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La Sombra Cautiva de Américo Prakak
La Sombra Cautiva de Américo Prakak
La Sombra Cautiva de Américo Prakak
Libro electrónico323 páginas4 horas

La Sombra Cautiva de Américo Prakak

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The narrative of this book begins where the main characters are about to confront each other. The book outlines the cat and mouse game that pervaded their life long friendship. This novel is a meditation on suffering, friendship and mental anguish. Some of the themes in this novel encompass family dynamics, mental illness, the evolution and struggles of friendship, the impact of poverty, the consequences of harassment, the deprivation of sexual exploration, lack of self-love and hardships of loneliness and solitude. This book will be of most interest to readers from younger to older adults. This novel is filled with psychological suspense, lyrical descriptions and achingly emotional events. The reader will be captivated from the beginning throughout the book, because of unexpected twists and turns, and thrilling incidents. This story although fiction, is informed by some true events. Ultimately, the reader will be left guessing who was the captive shadow of Americo Prakak.
IdiomaEspañol
EditorialBookBaby
Fecha de lanzamiento26 nov 2020
ISBN9781098344870
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    La Sombra Cautiva de Américo Prakak - Cliff Maksushimat

    inquietudes.

    I

    SUSPENSIÓN ABRUMADORA

    ¡Nauseabundo!

    Era sin explicación la sensación que comenzaba a padecer. Me preguntaba si era debido a lo ingerido en la mañana o por la ansiedad en la que me encontraba. No sabía la respuesta a mi interrogante, pero lo único certero es que… Ahí estaba él… ¡Américo Prakak! Sin perentoriedad, sin importarle la hora, la fecha, el tiempo o la ubicación, estaba ahí como el ciprés. Américo solo observaba el espacio terrenal en que pisaba. Ese pedazo de concreto que firmemente ocupaba, resultaba ser su aliado y enemigo al mismo tiempo. Él se veía que estaba pensando sigilosamente, como si cada una de sus neuronas sincronizadamente mandara un mensaje unánime entre ellas; para dar paso a los nódulos de Ranvier que agilizaran su función y propiciaran a que un mensaje atormentador, fuera mandado más rápido de lo usual. Su cerebro parecía haberse configurado de tal manera, que en dictación ráfaga le ordenó no mirar hacia atrás para detenerse. Prakak continuó mirando a su alrededor sin lograr comprender la perturbación sináptica en la que se encontraba. Parecía que el tiempo regresaba, y que sus arrugas esculpidas en la zona interior del ojo y párpado se desvanecían sin explicación alguna. ¿Acaso era realidad lo que yo presenciaba, o quizás mi imaginación lo estaba construyendo? ¡Falacia! ¿Cuál falacia? Su cabello cedía el paso a los pocos linos platinados que estaban por reclamar su tinte original. Los estragos que los años a su paso le habían traído y cementado, con la luz de los rayos solares habían logrado recobrar su color castaño natural. La eumelalina había comenzado un juego sin final y el enigma revelaba su perfil al haber olvidado su disfraz. Todas las piezas comenzaban a tomar sus lugares, para lograr estar posicionadas y ser partícipes del espectáculo esperado que estaba por llegar.

    Yo seguía observándolo. Américo danzaba con la calma mientras brindaba con la armonía. Suspendido del candil y flotando en el éter, tranquilamente respiraba. La fisiopatología de la olfacción había tomado un descanso, lo cual el incólume sentido del olfato estaba aprovechando para oliscar el aroma de plumerías que consigo él llevaba; esas que en algún tiempo llegaron a molestar e irritar a su respirar. Era extraño observar la hipersensibilidad, al parecer, se estaba dando cuenta de que no lograría obstruir su sentido del olfato nunca más. Al igual, tampoco lo detendría ese tabique desviado que tanto dolor le había traído en el pasado. Absolutamente nada lograría entorpecer el disfrute del aroma que ellas desprendían. Lentamente, él observaba sus zapatos y fue en ese momento cuando se percató de que ambos se impelían contra el suelo en forma simultánea. Era como un aviso que sus pies daban, algo que a través de las membranas les llegaba para prepararse debido a que deberían correr sin detenerse. Quizás necesitaban suscitarse para el calentamiento necesario antes de emprender la gran distancia. Algo así, como si se estuviesen preparando para la gran corrida magistral de su vida. Me preguntaba la longitud que correrían, y si estaban preparados para ello. ¿Acaso intuían que debían permanecer corriendo hasta que los meniscos de las rodillas se rindieran? Américo jamás había corrido una prueba deportiva de atletismo, pero ¿quién querría correr un maratón en esas condiciones? Solamente, un hombre al borde de la enajenación lo haría en zapatos de vestir. Pero lo más extraño era que Américo no estaba en la avenida, ni en el parque, ni mucho menos estaba de excursionismo en ningún cañón de la ciudad de los Ángeles donde pudiera ejercitarlos, sino que estaba ahí, en la estación de trenes. Y yo detrás de él observando en la quietud.

    Con el paso de los segundos, Prakak continuamente miraba su reloj. Un reloj viejo Bulova que con el transcurrir de los años había perdido los marcadores de la hora; pero ello no afectaba que el tiempo fuera aún leíble. En la lontananza, el aire soplaba como si un mensaje entre las nubes se llevara. Como si el viento en torbellino quisiera bailar con la bazofia para después arrojarla con desprecio al basurero. Mientras tanto, yo, ahí recargado en el pilar, todo lo observaba. Miraba a ese hombre inmóvil, que se veía ansioso e inquieto al mismo tiempo. Ese hombre que esperaba una llegada o disfrutaba la partida. Ahí me mantenía yo, a distancia sin perder nada de vista. No quería ser descubierto, aún. Todavía no era mi tiempo de salir. Aunque estaba cansado de la espera, de tantas horas, tantos días, tantos meses e incluso años por presenciar este momento, yo me mantenía allí. Estaba seguro de que ni siquiera mi cansancio podría entorpecer el soplo de su adiós.

    En los minutos siguientes, Américo Prakak caminó unos pasos hacia avante, y parado frente a la plataforma solo observaba a la lejanía, pero aún nada lograba vislumbrar. De pronto, un sonido errático se escuchó alrededor. Había sido algo inquietante para mí, porque me robó la calma y una turbación terminé por abrazar. A pesar del sobresalto acogido por los nervios, mi grito logré silenciar y enterrarlo en lo profundo de mis miedos. Yo temeroso aún, en pausas silenciosas giraba para ver lo sucedido. ¡Vaya susto! Un objeto cilíndrico había caído con el caminar de los transeúntes. Un simple contenedor de basura que había sido derribado por el viento me había traído el asombro. La calma regresó. Américo, sin inmutarse, volvió a mirar su reloj, para dar seguimiento a un gesto de preocupación que en él se reflejó. A los pocos segundos, volvió a introducir la mano en el bolsillo y comenzó a caminar hacia el frente, esperando ver algo en la brumosa lejanía.

    Poco después, se escuchaba una máquina acercarse. En efecto, a lo lejos se veía venir la gran locomotora. Así fue como una gran sonrisa comenzó a dibujarse en el rostro de Américo, tal cual óleo se secaba en lienzo recientemente terminado. Con ello, también podían denotarse las ansias internas con que él esperaba esa llegada. Aun así, en Américo igual se reflejaba un retoño de desesperación y ansiedad. La mitocondria en sus células comenzaba a suministrar la energía, y su cuerpo parecía no poder esperar más. Claramente su rostro expresaba un regocijo exorbitante, lleno de emociones encontradas. Yo estaba enloqueciendo de ver tantas emociones raudas en un ser humano, en un lapso de segundos. Era una crueldad para mi tranquilidad y mi concordia. Parecía que ese tren traía consigo la más grande de las felicidades alguna vez conocida por el mundo, o solo egoístamente para él. O para mí también, porque quizás, con el marcharse mi felicidad llegaba. Los segundos que tardaba parecían ser lustros en la espera. A cada momento que pasaba, la inquietud parecía cubrir con su manto la estela grisácea que en el cielo se pintaba. A unos instantes de llegar, Américo se acomodó la ropa para cerciorarse de que se hallara presentable y galante, para el deseado y esperado encuentro con el vagón de la evasión.

    Las puertas de los vagones se abrieron y él se hizo a un lado. En ese momento pensé que lo hacía para dar paso a los viajeros que debían salir, y era lógico porque siempre se había dado a conocer por su amabilidad y caballerosidad. Una cualidad que ambos compartíamos.

    En los segundos siguientes, se escuchó un anuncio para informar que los viajeros tenían cuatro minutos para arribar a la plataforma y tomar asiento en los vagones correspondientes para que el tren pudiera partir a tiempo y sin demoras. Todos los pasajeros que arribaron comenzaron a salir nada presurosos, debido a que los doscientos cuarenta segundos eran idóneos, para descender del tren con la anhelada calma.

    Él seguía ahí, parado frente a uno de los vagones. Rígido y altivo, como si aún tuviera la seguridad de que alguien fuese a bajar. Cuando el tren quedó vacío y sin cuerpo andante por descender, fue el momento en que yo comencé de nuevo a inquietarme. Él seguía sin moverse y con la misma gran sonrisa dibujada en su semblante. Se mantenía inmóvil. Entonces, empecé a preguntarme que pasaba. Empezaba a intuir que Américo no esperaba a que alguien llegara, sino que él esperaba que el tren partiese para tomar su asiento correspondiente y, tal vez, abandonar nuestra ciudad. Como lo había pensado antes de entrar a la estación, lo más lógico era que él transbordaría o se dirigiría a recoger sus pertenencias en algún lugar seleccionado con anterioridad. Con equipaje o sin él, a mí no me importaba, mi único deseo era que se marchara y me dejara en paz. Américo seguía ahí, y consigo las hermosas flores y una bolsa de papel café. Después, como si el tiempo se detuviera y susurrara una ocurrencia en el oído, él comenzó a sonreír. Yo seguía presenciando a un rostro embelesado de gran felicidad y de alegría; quizás era todo eso lo que él sentía al abandonar, finalmente, este lugar. La misma alegría que yo sentiría cuando por fin se erradicara de mi entorno. A continuación, se escuchó el anuncio para dar alerta de dos minutos a los pasajeros para que subieran, ya que el tren se disponía a salir en ruta.

    Pensé en ir a despedirme de él para decirle adiós y mi indulto darle, porque no quería guardar en mi corazón el resentido palpitar que pudiese a mi razón y alma encarroñar, al no haber otorgado mi perdón. Por ello, silenciosamente comencé a salir del pilar en el que me encontraba refugiado. Pero justo cuando me disponía a acercarme, noté algo extraño en su comportamiento. Américo había comenzado a caminar hacia la parte ulterior del tren. Era muy raro, porque se alejaba de los vagones centrales de viajeros. Yo estaba equivocado otra vez, no estaba comprendiendo nada. Todas mis suposiciones estaban resultando erróneas. Ahora él se encontraba frente al vagón del conductor. Yo comencé a tener otro mareo, lo que me hizo desistir por un momento de mi investigación. Después de reponerme y observar su conducta, yo ya no sabía qué pensar, así que, como última hipótesis por arrojar, pensé que Américo esperaba encontrarse con el conductor del tren. Aunque no entendía el motivo, decidí seguir vigilando para descubrirlo. Américo alzó la mano en señal de saludo y el conductor amablemente respondió. Sin embargo, lo insólito fue ver que el conductor no parecía tener conocimiento sobre éste y continúo con sus actividades de registro. Restaban aproximadamente sesenta segundos para que el tren partiera. De pronto, Américo se acercó a la cabina y después de dejar la bolsa de papel y flores en el piso, intentó abrir la puerta del vagón del conductor. Esta acción desconcertó al maquinista, el cual con una mirada tajante respondió que los vagones de turistas se encontraban en la parte posterior. No obstante, a Américo esto no le importó y nuevamente intentó abrir esa compuerta. El conductor le gritó que parara y fuera hacia atrás. Amenazó con llamar a seguridad por el equipo de voceo, pero desistió al ver que Américo abandonaba sus intentos. Al darse cuenta de que no había conseguido abrir la puerta del conductor, recogió las flores y la bolsa de papel, y se alejó de la cabina de control. Al ver que Américo abandonaba la idea de abrir, el conductor tomó su posición y, después de sentarse, comenzó a preparar todo para la salida a tiempo.

    Américo seguía confundiéndome cada vez más. Ahora había comenzado a caminar a lo largo de la plataforma, para luego detenerse a metros de distancia del tren, justo ahí de donde podía observar el enganche automático de este. Parecía tomar posición de agente secreto para lanzarse al momento en que el tren iniciara su marcha.

    Américo tenía un semblante en el que podía detonarse una gran ira y extremo coraje. Había comenzado a enfurecerse y a lanzar señales de berrinche típicas de un estudiante de secundaria foráneo cuando recibe una calificación muy por debajo de lo esperado, aun cuando el trabajo no estuviera en tiempo y forma. Esa reacción jamás la había visto en él anteriormente, y resultaba todo más confuso con el transcurrir de los segundos. Por un momento, sentí que Américo me defraudaba al hacer ese tipo de rabietas. Yo era el indicado para hacerlas, pero él debía abstenerse, ya que no correspondía a su personalidad de hombre respetable y de mundo. De inmediato, se escucharon las puertas del tren casi cerrarse. Fue el momento cuando los últimos pasajeros corrían hacia adentro del vagón para tomar asiento y dar pase a que el tren partiera a su destino. El tren comenzó su marcha lentamente. De pronto algo inexplicable en la rutina sucedió. Un anuncio del conductor avisando que el tren se detendría y regresaría a posición inicial después del escaso metro avanzado. Al parecer habría un retraso en el itinerario. Se dio el anuncio por parte del vocero de que los técnicos habían detectado un objeto que obstaculizaba los cruces de las vías, y debido a su proporción de no ser removido, el tren no podía su curso continuar. El conductor anunció que se habían percatado a tiempo, ya que el tamaño hubiese causado daño a la locomotora y hubiese inducido a un trágico accidente. Sin embargo, se confirmó que el viaje no estaba cancelado. Solo se les pidió a los viajantes descender y esperar en la sala hasta nuevo aviso. Al parecer solo era un problema técnico que se arreglaría en menos de treinta minutos, tiempo calculado para completamente remover el objeto y para asegurarse de que los rieles estuvieran en perfectas condiciones para dar partida al tren.

    Sin esperar más, decidí salir de mi escondrijo. Esta era mi oportunidad de oro para encarar a ese hombre que plenamente sonreía. Con un poco de nervios, pero menos débiles que mi propio arrojo, me acerqué a él. Le pregunté qué era lo que hacía, adónde se dirigía, el porqué de su actitud hacia el chofer y su risa burlona. Como de costumbre me ignoró y no les dio importancia a mis preguntas. De hecho, comenzó a mofarse de mi osadía. Me paré frente a él y con un tono subido, le volví a cuestionar y pedí que respondiera a todas mis interrogantes. Pero otra vez hizo caso omiso a ello y trató de esquivar a cuanta pregunta yo le hacía. Él continuaba escarneciéndose de mi intrepidez. Obviamente estaba más que claro que no teníamos ningún vínculo y que aquellos amigos de la infancia, ahora solo eran un par de sombras extrañas reflejadas en el suelo de una estación de tren donde nada se movía. Así que, sin esperar más, pensé que lo mejor era retirarme, pero no sin antes decirle que le deseaba un buen viaje y lo absolvía de todo el daño que alguna vez me había causado. Me había cansado de esperar, prefería ir a casa y dejar a Américo olvidado en el pasado. Antes de partir, quise recalcarle que, aunque no existiera amistada alguna, nada negativo le deseaba en su porvenir. Que sin hipocresías le deseaba que encontrara la felicidad que siempre había buscado y que había intentado arrebatar de cada uno de nosotros. Justo al terminar, y cuando giraba para retirarme, él me tomó del antebrazo y me preguntó algo que me dejó estrechamente frío.

    – ¿Acaso crees que el artículo que obstaculizó las vías del tren es solo una casualidad? – dijo sonriendo.

    Y continuó:

    – ¡No podía irme, necesitaba hacer tiempo, porque sabía que vendrías! De hecho, esperaba que salieras de tu madriguera, pero lo supuse bien y sabía que no te atreverías. Por eso decidí darte más tiempo. Aún después de todo, sigues tan exiguo y mediocre. Jamás dejarás de ser mi sombra. Te satisface serlo, ¿verdad o mentira?

    Su sombra. Fue ahí cuando me quedé frío y el miedo invadió cada célula de mi cuerpo. Pero no debía demostrárselo, así que, haciendo caso omiso de ello, decidí enfocarme en lo que antes había mencionado acerca del objeto sobre las vías.

    Mi mente no quería pensar en el motivo de su espera por mí. Comencé a preguntarme desde cuándo Américo se había dado cuenta de que lo volví a seguir, o si quizás era, al contrario, y yo había sido el perseguido durante todo este tiempo, repitiendo la misma historia, aquella ocurrida después de la furgoneta. Así fue, como una serie de preguntas giraban encadenadas dentro de mi cabeza sin respuestas. Así que proseguí distintamente.

    – ¡No puedo creerlo, Américo! ¡Una vez más, vuelves con tus tiranías! ¿Cuál es tu propósito esta vez al detener el tren? Deberías irte, y dejarnos a todos de una vez en paz. Sé feliz y déjanos serlo también.

    – Por favor, ahora tú me vienes a decir que los deje ser felices cuando tú has hecho hasta lo imposible por fastidiarme. ¿Acaso no te has cansado de hacerme la vida infeliz últimamente? Solo un mentecato como tú podría pensar que un hombre tan sagaz como yo no se daría cuenta de que a donde yo fuera, tú siempre me perseguías – y sonreía una vez más, como siempre lo hacía.

    – ¿Yooooo? Américo, no confundas las cosas. ¡Sí! Acepto que lo intenté una vez con la furgoneta, pero me di cuenta de que había sido un error y abandoné todos los planes después de ello. En cambio, tú has hecho lo imposible por fastidiarme. Me has mentido, y te has burlado de mí. Has hecho que todo el mundo piense que estoy demente, incluyendo a mi familia. Me estás llevando al borde de la locura con tu hostigamiento, y ya no puedo más.

    Le dije con resentimiento.

    De pronto, me tomó con fuerza y me llevó al borde de la plataforma, para que viera las vías del tren. Me dijo que me fijara muy detalladamente, que las observara, porque así eran sus venas de vida y de respiro. Pero que las había demolido en el momento en que aparecí esa noche en el Palacio. Me acusó de haberle roto su aurícula derecha evitando que el ventrículo recibiera con los abrazos llenos de amor a la sangre desolada, sin darle la oportunidad de eximirse, para luego dejar al oxígeno escapar cual déspota opresor. Me aseguraba de que ese día, mi sangre iba a restablecer, a su adorado ventrículo izquierdo para darle el poder de respirar la fragancia del egoísmo y sinrazón. Por ello, él había puesto un obstáculo en esas vías para que yo, perdido en la locura, lo removiera al renunciar a la razón. No entendía por qué la semejanza de estas vías con la vida y como yo le ayudaría en su liberación. Aunque me dio pavor, aun así, lo dejé continuar.

    – ¿Tú sabes cómo sufrí después de todo lo que pasó? Mi vida cambió cuando truncaste mi momento para hacer justicia, y mi sed de venganza se volcó hacia ti – me miraba con sus ojos llenos de ira.

    En realidad, no sabía cómo contestar, ya que habían sucedido muchos acontecimientos en el pasado y me era imposible recordar a cuál de ellos se refería. Sin embargo, creí tener una idea cuando mencionó que yo había truncado ese momento. En el intento de esquivar el sinsabor, traté de salirme por la tangente.

    – Américo, han pasado tantas cosas que me es difícil recordar a cuál suceso específico te refieres. No sé si haces alusión al accidente durante el viaje a la cascada, a los malentendidos de secundaria, o al escándalo en tu trabajo. ¡Hombre, que no sé de qué me hablas!

    – No comiences nuevamente, te sigues haciendo el tonto como siempre. ¿Recuerdas nuestras pláticas personales que después no resultaron ser tan personales? Quizás ello te refresque un poco la memoria. ¡Ahhhh! Pero ya recuerdo que tú olvidas todo. Espero hayas seguido mi consejo en la última carta que te envié.

    No sabía qué responder. Pensé en tratar de ignorar su pregunta, nuevamente. Pero decidí que quizás era mejor enfrentar la situación de una manera graciosa y hacerme el despistado al retomar el viaje a la cascada.

    – ¡Oh, sí! Te refieres a las pláticas después de la excursión a la cascada. Ese día que llevé la ropa equivocada. Pero no entiendo, eso que tiene que ver. No entiendo el porqué de la importancia a una plática sobre algo que hicimos cuando éramos niños, y del cual me disculpé.

    – ¡Por favor! ¡No te hagas el estúpido! – me gritó.

    Su tono de voz comenzaba a preocuparme.

    – ¡Claro que no estoy hablando de la plática sobre tu ropa y tu miseria! ¡Tampoco de esa pútrida vida que tenías! Te lo voy a recordar con un par de palabras: las fiestas de septiembre.

    De pronto una ola de frío y calor subió por mi cuerpo. Sentí como si me hubiese sumergido en un tanque de hielo para después disponerme a entrar en una caldera de herreros hasta que mi cuerpo tomara una forma distinta. Me daba más temor el pensar que el ignorar. Mi menté se había bloqueado debido al miedo que me causaba escuchar su voz gritándome. Por más que intentaba olvidar ese momento, no lograba hacerlo. Yo sabía a lo que se refería, pero sus gritos me atemorizaban y me hacían titubear. Mi cabeza internamente giraba tratando de recordar el detalle que encendió la llama de su rencor. No quería recordar aquello que exacerbó el dolor de ese hombre que sufría indirectamente por mi falta. La culpa que sentí en ese momento invadió todas las células de mi cuerpo, incluso ellas temblaron, y del temor comenzaron a sudar. Mi cuerpo comenzaba a deshidratarse por la ausencia de linfa, por el escape en cascada que mis células en el resquemor vertían. El rememorar mi falta me llenó de cobardía, y un sobresalto tórrido terminó por envolver mi juicio. Todo mi pensar se tornó brumoso. Me pregunté, si yo realmente había desencadenado mi propio estrago. Por un momento pensé dar la vuelta y huir de la vista de él. Pero Américo estaba ahí, mirándome, al acecho. Observé su mano que aún sujetaba la bolsa de papel café y le pregunté a mi razón perturbada qué era lo que ahí traía. Mi mente imaginó como Américo Prakak se convertiría en nutria, y así como ellas bajan al fondo del mar para traer una piedra antes de matar a su presa, así pensé yo, que él de su bolsa de papel sacaría la roca y mataría al gusano que enfrente de él tenía, para después correr a devorarme. De pronto temí por mi vida, y di unos pasos hacia atrás. Pensé que el alejarme un momento me ayudaría a pensar con claridad.

    A lo lejos, se escuchaba el cantar de los pájaros, el reír de los transeúntes, el esfuerzo de los trabajadores por remover la pesada pieza de acero que obstruía las vías; todo eso y más podía escuchar. Tal vez el nerviosismo había traído sensibilidad a mi sentido para lograr superar ese momento transitorio. La ansiedad que había vuelto a despertar en mí lograba provocar una tensión muscular que no podía explicar. El cambio en la frecuencia cardiaca estaba evolucionando. Pensé que mi corazón no iba a frenar. Temí morir así que intenté escapar. En ese momento, Américo Prakak circunvaló mi dirección para detenerme como si fuera él una centella fulminante que cae de los cielos, para detener la actividad. Decidí quedarme y continuar mi sufrimiento por unos minutos más. Sabía que su partida se acercaba y solo era cuestión de que el acero fuera removido de las vías para que el tren tomara el curso, y Américo se fuera de una vez.

    Me retiré solo un poco, para seguir caminando en círculos continuamente, tratando de pensar. Decidí detenerme porque eso no me estaba ayudando y me estaba causando más angustia. Cuando traté de buscar a Américo detrás de mí, me percaté de que estaba sentado al borde de la plataforma. Su cabeza cabizbaja miraba el circular movimiento de sus pies. No dejaba de mover esos zapatos Oxford color café camello que combinaban perfectamente con el cinturón y su sombrero, el mismo que se había quitado y puesto sobre la parte derecha de su pierna. Sentado sobre el mugroso borde, estaba él, justo al filo de la plataforma. Me recordó cuando pequeños nos sentábamos en el puente al lado de su casa para ver correr las aguas del arroyuelo Atoquiste, que cuando estaba crecido, colisionaba con la calzada de su hogar. Me dio nostalgia. No sabía si los nervios o el

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