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Tierra adentro: Vida y muerte en la ruta libia hacia Europa
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Tierra adentro: Vida y muerte en la ruta libia hacia Europa
Libro electrónico131 páginas1 hora

Tierra adentro: Vida y muerte en la ruta libia hacia Europa

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¿Sabe alguien de la UE lo que está ocurriendo en Libia?

Para subirse a una patera rumbo a Europa, decenas de miles de personas han tenido que superar antes una endiablada yincana: atravesar Libia, un país sumido en una guerra no contada entre distintos Gobiernos, milicias tribales, mafias de traficantes y grupos terroristas vinculados al ISIS. El fotógrafo Ricardo García Vilanova y el periodista Karlos Zurutuza han recorrido el país desde 2011 para documentar todas las tramas que conviven en este escenario caótico y contarlas con los matices y los detalles que no caben en la cobertura de prensa tradicional. ¿Qué piensa el senegalés Musa que duerme en un cama de cartones entre tinajas centenarias de la ciudadela de Nalut? ¿Cuántas veces está dispuesto a ser detenido, secuestrado y golpeado el nigeriano Amin antes de reunir el dinero para pagar una plaza en un bote? ¿Qué habrá sido de Bondok, el joven libio pionero del death metal bereber, desde que llegó a Europa tras ser rescatado por Open Arms? ¿A qué suena el monólogo de un impotente funcionario del Gobierno libio desbordado y sin recursos? ¿Logrará Jiash terminar el cementerio para inmigrantes de Zuwara? ¿Quién viaja dentro de los camiones frigoríficos cargados de miedo que solo circulan de noche? ¿Sabe alguien de la UE lo que está ocurriendo en Libia?

El fotógrafo Ricardo García Vilanova y el periodista Karlos Zurutuza han recorrido Libia desde 2011 para documentar todas las tramas que conviven en este escenario caótico y contarlas con los matices y los detalles que no caben en la cobertura de prensa tradicional.

FRAGMENTO

—Los retrataron como una milicia más cuando lo cierto es que ni operan en claves religiosas, ni son un grupo de pistoleros al uso. Por otra parte, ninguno hizo mención de la singularidad de Zuwara; el hecho de que aquí todos somos bereberes, incluida la milicia —se quejaba Youbas Halab, un activista local que decía contar con familiares en la brigada. En realidad, todo el mundo en Zuwara sabía quién se escondía bajo las máscaras. De hecho, nosotros mismos reconocimos a más de uno en el centro Tifinagh.
Conocíamos a Youbas desde 2011 y para él era casi una cuestión personal que los Imsuten nos concedieran una entrevista. Le veíamos hablar por teléfono en conversaciones que generalmente se resumían en un «dicen que llamarán». Mientras tanto, visitábamos lugares de esa playa inmensa y desierta en la que había botellas de agua aún llenas, zapatos enterrados en la arena, restos de ropa, cinturones… Nunca llegaríamos a saber si habían sido abandonados por los migrantes en su salida, o arrastrados por el mar hasta la orilla tras un naufragio. Durante aquellos largos paseos, Youbas nos hablaba de sus planes para un futuro que no pasaba necesariamente por Libia, y de un pasado que no imaginábamos. Aquel veinteañero había viajado por toda Europa en coachsurfing; tenía cientos de fotografías en su móvil, que incluían conocidos festivales de música como el de Hellfest en Nantes, Francia, o el de Benicàssim, en España.

ACERCA DEL AUTOR

Tras licenciarse en Filología Inglesa, Karlos Zurutuza (Donostia, 1971) no veía el momento de embarcarse en un ballenero para recuperar el tiempo perdido. Pero llegaba más de cien años tarde, así que puso rumbo al fin del mundo con una libreta; allí descubrió cómo habría sido su vida de haber nacido en Mosul, en Trípoli o en Kabul. Le aseguraron que eso se llamaba «periodismo», y lleva ya unos cuantos años contando historias en Al Jazeera, Middle East Eye, The Guardian, Vicenews, Politico o Monocle, entre otros. La culpa de todo, siempre, será de Melville.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 jul 2018
ISBN9788416001910
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    Tierra adentro - Karlos Zurutuza

    Tierra adentro

    Vida y muerte en la ruta libia hacia Europa

    Karlos Zurutuza

    primera edición: mayo de 2018

    © Karlos Zurutuza

    © Libros del K.O., S.L.L., 2018

    Calle Infanta Mercedes, 92, despacho 511

    28020 - Madrid

    isbn: 978-84-16001-91-0

    depósito legal: M-14926-2018

    código ibic: DNJ

    foto de cubierta: Ricardo García Vilanova

    diseño de mapas: Covadonga Fernández Esteban

    maquetación y artes finales: María OʼShea

    corrección: Ana Doménech

    Se acercarán al agua tanto como les sea posible sin caerse.

    Y ahí se quedan, de pie, ocupando millas o leguas.

    Todos son de tierra adentro, proceden de senderos y paseos,

    de calles y avenidas desde el norte, este, sur y oeste.

    Aun así, todos se juntan allí.

    Herman Melville

    Moby Dick

    Prólogo:

    Volver a Libia

    El 12 de mayo de 2010, un Airbus procedente de Sudáfrica se estrelló cuando intentaba aterrizar en el aeropuerto de Trípoli. Murió todo el pasaje menos Ruben van Assouw, un niño holandés de nueve años. Aquella noticia, trágica y extraña, hacía crepitar en nuestra mente las imágenes de Lockerbie, esa localidad que los restos de un avión saboteado por los servicios secretos libios pusieron en el mapa en 1988. Era frustrante. Libia era un niño holandés, un trozo de fuselaje retorcido en Escocia; había sido un plano de visión nocturna del bombardeo norteamericano de Trípoli de los ochenta, y seguía siendo un líder extemporáneo, siempre el mismo, agasajado en alguna capital europea o africana. Intentábamos completar el puzle para descifrar aquel país hermético, pero faltaban casi todas las piezas.

    Un año después de que Ruben van Assouw quedara huérfano, esa Libia que nos habíamos perdido se desintegraba a diario en nuestras pantallas de televisor. Solo entonces descubrimos que había más libios además de su lisérgico líder: hombres que hacían el signo de la victoria con los dedos mientras gritaban «Dios es el más grande» en mitad de calles que ardían, o de la soledad del desierto. En Libia había una guerra.

    Ricardo García Vilanova y yo fuimos dos más de entre cientos, puede que miles de informadores atraídos por aquel agujero negro cuyo campo gravitatorio succionaba informativos y portadas de periódicos de todo el mundo. Tras meses cubriendo aquella guerra en flancos distintos, nuestros caminos se cruzaron en Trípoli, cuando la capital fue tomada por los insurrectos. Apenas pasamos unas horas juntos y, por supuesto, nunca imaginamos que el de Libia se convertiría en un capítulo de nuestras vidas que, probablemente, nunca llegaremos a cerrar. Volver a Libia es algo que llevamos haciendo desde entonces. En 2012 compartimos la ilusión por unas elecciones en una sociedad a la que nunca se le había consultado nada. Pero fue un espejismo. Libia era ya una nave que se hundía antes de soltar amarras. Creímos erróneamente que había tocado fondo tras las segundas elecciones, las de 2014. Fue entonces cuando dos Gobiernos, uno en el este y otro en el oeste, empezaron a disputarse el control sobre aquel estado fallido.

    En el momento en el que se escriben estas líneas existen tres Gobiernos en Libia; cuando se publiquen, la situación habrá cambiado radicalmente. O no. Queremos pensar que estaremos allí para contarlo, aunque despejar complejas ecuaciones políticas no es, ni mucho menos, lo que nos ha arrastrado hasta allí durante todos estos años. ¿Qué interés puede tener encadenar sonoros titulares sobre un pueblo al que seguimos sin poner cara?

    Los libios

    Libia es el país de los libios. Son unos seis millones, la inmensa mayoría de los cuales viven en la costa. Fue uno de los últimos países en ser colonizados por Europa; de hecho, Italia se apropió de ella mucho después de que Francia se hiciera con el control de otras zonas al oeste. La de Libia fue una campaña fácil porque los otomanos, sus anteriores ocupantes, apenas se molestaron en defender un territorio de cuya existencia parecían haberse olvidado.

    Libia ha sido siempre un espacio marginal dentro del Magreb, como corrobora la escasísima documentación existente, pero la falta de material obedece a algo más que a la falta de interés. Los estudios se iniciaban para perderse después en el tiempo, o en sótanos de edificios que luego serían abandonados. Se trataba de un puñado de obras, a menudo póstumas, como la Storia di Tripoli e della Tripolitania del historiador italiano Ettore Rossi. El cronista árabe Ibn Jaldún documentó la Libia del xviii en turco, mientras que la del xix la conoceríamos a través de las líneas en judeo-árabe de Mordechai Hakohen. Libia, siempre críptica, se resistía a ser descubierta.

    A mediados del siglo xx, ya durante el reinado del rey Idris I —el monarca que proclamó la independencia del país—, el descubrimiento de las reservas de petróleo despertó cierto interés hacia aquella parte del Magreb. Aquel generoso caudal de crudo brotaba a la par que el del nacionalismo árabe, que anegaba el norte de África y Oriente Medio. En 1969, estando el anciano Idris en Turquía bajo tratamiento médico, el joven coronel Muamar Gadafi le arrebató el trono en el que se sentaría durante las siguientes cuatro décadas.

    Bajo los auspicios del nuevo líder libio, el Centro de Estudios Libios intentó tapar el vacío documental con siete mil quinientas cintas de casete que recogían diez mil horas de entrevistas realizadas con libios de todo el país. Hablaban de sus antepasados, de su tribu; de la vida en el desierto, o de cómo no es raro ver nieve en las montañas durante los meses de invierno. Todas esas voces permanecerán mudas hasta que alguien las rescate de entre el polvo de algún almacén de Trípoli.

    Mientras tanto, el desconocimiento sobre la sociedad libia, su cultura y, en definitiva, sobre quiénes son aquellos a los que llamamos libios, sigue latente. A menudo, excusar la propia ignorancia pasa por hablar de cierta «crisis de identidad libia». Quizás sería más acertado y constructivo apuntar a una identidad «abierta». Hay libios suníes, sufíes, ibadíes, ateos, cristianos, judíos… Muchos de los que se reivindican como «árabes» intentan mirarse en el mismo espejo que los del golfo Pérsico; otros prefieren ser simplemente «mediterráneos», o «bereberes», o ambas cosas, mientras evocan la figura de Septimius Severus, aquel bereber local que llegó a ser emperador de Roma. Y luego están los hijos del desierto; los tuaregs, propietarios de uno de los alfabetos más antiguos del mundo, o los tubus que, tras eones sobreviviendo en uno de los entornos más hostiles de la tierra, no empezaron a escribir en su propia lengua hasta 2012. Fue un académico estadounidense el que creó un alfabeto a su medida.

    Todos estos son los libios que permanecieron ocultos durante las últimas décadas bajo la bota de un solo hombre. Los mismos de los que seguimos sin saber apenas nada, pero a los que no nos importa demonizar en este capítulo de la historia reciente que damos en llamar «crisis migratoria».

    Los «otros»

    Durante nuestras primeras coberturas en Libia, enseguida reparamos en que aquel «pueblo misterioso» no vivía solo. La primera constatación, y quizás la más abrumadora, fue la de aquella marea humana concentrada en la frontera libio-tunecina, a principios de marzo de 2011. Eran decenas de miles, la inmensa mayoría trabajadores egipcios que intentaban huir de Libia: en una pirueta conspiranoica, Gadafi los acusaba de haber instigado la rebelión junto a los tunecinos.

    Las grandes reservas de hidrocarburos atrajeron inmigración de los países árabes vecinos en la década de los sesenta. En 2009, se calculaba en torno a dos millones el número de egipcios en el país, la mayoría en situación irregular. Eran estos trabajadores los que, en 2011, atravesaban un país en guerra durante días para llegar hasta las fronteras de Túnez o Egipto. La huida se convirtió en un éxodo que acabó forzando al Gobierno egipcio a fletar barcos para evacuar a sus nacionales, pero muchos fueron arrestados de camino a la frontera de Egipto aquel mes de marzo. Gente como Ayman Agami, un cocinero de cuarenta y tres años que aparentaba veinte más cuando lo conocimos, tras un cautiverio de seis meses. Escuchamos su historia a finales de agosto de 2011, nada más caer Trípoli en manos de los insurrectos.

    —Mucha gente ha muerto en la cárcel. Nuestro único crimen era ser egipcios —repetía entonces Agami, justo antes de pedirnos prestado un portátil para comunicarse con su familia en El Cairo. Muy probablemente, el apoyo del Egipto pos-Mubarak a la resolución de Naciones Unidas para crear una zona de exclusión aérea sobre Libia estaba detrás de aquella persecución sistemática.

    Hacía mucho tiempo que Gadafi había dejado de ser el «protector de la nación árabe», en concreto desde que, a finales de los noventa, muchos líderes de la región le dieron la espalda cuando la ONU sancionó a Libia por el atentado de Lockerbie. Agotada la propaganda panarabista, Gadafi pasó a autoproclamarse «rey de reyes de África». El único efecto práctico de este giro retórico fue la llegada de inmigrantes subsaharianos a Libia.

    En 2011, estos inmigrantes subsaharianos sufrirían en sus propias carnes una persecución similar a la de los egipcios, pero la amenaza no llegaba ahora de Gadafi, sino de los rebeldes. Nada más caer Trípoli descubrimos las primeras sombras de un levantamiento glorificado hasta el hartazgo por la prensa occidental. Entre los rezos del final de la fiesta del ayuno y el estruendo de los fuegos, los rebeldes hacían batidas casa por casa en busca de, decían, «mercenarios de Gadafi». Los encañonaban para hacerlos caminar en fila con las manos sobre la cabeza. Y así los sacaban de la ciudad vieja de Trípoli, donde las

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