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¿A todo riesgo o a terceros?
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¿A todo riesgo o a terceros?
Libro electrónico371 páginas5 horas

¿A todo riesgo o a terceros?

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Información de este libro electrónico

Trabajar duro para Paula es la única opción viable si desea conservar lo que le queda de su padre. Sin embargo, su monótona vida que, transcurre entre dos empleos que no la satisfacen, estalla por los aires cuando, tras tres años, Izan regresa a su vida para romper su estabilidad.

Pero el destino no ha dicho la última palabra y la aparición de Lázaro hará que necesite un seguro a Todo Riesgo con la finalidad de salvaguardar su corazón al verse atrapada entre su pasado y su futuro. Un destino caprichoso que la llevará a ser parte de una apuesta que cambiará la vida de Lázaro para siempre, ¿también la suya?

¿Qué puede pasar cuando los caminos de dos personas se unen sin haberlo esperado? ¿Conseguirá Paula mantenerse hasta el final nadando entre dos aguas o remará hacia un solo lado?

¿A todo riesgo o a terceros?, es una novela que nos demuestra que en esta vida nada es previsible y ninguno está a salvo de sufrir por amor.

IdiomaEspañol
EditorialMia Alcaraz
Fecha de lanzamiento27 mar 2021
ISBN9781005309428
¿A todo riesgo o a terceros?
Autor

Mia Alcaraz

Mia Alcaraz nació en pleno verano en Murcia. Es comercial desde bien joven, aunque siempre se sintió atraída por el mundo literario; por ello, después de devorar decenas de novelas románticas, se lanza de pleno a escribir la suya.Guiada en todo momento por una gran autora de romántica, se embarca en esta trepidante aventura de crear su primera novela de la Saga Sensaciones: ¿A todo riesgo o a terceros? Una novela que tiene especial conexión con ella, puesto que en un futuro próximo le encantaría sentir lo mismo que la protagonista.

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    ¿A todo riesgo o a terceros? - Mia Alcaraz

    © ¿A TODO RIESGO O A TERCEROS?

    SERIE SENSACIONES I

    Segunda edición: marzo 2021

    ©Mia Alcaraz

    ©Ilustración de la portada: Monagus Design

    @Maquetación: Monagus Design

    Obra registrada en Safe Creative

    Código: 1805067004874

    Licencia: Todos los derechos reservados

    https://miaalcaraz.wordpress.com

    Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright.

    La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    Impreso en España/ Printed in Spain

    «Quien en zarzas y amores se metiere,

    entrará cuando quiera,

    mas no saldrá cuando quisiere».

    Plutarco

    (50-125) Escritor griego

    Capítulo 1

    Paula

    La sensación de ahogo me invade en el preciso instante que traspaso las puertas de la sucursal bancaria. Hace meses que no visito la oficina y cuando vengo, los recuerdos, esos tan amargos, me invaden. Es por ello que lo evito. Cada vez que acudo, acabo enferma una semana. Bastante tengo encima como para agregar más carga de la que ya soporto.

    Sonrío por mera educación a la chica que está en la caja al pasar frente a ella. Me detengo en la puerta del director, tomo una bocanada de aire antes de llamar y acceder. El hombre hace un gesto con la mano: con él, me invita a sentarme mientras espero a que termine su conversación telefónica. Me encojo en el asiento al escuchar el elevado volumen de voz que usa para dirigirse al pobre individuo que se encuentra al otro lado de la línea, si fuese yo ya estaría llorando. En cuestión de segundos lo ha amenazado un par de veces con el embargo de su casa si no abona el importe pendiente en los próximos días.

    Tras colgar se toma su tiempo antes de dirigirse a mí; aunque a decir verdad no deseo que lo haga, sé que no es buen momento. Estoy por disculparme con cualquier excusa, por muy pobre que sea, y volver otro día que esté calmado. Hace como que revisa los documentos que tiene sobre la mesa; sin embargo, sé que es una estrategia para ponerme más nerviosa, este hombre en vez de ser director de banco tendría que dedicarse al cine, o al teatro, le va que ni pintado. Con una ceja alzada me observa. Tiemblo solo de pensar en lo que me dirá.

    —Buenos días, señorita García.

    Me sorprende su saludo cordial; aun así, se me eriza el vello con el timbre que emplea.

    —Buenos días, señor Rodríguez —respondo por pura cortesía, aunque lo que deseo es salir por patas y esconderme debajo de la cama como cuando era pequeña y algo me asustaba. Hoy, después de tantísimos años, me invade la misma sensación que antaño.

    —Sabrá para qué la he hecho venir.

    Me apresuro a negar con la cabeza, hace meses que llegamos a un acuerdo y hasta el día de hoy, lo cumplo de manera religiosa.

    —Como bien sabrá, hace once meses firmamos un acuerdo de reducción de cuota hipotecaría y este llega a su fin. He revisado sus cuentas y por lo que veo, sigue cobrando la misma cantidad de siempre. —Acoda los brazos y entrelaza las manos. Sé que lo peor está por llegar—. Intuyo que ante la nueva situación tendrá dificultades para hacer frente al importe.

    No es necesario que me diga que mi sueldo es una ruina y ni siquiera me da ni para comprarme un tanga nuevo; pero, por el momento, la vida no me va mejor.

    —Estoy pendiente de que me amplíen las horas en el trabajo de las tardes —se me ocurre decir—. Por lo que me ha dicho mi jefe, el próximo mes ya podrá concedérmelas.

    Es mentira. Cada vez que le suplico a Tobías que me aumente la jornada responde lo mismo: «Lo siento, Paula, pero estamos bajos en producción».

    —¿Y con eso podrá solventar las cuotas?

    —Sí.

    De hecho, si consigo que Tobías me tenga más lástima de la que me tiene, el incremento me dará para poder vivir y no sobrevivir como hasta ahora.

    —Señorita García, entenderá que mi deber como director de la sucursal es preocuparme de percibir el dinero dentro de la fecha estipulada. Le ruego que si usted sabe con certeza que le será imposible abonar el nuevo importe, sobra decir que estamos abiertos a ofrecerle una solución.

    Se queda callado sin dejar de mirarme, no sé si quiere que le pregunte o pretende generar más tensión en el ambiente de la que hay.

    —Le acabo de decir que tendrá su dinero a primeros de mes.

    Asiente poco convencido. Conozco a esta alimaña, porque es el adjetivo que mejor le va, y estoy convencida de que el motivo de hacerme venir no es para recordarme que la reducción de la cuota hipotecaría vencerá en breve. Le veo en los ojos que oculta información, también intuyo por dónde van los tiros, aunque está equivocado si piensa que voy a ceder.

    —No me malinterprete, señorita García. —Hace un gesto raro con la boca, tanto que no sabría describirlo—. No pongo en duda su palabra; pero como ya le dije en las anteriores ocasiones que nos reunimos, el banco está dispuesto a comprar la finca y liberarla de la carga que ello conlleva.

    Me incorporo al escuchar cuáles son sus intenciones, sé que aunque ponga al banco como excusa, es él quien está detrás de la propiedad desde el mismo momento que se enteró de lo que me hizo mi madre. Convierto las manos en puños al acordarme de ella, otra alimaña más en mi vida.

    —Señor Rodríguez, como siempre le digo, la masía no está en venta. Que tenga un buen día.

    Salgo de la oficina cabreada, cansada de que la gente piense que no soy capaz de conservar lo único que me queda de mi padre. Hasta ahora supongo que he demostrado que lo hago medio bien, por algo aún soy la propietaria y no esa sabandija.

    La tristeza se adueña de mí en cuanto me subo al coche, no solo por la conversación mantenida con el director, también por el hecho de estar en el pueblo donde nací y me crie, el que me ha dado más penas que alegrías. Cada vez que vengo todos los recuerdos, tanto los buenos como los malos, se hacen presentes, hasta el punto de que la sensación es igual que si una mano invisible me estrujara el corazón y me cortase la respiración.

    Conduzco de regreso a la capital y mi lugar de residencia desde hace años, estaciono frente a la puerta de casa e ignoro el saludo del pesado del vecino. Entro y, acto seguido, me dejo caer en el sofá. Aprovecho que Mabel está en el trabajo para lamerme las heridas, así que me permito divagar y recordar épocas mejores, en las que pensaba que la felicidad siempre me acompañaría y no esta sensación de vacío que lleva demasiado tiempo conmigo.

    La vibración del móvil logra que regrese a la realidad: no es otra que estoy más sola que la una. Me tiemblan las manos al leer su nombre en la pantalla. Como cada semana recibo un mensaje suyo, un ritual que se repite desde hace tres años.

    Con cada uno que me manda me prometo no volver a leer ninguno, aunque sé que me miento para no sentirme peor de lo que ya estoy. No tardo en abrirlo y releerlo durante unos minutos.

    Hola, Pau. Sé que no quieres verme, que no contestes a ninguno de los mensajes lo confirma. Por favor, te ruego que aceptes quedar conmigo. Necesito explicarme.

    Al igual que las demás veces, lo borro de inmediato para que Mabel no se entere. Me arrebujo bajo la manta a la vez que las primeras lágrimas se liberan y dejan salir el dolor de la traición.

    Capítulo 2

    Lázaro

    Estaciono el coche en el aparcamiento exterior del cementerio, para ser primera hora de una mañana laboral se encuentra atestado. Mi acompañante me mira y resopla con insistencia, ni siquiera se molesta en disimular la poca gracia que le hace estar aquí; pero, si lo está, es por decisión propia. Una vez fuera del vehículo, ignoro sus quejas y comienzo a caminar sin molestarme en comprobar si me sigue o se queda rezagada. Este momento siempre ha sido mío y sí, algún día me gustaría compartirlo con alguien especial, aunque hoy no es el caso.

    Se me escapa un suspiro al pasar por la altura de la entrada principal. Siempre me invade la tristeza al visitar esta zona de la ciudad. En este lugar yacen las dos personas más importantes de mi vida, las que me dieron todo y a las que les debo lo que soy.

    Hago la parada de rigor en la floristería que hay frente a la entrada. Saludo al hombre con afecto. Tantos años viniendo, para comprarle el ramo de rosas rojas, han hecho que forjemos una especie de amistad. Tarda poco en entregarme el ramillete que le encargué ayer por mensaje, más otro de hortensias blancas y lilas. Ni siquiera me asombro, ni le digo nada, porque me dé algo que no he solicitado, cada año tiene el mismo gesto.

    —Ya sabes que este se lo regalo yo a tu abuela por su cumpleaños.

    Se rasca el nacimiento del cuello al visualizar una figura detrás de mí, esta se asemeja más a una estatua que a una mujer de carne y hueso por lo tiesa que está. Con suaves gestos de cabeza le doy a entender que no pregunte, no estoy de humor para tratar de explicarle algo que ni siquiera sé. Asiente, aunque hace un gesto con la cara, el cual deja entrever su desconcierto. Es la primera vez que me ve acompañado.

    —Muchas gracias, Pepe —le agradezco el detalle de las flores mientras le entrego la tarjeta para que se cobre.

    —No son necesarias.

    Con ambos ramos en una mano, giro el cuerpo con la intención de proseguir mi camino, pero sus palabras logran que retroceda y lo mire a los ojos.

    —Lázaro, ¿qué día te va bien que pase por tu oficina para hablar de negocios?

    —Cuando quieras.

    Lo conozco tan bien que sé que es incapaz de presentarse sin obtener primero una cita previa, de ahí su negación.

    —Mejor déjame el teléfono de tu secretaría y concreto un día con ella. No quiero ir sin cita no sea que te pille en alguna reunión crucial y lo mío es una minucia de nada.

    Saco una tarjeta de visita de la cartera y se la entrego.

    —Todos los negocios son importantes por pequeños que sean, Pepe. Llama cuando quieras; pero insisto en que no es necesario, puedes ir la mañana que mejor te vaya. Siempre estoy en la oficina.

    Reitera una vez más su intención de acudir con cita previa. No insisto, prefiero que actúe de la forma con la que se sienta cómodo. Nos despedimos con un apretón de manos.

    Recorro el camino empedrado y, otra vez, ni siquiera me molesto en mirar si mi acompañante me sigue o se queda rezagada. Si lo desea puede esperarme en el coche mientras visito a mis abuelos. De hecho, para ser sincero, hasta lo prefiero.

    Como siempre que vengo, lo primero que hago nada más llegar es saludarlos y preguntarles cómo se encuentran. Soy consciente de que no obtendré contestación; aunque me encanta hablarles a la misma vez que limpio la lápida, quito las flores secas y coloco las frescas.

    Los insistentes quejidos de Estefanía logran que me despida antes de tiempo. Hago el camino de regreso hasta el coche cabreado, no pretendo que comprenda cuánto disfruto de estos momentos de soledad en el cementerio hablando con mis abuelos, a los que considero mis padres. En realidad, lo que no entiendo es qué hace aquí cuando desde un inicio le dejé bastante claro que no quería nada serio; sin embargo, no hay forma humana de hacerla razonar.

    —Te he dicho que te quedaras en tu casa, no me importa venir solo. Sinceramente, lo prefiero —digo de mal humor sin llegar a mirarla mientras pulso el mando a distancia para abrir el coche. Sé que mis palabras pueden sonar déspotas e hirientes; pero me indigna tener que acortar este momento de intimidad con ellos por culpa de su egoísmo.

    —¿Para qué están las novias? —cuestiona una vez se sienta a la par que cruza las piernas—. Su fin, aparte de otros, es acompañar a su pareja en estos trámites.

    Se atusa el pelo tras ponerme morritos y hacer un gesto con la nariz. Intuyo que pretende que sea sexy, aunque a mí me recuerda a un conejo. Evito resoplar, es culpa mía encontrarme en esta situación.

    —Estefanía —el tono deja claro que estoy cabreado—, sabes de sobra que no somos novios.

    Hace otro mohín con los labios, me niego a tratar de descifrarlo. Odio cuando se comporta de esa manera tan infantil, supongo que con otros hombres tal actitud funciona, aunque no conmigo.

    —Pareja, novios. Da igual porque es lo mismo. Desde hace quince días dormimos en tu casa.

    La miro exasperado. Ninguno de esos términos son los adecuados para referirse a lo que tenemos. Llevamos viéndonos poco más de dos meses y comienzo a cansarme de la situación, no sé cómo decirle que entre nosotros lo único que existía era una buena relación sexual, ya ni eso. Al principio, ponía de su parte, reconozco que gocé con ella, pero ahora se tumba bocarriba a la espera de que yo lo haga todo.

    La conocí en la sala que frecuento con Brig. Nada más verla tuve claro que sería la elegida para que me acompañara esa noche, no sé por qué después de una sesión de sexo salvaje accedí a quedar fuera de allí, era la primera vez que permitía tal petición, si bien algo en ella llamó mi atención. Los días me han demostrado que es como cualquier otra mujer consentida: solo piensa en sí misma y en sus propios intereses.

    —Esa es otra. Te he dejado claro esa parte, pero cada día me ignoras y al final te quedas a pasar la noche en mi casa.

    Me acaricia el brazo con suma lentitud, piensa que con ese gesto el enfado se va a disipar como por arte de magia, no sabe lo equivocada que está.

    —Cariño, es lo que hacen las parejas.

    —Pero ¿cómo tengo que decirte que no somos pareja?

    Resoplo y a la vez me froto la cara. Giro el cuerpo para quedar frente a ella, será la última vez que intente hacerla entrar en razón.

    —Respóndeme a una pregunta.

    Asiente sin dejar de sonreír y enroscarse el pelo en el dedo índice.

    —¿Estás dispuesta a pasar aquí las mañanas de los sábados conmigo? —señalo el cementerio para que comprenda a qué me refiero.

    Observa la entrada del campo santo y se le contrae el rostro de inmediato. Hace todo lo posible por recomponerse antes de mirarme, aunque es tarde. Diga lo que diga, conozco la verdadera respuesta, la que tratará por todos los medios de ocultar, estoy seguro de ello.

    —¿Por qué no? —objeta sin ninguna convicción—. Aunque, cariño, opino que visitarlos todos los sábados no es necesario. Podemos venir como hace todo el mundo, una vez al año, dos a lo sumo.

    No respondo, ni me molesto en explicar la importancia que tienen para mí estas visitas y menos a alguien que es incapaz de comprender qué significan. Sin emitir ni una palabra conduzco hasta parar en segunda fila, justo en frente de su edificio.

    —¿Qué hacemos en mi casa? —cuestiona extrañada—. Ayer me prometiste que pasaríamos el día juntos.

    —No, Estefanía, no te prometí nada. Al igual que en su día te dejé bien claro que lo único que pasaría entre nosotros sería una noche desenfrenada y que no iría a más.

    Me froto las sienes al verle los ojos anegados en lágrimas, otra vez igual, cada vez que intento hacerle entender que no deseo verla más me monta el mismo numerito. Al final, tendré que darle la razón a Brig cuando asegura que soy gilipollas rematado con las mujeres y no sé manejarlas.

    —Yo sí quiero más —gimotea.

    —Pero yo no —afirmo todo lo calmado que puedo—. El día que me decida a estar con una mujer tendrá que aceptar que, todos los sábados sin excepción, visitaré la tumba de mis abuelos.

    Por fin comprende que no es negociable, no estoy dispuesto a cambiar mis costumbres por nadie y mucho menos, por una mujer por la que no siento nada en especial. Baja del coche después de gritarme y llamarme de todo durante unos cinco minutos. Si con esa actuación es suficiente para que me deje en paz, el pago está más que justificado.

    Cuando termino de comer recibo varios mensajes de Brig, las caras que me manda me aseguran que está desesperado por tener que cubrir el puesto de vigilante de uno de sus empleados. Decido tomarme la tarde libre para hacerle una visita. Al llegar al edificio lo encuentro repantigado en la silla de recepción: tiene las piernas cruzadas encima de la mesa y las manos detrás de la cabeza.

    —¡Joder, macho! Que imagen más mala das de esa forma. Vaya un jefe estás hecho.

    —Tú deberías estar aquí ocho horas sin poder moverte ni hacer nada, otro gallo cantaría.

    —Lo hago con la punta del capullo —aseguro, apoyándome en el mostrador de recepción desde donde se controlan las cámaras de seguridad.

    —Lo que tú digas, gallito. Aunque apuesto a que no duras ni un día.

    Río al escucharlo, sé que tiene razón, pero no estoy dispuesto a dársela. No entiendo cómo en su día le encantaba ser vigilante de seguridad, tanto que decidió montar su propia empresa. Para mí es un trabajo insulso, desesperante. Estar ocho horas en la entrada de un edificio y el máximo quehacer sea saludar a los trabajadores, me parece insoportable.

    —Aguantaría más de un día y lo haría mejor que tú —garantizo chulesco.

    La sonrisa que muestra no me gusta un pelo. Sé qué viene a continuación, con él siempre es lo mismo.

    —Hagamos una apuesta. Tú te encargas de mi empresa durante un mes y yo de la tuya. —Ahí está, para él todo es un juego. Alarga la mano con la intención de cerrar el trato—. ¿Qué dices?

    —Que estás loco si piensas que voy a dejar mi empresa en tus manos.

    Comienza con su perorata de siempre, asegurando que él gestionaría mi flota de camiones mucho mejor que yo. Dejo de prestarle atención cuando visualizo a una morena dirigirse a la entrada del edificio.

    No puedo dejar de mirarla, aunque ella ni siquiera se digna a levantar la vista de la pantalla del móvil. Juraría que no es consciente del efecto que provoca en los hombres, sobre todo en mí. Sigue a lo suyo, tan enfrascada en su teléfono que por poco no tropieza con la planta que hay en mitad de la entrada.

    —Buenas tardes. —Saluda sin llegar a mirarnos.

    Inspiro con fuerza el aroma que desprende, no sabría decir con exactitud qué perfume utiliza, lo único que sé, es que huele de maravilla y no me importaría nada que se impregnara en mi piel debido al roce de nuestros cuerpos.

    —¿Otra vez por aquí? Voy a pensar que te estás planteando aceptar la apuesta o hay alguien en este edificio que te interesa —inquiere Brig al verme llegar con dos cafés humeantes.

    Es la quinta vez que me presento esta semana, desde la pasada y al saber que por las tardes ella está aquí, vengo a diario. Alargo un poco la mano sin llegar a entregarle el suyo: solo largo y con dos sobres de azúcar.

    —Ni una cosa ni la otra, solo he venido a visitar al capullo de mi amigo e invitarlo a un café, pero si no lo quieres... —dejo la frase en el aire a la espera de que reaccione.

    Alza una ceja inquisitiva, entiendo que le surjan dudas de qué hago de nuevo en uno de los edificios en los que su empresa se encarga de la vigilancia. A él no le queda más remedio, uno de sus empleados está enfermo y como siempre va tan justo de personal le toca cubrir su puesto.

    —Trae aquí —dice, arrebatándomelo de las manos. Le da un sorbo—. Esto es desesperante.

    Apoya la espalda en el respaldo de la silla y toma su café en silencio, pensativo.

    Con disimulo miro hacia la puerta para cerciorarme de quién entra, es una mujer atractiva, aunque no es mi tipo, más bien el de mi amigo. Mi ilusión se va de nuevo al traste.

    —Digo que... —comienzo a decir sin mucha convicción, lo que menos deseo es que descubra que detrás de mi supuesta ayuda hay intereses personales. Debo hacerle creer que lo hago porque somos amigos y comienzo a tenerle lástima—, si quieres puedo sustituirte dos tardes por semana, sé que tienes reuniones aplazadas.

    Su rostro cambia de expresión, la desesperación da paso a la esperanza.

    —¿Harías eso por mí?

    Asiento, aunque evito decirle quién me impulsa a tomar la decisión.

    —Los amigos estamos para eso.

    Capítulo 3

    Paula

    Estoy sentada en la oficina de mi jefe, manteniendo la reunión concertada desde ayer por la tarde. Media hora después trato, por todos los medios posibles, de procesar la información que acabo de escuchar. Lo intento, de verdad que lo hago; pero por mucho que le insto a mi cerebro a reaccionar de una forma coherente, a ofrecer una respuesta lógica, se deja dominar por el miedo. Lo único que soy capaz de decir, más bien quejarme al igual que una niña pequeña a la que han arrebatado de las manos su juguete favorito, es:

    —No puedes hacerme esto, Tobías.

    —Claro que puedo, para algo soy el jefe —alega iracundo.

    Cierro los ojos. De saber que al final me daría las horas solicitadas durante tantos meses no habría aceptado el puesto de limpiadora en el supermercado por las mañanas. Es un trabajo que odio a más no poder; pero es mucho mejor que la opción que me ofrece, esa sí que no es viable menos aún necesitando el dinero.

    Lo miro como si se tratara del mismísimo diablo, porque en este instante se asemeja a él. De hecho, no debo esforzarme para distinguir la tez roja y los cuernos, pequeños y retorcidos, que adornan sus sienes. Lo que propone es impensable, al menos por mi parte; juraría que él opina de diferente modo, de ahí que lo haya planteado. Pero no, no estoy dispuesta a regresar al infierno del que logré salir a duras penas hace tres años ahora que las cosas me van medio bien y no tengo noticias del innombrable desde mi última visita al banco y de eso, han pasado dos meses.

    —¿Por qué no envías a Mabel? Seguro que a ella no le importará estar rodeada de hombres todo el día.

    Tobías hace un gesto negativo con la mano. Sé que le disgusta mi propuesta, me da igual, no pienso rendirme. Por eso, propongo a otro compañero a sabiendas de que no es comercial.

    —Pues a Simón, dudo que le molesten las vistas de hombretones llenos de grasa. —Sigue en sus trece y vuelve a negar. Como último recurso, añado—: ¿Mateo?

    Al igual que mis demás compañeros, Mateo tampoco es comercial, es otro de los administrativos. No me importa, lo único que quiero es salirme con la mía y, para ello, estoy dispuesta a todo, incluso a renunciar al trabajo y a la masía.

    Solo de imaginar esto último hace que sienta un pinchazo que me obliga a retorcerme de dolor. Durante años he luchado duro para mantener la propiedad. Pensar siquiera en tener que venderla me mata.

    —No insistas, Paula, han solicitado al mejor comercial y esa, querida, eres tú. —Apoyo la espalda en el respaldo de la silla derrotada—. Tienes un mes para formarte.

    La idea de no hacerlo se vuelve tentadora, no quiero retroceder a la casilla de salida y si acepto trabajar en el taller que solicita nuestros servicios, sé que todo regresará de nuevo: los recuerdos, los sentimientos guardados, los mensajes... Será un paso atrás, también reconocer que sigo enamorada de él, y no deseo caer de nuevo en su red de mentiras.

    —¿Y si me niego?

    Mi jefe me toma por loca, de sobra sabe que no puedo permitirme el lujo de perder el trabajo, necesito los ingresos a no ser que desee que mi vida sea más desastrosa de lo que es.

    —No digas tonterías —comenta, incorporándose—. Desde que te contraté, llevas dándome la tabarra con que te amplíe la jornada. Enhorabuena, acabas de lograr lo que tanto querías.

    —No necesito que me recuerdes lo que llevo pidiendo desde que entré, lo sé de sobra —me quejo enfadada—. Lo siento, Tobías, pero no puedo aceptarlo.

    Incluso yo me sorprendo al rechazarlo sin llegar a pensar en las consecuencias que tendrá mi cabezonería.

    Vuelve a sentarse, no entiende mi reticencia.

    —¿De verdad estás dispuesta a perder el puesto de trabajo por no querer ir tres tardes por semana a un taller?

    Asiento.

    —Paula, no lo entiendo.

    Encojo los hombros. Tampoco comprendo lo que estoy haciendo, sé que todo es por miedo, pavor a volver verlo a diario y a trabajar en el mismo lugar que él.

    —¿Qué me ocultas?

    —Nada.

    Alza la ceja, ni por asomo cree la mentira que acabo de ofrecerle.

    —¿Entonces...?

    Lo que menos deseo es contarle mis temores. ¡Lo qué me faltaba!, bastante tiene con saber parte de mi pasado. Conociéndolo como lo conozco, estoy segura de que tratará de hacer de casamentero. No es que me lleve mal con él o no lo soporte, es que la última vez que lo intentó, acabé en una cita a ciegas con el estúpido de mi vecino.

    Al comprobar cómo me mira, busco una respuesta rápida que ofrecerle. Nada coherente me viene a la mente, así que suelto la primera estupidez que se me ocurre.

    —Es que me pilla muy lejos de casa y ya sabes que mi coche no está para muchos trotes, solo es eso.

    Le entra la risa floja. Lo entiendo, incluso a mí me dan ganas de reírme de mí misma.

    —Vale, lo capto, hoy estás en plan graciosa. —Se pasa la mano por la

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