El corazón de las tinieblas: El corazón de las tinieblas
Por Joseph Conrad
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Joseph Conrad
Joseph Conrad (1857-1924) nació en Berdýchiv, una ciudad ubicada en la actual Ucrania, pero que en aquellos tiempos pertenecía a la Polonia del Imperio ruso. Hijo de un traductor de Shakespeare y de Victor Hugo, quedó huérfano muy joven, así que a los diecisiete años se convirtió en marinero, en el buque Mont Blanc. En 1878 arribó a Inglaterra, con el propósito de evitar el reclutamiento militar ruso; allí obtuvo la nacionalidad británica y adoptó la lengua inglesa, idioma en el que escribió las obras que lo han consagrado como un clásico de la literatura universal.
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El corazón de las tinieblas - Joseph Conrad
UNO
El Nellie, una yola de crucero, echó el ancla, sin la menor agitación de sus velas, y quedó en reposo. La marea estaba alta y el viento en calma casi total; y, puesto que la embarcación debía seguir el curso del río, lo único que podía hacer era esperar el cambio de marea.
La desembocadura del Támesis se extendía ante nosotros como el comienzo de una vía interminable. A la distancia, el mar y el cielo se fundían de manera perfecta, y en el espacio luminoso las velas tostadas de las barcas que iban a la deriva con la marea parecían estar inmóviles en racimos encarnados de agudas puntas de lienzo, con destellos de botavaras barnizadas. Sobre los bajos litorales yacía una niebla que se extendía hacia el mar en una planicie evanescente. El aire era oscuro sobre Gravesend, y más atrás parecía condensarse en una luctuosa melancolía que pesaba, inmóvil, sobre la ciudad más grande —y grandiosa— de la Tierra.
El director de compañías era nuestro capitán y anfitrión. Nosotros cuatro contemplábamos con afecto su espalda mientras estaba de pie en la proa, mirando hacia el mar. No había en todo el río nada que tuviera un aspecto tan náutico como él. Parecía un piloto, que para el marino es la personificación de la confianza. Resultaba difícil asimilar que su trabajo no estaba allá afuera, en el estuario luminoso, sino a sus espaldas, en aquella melancólica oscuridad.
Entre nosotros, como ya he dicho en alguna parte ¹, existía el vínculo del mar. Además de mantener unidos nuestros corazones durante los largos periodos de separación, tenía el efecto de hacer que cada uno de nosotros tolerara los cuentos e incluso las convicciones de los demás. El abogado —el mejor de los amigos— poseía, por sus muchos años y muchas virtudes, el único cojín sobre cubierta, y estaba recostado sobre el único tapete. El contador había traído un juego de dominó y jugaba al arquitecto con las piezas. Marlow estaba sentado atrás con las piernas cruzadas, apoyado contra el palo de mesana. Tenía las mejillas hundidas, la tez amarillenta, la espalda recta y un aire ascético, y con los brazos caídos y las palmas de las manos hacia afuera parecía un ídolo. El director, tras cerciorarse de que el ancla estaba bien afianzada, se dirigió a la popa y se sentó entre nosotros. Intercambiamos con pereza algunas palabras. Después hubo silencio en el barco. Por alguna razón no comenzamos la partida de dominó. Nos sentíamos meditabundos, aptos tan sólo para la plácida contemplación. El día terminaba en una serenidad de quieta y exquisita brillantez. El agua resplandecía pacíficamente; el cielo, inmaculado, era una benigna inmensidad de luz sin tacha; hasta la neblina sobre los pantanos de Essex lucía como una tela diáfana y radiante que pendía de las elevaciones boscosas tierra adentro y cubría los bajos litorales con sus pliegues traslúcidos. Sólo la oscuridad hacia el oeste, que pesaba sobre las alturas del paisaje, se volvía más sombría a cada minuto, como si la próxima llegada del sol la