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No somos tu clase de gente
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Libro electrónico419 páginas7 horas

No somos tu clase de gente

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En una calle de negocios tradicionales, llena de "mascotas" (personas que se disfrazan para promocionar, conviven los protagonistas de esta irreverente fábula; Guillermo, escritor que se disfraza de gallina; Gardenia, una atractiva mujer que, como una leona, busca pagar una deuda; y el Lléntelman, un caballero de sombrero de copa y frac, cuya voz es inconfundible.
Cuando la apertura de un centro comercial amenaza con sacarlos del negocio, el Lléntelman, convoca a las masas, arma la protesta y levanta una mítica resistance… ¿Pero ¿quién es realmente éste héroe de la clase trabajadora? Quizá lo único que se sepa de él es su calidad de Don Juan, que ama a su perro Cambó y que tiene más poder del evidente.
A medida que Guillermo y Gardenia intentan responder esta interrogante, se adentran en el corazón de la protesta y en la mente de LLéntelman: usando tácticas más anárquicas y terroristas que revolucionarias, él quiere resistir a lo que el centro comercial representa, quiere convertirse en un mensaje, en el símbolo definitivo, sin importar las consecuencias.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 oct 2020
ISBN9789978774991
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    No somos tu clase de gente - Roberto Ramírez Paredes

    1

    —Óyeme, sopa, la cosa es así: se usan letras para calificar el sabor mix de una mujer: A, B, C y D. A es lo más de lo más, la mujer más sabrosa que puedas encontrar. ¿Me sigues, sopa? Pero no puedes poner una A directamente, la A es una calificación sagrada, tienes que meditar mucho, como esos monjes de Asia, en flor de loto y todo, meditar si la mujer que acabas de ver es una A o una B. Por eso al principio todas las mujeres serán B, porque la A es demasiado sagrada. ¿Me entiendes, sopita? Cuando ya hayas pensado mucho en la mujer y creas que es digna de pasar de B a A, pues la haces pasar, como quien le abre una puerta. La otra parte de este sistema infalible es calificar con números, del 1 al 4. ¿Qué califican estos números? La accesibilidad de la mujer. El número 1 sirve para las mujeres que no querrían acostarse contigo ni por un millón de dólares, son los números que se usan en mujeres que te encuentran repulsivo, vomitivo, las mujeres que te dicen tú no eres mi clase de gente. El 1 es para las frígidas, mientras que el 4 es para las reputísimas hijas de su madre, esas que se acostarían contigo aunque tuvieras sida y lepra... Maldita lata de mierda, ¡cae!... ya mismo, ya mismo… ah… ¿Entiendes, sopita de menestra? Aquí te va un ejemplo gratis: ¿ves esa tipa que está entrando en El Rincón de la Abuelita Anita, la que va de la mano de su novio? Yo creo que es una B2. ¿Por qué B2? Porque está guapa, ¿no? Sí, está guapa, bastante guapa: buenas tetas, buenas caderas, falda pequeñita que muestra demasiada pierna, como esos cerdos que cuelgan en los camales: carne para regalar. No, ¿sabes qué?, esa tipa es una B3, sí, B3, porque, la verdad, se viste como una zorra, su ropa hizo que descendiera en la escala de accesibilidad, que descendiera para bien. Nadie que quiera la vida eterna con su novio se puede vestir así. Es una puta en proceso, puta loading, si no es que ya es puta-puta, para lo que habría que conocerla un poco más, que es cuando verdaderamente se le puede dar el número: se necesita conversar un rato con la tipa para saber qué tan puta es, pero, bueno, mi número 3 es porque se viste como puta y creo que con unas tres que cuatro palabras la podría llevar a mi cama, aunque, ahora que lo pienso bien, quizás se viste así para hacer feliz a su novio, para que vean que es una buena pareja, esposa, lo que sea, quizás solo quiere gustarle. Aunque eso no existe. ¿Has oído hablar de que en verdad las mujeres se visten para otras mujeres? Es verdad: ella se viste así para que todo el mundo la vea, lo que la hace una puta, putísima, más puta que esta lata maricona que no quiere caer…¿En qué estaba? Ah, sí, B3… Incluso, si no te molesta, compañero sopa, yo la bajaría a C3. ¿Por qué? Porque estaba pensando en vos, sé que a vos te gustan esas mujeres, las mujeres así, por eso le di una B, pero para mí será una C o tal vez una D, no es mi tipo aunque reconozco que está guapa, le daría y no precisamente consejos. Pasa lo mismo que con tus novelas: reconoces que una novela está buena, pero no te gustó tanto, una novela buena que no te gusta tanto. ¿Eso pasa, sopita? ¿Sí?, ya ves que tengo razón. Supongo que lo mismo pasa con las pinturas de pintores famosos y otras mariconadas de las que te gustan, pero yo creo que lo mejor es usar este sistema de calificación para las mujeres, a menos que quieras robarme mi sistema. Si quieres robarme mi sistema y usarlo en tus escrituras, por mí bien, me importa un comino, cojudo, haz lo que quieras, igual: de seguro a alguien, en alguna parte del mundo, ya se le ocurrió un sistema como este que incluso sea mejor, qué sé yo, quizás ese sistema use letras, números y signos y flechas y dibujitos de animales, qué sé yo. En fin. Esa tipa es una C3. Punto. ¿Te imaginas lo explosiva que será una C4? Jajaja, ¡una C4!: aparte de fea, reputísima de su mama… ¿Quién? ¿Gardenia? Ah, Gardenita. Gardenita para mí es una C y como ya la conozco un poco, te diré que es un 3. Gardenia Montoya es una C3, como la tipa esa, porque ya sabes cómo me gustan a mí las mujeres, aunque sí le daría: el que come de todo, come siempre… Yo sé que para vos… sí, a mí no me engañas, yo te he visto cómo la miras…, yo sé que para vos es una A, incluso una A+, y no digo un número porque te me vayas a ofender, sopa, aunque, si me lo preguntas y si te interesa, creo que para vos sería un 2, Gardenita es una A2 para vos, ¡hasta rimado me salió, como tus poesías de maricón, sopa!, así que vas a tener que trabajar si quieres una probadita de esa piel de carbón, sopita… ¿Quieres una?

    Dije que no y traté de impregnar en mi negativa un tono que denotara que estábamos haciendo algo ilegal para que, por lo menos, se apresurara.

    —Ya mismo acabo, sopita, aguanta un poco, calladito, y avísame si sale el Oso.

    El Lléntelman estaba acuclillado frente a la máquina de gaseosas, metiendo un flexómetro por la ranura. La punta doblada de la cinta se aferraba a la cima de las latas y, tras un tirón descomunal, la lata se liberaba de los resortes o, por el contrario, se quedaba a medio camino y se perdía para siempre. La canasta ya tenía una lata, los resortes tenían tres aprisionadas. El Lléntelman trataba de conseguir una segunda lata.

    —¿Seguro que no quieres una, sopa? Mira que aquí hay todas las marcas refrescantes, sabrositas, que calman la sed de tu paladar exquisito, todas gratis, jaja… ¿No? Bueno, entonces solo Cambó y yo nos deleitaremos con ese sabor inconfundible de la gaseosa que reúne a toda la familia.

    Cuando dijo Cambó, el perro se puso alerta, levantó las patas y las apoyó contra el vidrio de la máquina. El Lléntelman lo empujó diciéndole «Quita, cojudo, que el papi está trabajando». Después de tres intentos, la segunda lata, un refresco de naranja, cayó en la canasta. El golpe metálico coincidió con la puerta de El Oso Goloso abriéndose. Salió el Oso, con el traje de felpa café y la máscara bajo el brazo.

    —Maldita sea, Lléntelman —exclamó el Oso—. ¡Devuelve las latas o dame el dinero! Mi jefe me descuenta a mí cuando tú nos robas.

    —Yaaa, pues, cojudo, ¡paga vos!, ¡vos ganas mejor que cualquiera de la calle! —Agitaba los brazos en el aire, como un histrión—: ¿Qué hay de malo en invitarle una refrescante bebida a tu colega de la clase obrera y a su fiel perro sediento? —Señaló a Cambó que estaba sentado en la acera: se puso una pata en la cara, como ocultando la vergüenza. El Oso sonrió ante el gesto pero enseguida frunció el ceño. El Lléntelman me miró—. ¿Oíste cómo hablé, Guillermito sopa? Ya me parezco a un personaje de tus novelas…

    El Lléntelman se alejó del Oso, que se quedó maldiciendo su suerte, entró de nuevo en la dulcería, balanceando ese cuerpo esponjoso de felpa café que era su disfraz. Adentro, el Oso balbuceaba unas palabras a su jefe, Jorge Báez, que estaba detrás del mostrador: buscó al Lléntelman a través del vitral que daba la calle e hizo un gesto como diciendo «Bah».

    El Lléntelman y Cambó cruzaron la calle y se acomodaron en el banco de madera que está afuera de Confecciones Gentleman. Para cuando me uní a ellos, el Lléntelman ya había hecho una abertura por el costado de una de las latas con una navaja suiza y, después de achatar el lado opuesto, esta descansaba sobre la acera y Cambó bebía frenéticamente el líquido azucarado del bebedero improvisado. Mientras guardaba la navaja en el grandísimo bolsillo de su frac, bebía de su lata. Tras un gran sorbo eructó y, para mi pesar, descubrí lo que había desayunado esa mañana.

    —Como te decía, sopita —dijo—: tienes que ser más entrador, más directo, menos misterioso, que esa faceta de escritor solo te hace ver como un cojudo maricón amante de las sopas de menestra. A las mujeres les gustan los hombres que se ven seguros, que tienen pasatiempos interesantes, como motociclista, astronauta, la clase de hombres que dan la impresión de tener aventuras de espías internacionales, como las del cero cero siete. Dime si no me parezco a James Bond con este frac, ¿ah?, dime, dime, jaja. —Levantó los brazos en el aire para que admirara su disfraz, como si fuera la primera vez que lo veía: para robar las latas, se había quitado la máscara y los guantes, de manera que, en ese momento, vestía el frac incompleto.

    Cambó arrastraba la lata por la acera para conseguir las últimas gotas de refresco. Cuando comprobó que ya no había más, se sentó frente al Lléntelman y lo vio a los ojos, suplicante. Ante la indiferencia de su dueño, se paró en dos patas y comenzó a dar vueltas, con las extremidades delanteras en eterno ruego. El Lléntelman, como siempre, se apiadó: levantó su lata arriba del perro y vertió el líquido en el aire, que caía directamente en el hocico. Era un enano que bebe de las hojas de un árbol, después de la lluvia. Cambó no derramó una sola gota y tampoco abandonó su posición circense.

    —Perro sopa, cojudo, te vas a morir de diabetes —dijo el Lléntelman mientras le acariciaba el morro—. Si te digo que es adicto a esa pendejada negra con azúcar.

    Cambó se recostó sobre la acera caliente por el sol de mediodía. El Lléntelman hizo lo propio en el espaldar del banco, unió las manos por detrás de la nuca y bostezó. Tintineó la campanilla de la puerta de Confecciones Gentleman y el señor Ortiz apareció a nuestro lado: tenía un trozo de tela gris doblado en su brazo derecho, aguja con hilo en la mano izquierda. Tenía dos o tres agujas más aprisionadas en la comisura de la boca.

    —Qué lindo, qué lindo —balbuceó el señor Ortiz—. Yo adentro matándome con este traje que debe estar para el viernes y ustedes aquí disfrutando del sol. ¿Para qué te pago, Lléntelman? Está bien que te tomes unos minutos, pero ya vas casi veinte… ¿Y tú, Guillermo? ¿El señor Morán te deja tomar descansos así de largos?

    —No, señor —respondí—. Ya me iba a mi puesto.

    —Yaaa, no se me encolerice, Juanito, que a su edad es peligroso —dijo el Lléntelman a su jefe—. Estaba dándome la pausa merecida del obrero trabajador, después de cuatro horas de entregar volantes que le habrán reportado millones y millones de clientes…

    —Millones y millones, millones y millones… Ponte el disfraz y trabaja. —El señor Ortiz se perdió dentro de su negocio.

    —Bueno, mi amigo sopita, es hora de volver a esas tareas humanas tan divertidas y apasionantes que nos permiten llevarnos el pan a la boca.

    Estaba regresando a mi puesto cuando exclamó «Ayúdame, carajo». Recogí los pasos y lo ayudé a disfrazarse: tomé las solapas de la levita hinchada y se las acomodé, hice lo propio con las mangas (qué diminutas eran sus manos sin los guantes). Busqué los broches que unían la levita negra al pantalón gris y los uní. La botarga estaba completa. Tomé los guantes que imitaban piel y se los quise poner pero dijo «No, está haciendo mucho sol, ya es suficiente infierno el de acá adentro». Y tenía razón: cuando la temperatura máxima es de veintiséis o veintisiete grados centígrados, adentro de los disfraces puede rondar los treinta, treintaitrés grados, lo necesario para desmayar a los cuerpos no hidratados ni preparados, como me sucedió el año pasado, cuando inicié en este negocio. Tomé la máscara, que más que máscara es un casco de cartón que el mismo Lléntelman fabricó con una pelota inflable de playa como molde y pedazos de papel periódico sobre cartón pegados a ella: cuando ese caparazón de papel se secó y estaba firme como el casco de un motociclista, reventó la pelota, lo pintó de color piel, pegó un gracioso bigote victoriano y cabello al lado de las orejas hecho de algodón, cortó agujeros en la zona de los ojos para poder ver y cortó otro tanto bajo el bigote, donde pegó una malla metálica negra para representar la boca y para que su voz pudiera escapar y los peatones oyeran las promociones de Confecciones Gentleman. Al final, para rematar su obra de arte, colocó un sombrero de copa en la cabeza redonda de caballero. Cómo construyó el disfraz, me lo contó el señor Ortiz hace ya algún tiempo. Lo que le convenció para contratar al Lléntelman fue su inventiva al fabricar esa máscara de aristócrata inglés, que se veía bastante convincente. Juntos trabajaron en el disfraz que acompañaría a ese rostro inerte de distinción y decoro, de buen vestir. El señor Ortiz confeccionó un traje que se adaptó a estructuras metálicas, dignas de una botarga del carnaval de Venecia o de Disney World, y que, sorpresivamente, no limitaba sus movimientos. Después, cuando la ilusión estaba lista, ambos coincidieron en que faltaba algo: el señor Ortiz fue hasta la trastienda que está llena de telas y casimires que cuelgan del techo y duermen en anaqueles, y regresó con un sombrero de copa real. Removió el que había hecho el Lléntelman con una caja de televisión. Después de un par de puntadas y silicona, el sombrero de copa fue la cereza sobre el pastel. Así nació el Lléntelman, la mascota oficial pregonera de Confecciones Gentleman. El Lléntelman solía jactarse de que su disfraz estaba mejor construido que los demás que había en La Colina, también conocida como la Calle de las Mascotas, y no se equivocaba: el armazón de alambre que sostenía el frac era tan amplio que permitía el flujo regular de aire en el interior, así el Lléntelman no se asaba demasiado, cosa que no sucedía con las demás mascotas de La Colina. Se jactaba siempre de su disfraz, sobre todo cuando lo conocí hace más de un año. Como al inicio no lo conocía bien y no atinaba la forma de comportarme con él, fui directo y le dije, en presencia del señor Ortiz, que la mascota de Confecciones Lléntelman más que parecer un caballero victoriano que sabe de vestir, parecía el hombre viejo del Monopolio, el juego de mesa donde se debe poseer todas las propiedades y comprar casas y hoteles y llevar a los contrincantes a la quiebra, perfecta metáfora lúdica del capitalismo. Una breve búsqueda en Internet me permitió conocer su nombre real: Mr. Monopoly, antes llamado Uncle Rich Pennybags. Cuando les di la información, que no estuvo exenta de reproche, ambos miraron el traje con asombro, de arriba a abajo y de abajo para arriba: se dieron cuenta de que tenía razón.

    —¿Perfecta metáfora del capitalismo? —preguntó el señor Ortiz—. Aquí no queremos conceptos elevados, Guillermo, eso no sirve de nada cuando se trata de saltar y gritar.

    —Conque señor Monopolio… —dijo el Lléntelman—. Lárgate a jugar con tus muñecas de mesa, ¡sopa de menestra!

    Cuando el disfraz del Lléntelman estuvo en su posición, regresé a mi puesto. Tomé el casco de gallina que había dejado en la puerta del Pollo Carbonero cuando el Lléntelman me llamó para que lo ayudara con el robo de las latas, aunque más que ayuda lo que quería era compañía: al parecer mi sombra es imprescindible para sus chanchullos. Antes de ponérmelo, observé el interior: era igual a la construcción del casco del Lléntelman (todos nos inspiramos en él para fabricar los cascos). Quisiéramos copiar su armazón de alambre para nuestros disfraces, pero eso ya implica una elaboración mayor en la que tendría que participar el señor Ortiz, a quien ninguno de nuestros jefes está dispuesto a pagar, no porque no tengan una buena relación con él, sino porque consideran que nuestros disfraces pegados al cuerpo son perfectos. Nos morimos de calor y ellos lo saben.

    Me puse el casco de gallina blanca en mi cabeza y lo acomodé: hice coincidir el agujero existente entre el pico y las barbillas con mis cejas, ojos, nariz y boca. Peiné hacia atrás la cresta roja, hecha de tela roja, de manera que apuntara al cielo aunque no tardaría en caerse de nuevo. Me aseguré de que las patas y sus garras todavía estuvieran ahí (he perdido garras en tres ocasiones), y de que el cuerpo y las alas hechas de felpa y tela no se hubieran manchado al sentarme en el banco ni que tuvieran pelos perdidos de Cambó.

    Entregué los volantes que sacaba de mis alas (no se ven mis manos) a los peatones que curioseaban en La Colina a esa hora, con ese calor a cuestas, preparándose para el almuerzo. La gente que tomaba mis volantes con indiferencia caminaba unos quince metros, sorteando a la Abuelita, para llegar adonde el Lléntelman, que hacía sus cabriolas e imitaba las poses de un caballero, con Cambó a su lado, que se refregaba contra las piernas de los posibles compradores, saltaba alrededor de ellos y luego subía por los brazos y trepaba a los hombros del Lléntelman y, como si fuera un estatua, se congelaba, altiva, apoyado en el sombrero de copa. Entonces se sucedían los aplausos, los volantes bien recibidos, incluso los curiosos entraban en el negocio del señor Ortiz aunque no tuvieran la intención de hacerse un traje o vestido a la medida, solo entraban para ver qué clase de negocio tenía una mascota tan animada.

    Pero mis ojos, desde hace tres días, ya no solo son para los malabares del Lléntelman. Mis ojos viajan de esa abstracción del capitalismo, cruzan la calle hasta Hot Dogs Express, y se posan sobre la Leona que reparte volantes a diestra y siniestra. Mis ojos se quedan en esa felina y, si se esfuerzan un poco, distinguen las curvas femeninas que yacen debajo de ese disfraz.

    A, susurré. ¿Uno, dos, tres o cuatro?, me pregunté en voz alta.

    En la penumbra de la habitación, la tijera recorre el papel, lo corta con simetría, sigue los contornos del anuncio publicitario que muestra a una muchacha, una adolescente bellísima que mira a la cámara, con el mentón descansando sobre la mano y una expresión de tristeza. Bajo ella una pregunta: «¿Te sientes deprimida?». Bajo la pregunta, la respuesta: «Prueba RockStalts, la combinación perfecta de caramelos de miel y esa sensación explosiva que amas en tu boca». Y en la parte inferior de la publicidad, la muchacha bailando con varios hombres de su edad, tan atractivos como ella. «RockStalts hace tu día increíble». La tijera recorta a la adolescente deprimida junto con la pregunta; las manos ponen sobre el escritorio el recorte. Buscan el bote de goma y embarran el líquido espeso en el envés, donde se aprecia una noticia sobre la crisis económica en algún país. Las manos abren el álbum de fotografías, otrora destinado a los recuerdos de una boda, encuentran una página vacía y, firmes y decididas, pegan el recorte en el centro de la página. Ahora la adolescente está cercada por otros recortes: un hombre maduro que sonríe (con perfecta dentadura) a la cámara, una ama de casa (atractiva) que mira hacia el piso, un niño (qué ropa más hermosa) que corretea con su perro y una niña que juega con su casa de muñecas (carísima). Ahora la adolescente de los caramelos explosivos pertenece a la familia feliz… pero sigue deprimida. Entonces las manos toman la tijera y recortan la segunda fotografía: la adolescente es separada de sus compañeros de baile y se inserta a un lado de esa nueva familia. Las manos toman un rotulador rojo y trazan una flecha que conduce a la adolescente triste a su versión alegre, la flecha pasa a un lado de los demás recortes. La ilusión está completa. Las manos se sacuden los grumos de goma, cierran el álbum y lo guardan en un cajón del escritorio.

    II

    Estoy tan ahogada en una deuda que si fuera un barco sería el Titanic. Trato de sacar la nariz a flote para respirar un poco pero la vida no me deja, me vuelve a meter bajo el agua. Qué injusticia. Yo no estaba preparada para esta clase de vida a la que me han botado mis padres, mezquinos, como si no tuvieran suficiente dinero. No les importa que su hija se rompa el lomo diez horas al día en un trabajo humillante con tal de no perder una de sus casas. Tienes que aprender responsabilidades, Gardenia, me dijo mi papi. Coge tus cosas, te vas de aquí, dijo mi madre llorando. Se confabularon en mi contra para enseñarme una lección que me va a servir toda la vida. Lo único que estoy aprendiendo es que uno puede desaparecer fácilmente en la ciudad, volverse invisible. Estoy desapareciendo, llegará el día que ni Andrés pueda reconocerme. Andrés, la noche antes de que me fuera de intercambio, mientras buscaba su ropa atrás del velador, me dijo que me iba a extrañar pero que salir al extranjero a empezar de cero le parecía una idea magnífica. Ya nos hablaremos por Skype, dijo. Sí, claro, le respondí. Cuando ya estuvo vestido, me quiso besar en la boca a modo de despedida, para sellar los buenos tiempos que se estaban terminando, pero yo lo rechacé porque nunca me ha parecido correcto besar a un amigo en la boca cuando no se está en pleno sexo. Es raro. Él entendió esa especie de filosofía mía y me sonrió. Luego abrió la puerta y escuché la música que venía de la sala y a mis amigos riendo y gritando por el alcohol que a estas horas ya estaría escaso. Cerró la puerta y yo me quedé sola, al fin. Me puse a llorar con las manos tapándome la cara, como si Andrés siguiera en la habitación. Me limpiaba las lágrimas mientras buscaba mi ropa. Había decidido desaparecer y eso es lo que estaba haciendo. Salí de la habitación y, al verme bien vestida, en la cima de las escaleras, mis amigos me aplaudieron. Me recibieron con un trago de tequila o aguardiente, no pude distinguir, y la fiesta continuó hasta que a eso de las ocho de la mañana me escabullí sin que nadie me viera, ni siquiera Andrés, que tiene el sueño ligero. Salí de su casa para siempre. Seguramente, cuando despertaran con resaca alguno de mis amigos consultaría el reloj y diría: A esta hora la Gardenia ya debe estar en el avión. Pero no, qué va: yo estaba en mi casa, en la casa de mis padres, mejor dicho, lamentando mi mala suerte, escondida. Ya quisiera estar en Roma o Barcelona o París u otra capital hermosa estudiando lenguas, como siempre quise. Ya quisiera. Pero bueno, me estoy adelantando: ¿cómo es que llegué a ese punto en el que mis amigos creían que me iba al extranjero? Todo empezó hace varios meses cuando mis padres me echaban de casa por reprobar la carrera de Administración en la universidad. En sus palabras: fue lo último y más grave que pudiste habernos hecho en toda la vida. Como si fuera tan grave. Mis padres se endeudaron con un banco para pagar mis estudios, que fallé en el penúltimo semestre. Me retiro, dejo la carrera, les dije, es que la administración no es lo mío. Prefiero algo más cosmopolita, como estudiar idiomas para viajar y conocer gente. Eso es lo único que dije en mi defensa. Ellos se pusieron a llorar y me echaron en cara que se habían endeudado e hipotecado la casa que arriendan a las afueras de la ciudad. Dos días les duró la indignación. Al tercer día me pidieron que me sacara los audífonos y apagara la computadora, querían hablar conmigo. Me dijeron que, dado que desperdicié todo ese dinero, el préstamo era ahora mi responsabilidad. Ellos se encargarían de pagarle al banco para que no les quitaran la casa, pero yo tendría que pagarles a ellos, al menos el costo de los últimos semestres, incluso fijaron una cifra que no entendí porque creí que todo era una broma. Exagerados. Como no se rieron, supuse que era verdad, aunque me quedó la molestia de no haber consultado a un abogado. Entonces vino la tragedia: querían que consiguiera un empleo de lo que fuera para pagarles la deuda, también querían que me fuera de la casa y me mantuviera por mí misma. Me puse a llorar, no podía creer que mis propios padres me lanzaran así al mundo salvaje, cuando apenas había cumplido los veintisiete años (sí, ya sé: inicié tarde mis estudios). Pasó una semana, por lo menos, en la que nadie dijo palabra. Ese silencio me convirtió en la maestra zen de mis emociones: me dediqué a meditar y a pensar y a escuchar música y a buscar una salida a mi situación. Sentía la necesidad de hablar con Sandra, mi mejor amiga, y desahogarme con ella, pero me daba vergüenza confesarle que mis padres se habían endeudado para pagar mis estudios. No pude ni ver a Andrés para pegarnos un revolcón que me hiciera olvidar mis problemas por una media hora o la noche entera, en su lugar tuve que conformarme con Juan Daniel, un amigo que metí clandestinamente en mi habitación y me hizo olvidar mis problemas en tres tandas de cinco minutos cada una. Un consuelo triste. Me resigné. Estaba sola. Y sola encontré la respuesta: con el pasar de los días, la idea de desaparecer se me hizo más atractiva. Pero no desaparecer del verbo tomar-mis-maletas-y-largarme-de-la-ciudad o tomarme-las-pastillas-para-los-nervios-que-mi-mami-guarda-en-el-baño. Me avergüenza la idea de que mi foto salga en Diario Mundo, toda rodeada de vómitos. Me refiero a desaparecer a plena de vista, iniciar una nueva vida, dejar a mis amigos atrás y, de paso, a mis padres, ser independiente, llegar a mi casa o departamento (mejor un departamento) a la hora que yo quisiera, dormir con música a todo volumen y hacer lo que me diera la gana. Así que empecé a buscar trabajo. Imprimí varios currículum y los encarpeté, pero para alguien con título de bachiller como única distinción y siete semestres de Administración es bastante difícil que la contraten de buenas a primeras. Dejé mi carpeta en trabajos que sabía que tendría alguna esperanza: librerías y restaurantes. Pasó un mes cuando recibí la primera llamada: querían que me probara como mesera en Sports Universe, un restaurante que se llena de testosterona cada vez que hay partidos de fútbol importantes. El precio de la comida era una ridiculez: yo veía cómo preparaban los platos en la cocina, los ingredientes y la calidad de la mano de obra, y si a eso se le multiplicara apenas por dos, aun así era una estafa. Está ubicado en una de las partes lujosas de la ciudad, desde donde veía las casas donde quisiera vivir. Uno de esos días conocí a Enrique, un ejecutivo de ventas que manejaba un BMW y llevaba el saco amarrado sobre los hombros. No pasó ni una semana y ya conocía su departamento, que estaba cerca de Sports Universe. Fue la primera vez que dormí en una cama de agua: son horribles, hacen doler la espalda. Al sexto día de entrenamiento en el restaurante, estaba atendiendo las mesas del fondo, donde las meseras ubicamos adrede a los hombres que vienen a ver el fútbol porque se emborrachan y meten tanta bulla que molestan a los comensales que no gustan de los deportes. Ahí estaba Enrique, acompañado de sus amigos, todos bien trajeados. Dinero, mucho dinero. De vez en cuando desatendía el televisor para darme una sonrisita maliciosa, de esas de actor porno. Me gustaba esa clase de coqueteo, lo reconozco, así que le pedí a una compañera mesera que intercambiáramos mesas. Ella aceptó y fui la encargada de llevar cerveza tras cerveza a Enrique y sus amigos. Cuando iniciaba el segundo tiempo, Enrique estaba tan borracho que había perdido el pudor y me pellizcaba las caderas cada vez que me acercaba, me decía cosita rica y otras vulgaridades que empezaron a molestarme por que las hacía para demostrar la estúpida superioridad machista que tienen todos los hombres, todos sin excepción. Mi paciencia llegó al límite cuando me agarró el culo y me hizo sentar a la fuerza en sus piernas, mientras sus amigos lo celebraban. Una cosa es que una mujer desee a un hombre y se entregue a él (o que una lo haga suyo, que es en realidad como pasan las cosas), y otra muy distinta es que un hombre sea un cavernícola frente a sus amigos cavernícolas. Me gusta sentirme un trofeo, me gusta que me ganen, pero la grosería ya es otra cosa. Me liberé como pude y le lancé la cerveza en la cara. Sus amigos se callaron y la cara de Enrique se puso roja. Supuse que querría pegarme para seguir con su exhibición de testosterona, así que me adelanté rompiéndole el jarro vacío en la cabeza. La sangre empezó a chorrear de su frente y dos de sus amigos lo llevaron al baño. El gerente apareció detrás de mí, acompañado por las meseras, y les pidió a los hombres que abandonaran el lugar. Me sentí respaldada, hasta el gerente se me hizo más guapo que el día de la entrevista, pero todo se fue al diablo cuando, al siguiente día, en su oficina, me dijo que Enrique era uno de sus mejores clientes y que no quería perderlo, así que, como yo estaba de prueba en Sports Universe, lo mejor era que me fuera. Quise gritarle pero no sacaría nada, incluso si lo denunciara en algún ministerio, el trámite demoraría meses o años, lo que retrasaría mis planes de desaparecer. Lo único bueno fue que el gerente sabía que estaba cometiendo una injusticia, así que me pagó por un mes, como si me hubieran contratado. Esa noche lloré mucho y mi madre me consoló. Nunca le dije por qué había perdido el trabajo, supongo que creyó que lloraba porque estaba viviendo una situación desconocida y difícil para mí, y lo era. Acepté su silencio como una prueba de buena fe. Nunca le conté a Sandra del trabajo y de Enrique porque me daba vergüenza. Pero la situación mejoró al siguiente día: me llamaron de una agencia de modelaje donde había dejado mi carpeta. Les había gustado mi foto y querían probarme. Fui a la entrevista y una hora después estaba metida en una malla azul tan apretada que marcaba mi ropa interior, así que tuve que sacármela. La malla azul de una pieza era lo único que evitaba mi desnudez en el centro comercial. Igual me sentía desnuda: era una modelo que se paraba atrás de un estand tan azul como mi malla de Mayonesa Hurtz, que ahora tenía un nuevo sabor, picante, y yo era la encargada de embarrar la salsa en unas galletitas y entregárselas a todo el que pasara por los corredores del centro comercial que, por desgracia, no estaba lo suficientemente lejos de Sports Universe. Ahí estaba yo, parada, con unos tacones que me mataban y me hacían sudar y doler las piernas, entregando unas galletitas con esa salsa blanca horrible que no picaba nada de nada. Como estaba afuera del Megamercado del centro comercial, el target oficial de Hurtz eran las amas de casa, pero la mayoría de gente que se me acercaba eran hombres. Seré sincera: se debe a mi cuerpo, específicamente a mis senos: son un poco más grandes de la media. Una mujer delgada y alta como yo debería tener unos senos un poco más pequeños, que fueran un poquito más armónicos con el resto, pero no: son senos cargados y hermosos. Sandra tiene los senos tan grandes como los míos, pero los de ella no se ven tan bien porque es más pequeña y regordeta que yo, a veces parece una enana embarazada, ja, nunca se lo he dicho, pero lo sospecha, por eso nunca usa escotes. Varios hombres trataron de sacarme mi número de teléfono pero me negué. Pasé una semana así, de pie, y la promoción de Hurtz terminó. Me pagaron una miseria, dijeron que me llamarían cuando hubiese otra promoción. Me llamaron a las tres semanas y el proceso se repitió: ahora la malla era roja y promocionaba la salsa de tomate de Hurtz, afuera del mismo Megamercado. A un día de terminar el trabajo, los vi: venían hacia mí, con Sandra y Andrés a la cabeza. Se detenían de vez en cuando en los escaparates, señalaban productos y se reían, a veces entraban en los negocios y salían con bolsas llenas de compras. No me habían visto, así que hice lo que cualquiera haría en mi situación: huí para siempre, corrí y corrí. Ni siquiera fui a reclamar mi pago por los cuatro días de salsa de tomate, el hombre que me entrevistó tampoco me llamó para reclamarme el abandono. La vergüenza, la vergüenza. Mejor así. Pasaron dos semanas de no hacer nada, vegetando en mi casa. Me di cuenta de que, misteriosamente, extrañaba trabajar. Me di un par de cachetadas para reaccionar ante semejante disparate, pero la sensación no desapareció. ¿Podrían entender mis amigos esta urgencia por este mundo nuevo cuando ni yo misma lo entendía? Sandra solía decir: Yo trabajaré cuando mi padre deje de mantenerme, pero con todo lo que me quiere, no creo que me deje ir nunca. Julián solía decir: ¿Trabajar? ¿Estás loca? Andrés solo decía bah y le pedía dinero a sus padres para la gasolina. ¿Qué me estaba pasando? ¿Será posible que este cambio tan importante se dé en la vida de toda mujer? ¿Será que existen otras mujeres como yo, sintiendo lo mismo, justo ahora? No lo sé pero me empezaba a agradar la nueva Gardenia Montoya, mujer independiente o que al menos trataba de serlo, e imaginaba «Gardenia Montoya, Mujer Independiente» impreso en una tarjeta de presentación. Con el dinero que gané en Sports Universe y en Hurtz me compré un pantalón y un par de zapatos en el mismo centro comercial del que huí. Al salir con las compras, aunque seguía con la idea de desaparecer (mis amigos me reprochaban por e-mails por qué no me había asomado a tal o cual fiesta), sentí que no tenía prisa: el mundo era mío. Me di el tiempo de caminar y admirar cada escaparte, incluso leí todo un letrero que anunciaba que próximamente se abriría un nuevo centro comercial en alguna parte de la ciudad. En la calle pedí un taxi y fui a mi casa a probarme la nueva ropa. Mis padres, al verme modelar para ellos, se sintieron orgullosos: era la primera vez que compraba algo con dinero salido de mi bolsillo. Lo recalcaron varias veces. Esa noche me dieron una buena noticia: creí que me quitarían el castigo, la obligación de tener que trabajar para ahorrar y pagarles. Me dijeron que si lograba pagarles la deuda, ellos me ayudarían a estudiar una nueva carrera, Lenguas o Turismo, lo que yo quisiera, incluso podría ser en el extranjero. Estaban dispuestos a endeudarse nuevamente si yo demostraba disciplina al pagar la deuda. Los abracé como no lo había hecho en mucho tiempo. Y como si

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