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Legados cruzados
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Legados cruzados

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Guadix y humanidad, sobre todo humanidad sin héroes ni villanos, solo migrantes y vida. Dos legados, o todos los legados cruzados en un siglo de vivencias donde el presente inmisericorde hace sangrar al futuro con el dolor del pasado. De Guadix a Cuba, Granollers o Mataró. De lo acontecido un aciago día de 1936, de las contingencias treinta y ocho años después, del brote germinado de vendetta y la pesada hipoteca que supone querer rehabilitar la memoria perdida en limbo de la vejez son el camino que recorre la historia del legado para desembocar en la alegoría de una española de hoy que pierde el presente, por vivir el pasado.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 mar 2021
ISBN9788418571558
Legados cruzados
Autor

Juan Antonio López García

Juan Antonio López García (Guadix 1957). Una profesión, maestro, majestuosa profesión ysublime vocación. Una pasión, la literatura, el amor a los libros. El entusiasmo por la literaturanace leyendo, dejándose seducir por los libros. Caminar por la calle, mirar lo que nos rodeaalimenta las historias de la gente que vive, de la gente que lee, de la gente que ignoramos anuestro alrededor. Tras la primera novela, Los raíles del destino, brota LEGADOS CRUZADOSreflejando vidas y agobios, sembrando presente y recogiendo pasado. Otros:http://www.tusrelatos.com/autores/huellas

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    Legados cruzados - Juan Antonio López García

    Verano 1936

    1

    No soy dueño de mi trabajo

    Encontró la casona más grande del callejón, como todas las casas que cruzó en el camino, cerrada a cal y canto. Un silencio sepulcral envolvía cada rincón. El aire denso quemaba la piel tostada del hombre.

    La gorra oscura y sucia escondía y protegía del sol la descuidada cabeza, el rostro duro y áspero de marcadas arrugas, los labios agrietados y resecos y sus ojos pequeños, brillantes, vivos; reflejos de la luz intensa del fuego interior, del deseo ahogado por la resignación. La camisa abotonada desde el cuello y en los puños; los pantalones zurcidos y sucios y unas alpargatas que suplicaban abandonar su tarea diaria daban forma a la criatura que había recorrido bajo el tórrido sol las calles de Guadix aquella tarde de agosto. Había salido de su cueva de los cerros de Medina, en lo alto de la cañada, cuando hubo terminado su frugal almuerzo.

    Los domingos eran como cualquier otro día de la semana, buenos para trabajar si había trabajo, buenos para hacer cualquier faena que diera algo para acallar las cinco bocas que no entendían de luchas ni enfrentamientos, de trabajo ni acaparamientos, cinco bocas que lloraban cuando no podían comer. Con el hambre medio saciada por el guiso de verduras y el mendrugo de pan llegó a la casa del callejón.

    Lo habían mandado llamar para una pequeña chapuza en la casa. No tenía que preocuparse en acarrear nada, le tendrían preparado todo lo necesario. Sólo tendría que ser discreto y llegarse esa tarde, lo más pronto posible, con todo el calor hasta el callejón de las Velas.

    Tocó con un golpe de aldaba y antes de volver a golpear oyó el cerrojo del portón. Una bocanada de aire fresco le dio en el pecho cuando la puerta se entreabrió y la oscuridad interior se presentó ante él.

    Sin más preámbulos una mujer delgada y baja, con vestido, medias y zapatillas negros y mandil gris de cuadros, plantada ante él, le dijo:

    —Buenas tardes. Pase, el encargado le está esperando.

    —Muy buenas

    El hombre quedó callado, parado, mirando absorto un instante más. El bochorno abrazaba los segundos deteniéndolos, haciéndolos desesperadamente lentos y agobiantes.

    —¡Qué pase hombre de Dios! Vamos, entre, que pueda cerrar la puerta —instigó con energía la mujer.

    Avanzó hasta el interior del zaguán. Cerró tras él la puerta y anduvieron hasta el patio, lo atravesaron y subieron unas escaleras. Tras recorrer un pequeño pasillo llegaron a una habitación lateral donde entraron.

    En la estancia, un salón comedor amplio, con balcón a la calle, chimenea al fondo, una mesa grande en el centro rodeada de sillas y mueble aparador en un lateral, lo esperaba un hombre fornido, mayor, de escaso pelo cano y cara redonda, el encargado.

    —Buenas tardes —le tendió la mano mientras cruzaban el saludo.

    —Buenas tardes —respondió el visitante con timidez, apretando la mano tendida.

    Junto a la chimenea un barreño de cinc, algunos ladrillos, piedras, arena, cal, agua, una piqueta y un palustre para trabajar. Sobre la mesa una caja metálica de hierro, pintada en negro, del tamaño de un par de libros grandes.

    —¿Qué hay que hacer? —preguntó el recién llegado.

    —Hay que empotrar la caja en la pared de la chimenea —señalando hacia la mesa con el índice de la mano derecha—. Por dentro. Que no quede a la vista y aunque ahora no se enciende el fuego hay que procurar que no se perjudique en invierno.

    —Pues eso es difícil, el calor le va a dar entero. Se va a poner al rojo vivo.

    —Para eso ha venido. Que se pueda utilizar cuando sea necesaria y que aguante bien. Al colocarla hay que poner la puertecilla de fácil acceso.

    El albañil soltó un bufido, se agachó y se metió dentro de la chimenea. Encendió una cerilla pero no vio gran cosa.

    —Tenga hombre, con el misto no va a ver nada —le pasó un candil encendido.

    Con el candil miró, remiró y al final dijo:

    —Sólo se me ocurre ponerla en este hueco —señalaba con el mentón como si el otro hombre lo viera—, pero cada vez que tenga que abrirla hay que meterse aquí debajo y apagar el fuego.

    —No se va a usar más que de higos a brevas. Así que puede ser, siempre que se quede firme y protegida.

    —Firme va a quedar. Hay un hueco entre las piedras y dos o tres más que puedo quitar, dejan espacio más que sobrado.

    —Pues entonces a la faena y que quede bien.

    —¡Páseme una piqueta!

    Tomó la herramienta y con cuidado golpeó la junta de las piedras. El polvo empezó a inundar el hueco de la chimenea y a caer al suelo, las piedras se desprendieron.

    —Esto va a ser fácil —decía mientras salía de la chimenea y cogía la pesada caja de metal que miró detenidamente—. Debieran haberle puesto garras, quedaría más firme.

    —Es lo que hay, no estamos en tiempos de filigranas. Es una urgencia y, escúcheme bien, a nadie, absolutamente a nadie, me entiende, le interesa lo que hacemos.

    —A mí no me mezcle, yo no entiendo de papeles. Bastante con sacar para alimentar y vestir a mi gente.

    —Por eso no se preocupe, cuando acabe, lo acordado.

    —Poco para la calor y el trajín que esto tiene…

    —Lo acordado. No se regateó al ajustarlo y no vamos a discutirlo ahora. A trabajar y a terminar pronto —dijo mientras salía de la habitación.

    Quedó solo con su faena y entre sofoco, polvo agobiante, tragos de agua, trabajo y sudor que lo empapaba, tras cuatro largas horas dejó anclada la caja, segura y escondida, en el interior de la chimenea.

    «Pues no ha quedado mal —se dijo mirando satisfecho su obra— y hasta va a ser bastante sencillo abrir y cerrar y trajinar con ella. Y quien no lo sepa no la va a encontrar tan fácil».

    Amontonó las sobras y residuos de su faena en el rincón, echó sobre los restos de mezcla del barreño tierra y piedras. Se irguió limpiando sus manos a manotazos sobre el pantalón, giró hacia la puerta gritando:

    —¡Jefe! ¿Por dónde anda?

    No tardó mucho en aparecer el otro hombre que diligente se fue hasta la chimenea mientras oía como le contaba las minucias del asunto.

    —…Ahora mismo se ve con claridad lo que se ha hecho. Habría, aunque hace calor y el humo canta porque se ve en la calle, que encender el fuego. Un par de troncos ardiendo durante una tarde lo dejan como si no se hubiera hecho nada. También se puede…

    —No se preocupe

    Cortó en seco el encargado que ya había sacado su cuerpo de la chimenea tras un examen minucioso y llegando hasta el aparador, abrió un cajón del que tomó unos legajos atados con cordón. Yendo, nuevamente, hasta la chimenea le dijo con voz firme:

    —¡Ayúdeme un poco, hombre!

    —Sí, lo que usted mande.

    —A ver, vamos a dejar estos papeles dentro de la caja.

    —¿Se los pongo yo?

    —No hombre, páseme el candil y me da los legajos cuando se los pida.

    Así hicieron. Con cierta ligereza los papeles quedaron guardados en el nuevo refugio y cerrada la caja con la llave que guardó en un pequeño bolsillo del pantalón, apagó el candil mientras decía:

    —Venga conmigo, esto lo limpiarán ahora.

    —Muy bien, yo de papeles no entiendo —empezó a decir por mantener conversación—, pero deben ser muy importantes para esconderlos.

    —Son antiguos y el señor quiere que no se pierdan —se paró en seco, miró al albañil y continuó diciendo con mucho énfasis en cada palabra—, quiere que puedan seguir siendo útiles para muchas generaciones. ¿Sabe lo que se dice? Que quien no aprecia el valor de las cosas no las sabe cuidar.

    —Ya, ya me figuro —enarcó las cejas mostrando no entender nada.

    —Hoy en día apreciamos sólo lo nuestro y lo que es peor, maldecimos lo de otros. No estamos en tiempo donde se cuiden los valores —lo miró fijamente a los ojos y con crudeza le dijo—. Ni usted sabe lo que significa cultura.

    Se sintió el albañil ofendido. Su vida había sido trabajar y trabajar. Su desgracia, la vida que en suerte le había tocado. Su pena diaria era el gozo de sus hijos. Gozo y pena, trabajo y sudor, hambre y sufrimiento, y le decían que no sabía lo que era cultura.

    «Yo sé lo que es sufrimiento, hambre, envidia, desdén y odio. Sé lo que es trabajar por nada. Trago porque no soy dueño de mi trabajo; regalar, sí, regalar mi trabajo, mi vida, mi familia», pensó en un instante más de ira contenida, de resignado flagelo y silenciosa voz muda.

    —Escúcheme claro, este trabajo no se ha hecho. Tome —señaló la mesa de la cocina, a donde había llegado— el dinero acordado y la panza de tocino prometida. Puede sentirse satisfecho, lleva buen sueldo y buena comida por una tarde de trabajo.

    Con paso ligero se fue hasta la mesa, separó el importe en dos partes bastante desiguales, extrajo su pañuelo de yerbas del bolsillo derecho de su pantalón, lo abrió sobre el tablero, tomó el dinero de montante mayor, lo puso sobre él y plegó y anudó hasta conseguir la bolsa que volvió a guardar en el bolsillo. Tomó el resto de un puñado y lo guardó en el bolsillo izquierdo.

    Sacó, a continuación, una navaja grande que abrió con destreza. Con ojos inquisitoriales y paciencia lo miraba el encargado. De dos tajos precisos cortó el tocino seco dejando cuatro trozos que metió en la talega que le habían dejado al lado. La cogió, con un gesto mohíno se despidió dirigiéndose hacia la mujer delgada que esperaba para acompañarlo a la puerta.

    Sin cruzar palabra llegaron hasta el portón de la calle para despedirse con un seco adiós.

    2

    Quien roba a un pobre no es un ladrón, es un perro miserable

    El calor fuerte del día había pasado ya. Oyó a su espalda el golpe seco al cerrar la puerta y el leve ruido metálico del rebote de la aldaba.

    Como todas las horas del día pronto para unas cosas y tarde para otras. Resolvió la duda de hacia dónde encaminar sus pasos optando por la taberna más próxima para tomar un vaso de vino.

    Una cortina gris intentaba impedir que la luz y las moscas invadieran en exceso el local, con menos éxito en lo segundo que en lo primero. Una ventana cerrada a la calle, sobre un parapeto de obra la gruesa tabla oscura que separaban a parroquianos del tabernero, cuatro o cinco mesas con sillas de enea sin respaldo y un par de pellejos de vino al otro lado del mostrador acompañados por varias botellas muy diversas eran lo único que ofrecía a la vista aquella tasca.

    En la mesa más apartada una sombra miraba a contraluz al recién llegado. Con un vaso en la mano, agachada la cerviz y la visera de la gorra calada hasta los ojos observaba, oculta, en la penumbra.

    Asomó el cantinero por el vano de la pared que los separaban de las estancias particulares y apoyando los brazos en la madera espetó sin saludo previo:

    —¿Qué va a ser?

    —Un vaso de clarete —respondió mientras dejaba la talega junto a él.

    Un breve instante de insolencia, una mirada despectiva, un olor seboso, rancio, el golpe del cristal sobre el tablón, los borbotones de la botella al escanciar, el borde derramado y el empujón medido del vaso hacia el cliente formaron el único hálito de humanidad en el vacío del tugurio.

    No eran tiempos de amistades ni de charlas amigables. No eran tiempos de confianzas ni esperanzas. Eran momentos de odios y recelos, momentos de envidias y venganzas, momentos de abusos y crueldades. No era la cruda realidad, eran la crudeza y la maldad forjando realidades.

    —Pronto para salir a la calle con el calor que hace —rompió el bodeguero por saber algo más.

    —Es lo que hay —respondió adusto el hombre—, las cosas nos vienen dadas.

    —Lo de la talega parece tocino. ¿Lo vende?

    —Lo de la talega, no es mío. Es de mi gente y yo no dispongo.

    —Nada hombre, no se ofenda —volvió la cabeza para escupir en el suelo— necesito tocino para el negocio y me pareció que tal vez iba buscando ganarse algo.

    —Hoy no toca vender. También hay que comer en la casa.

    —Es lo suyo. Lo malo es que hoy en día elegimos entre malcomer y malvivir.

    El ruido sordo de la madera sobre el suelo surgió del fondo de la taberna. La sombra ignorada y perdida en la oscuridad se levantó con cautela y como animal que acecha, sigiloso, caminó hacia la puerta a la vez que arrastraba la pierna izquierda.

    —Mañana te pago —sonó fuerte, imperativo, desdeñoso.

    El hombre no volvió la cabeza, seguía con su vaso de vino. El tabernero dejó escapar unos ininteligibles sonidos mostrando más desconfianza y duda que generosidad y expectativa.

    —Esto no tiene arreglo —acabó diciendo entre dientes a modo de consuelo— ¡Quién pudiera escaparse lejos, muy lejos, y dejar todo olvidado!

    —¿A dónde podemos ir si no tenemos ni para estar aquí? Si parece que nos perdonan por cada vez que respiramos —tomó un sorbo y acarició el cristal con ambas manos—. Cuando alguien se dirige a mí para hablarme lo único que hace es recordarme lo que le debo a la tierra, y a mí no se me debe ni agua para beber. Las bestias beben antes que yo en el caño.

    Echó de un golpe el vino que quedaba al gaznate y dando con el vaso en la madera pidió.

    —Póngame otro porque al final no tengo nada.

    —Pero, ¿va a pagar?

    —En toda mi puñetera vida —respondió mirándolo entre amargo y hosco, entre herido y violento— no he dejado de pagar ni el último resuello ni la última queja de los míos. La vida es muy dura y se está haciendo más dura cada día. Si el mendrugo de pan que muerdo es duro, bien pagado lo dejo. Puedo jurarlo.

    —Págueme el que se ha bebido que a este lo invito yo, y no deje de irse pronto a casa que la tarde se espera ajetreada.

    Mientras le servía metió su mano en el bolsillo izquierdo, extrajo unas monedas, tomó una de ellas, la dejó sobre el mostrador y pagó. El cantinero miraba atento.

    —No son tiempos de andar así por la calle.

    —A la calle hay que salir a buscar el sustento y lo que haga falta.

    —No diga tonterías. Cualquiera por una moneda no para en mientes.

    —Quien roba a un pobre no es un ladrón, es un perro miserable.

    —De esos hay demasiados y algunos no pagan ni el vino que se beben, ni los abusos que cometen.

    Se apartó y fue a limpiar la mesa que la sombra había dejado. El hombre bebió en silencio su vino mirando el punto inexistente del infinito. Palpó el pañuelo de su bolsillo mientras pensaba en su gente. Poco era y nada es menos.

    Entrecerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás, apretó los dientes y tensó los músculos. «¿Qué hago yo aquí gastando dinero, perdiendo el tiempo? —El alma herida por el cansancio, herida por la desesperación divagaba. Los remordimientos hieden y el alma se escapa. El alma se escapa y el tiempo se desvanece, pero no se pierde. No existe el tiempo perdido, todo el tiempo pasa, no se puede perder. El tiempo se destila entre los dedos en el placer, en el dolor, descansando, trabajando, con la dicha o la tristeza, con dureza, pero siempre es vivido, nunca es perdido. Suspiró profundo, tomó el último trago— Escapando de la puñetera realidad, huyendo. ¿Huyendo? No, sólo perdiendo el tiempo que no se puede perder».

    Puso el vaso vacío sobre el mostrador, tomó su talega. Con un gruñido y un movimiento de cabeza se despidió del tabernero y salió a la calle.

    Caminaba, lento, a la altura de la iglesia de Santiago. Oía voces coreando gritos y consignas y hasta algún disparo en la lejanía. El sol ya no incidía sobre la torre, la plaza y la calle estaban bajo las sombras, la tarde llegaba a su fin y el fresco empezaba a ganar terreno. Las casas cerradas a cal y canto. De vez en cuando, tras una ventana, una cortina un poco descorrida y unos ojos indiscretos escudriñando. La soledad de la calle se introducía en su interior como el frío cala los huesos, el frío te hace tiritar y la soledad te estremece hasta el miedo irracional. Irracional, sin sentido, absurdo.

    ¿Podría encontrar la salida de su desgracia, de la desgracia compartida consecuencia de años, siglos de abuso y explotación? Tan fácil de creer como de ilusionar. Tan fácil de seguir como de luchar. Peor no podría ser, la esperanza es humana y el deseo, un poderoso motor.

    Su mente, en la soledad de sus pasos, no se emparejaba con su corazón, ritmos diferentes con soluciones discordantes. La necesidad de cambiar, de destruir la malvada carcoma social que, fuera de toda justicia, lo explotaba, lo despreciaba, «Ni usted sabe lo que significa cultura» recordó de esa misma tarde.

    «¿Qué sabe un sabueso guardián? —Se dijo mientras seguía subiendo por la calle hacia la parte alta— ¿Qué sabe un perro bien cebado del sudor y de lo que es trabajar? ¿Qué sabe un lacayo ciego de lo que pasa en la calle o a la gente normal y corriente? Van como bestias con anteojeras y zanahoria en un palo».

    Giró hacia la calle de la Gloria y cuando hubo recorrido más de la mitad vio a lo lejos un grupo de hombres que parecían ocultarse en un callejón, cubiertos, pese al calor, con capotes y sombreros de ala ancha calados.

    «En busca de caza —pensó—. Algunos señorones merecen un buen repaso. Llevan muchos años viviendo, como sanguijuelas, a costa de los trabajadores, nos explotan».

    No supo por qué, pero le pasaron por su mente las palabras de aquel jovenzuelo, la semana anterior en el comité «El hombre es un lobo para el hombre», no recordaba el nombre del mozalbete y no le interesaba quién pudiera ser el inglés que el muchacho mencionó. Para lo joven que era, el mozo dio en el clavo, «Estoy rodeado de lobos —se dijo para sí».

    «Me exigieron mucho —tentó nuevamente el pañuelo en su bolsillo y sopesó la talega—, me piden trabajo, silencio y fidelidad por el sueldo. Algo en dinero, de valor dudoso en los tiempos actuales, y la panza de tocino seco. El resto del cochino para el señor».

    Atrás quedaron las calles de casas, se encontraba en la cañada, entre cuevas. Sus pasos eran tranquilos y pausados, mientras su mente se deslizaba vertiginosamente al vacío del rencor acumulado con deseos de vengar la injusticia, y su corazón miedoso, conservador, temía por el mañana. El terror contraía su cara ante un porvenir negro, sin certeza de futuro, tan negro como esa noche sin luna que se estaba apoderando de Guadix. El pánico lo aferraba a un presente incierto.

    «La riqueza es un bien de todos y tenemos derecho a repartir los bienes. ¡La tierra es para quienes la trabajan!», recordaba de aquel mitin y su cabeza siguió inundada de las preocupaciones. Rondaban las ideas inconexas, el reflejo de la desesperación abrazada a su alma.

    «Aquello era una verdad como un templo —cavilaba—. Recuerdo que desde niño he trabajado, trabajado y trabajado para otros y no entiendo por qué siempre ha sido de los otros mi trabajo».

    Sumido en sus pensamientos perdió de vista al grupo de hombres. Se sentía paria de la tierra y no lo preocupaba el fin de un ciclo, lo atemorizaba el inicio de otro. Conocía lo suficiente de la vida como para saber que gratis sólo para los que dirigen la orquesta, los músicos a soplar.

    No era consciente de que lo vigilaban, lo estaban esperando cuatro hombres escondidos en la misma esquina de la placeta de la cueva cerrada, como todas las casas, a cal y canto. Nada más cruzar la esquina, sin darle tiempo a reaccionar una mano fuerte surgió agarrándolo por el brazo y arrastrándolo, mientras otro hombre, con un garrote, lo golpeó fuertemente en la cabeza sin darle tiempo ni a gemir. Cayó al suelo exangüe formando, junto a la cabeza, un charco de sangre.

    Con destreza registraron los bolsillos quitándole el dinero y el pañuelo con su jornal.

    —Coge la talega con el tocino —dijo uno— y deja las alpargatas que no valen ni una perra.

    —¡Vamos!

    Salieron corriendo y se perdieron en el miedo de las calles. Tras la cortina de una ventana unos ojos que no dejaron de mirar, no vieron nada.

    3

    Klironomia

    Bien entrada estaba la noche, habían dejado de oírse cantinelas, gritos, golpes y disparos. La mujer de negro subió unas escaleras de mano hasta la techumbre de la casa y abrió una compuerta. En la oscuridad del desván dos hombres sentados sobre las vigas de madera miraban con atención el cuadro de tenue luz que, al abrir la hoja, el fanal produjo y la sombra recortada que asomaba por el hueco.

    —Buenas noches —dijo la mujer en voz bajita—. Todo parece muy tranquilo, ¿bajan ustedes a tomar algo y a asearse?

    —Como siempre, nos parece muy oportuno este momento. ¿Podemos elegir otro mejor? —Respondió una voz firme.

    Las dos sombras se movieron hacia la luz. Pantalón y camisa con unas zapatillas para andar por el hogar. Al señor, el dueño de la casa, hombre de tez muy blanca, bigote y abundante pelo negro lo acompañaba un hombre mayor que él, obeso, bajito y totalmente calvo al que se dirigió para decirle:

    —Bien, Padre, un día más encerrados pero bien cuidados. Espero que pronto pase toda esta revuelta sin sentido y le den a cada uno su merecido.

    —Dios nos proteja. Mis rezos los encomiendo por la pronta salvación de las almas piadosas.

    El dueño cogió una caja de madera y la arrastró con él hasta la salida. Con cuidado bajaron las escaleras mientras desentumecían los músculos. Llegaron a la cocina, se disculpó el clérigo para disponer de tiempo en asearse y otras necesidades cotidianas. El encargado miró al dueño.

    —Todo realizado tal como me mandó —dijo estando solos en la estancia.

    —Y, ¿con el albañil todo liquidado, sin dejar asomo de que pueda contar el trabajo que se ha hecho?

    —Espero que tal como he llevado a cabo las gestiones no haya problema alguno. Y los papeles que me indicó los pusimos dentro de la caja.

    —Bien. Vamos a verlo y cambiamos los documentos.

    Se dirigieron hacia el comedor, dejaron la caja sobre la mesa, llegaron hasta la chimenea. El dueño solo se agachó y miró su interior sin ver nada.

    —Perfecto, perfecto. Pasa y dame los otros documentos.

    El encargado sacó de su bolsillo la llave, se metió bajo la chimenea y al poco salió con los legajos que aquella tarde había depositado.

    —Toma estos con mucho cuidado y enciérralos bajo llave, los otros que vuelvan al aparador.

    Le entregó una voluminosa carpeta de tapas oscuras y duras atadas con cuerdas lacradas. En una de las solapas había pegada una etiqueta de papel sepia donde con letra cursiva y pluma estaba escrito ‘Klironomia’.

    Pronto volvió a salir el hombre con la llave en la mano que tendió al dueño y éste se apresuró a guardar.

    —La llave puede caerse con facilidad del bolsillo donde usted la ha puesto…

    —¡Ah, están aquí! —interrumpió el padre entrando en el comedor.

    —Sí, le estábamos esperando —mintió mientras seguía acariciando con la mano en el bolsillo, la llave—, hoy todo ha quedado muy tranquilo y he creído oportuno que comamos y descansemos unas horas en mejor ambiente. Hoy es domingo y ayer fue el día de la Virgen.

    —¡Perfecto! El cuerpo aprecia lo bueno cuando lo malo se convierte en ordinario. Pero a diferencia de esas bestias —habló en tono despectivo señalando con la cabeza hacia el balcón— que no entienden las gracias que recibimos, nosotros podemos apreciar las sutilezas…

    —Sí Padre, déjelo. No es momento de sermones. Todo tiene su tiempo. Y ahora es el tiempo de luchar y defenderse. Defender lo que ha sido nuestro de toda la vida, generación tras generación. Nos pertenece —gritó dando un golpe en la mesa mientras el sacerdote miraba absorto—, es nuestro y tenemos la obligación de administrarlo y, ¡a quien no le guste que se marche!

    La mujer que entraba en la sala con la bandeja quedó parada a la entrada viendo la expresión dura del amo.

    —¡Pase de una vez, mujer! ¡Tenemos hambre!

    —¿Qué nos ha preparado esta bondadosa mujer, hoy? —habló meloso el clérigo.

    —Un estofado de pollo con natillas de postre.

    —¡Dios se lo premie! Que en estos momentos podamos dar gracias con estos manjares no es otra cosa que el premio a la bondad de este buen hombre —señaló al dueño de la casa.

    —Y al trabajo de haber mantenido viva la herencia familiar —replicó arrogante—, le pese a quien le pese.

    —Cierto, es una responsabilidad que ha recaído sobre sus hombros y ahora, además, preservar la fe para mantenerla viva, nunca mejor dicho, en todos los sentidos —acabó soltando una risita boba.

    —Vamos a ver, Padre, no se pase —vocalizando lentamente miró con los ojos entornados para imponer su mensaje. Hizo un breve silencio, levantó firme la mano, para concluir con fuerza señalando a la mesa—. Le recuerdo que usted y yo sólo tenemos un punto en común, ¡éste!

    Se hubieron sentado frente a los platos y comenzado a servir cuando el encargado movió bruscamente la cabeza hacia el balcón. Quedaron todos callados, se oyó un leve ruido en el callejón, como el de un palo arrastrado. Apagaron los quinqués y con cuidado miró al exterior. No se veía nada, la noche negra, sin luna, pero volvió a escuchar el ruido extraño.

    Transcurrieron minutos eternos en silencio sin volver a percibirse alteración alguna. Se miraron entre sí y con asentimiento mudo del señor de la casa encendió una cerilla para prender la mecha. En ese momento alguien golpeó el portón de la calle. La tensión del instante llevó a encender el farol y que la mujer se asomara al balcón. Los demás se mantuvieron quietos, en silencio.

    —¿Quién anda ahí? —preguntó sin apenas distinguir a nadie en la oscuridad cerrada.

    —El Comité de Salud Pública —se dejaron ver dos hombres.

    —¿El qué?

    —El Comité de Salud Pública de la ciudad —gritaron algo más fuerte—. Se ha presentado denuncia por asuntos diversos relacionados con el orden y leyes de la República. Entre otros se nos informa de alimentos de primera necesidad sin declarar almacenados y comercio ilícito.

    —¿Qué dice? ¡Eso no es verdad!

    —¡Abra o echamos la puerta abajo! —Aparecieron cuatro sombras más tras una esquina.

    —¡Voy! Voy —era la única respuesta posible.

    Cerró la mujer el balcón. Los dos hombres que ya habían dejado de comer y con todo sigilo posible habían encaminado sus pasos hacia su refugio se detuvieron en seco ante unos golpes bruscos.

    —¡Abre de una vez, vieja!

    La ira empezaba a asomar su rostro en las voces y golpes de los comisionados. Dio dos vueltas a la llave de la cerradura, corrió el cerrojo y de un empujón abrieron desde fuera.

    —¡Vamos, registrad todo! —Gritó el que parecía ejercer de cabecilla que dejando entrar delante a sus acompañantes se fue hacia la mujer moviendo con dificultad su pierna izquierda— Hoy aquí se

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