La Rumba: La Rumba
Por Ángel De Campo
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Ángel De Campo
Ángel de Campo (México, 1868-1908) fue un escritor perteneciente a la clase media que se dedicó de manera especial al periodismo. En su obra inmortalizó la vida cotidiana de la Ciudad de México a finales del siglo XIX, en particular la de los estratos más vulnerables. Sus crónicas y cuentos aparecieron en múltiples diarios, como El Nacional, periódico que publicó La Rumba por entregas, firmada bajo el pseudónimo de Micrós, durante los últimos meses de 1890.
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La Rumba - Ángel De Campo
I
La iglesia era una ruina; el terciopelo del musgo bordaba las cornisas, daba tintes negruzcos a la cúpula y descendía en alargadas manchas hasta el piso como si fuera el rastro de seculares escurrimientos de lluvia.
Se perfilaba tristemente su torre sin campanas en el incendio de la púrpura vespertina; recortábase como una filigrana en el horizonte, bocas de fragua parecían sus ventanas ojivales y ligera red de alambres sus enmohecidas rejas. Diríase que era una momia, oscura, con huellas de lepra, respirando muerte si algunos pájaros en festivo grupo no alegraran el silencio del abandonado campanario. Abatíanse en los florones de la cúpula, aleteaban en la torcida cruz, picoteaban el libro abierto que tenía en la mano un santo de cantería, y atronaban entrando al coro por los vidrios rotos o viajando de una enorme cuarteadura llena de nidos al alambre del teléfono y de ahí a un árbol de pirú que lloraba sus frondas cargadas con racimos de coral sobre los arcos de la casa del cura.
Siempre estaba cerrada por falta de culto. Los domingos repicaba su campana rajada llamando a la única misa que se celebraba: la de doce. Alzábase carcomida sobre el enjambre de casucos miserables del suburbio y haciendo más grande la soledad de La Rumba, inmensa plazuela que se extendía a su frente y en la cual desembocaba un dédalo de oscuras callejuelas.
La Rumba tenía fama en los barrios lejanos; contábase que era el albergue de las gentes de mala alma; una temible guarida de asesinos y ladrones, y citaban el nombre de un Florencio Carvajal que debía siete vidas; Marcos Pezuela, zapatero, había envejecido en Belén ¹ y después de extinguir su condena se había refugiado en aquel vivero de