El psicópata solitario
Por Matt Shaw
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La amistad entre un hombre solitario y un vagabundo da un giro siniestro.
Sonrío a la gente pero ellos no me devuelven la sonrisa.
Le hablo a la gente pero ellos no me responden.
Oigo las conversaciones de la gente y ellos no oyen nada de mí.
Simplemente no existo en su mundo.
No me ven.
No me oyen.
No me temen.
Y pese a todo, deberían.
Nunca pretendí que esto sucediera. No soy un monstruo. Pero eso no significa que no me detenga ante nada para ocultar mi secreto o para sentir que encajo. Y pensar que todo esto podría haberse evitado. Habría bastado con que alguien dijera que me quería.
Una nueva novela de terror psicológico de Matt Shaw, autor de Sick B*stards. Parte de realidad, parte de ficción. Una historia que viene con la potente advertencia de que, si alguien se escandaliza u ofende fácilmente, algunas escenas lo van a sensibilizar.
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El psicópata solitario - Matt Shaw
Matt Shaw Publications
Todos los derechos reservados. Ni este libro ni parte del mismo podrá ser reproducido o utilizado de manera alguna sin el permiso expreso del editor, excepto para el uso de citas breves en reseñas literarias.
Los personajes de este libro son totalmente ficticios. Cualquier semejanza con personas vivas o fallecidas es mera coincidencia.
Aviso
Esta historia contiene escenas potencialmente ofensivas y angustiosas. NO la lea si es de naturaleza sensible.
El psicópata solitario
Matt Shaw
El siguiente es un relato ficticio.
Simplemente está basado, muy someramente, en un monstruo que existió en la vida real.
Me presento
Me llamo Dennis, pero dudo que vayas a acordarte.
Para que empieces a conocerme te haré un resumen rápido de lo que ocurre en un día típico para mí. Y dado que es lo que hace que nazca un nuevo día, comenzaré el relato por la noche anterior.
Noche
Me voy a la cama sobre las diez todas las noches y permanezco despierto durante lo que puede llegar a convertirse en varias horas. A pesar de que yo elijo cuándo acostarme, sencillamente no tengo sueño al subir. Podrás preguntarte por qué me retiro tan temprano si no tengo ganas de dormir... Es porque no tengo nada que hacer. No tengo a nadie con quien hablar, no soy mucho de leer y no encuentro nada en la televisión que me atrape después de las diez. O son noticias o programas repletos de humor simple que yo no encuentro divertidos.
Mientras estoy acostado miro al techo esperando a que mi cerebro se apague ante lo que sea que lo mantiene en funcionamiento. Mis pensamientos pueden ser sobre cualquier cosa que haya hecho ese día, lo que planeo hacer el siguiente o lo que esté ocurriendo en la casa de al lado.
Vivo en la última de una hilera de casas adosadas. Arriba hay dos habitaciones, aunque una podría seguramente calificarse como trastero si la casa estuviera en el mercado. El segundo dormitorio se ha diseñado para un invitado ocasional que quiera quedarse, con una cama individual y una mesilla, aunque nadie ha usado nunca ninguno de los dos muebles. Abajo hay una pequeña sala de estar y una cocina aún más pequeña. Esta casa no fue mi primera opción.
Yo quería una casa unifamiliar pero no podía permitírmela, así que me contenté y pronto encontré ciertas ventajas a lo de vivir tan cerca de los vecinos. No saben nada de mi vida, pero yo sé mucho de la de ellos gracias a estas paredes delgadas como papel que me permiten oír casi todo, conversaciones amortiguadas, discusiones más altas, golpes, portazos y... a veces, me toco cuando follan. Cuando lo hago me gusta calcularlo bien para eyacular al mismo tiempo que él. O mejor aún, disparar mientras ella grita a través de las paredes cuando alcanza el clímax. Nos corremos juntos y después, relajados, nos dormimos enseguida.
Mañana
Si tengo suerte, a la mañana siguiente es posible que la vea en su entrada, cuando sale hacia donde quiera que trabaje. Si la veo le sonrío y ella, a veces, me devuelve la sonrisa. Al no estar acostumbrado a que la gente perciba mi presencia, por un momento siento pánico de que me haya podido escuchar a través de la pared al igual que yo la he oído a ella la noche anterior, pero después me doy cuenta de que simplemente está siendo educada. En cuanto a él —su pareja— también le sonrío si está allí. Es una clase de sonrisa diferente a la recibida por su mujer; más bien una especie de mueca autocomplaciente que claramente lo confunde. El desconcierto que expresa dura una fracción de segundo y es rápidamente seguido por una sonrisa a medias de su propia cosecha. Si yo no le hubiera sonreído a él primero, ni siquiera se habría molestado en saludarme.
Podrás estarte preguntando por qué lo recibo con una mueca autocomplaciente... Pues es porque, en cierto modo, me tiré a su mujer, y él es completamente ajeno a ello. Es mi pequeño secreto.
Cuando salgo de casa para ir a trabajar, las pocas veces que me encuentro con mis vecinos suponen la única interacción con humanos que tengo durante el día y que no tiene que ver con trabajo o atención al cliente.
Cuando ellos suben a su coche yo subo al mío —un Sierra viejo baqueteado, de color azul claro— y conduzco hacia el trabajo con la radio a todo volumen para ahogar el silencio. Mientras espero en varios atascos echo un vistazo a los conductores del carril de al lado. Si por casualidad me miran, sonrío. La mayor parte del tiempo no miran en mi dirección y, si lo hacen, es a través de mí, antes de volver a centrarse en el atasco que se extiende ante nosotros.
Tras aproximadamente treinta minutos de viaje, llego al trabajo. Soy funcionario en la oficina de empleo del pueblo. Junto al edificio donde pasaré las próximas ocho horas hablando con personas con las que preferiría no hacerlo, hay una pequeña cafetería. Dado el número de personas borrachas que atraviesan bamboleándose las puertas de la oficina, es normal que pienses que sirven alcohol, pero créeme, no es así.
Entro en la cafetería esperando que la chica que me gusta esté ocupándose de la barra. Cuando está, intento entablar con ella una conversación superficial, pero normalmente me recibe con respuestas cerradas, de una sola palabra. Su tono dulce y la manera en que bromea con sus compañeros mientras preparan mi café me hacen desear algo más, pero no la presiono: si quiere abrirse a mí o comprometerse como es debido, estoy seguro de que —algún día— lo hará.
Con el café en la mano, entro en la oficina y me siento tras la mesa en la que trabajo. No me vuelvo a mover hasta que el reloj de la pared del fondo marca las doce en punto. Trato de terminar todas las tareas empezadas para poder volver a la mesa a la una, con todo listo y sabiendo demasiado bien que no pasará mucho tiempo antes de que me aparezca más trabajo sobre la mesa.
Comida
Hay una pequeña sala en el edificio para que el personal disfrute de su almuerzo. Allí no se sirve comida, se supone que tú debes traerla de casa; sin embargo, en la esquina hay una mesa pequeña con lo necesario para hacer té. Y como no hay forma obvia de llenar el recipiente grande, me imagino que cogen agua de los lavabos del baño que hay cerca. Es un edificio gubernamental, y tengo que confesar que por eso esperaba más cuando empecé. Cuanto más trabajaba allí, sin embargo, más aprendía a no esperar nada remotamente útil del gobierno, un puñado de chupatintas sin ninguna idea de cómo va el país.
Ya no como en esta sala.
A las doce se atiborraba de gente y siempre me sentía raro buscando un sitio donde sentarme, ya que a menudo significaba compartir mesa con alguien a quien realmente no conoces. Quiero decir realmente, conozco a la mayoría de la gente que trabaja en mi planta pero no hablamos. Tengo suerte si sonríen, o incluso asienten, mirando en mi dirección.
Tomo el almuerzo en un parque cercano. Es una zona verde pequeña que apenas puede considerarse parque, pero es mejor que una incómoda oficina, y sentado en un banco del parque dedicado al abuelo de alguien todavía puedo escaparme de ese estrés diario que tan molesto resulta.
Me siento allí la mayoría de los días que no llueve. El frío no me importa, ni tampoco el viento. Me siento en un lado del banco, normalmente a la derecha, con el tupper —el que tiene Danger Mouse impreso por delante— a mi izquierda. Si me coloco así no queda espacio para que nadie venga y se ponga a mi lado, aunque si me pareciera que alguien fuera a hacerlo movería el tupper.
Hasta ahora nunca lo he movido.
Cuando estoy allí sentado, mi mente suele desconectar de prácticamente todo. Desconecto, y si me preguntas en qué estoy pensando no podría decirlo. A veces pasa que ni tu imaginación parece querer saber nada de ti, un pensamiento en el que intento no centrarme. Mientras estoy allí, mucha gente pasa por delante: paseadores de perros, runners, parejas de ancianos que salen a dar una vuelta... los miro a todos y ninguno mira hacia mí. Los días en que los extraños se deseaban los buenos días o una bonita tarde son ya cosa del pasado. Todos andan perdidos en sus propios pensamientos privados o en los momentos personales que comparten con los que caminan junto a ellos.
A veces, cuando pasa una pareja mayor o joven con los brazos entrelazados y riendo, siento que me atraviesa un feo latigazo de envidia. Echo de menos tener ese tipo de contacto con alguien. Esa conexión.
Hay un refrán que dice: Lo bueno se hace esperar.
Los descansos para comer nunca son lo suficientemente largos y pronto regreso de nuevo al trabajo. Intento ser lo más optimista posible cuando entro en el edificio, pero este sentimiento solamente dura hasta el momento en que veo al primer cliente de la tarde, otro trabajador cualificado en el paro que viene a echarme la culpa porque no ha recibido ofertas.
Tarde
A veces pienso en dejar el trabajo. Con la cantidad de empleos que he tenido hasta ahora, uno más en la lista no va a causarme ningún daño. No puedo evitar creer que las cosas serían mejores en otro ambiente y que podría tener la posibilidad de encontrar a alguien a quien poder llamar amigo.
Estos pensamientos son efímeros. Aquí se