de convertirlos a la religión cristiana, los caporales de los repartimientos y los encomenderos expoliaron y vejaron a la raza autóctona, como lo denunció con exagerado celo el obispo de Chiapas, fray Bartolomé de las Casas, benefactor y abogado de los indios.

    La cruz vino en el pomo de la espada y, desde antes de ser exploradas muchas regiones, menos aún dominadas por el invasor, los catequistas se emularon —particularmente franciscanos y dominicos— en fructuosas entradas para regar el Evangelio, contribuyendo al estudio de las lenguas y las costumbres de los nativos, y a su pacificación y concentración en pueblos, debiendo mencionarse a la cabeza de esclarecidos varones al primer obispo del reino, don Francisco Marroquín, a quien se debió la fundación de las primeras escuelas, así como gestiones para la creación de la Universidad de San Carlos Borromeo, fundada por cédula de 31 de enero de 1676, consagrada como pontificia por bula de Inocencio III en 18 de junio de 1687, y que abrió sus cursos en 7 de enero de 1681, siendo la sexta institución de su clase en América, cronológicamente, y una de las primeras por su importancia, sobre todo después de la reforma que introdujo José Antonio de Liendo y Goicoechea en 1782, bajo el reinado de Carlos III.

    La imprenta se introdujo el 16 de julio de 1660, por esfuerzo conjunto del obispo fray Payo Enríquez de Rivera y del ayuntamiento de la ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala, metrópoli del reino, donde a mediados del siglo XVIII funcionaban siete imprentas. Algunas obras valiosas, como La Tomasiada —épico relato en verso vario de la vida del doctor Angélico, Diego Sáenz de Ovecuri, 1667; la Crónica de la India del Santísimo Nombre de Jesús de Guatemala por fray Francisco Vásquez, 1714, y otras, vieron la luz en esos talleres. Además, en 1729 comenzó a publicarse la "Gaceta de Goathemala", el segundo periódico en Hispano América —México lo tuvo siete años antes, 1722—; pero tal vez el más alto honor que compete a Guatemala sea haber producido el primer reportaje con el carácter de tal, según modernamente se concibe, o sea, la relación de la catástrofe sufrida por la capital en septiembre de 1541, escrita por Juan Rodríguez y publicada en México por Juan Pablos, en los primeros días del año de 1542.

    A fines del siglo XVIII y principios del XIX, tanto la universidad como la "Gaceta de Goathemala" constituyeron dos importantes focos de difusión cultural, a los cuales se sumaría otra meritísima institución, la Sociedad Económica de Amigos del País, instalada provisionalmente desde 1794 y aprobada por real cédula de 21 de octubre de 1795.

    Por el tiempo en que se realizó la conquista, y durante el primer siglo de colonización, el sentido histórico de los españoles era providencialista, preconizando que el destino de España era difundir y mantener la fe católica, y si la iglesia logró tan absoluta preponderancia y amplio señorío, debióse en mucho al apasionado carácter hispano, que identificó los sentimientos patrióticos y religiosos en un solo impulso; al combatir contra la reforma y cerrar con dogmáticos cerrojos sus puertas al libre examen, creía servir, a la vez, a la religión y a la patria, y luchó, asistido por esa tenacidad de su carácter y por su sentimiento del honor, fundado en la fuerte cohesión de la familia, en la solidaridad regionalista —resabio de la anterior organización feudal— y en el orgullo del linaje. Mas si los españoles se acogían profesionalmente, de preferencia, bajo el signo de la cruz o bajo el signo de la espada, no desdeñaron la pluma, y esos tres instrumentos manejaron con donosura, valentía y originalidad.

    Abundan en nuestro país monumentos y documentos, aparte de la tradición oral, que son ricas fuentes para el estudio de la historia de Guatemala; entre los documentos, debemos incluir las cartas de relación, los expedientes oficiales, las crónicas de los conventos y la obra de los antiguos historiadores. Amén de quienes so ocuparon específicamente de la historia civil o religiosa de la capitanía general de Guatemala, también ha de consultarse un sinnúmero de crónicas generales de las Indias, que, siquiera sea ocasionalmente o de modo fragmentario, se refieren al pasado de nuestro país.

    Dado el influjo que sobre la vida colonial tuvieron las órdenes religiosas, privando tanto en el terreno espiritual como en el temporal, con proyecciones sobre la actividad civil o política, es obvia la importancia de la obra de los cronistas de los conventos, centros en donde se fomentaba la cultura intelectual y de los cuales comenzó a radiar hacia el exterior la enseñanza, antes de fundarse nuestra universidad; después, seguiría el clero, regular y secular, influyendo en la dirección y orientación de los estudios.

    Aun cuando los franciscanos como fray Francisco Vásquez, o dominicos como fray Antonio Remesal, fray Francisco Ximénez y el ignorado autor de la Isagoge histórico-apologética, escriben la crónica de sus respectivas provincias religiosas, sus escritos —de lo más genuino y propio de nuestra literatura de los siglos XVII y XVIII— contienen numerosos y variados datos sobre la historia general del reino, la geografía del país o de alguna de sus regiones, las costumbres y tradiciones indígenas, etcétera.

    Trataban principalmente, es verdad, de hacer la apología de su orden; y no es raro encontrar en sus páginas tendencias moralizadoras, nías la curiosidad natural y el propio impulso cobrado en el curso de su investigación los llevaron siempre más allá del original estímulo de sus primeros propósitos, redimiéndolos a los ojos de la crítica de rivalidades egoístas o ingenuas, que sólo son lunares en sus obras.

    Discrepan en efecto muchas veces unos de otros, sobre todo en la pugna por sacar avante los intereses que les fueran confiados como a cronistas oficiales, obligados a exaltar a los más ilustres varones de su religión, e inconscientemente empujados a interpretar los hechos desde parciales puntos de vista, en busca de la supremacía de su religión.

    Gracias a ello, sin embargo, y a la necesidad de pintar el ambiente físico y el medio social en que los religiosos desenvolvían sus actividades, nos legaron abundantes biografías y hagiografías no exentas de valor documental; así pues, aquellas debidas u oficiosas parcialidades y esporádicos apasionamientos, no restan importancia a sus crónicas, y un cotejo de las mismas permite a menudo establecer con relativa certeza la verdad.

    Un lugar intermedio ocupa —ya a principios del siglo XIX— el presbítero bachiller Domingo Juarros, y como historiadores laicos sobresalen durante la colonia el soldado Bernal Díaz del Castillo y el capitán Francisco Antonio de Fuentes y Guzmán, a quien es justo reconocer el título de primer historiador de Guatemala.

    Aun cuando es rica nuestra colección de historiadores y cronistas durante la época colonial, sólo ha llegado en parte hasta nosotros la enorme labor de tan minuciosos y cumplidos relatores. De algunas obras se tienen simples referencias, por citas de segunda mano; otras se salvaron gracias a transcripciones de capítulos enteros, hechas por quienes tuvieron a mano los manuscritos; otras, en fin, se destruyeron o extraviaron sin dejar rastro alguno.

    Es Bernal Díaz un escritor primitivo de extraordinario valer y con justicia consagrado por la crítica, aparte del mérito documental que alcanza su obra. Menéndez Pelayo opina que es Bernal, como el gran Muntaner —autor de la Expedición de los catalanes a Oriente— "un artista de la evocación directa y un historiador de raza", sin otro rival en América que el autor de La Florida del Inca; el polígrafo español da una idea de la fusión del elemento hispánico y americano en este juicio:

    Garcilaso de la Vega, el criollo letrado, y Bernal Díaz del Castillo, el peninsular inculto, son los príncipes de la crónica americana, y sus libros los descollantes en un género tan rico por la materia como por la maestría con que la cultivaron los hombres del siglo XVI.

    Bernal Díaz, estimulado por el recuerdo vivo de sus hazañas, escribió ...para que agora se descubran y se vean muy claramente nuestros heroicos hechos y quiénes fueron los valerosos capitanes y fuertes soldados que ganamos esta parte del Nuevo Mundo... ; cuando se cree relegado al olvido por ingratitud de los hombres, sin más prebenda que su modesto cargo de regidor perpetuo de la municipalidad de Santiago de los Caballeros de Guatemala.

    Un año tenía de escribir, avasallado por la evocación de cosas que le parece ver presentes, y suspendió su trabajo al conocer las pulidas historias de Illescas y López de Gomara, más hallando viciosas e inclinadas a favor de sólo el capitán Hernán Cortés, las páginas que relatan la conquista de México, continuó y terminó su verdadera y notable historia del descubrimiento y conquista de la Nueva España, con el deseo de hacer figurar a los oscuros soldados —entre ellos él autobiografiado—, y eso le da a su obra un aliento épico. No se sabe el año de su muerte.

    La fama que lo había salvado de más de 110 batallas, escamotea el cuerpo del veterano, tatuado de cicatrices gloriosas, y lo traslada sin transición, de tamaño natural, a la historia.

    Antes de morir, pues, pasa a la inmortalidad conservado en su tinta, que es la sangre con que escribió su Verdadera relación, y hurta el cuerpo a la muerte... y vive todavía, sencillo y grande, desengañado y orgulloso de la victoria, porque al escribir la historia de la conquista, escribió a la vez su autobiografía y el más sincero y rudo elogio de la raza hispana.

    Parece que escribe con la espada, y con la pluma sigue dando batallas; con ésta ganó su batalla última contra la muerte y abrió en el muro pétreo del no ser una brecha bastante para entrar como un ciclón a la inmortalidad.

    Ya viejo, más que octogenario, reunió todas sus fuerzas de hombre curtido en la intemperie, en el azar y en la guerra, para transustanciarse en historia y quedar alentando como una gloria de la raza y un símbolo de sus hazañas.

    Para referirnos sólo a las cumbres de la literatura guatemalteca, sin negar el mérito de Baltasar de Orena y Juan de Mestanza, elogiados por Cervantes, de los hermanos Cadena —entre los líticos—; de Sáenz de Ovecure, poeta épico e ingenioso versificador; de fray Matías de Córdova, maestro del género épico-didáctico; del gran fabulista Rafael García Goyena, émulo de Samaniego e Iriarte; de Simón Gerbaño y Villegas, gran periodista y precursor de Batres Montúfar en el género jocoserio; de otros muchos; sobre todos ellos alzamos la figura de Rafael Landívar; quien a pesar de haber escrito en latín es justamente considerado como el primer poeta de inspiración y expresión americana, descriptor del ambiente y de las costumbres, en su maravillosa Rusticatio mexicana, impresa en Módena y Bolonia, sucesivamente en 1781 y 1782. La estatura de todos esos ingenios crece ante las limitaciones que ciencia y filosofía sufrieron en España hasta entrada la segunda mitad del siglo XVIII.

    El libre examen no regó sus beneficios en el pensamiento español, y desde luego no por falta de grandes ingenios sino porque éstos eran perseguidos y silenciados por el Santo Oficio; más bien, cuando la corriente humanista del Renacimiento sacudió los espíritus de toda la Europa, en España se produjo como reacción la llamada tercera escolástica, con criterio más estrecho e intransigente, decayendo las ciencias y la filosofía.

    La ortodoxia católica se alzó como una barrera contra toda innovación substancial, recreada en las glorias literarias del siglo de oro —también expurgadas—; predominó, prolongando la Edad Media, una teología tomista, que culmina en la obra del jesuita Suárez, fosilizándose el alma de las universidades; en vano algunos espíritus independientes intentaron, como Luis Vives, y otros erasmistas, ampliar los horizontes de la cultura más allá de los dogmas de la religión; hasta las páginas brillantes de los literatos en que hay abundan tes brotes de filosofía, no por su carácter fragmentario menos valiosas, fueron alcanzadas por las llamas de las hogueras de la Inquisición, a la vez que la expansiva influencia de otros países era interceptada, y —al decir de José Cecilio del Valle— la misma "razón era víctima de lo que se llamaba filosofía", y no porque se pudiera tachar a los filósofos de España y sus colonias de ignorantes, sino porque eran forzados galeotes del error: "el escolasticismo —agrega el sabio centro-americano— no sólo formaba (al estudiante) en este sistema de errores. Le impedía también salir de él; le prohibía aún el derecho de dudar que exige la debilidad de nuestra constitución física; y aun en lo que no era dogmático se ordenaba la fe que sólo es debida a nuestra religión. Los que se llamaban filósofos eran entonces unas cabezas llenas de universales, de categorías y sutilezas metafísicas; y éstos eran los sabios que en las cátedras daban lecciones a la juventud".

    Tal la filosofía de la metrópoli que naturalmente debía extenderse como densa sombra sobre sus colonias de ultramar y es hasta después de Fernando VI —1746-59—, desde la segunda mitad del siglo XVIII y en el remado de Carlos III, que consiguen penetrar a España nuevas corrientes de cultura, las cuales siguieron siendo combatidas y vencidas por la Iglesia, con el arma poderosa y temida de la Inquisición; más ya será imposible extirpar el antes contenido impulso que orienta a los espíritus hacia el renacentismo, el cual llega retrasado a España.

    La confianza excesiva en la dialéctica, las abstrusas disquisiciones y controversias metafísicas, la erudita exposición de los textos aristotélicos y las más inflexibles exégesis de los libros sagrados, hacen oscuro y denso el ambiente universitario y anquilosan los espíritus.

    Mas ya dentro del reinado de Carlos III, cuando en la Península el pensamiento de Vives parecía resurgir de sus cenizas —o de las cenizas que dejaban las hogueras del Santo Oficio—, no faltaron en Guatemala filósofos dignos de apreciarse dentro de las tendencias de su época, y hasta dueños de algunas ideas originales, o capaces al menos de plantear con alguna novedad los problemas teológicos y morales.

    En el siglo XVII, debemos mencionar al dominico fray Agustín Cano, natural del reino de Guatemala; fue uno de los primeros profesores de la Universidad de San Carlos, que antes le diera la borla de doctor, y dejó muchos manuscritos, así en latín como en romance : tratados de teología, en que expusiera las ideas tomistas, y tesis escolásticas, y un ensayo psicológico, todo en once volúmenes que dan idea de su fecundidad, a más de varias historias y una Cronología del siglo XVII que es amena y particularizada crónica de la vida en la ciudad de Santiago de los Caballeros. Fray Diego Sáenz de Ovecure, teólogo escolástico, con fama de admirable metafísico y gran humanista, escribió tratados sobre cosmografía, aritmética, astrología, perspectiva y otras materias, aunque sea más conocido por su Tomasiada.

    En el siglo XVIII, otro criollo, fray Pedro Ziapian, se hizo admirar y aun temer por su ingenio sutil en las aulas de la universidad; escribió un curso de filosofía, impreso en México en 1754, deseoso de transmitir a la juventud su erudición en las doctrinas tomísticas. Fray Miguel Francechs, procedente de Barcelona, vino en la primera mitad de ese siglo, a enseñar en nuestra universidad y escribió también un tratado escolástico, del cual dice Salazar:

    La obra es digna de leerse: está escrita en un latín fluido y, fuera de algunas sutilezas, contienen los cuatro libros doctrinas tratadas con novedad en la forma y un buen fondo de sabiduría. Principalmente el tomo último, destinado a la filosofía moral, es digno de meditación pues trata de ciertos artículos, argumentos y conclusiones que merecen estudiarse y que son dignos de un sabio.

    Decretada la expulsión de los jesuitas en el año 1667, con los catedráticos franciscanos entra un nuevo hálito a las aulas universitarias, marcándose una reforma importante en 1782 por iniciativa de fray Antonio de Liendo y Goicoechea.

    Se agregan doce cátedras a las ya existentes; se recomiendan nuevos autores e introducen materias de ilustración científica general para los cursantes de diversas vocaciones; por ejemplo, en el estudio de la anatomía se aconseja la enseñanza práctica de la disección de las partes en un cadáver humano y en otros cuerpos animales; se ordena que los profesores lean doctrinas contrarias "para que el celo de la disputa sirva al adelantamiento de la juventud"; se busca, en fin, introducir una nueva filosofía, basada sobre fundamentos científicos; al mismo tiempo el método experimental gana terreno a la dialéctica deductiva.

    La filosofía racional triunfó y mantuvo sus fueros, admitiendo nuevas reformas posteriores, bajo la influencia de los enciclopedistas franceses, cuyas ideas penetraron clandestinamente, mas no por ello dejaron de extenderse, hasta constituir uno de los factores internos del movimiento autonomista que iba a culminar el 15 de septiembre de 1821 con la independencia de la provincia de Guatemala, para dar nacimiento a la república federal centroamericana.

    Otro factor importante será la "Gaceta de Goathemala en su tercera época —1797 a 1816—; su prospecto se amplía, ya no reproduce tanto las noticias de La Gaceta" madrileña, cuando desea interesar a sus lectores con informaciones abundantes sobre el reino de Guatemala; ofrece en efecto, un material más variado, incluye secciones de difusión cultural y presta mayor espacio a las colaboraciones de literatos criollos.

    Es, pues, un elemento de lucha por las nuevas ideas y un magnífico instrumento de la cultura; ahora, su colección —por cierto muy apreciada por los bibliófilos— es una rica fuente de consulta, no sólo para conocer la historia del país en detalles vitales, sino porque en sus páginas quedó testimonio de verdaderos ingenios literarios y altos pensadores.

    Por la época en que se proclamó la independencia de Guatemala, lo mismo en las ciencias que en las letras, aparece muy desigualmente repartida la cultura, descollando hombres de grandes luces e ingenios poco comunes, sobre una masa ignorante e indiferente; es decir, saber y sensibilidad artística alcanzan profundidad, pero carecen de extensión.

    Casi resultaría milagroso que algunos valores surjan sin estímulo del ambiente —hasta afirmarse más allá de las fronteras patrias—, si no se toma en cuenta la tradición cultural de la colonia. "Poesía que se anunciaba con la brillante aurora de fray Matías de Córdova y García Goyena —anota nuestro crítico Meneos Franco—, debía producir naturalmente hermosos y regalados frutos. Así sucedió en efecto: y si bien fueron pocos los poetas que a raíz de la independencia ornaron el cielo de la patria; y si su producción literaria fue por demás escasa, esa pequeña producción y esos pocos ingenios son de tan subido valor, que bastan para colocar muy alto el nombre de Guatemala en la literatura de la América española".

    Lo mismo podría decirse respecto a los otros géneros literarios y al cultivo de las ciencias; debían dejar tradición, en más de medio siglo, una pléyade de lingüistas que recogieron el léxico e investigaron la estructura de los idiomas indígenas —siendo notables el Tesoro de las lenguas, de Ximénez, y la Gramática Caltchiquel, de Ildefonso Flores; observadores acuciosos que legaron materiales valiosos a la etnología; médicos como Esparragoza, Molina y Flores (José Felipe), este último inventor de maniquíes desarmables para estudiar la anatomía; jurisconsultos como José María Álvarez, cuya obra sirvió de texto en muchas universidades de América y también en España, etc.

    Eso explica el florecimiento intelectual del primer cuarto del siglo XIX y la pujanza de los ideólogos y próceres de la independencia nacional. José María Peynado, redactor de las Instrucciones para nuestros delegados a las Cortes de Cádiz de 1812, y Antonio Larrazábal que las defendió como constituyente y mereció en la península los honores de la presidencia de las cortes y el martirio de una injusta prisión; José Cecilio del Valle, el sabio, precursor del panamericanismo; Pedro Molina, patriota insigne y reformador de los estudios de medicina; José Francisco Barrundia, prócer encendido, orador elocuente y —dato curioso— primer traductor al español de El Paraíso perdido, de Milton; José Francisco de Córdova, Manuel José de Arce, Matías Delgado, los curas Aguilar, y otros tantos espíritus rebeldes y abnegados, son el fruto selecto de aquel período de estudio, en que ya estaban latentes los ideales de emancipación, estimulados por el pensamiento de los enciclopedistas franceses, y en ellos encuentra su expresión y madurez el criollismo americano, como causa profunda de una nueva estructura para las provincias españolas de ultramar.

    En 1812, las cortes de Cádiz decretaron la libertad de imprenta; beneficio que tuvo en Guatemala como primera resonancia la publicación de la "Revista de la Sociedad Económica". Sin embargo, hasta el año de 1820, cuando apareció "El Editor Constitucional", redactado por Molina y Barrundia, pudo ''hablarse sin disfraz el idioma elocuente del patriotismo —según nuestro historiador Marure—, defendiendo los derechos del americano y criticando los vicios de la antigua administración".

    Caracteriza este período, no obstante, la pasión política, inclinando a los hombres de letras a la demagogia y la tendencia polemicista; es decir, prosa y verso se manejan con intención pragmatista, para hacer prosélitos o abatir enemigos, para propagar ideas u oponerse a la voluntad de otros, y debían predominar los géneros más adecuados al fin de propaganda y combate: abundan los oradores, los editorialistas, los sociólogos, los polemistas y libelistas, los fabulistas y poetas satíricos, los cronistas e historiadores, y hasta estos últimos se tintan del color del partido político o del bando ideológico a que pertenecen.

    No puede negarse del todo la presencia de espíritus neutrales, quienes buscaron refugio en la charla literaria, en las traducciones, en el ejercicio de la crítica diletante, en las impresiones de viajes, en los recuerdos del tiempo viejo, en el cuadro de costumbres y la reviviscencia de las tradiciones.

    En tales en-sayos se encuentra a veces el humorismo más fino, una filosofía ligera, habilidad descriptiva, primores de observación, y hasta esbozos de novela en breves escenas, personajes bastante bien caracterizados, paisajes trasladados con gran naturalidad y ambientes con clara sensibilidad evocados.

    Estos trabajos le abren paso a la novela, y es lógico que ésta quiera ser también documental y docente: como prolongación y extensión del cuadro de costumbres, intenta la crítica social y aun adopta los medios incisivos de la sátira, cuando no se queda en la crónica imparcial, colorista; como prolongación y extensión de las tradiciones patrias, determina el gusto por novelar la historia, en la cual habrá una cantera nativa y se buscan elementos de originalidad. En ambos sentidos, más tarde iban a proveerse los escritores de guías más seguros, en la lectura de Daudet, Balzac y Zola o, en lo que toca al desarrollo de la novela histórica, siguiendo el modelo de Walter Scott.

    En el estadio de la poesía, durante dos décadas —de 1823 a 1843—, la figura de José Batres Montúfar señorea el panorama de las bellas letras, como una cumbre señera hacia la cual no osan empinarse los simples versificadores y los poetas que prolongan el formulismo de la escuela clásica —muy por debajo de los grandes modelos españoles— y siguen desbordándose en versos de ocasión, a que fuera tan aficionada la gente de la colonia.

    "Don José Batres Montúfar es la verdadera gloria poética de Guatemala —escribía en 1892 Marcelino Menéndez Pelayo—. Ni a Heredia, ni a Bello, ni a Olmedo, se les hace «injuria con poner cerca de sus nombres el de este contemporáneo suyo, cultivador de una poesía tan diversa, pero no menos exquisita en su género", y particularizando a las Tradiciones de Guatemala, agrega: La literatura americana, no muy rica todavía en narraciones poéticas, tiene en los cuentos de Batres el más acabado modelo de la narración joco-seria, que sólo a larga distancia pudo imitar el chileno Sanfuentes en su poema El Campanario. Batres mantiene la calidad de uno de los clásicos de América: a más de poeta lírico, es superior y hasta único en el género joco-serio, en el que su estilo levanta y embellece cualquier motivo; es a la vez costumbrista sin par, tan acertado en la pintura de caracteres como en la descripción del ambiente y el juego de la acción.

    Luego, con auténtico valor como líricos, brillan Juan Diéguez Olaverry, Domingo Estrada, Juan Fermín Aycinena e Ismael Cerna. Entre los poetas satíricos descuellan en el siglo XIX Josefa García Granados, Antonio José de Irisarri, Francisco Rivera Maestre, Francisco González Campo y Joaquín Vasconcelos.

    El género dramático no alcanzó gran relieve durante la colonia, aunque desde mediados del siglo XVII vienen compañías de comediantes y realzan públicas festividades con su espectáculo. En su mayoría las representaciones ocasionales rinden pleitesía al teatro español y acatamiento a una exagerada censura; apenas si el ingenio popular atreve algunas imitaciones y se expande, a la sombra de la Iglesia, en la creación de loas y entremeses.

    A fines del siglo XVIII se emprende la construcción del coliseo, y hasta 1794 se regularizan las representaciones en el teatro de Cama to; a principios del siglo XIX pasa duras penas el empresario Oñate para sostener su espectáculo, y a sus dificultades alude una obra original El Coliseo, estrenada en 1819.

    En 1828 escribió Félix Mejía un "drama trágico unipersonal, intitulado La Pola, situando la acción en una cárcel de Colombia y tomando como tema a Policarpa Salavarrieta. Otros poetas dramáticos dignos de mérito, en ese siglo, son Vicenta Laparra de la Cerda —quien en compañía de su hermana Jesús Laparra fundó el primer periódico femenino: La Voz de la Mujer"—, cuya principal obra son cuatro dramas en verso; Juan Fermín Aycinena, fecundo e inspirado, que con una comedia.

    El hombre de bien, ganó un concurso interamericano en Lima, 1886, y dejó, a más de poemas y tradiciones, varias piezas dramáticas en prosa y verso representadas con éxito; Ismael Cerna, autor de dramas en verso, como La penitenciaría, Vender la pluma y La muerte moral, honrosamente calificadas por la crítica; Manuel Valle, finalmente, costumbrista y autor de comedias y entremeses entretenidos y graciosos.

    Nuestra novela se inicia dentro del género de la picaresca española con Antonio José de Irisarri, quien publicó en 1847 El cristiano errante, narración autobiográfica que le presta motivo para describir el ambiente americano y criticar las costumbres, acercándose en tendencia y estilo —acaso deliberadamente— a las novelas ejemplares de Cervantes.

    En 1863 apareció otra novela suya, Historia del perínclito Epaminondas del Cauca, inspirado en la vida de Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar; en esas páginas retrata fielmente las costumbres de la Nueva Granada, pinta deliciosos tipos y compone situaciones que hacen reír de ciertas preocupaciones de la época. Él mismo dice: es bueno escribir criticando las costumbres del tiempo en que uno vive.

    La novela histórica se inicia con Manuel Montúfar Alfaro, quien murió antes de que se acabara de publicar su obra, El alférez real, ofrecida por entregas; muy pronto culminaría en el género José Milla y Vi-daurre (Salomé Jil), costumbrista insigne, creador del tipo representativo del pueblo guatemalteco (Juan Chapín), y autor de cinco grandes novelas y una narración en verso. Se le llama "padre de la novela guatemalteca" y fue emulado inteligentemente por Agustín Meneos Franco en la novela de éste intitulada Don Juan Núñez de García, 1898.

    De la novela romántica y de intriga, con valores desiguales, es preciso recordar Blanca, por Miguel Ángel Urrutia, 1877; Luis o Memorias de un amigo, por Fernando Pineda; Edmundo, por José A. Beteta; y María, por Manuel Cabral. Entre las narraciones fantásticas: A vista de pájaro, por Francisco Lainfiesta, 1879; y Stella, por Ramón A. Salazar; la novela de tesis está representada por El huérfano, de Antonio Grimaldi, 1882, y por El problema, de Máximo Soto Hall, 1899.

    En 1896 apareció otra novela de Ramón A. Salazar, Alma enferma, dentro de las tendencias naturalistas, de tipo psicológico y mirando al modelo de Le román experimentel de Zola. Al año siguiente, el autor iba a superarse en el género y la tendencia, con su novela Conflictos, 1898. Pero dentro del naturalismo iba a sobresalir Enrique Martínez Sobral, quien se inició publicando novelas cortas y cuentos, bajo la influencia de Daudet, Flaubert y Zola; de 1899 a 1902, aparecieron sus novelas Los de Peralta, Humo, Su matrimonio, Alcohol e Inútil combate.

    Desde que apareció su libro Prosas, definiéndose por sus estudios sobre Bourget, Zola, Daudet y Federico Gamboa —quien escribió la mayor parte de su novela Santa en Guatemala—, Martínez Sobral desató una polémica, y es curioso que después de haber triunfado, con

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