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El murciélago y la campana
El murciélago y la campana
El murciélago y la campana
Libro electrónico498 páginas7 horas

El murciélago y la campana

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Historia de un verano, dos desconocidas y tres cuadernos.

Hay quien siente mariposas en el estómago cuando se enamora, y hay quien nota murciélagos revoloteando en la cabeza. Sea como sea, el amor siempre nos marca y, si no, que se lo pregunten a Lola y a Clara.

Lola es una maestra de veintipico años, inexperta tanto en el amor como en los coches, pero con un corazón ya roto porque Javier, su amor platónico, se ha ido con otra chica. Para curar sus penas, agarra un volante y se lanza a recorrer España.

Clara es médica, de treintipico años, con las cosas tan claras como su nombre. Tras vivir diversos romances con distintos tipos de mujeres, ha abrazado con serenidad su soltería y su orientación sexual. Se dispone a volar a Tailandia.

Una viaja para olvidar un amor y la otra, sin saberlo, para recordarlo.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 dic 2020
ISBN9788418104800
El murciélago y la campana
Autor

Marta Sampietro Lara

Marta Sampietro Lara (Lleida, 1982). Para orientarme en la vida, voy consultando mi brújula: me sitúo en el centro junto a mis seres queridos y miro a mis cuatro puntos cardinales: la naturaleza, la literatura, la docencia y los viajes. Desde pequeña he disfrutado del mar y la montaña. Era una niña muy movida y me sentía feliz corriendo y saltando al aire libre. Crecí y descubrí el placer de leer y la magia de las palabras. Con ellas, en la adolescencia, pude descubrir el nuevo mundo que se abría ante mí y ponerles nombre a muchas inquietudes. Tanto fue mi amor por las palabras que estudié Filología Hispánica. Hoy en día, soy profesora de instituto y mi labor es despertar en mis alumnos el interés por leer y escribir. En mis ratos libres me encanta viajar y conocer otros lugares y culturas. Suelo regresar con palabras en otros idiomas e ideas para nuevos escritos. Con la brújula del corazón siempre es fácil encontrar el rumbo acertado.

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    El murciélago y la campana - Marta Sampietro Lara

    Prólogo

    «Ningún copo de nieve cae en el lugar equivocado».

    Proverbio chino

    1. Prólogo de la Narradora

    —sin spoilers—

    Marta y yo nos reunimos un día para desayunar un chocolate con churros y hablar de este proyecto de la novela. Me sentí halagada por el hecho de que hubiera seleccionado mi currículum. Me propuso ser la Narradora y, además, me dio carta blanca para que me expresara a mis anchas. Bueno, a mis anchas dentro de cierto límite, pero un límite bastante amplio. Los escritores no suelen darnos tanta libertad a los narradores, siempre nos delimitan el terreno de juego y nos dejan bien clarito hasta dónde podemos llegar, como si pintaran las líneas de un campo de fútbol: «El área es cosa del portero, y tú aquí no puedes narrar nada de lo veas, ni siquiera de lo que a él le pase por la cabeza, así que ¡shhh!, calladita. En cambio, puedes relatar todo lo que quieras del resto del campo. En cuanto a los saraos que pasen en las zonas del saque de esquina, puedes decir lo que te plazca, hasta cargar las tintas». «¿Y lo que suceda en el banquillo?». «También, también». «¿Y en el vestidor?»… Y todas esas cuestiones se dirimen antes de dar comienzo a la novela. Entre el escritor y el narrador hay un pacto de confidencialidad y lealtad. Al narrador se le quiere más por lo que se calla que por lo que cuenta. Conoce todos los entresijos, pero solo revela lo que le está permitido. Yo hago esfuerzos titánicos por morderme la lengua, sobre todo cuando hay un personaje detestable que va con cara de bueno y los lectores solo ven su falsa fachada, y yo, en cambio, me tengo que callar sus barrabasadas. O cuando yo ya sé quién es el asesino. No siempre estoy de acuerdo con los enfoques de cámara que me dan los escritores, pero donde hay patrón no manda marinero.

    Por eso aprovecho el prólogo para explayarme. Este espacio es como un territorio neutral, como ciertas zonas internacionales de los aeropuertos. Una especie de tierra de nadie. En realidad, el prólogo no pertenece estrictamente al relato, por lo cual la figura del narrador ni pincha ni corta en este apartado. Pero resulta que en esta novela sí, porque Marta me concedió el privilegio de que yo misma lo redactara. Sabía que era algo que me haría muchísima ilusión. Y eso mismo me dispongo a hacer.

    ¡Ah, qué gustazo! Bueno, voy a empezar hablando del título de la novela. Dar con un buen título es importantísimo. A Marta se le ocurrió uno muy largo. Yo le dije que, si ponía un título kilométrico, espantaría a los lectores. Que era importante poner una buena foto de portada, que tanta letra no dejaría espacio para ninguna ilustración. Y que, además, faltaba poner su nombre y apellidos, porque Marta quiere firmar con los dos apellidos: con Sampietro, que tiene muchas letras, y también Lara —ese, bueno, de acuerdo, que es más cortito—. Y como la veía tan testaruda —Marta es tauro—, pues la dejé con su cabezonería. Y, al final, va Marta y asoma con que el título sería este otro: El murciélago y la campana. A mí, que tengo simpatía tanto por la música como por los pubs irlandeses, y no me negaréis que este título parece efectivamente el nombre de un bar de ese tipo, me agrada ese título. Es algo más corto y más visual. Se trata de dos elementos claves y simbólicos en esta novela, cuyo significado, evidentemente, no voy a desvelar, ¡este es un prólogo sin spoilers! Y con esto dejo el tema del título por finiquitado y cambio de asunto y de párrafo.

    Al principio de todo, Marta ha puesto un proverbio chino. No busquéis páginas atrás, que os lo reproduzco yo aquí otra vez: «Ningún copo de nieve cae en el lugar equivocado». Es una de las ideas clave de esta novela y, por extensión, de la vida: cada detalle de la historia, por diminuto que sea, como un copito de nieve, es importantísimo y su lugar en la trama no es fortuito. Todo suma. Todo aporta.

    Debería ya ir acabando el prólogo. Solo voy a explicar dos cosas más, muy rápidamente. En primer lugar, la numeración de los apartados de la novela. Yo solo habría numerado los capítulos, pero Marta también quería numerar el prólogo y el epílogo. «Eso nunca se hace», protesté. Pero ella me dijo que así teníamos un número redondo: el cuarenta y cinco. Y yo, como acabo de cumplir precisamente cuarenta y cinco años, y me prepararon una fiesta sorpresa fenomenal, le he cogido mucha simpatía a ese número y creo que nos dará suerte. Así que Marta me convenció en un pispás.

    Dicho todo esto, voy a señalar los temas principales de la novela: la importancia de la comunicación —y todo lo que la rodea: malentendidos, construcción de falsas realidades a partir de medias verdades…—, las relaciones humanas —maternofiliales y paternofiliales, las relaciones de pareja, las relaciones de amistad— y la introspección y el autoconocimiento —el diálogo con uno mismo, mirándose con honradez, sin hacerse trampas y siendo bondadoso consigo mismo—. Todo ello sumado a la superación personal, la valentía, la apuesta por ser uno mismo y también la fe en los demás y la solidaridad. La confianza en el destino, en que las cosas, aunque no siempre nos gusten, siguen un orden y tienen en el fondo un porqué. Aprender a ver en cualquier cosa su lado bueno. En resumen, es una novela sobre descubrir, perdonar, entender, valorar, escuchar. En definitiva, amar.

    La novela es como un pequeño universo. Sus personajes son estrellas: unos brillan más que otros, algunos pasan desapercibidos, pero todos son importantes. Iréis viendo cómo ese universo siempre se ha estado moviendo por una fuerza sutil y cómo seguía un rumbo, desapercibido la mayoría de veces, para no quitarle la sal a la vida. Dejamos el descubrimiento de esa fuerza y la dirección de ese rumbo en vuestras manos. Esperamos que encontréis momentos en que os emocionéis y vibréis con los personajes, que os enfadéis y os riais con ellos. Yo, a partir de ahora, me meto de lleno en mi estricta labor de Narradora y me reservo los comentarios personales. Tan solo haré alguno de vez en cuando según vea la ocasión. Cuento con el visto bueno de Marta, que es muy enrollada.

    Nos vemos de nuevo en el epílogo. ¡Feliz lectura!

    Primera parte:

    Carambolas

    2. Las damas de la mesa redonda

    Salamanca, viernes, 17 de junio de 2016

    Son cinco: Mónica, Noemí, Marisol, Toñi y Lola. Comen por tres, pero hablan por diez. Mónica y Noemí, aunque no lo necesiten, viven bajo una dieta permanente. En palabras de las otras tres, las que sí que comen y se regodean en su cara «han hecho el voto de lástima: "¡Qué lástima que no probéis este coulant! ¡Qué lástima que os perdáis esta deliciosa bechamel!"». Sin embargo, Noemí tiene un pecado capital: le apasiona el buen vino. Bebe poco, pero, siempre que puede, selecto. Su penitencia es una tarde de gimnasio por cada copa. Toñi y Marisol, en cambio, disfrutan con cualquier tipo de deporte y les gusta probar platos variopintos. A Lola cualquier plan le va bien, menos hoy. Esta noche está tristona y desganada por penas de amor.

    Ya van por el segundo plato. Salamanca está repleta de buenos restaurantes, pero para ellas este lugar es especial. Aquí se reúnen siempre que tienen algo importante en la agenda, ya sea bueno o malo: un cumpleaños, un ligue, el suspenso de un examen… Hoy se han reunido por Lola. Les han dado una mesa redonda, la que más les gusta. Así las cinco pueden hablar con plena comodidad, cruzando comentarios en todas direcciones y sin perder ningún detalle.

    Durante el primer plato le han ido sacando las palabras a Lola, que apenas abría la boca para comer y menos para hablar. El desarrollo de su cita desastrosa con Roque las ha dejado a todas pasmadas. Ahora Lola está cabizbaja y con los hombros caídos, mirando su plato de raviolis a la carbonara como si allí residiese la clave de sus males.

    —Vaya cita más sosa, chica. Y eso que le llaman el Empotrador —dice Marisol.

    —¿Y él todavía no te ha llamado? —le pregunta Mónica.

    —No —contesta Lola con la mirada aún clavada en los raviolis. Hay uno reventado, como sus ilusiones.

    —No lo hará —pronostica Noemí.

    —¡Ya está bien! ¿Os parece que es buena manera de consolarla? —interviene Toñi.

    —Tiene razón —dice Lola con un hilillo de voz.

    —Gracias —dice Toñi.

    —No, me refiero a Noemí —apunta Lola y aplasta el ravioli maltrecho con el tenedor.

    —¡A las penas, puñaladas! Pido otra botella de tinto —exclama enérgica Noemí mientras se gira buscando algún camarero.

    —Perdonad que me meta donde no me llaman—les dice la mujer de la mesa de al lado. Tiene unos cincuentaipico años, es pequeña y con media melenita rubia. Ojos vivarachos, maquillados con sombra verde y labios de carmín rosado. Viste elegante y tiene porte—. Llevo rato escuchando vuestra conversación, perdonad mi indiscreción, pero es que mi compañero de cita me tiene abandonada por el fútbol.

    Señala con la mirada al cogote de un joven, girado completamente para ver mejor el televisor de la sala.

    —Me llamo Begoña. Dos matrimonios, un divorcio, viuda y ahora single. Madre de un mocetón de veintitrés años y de una adolescente insoportable de catorce. Soy psicóloga y coach sentimental. Asesoro a jóvenes y a mayores. Me sirvo tanto de mi formación como de mi vida personal. El caso que os ocupa me ha tocado la fibra. Os hablo ahora como amiga, no como profesional. ¿Me puedo sentar con vosotras?

    —¿No le molestará a su hijo? —pregunta Toñi, señalando al muchacho.

    —No es mi hijo, sino un cliente. ¡Ay! Es un caso perdido. No se deja asesorar. Viene obligado por su madre, pero él no le pone nada de interés. No os preocupéis por él. Está mirando el fútbol, abducido. Ni notará mi ausencia.

    —¿No ha acabado ya la Liga? —pregunta Noemí.

    —Es el Mundial —aclara Mónica.

    —No, es la Eurocopa —la corrige Marisol.

    —Pues sí que estás puesta —apunta Noemí.

    —Hay futbolistas que están buenísimos —dice Marisol sonriendo.

    —Siéntese, Begoña —le dice Mónica—. Necesitamos su ayuda. —Y señala con la cabeza a Lola, que ahora está diseccionando un ravioli.

    —Tuteadme, por favor.

    Le hacen un hueco en la mesa. Las chicas se presentan una a una. Después, Begoña mira a Lola, que está sentada a su izquierda, y le dice:

    —A ese Roque lo que le hacía ilusión era enrocarse contigo, y tú, corazón, como prefieres ir paso a paso y conoceros primero, pues él ya vio el percal y prefirió no invertir tiempo en donde no va a sacar nada.

    —Yo no soy de acostarme en la primera cita —le dice Lola a Begoña.

    —Yo tampoco —se suma Toñi.

    —Ni yo. Somos unas románticas —concluye Mónica.

    —En cambio, a Noemí y a mí nos va más la caza —dice Marisol.

    —También somos románticas, ¡eh!, pero a nadie le amarga un dulce —se justifica Noemí.

    —Yo prefiero que me seduzcan, que me cortejen —dice Toñi—. Si todo es tan fácil, es que no tiene valor. Lo que se quiere, algo cuesta. Y yo creo que nosotras valemos mucho.

    —Yo también valgo, pero el cuerpo también necesita alegrías —comenta Marisol meneando la cintura—. Y no puedes estar esperando siempre al príncipe azul. ¡Que el tiempo vuela!

    —Es que Marisol baila como una profesional. Un par de movimientos y tiene a todos los chicos rendidos a sus pies —le explica Mónica a Begoña.

    —Tú, como experta, ¿qué opinas, Begoña? —le pregunta Toñi.

    —Cada una tiene que actuar de acuerdo a su forma de ser. Y las vivencias te van moldeando. Quizás, primero, ves las cosas de una manera y con las experiencias cambias tu punto de vista.

    Suena el teléfono de Lola.

    —No sé quién es. Disculpad. —Se levanta y sale a la calle. Minutos después regresa con los ojos llorosos.

    —¿Era el Empotrador? —pregunta Mónica.

    —No, era Javier —y rompe a llorar. Todas se quedan boquiabiertas.

    —¿Javier el Garçon? —pregunta Toñi.

    —¡El que faltaba! —exclama Marisol.

    —Perdonad —dice Lola con dos lagrimones sordos que le resbalan por las mejillas. Se levanta y sale disparada hacia el lavabo. Toñi la sigue.

    Javier es una nueva pieza del puzle que tiene a Begoña intrigada. Mónica se da cuenta y le proporciona la información que le falta:

    —Javier es un chico muy mono. Fuimos compañeros en la universidad. Estudiamos todos juntos Magisterio. Desde primero de carrera, Javier y Lola tienen feeling, pero nunca ha habido nada entre ellos.

    —¿Y eso? —pregunta la coach.

    —Ninguno daba el paso, así que otra chica… —dice Marisol.

    —Una lagarta —aclara, tajante, Noemí.

    —Se lo cameló —concluye Mónica.

    —Y lo tuvo retenido un año entero —Marisol resalta lo de «entero».

    —Luego rompieron —añade Noemí.

    —Pero Lola no atacó —apunta Marisol.

    —Y él se fue de Erasmus a Francia —continúa Mónica.

    —Eso fue en segundo de carrera —dice Noemí.

    —Y, cuando él regresó, en tercero, Lola se armó de valor y un día, en la hora del desayuno, se declaró en el bar —explica Marisol.

    —Nosotras estábamos —relata Mónica— en una mesa y vimos a Javier en la barra, solo, esperando a que le atendieran. Estaba distinto, llevaba otro corte de pelo. Muy mono. Hacía un año que no lo veíamos. Lola se decidió a atacar.

    —¡Qué valiente fue! —dice Noemí.

    —¡Y cómo venció los nervios! —recuerda Marisol.

    —Se tragó de golpe tanto los nervios como el tazón de batido de chocolate —dice Mónica con semblante serio.

    —Don Antonio, el señor del bar, que era un padrazo con nosotras, compraba batidos de chocolate especialmente para Lola, porque a ella le pirraban —comenta Marisol.

    —Lola se lo bebió de una sentada. Yo pensaba que se atragantaba o se manchaba toda la pechera. ¡Qué brío! —exclama Noemí.

    —Como en las pelis del oeste cuando el sheriff se traga un lingotazo de whisky. ¡Pum! con golpe del tazón en la mesa y todo —dice Mónica riendo e imitando el gesto con la copa de vino.

    —Solo que luego, en lugar de espuelas, resonaron sus bailarinas —añade Noemí.

    —Y Lola se acercó a Javier y lo saludó —retoma el hilo Mónica—. Se dieron dos besos y empezaron a hablar. Era la primera vez que le veíamos. Él ya no iba con nosotras a clase, sino que cambió de grupo, por cosas del Erasmus, y tenía que cursar otras asignaturas que nosotras ya habíamos hecho.

    —Y Lola le dijo que lo había echado mucho de menos y que lo quería —dice Noemí emocionada.

    —¡Ole! ¡Arrea zambombazo! ¡Directa al grano! —aplaude Marisol.

    —A un tío le dices eso y se caga encima —opina Mónica—. Lo asustas. Lola se precipitó. Primero, tenía que proponerle salir a tomar algo y poco a poco ya saldría la ocasión para declararse.

    —¡Bah! ¡Tonterías! —replica Noemí—. Él y ella ya sabían desde siempre que se gustaban. Lo que pasa es que esa frase se pronunció demasiado tarde.

    —La cuestión es —interviene Marisol— que él no pudo contestarle nada, porque justo entonces apareció Valérie con un café au lait. La había conocido durante el Erasmus en París y se habían hecho novios.

    —¡Qué vergüenza debió pasar! Pobre, Lola —musita Begoña.

    —Javier se la presentó —relata Mónica— y se dieron dos besos, casi tres, por el jaleo ese de los besos cuando te presentan a un francés, que no atinas con qué mejilla empezar y cuántos besos dar.

    —Ten en cuenta el follón de los besos y el jarrazo de agua fría de declararte y ver que, de la nada, te sale una rival que no tenías controlada —considera Marisol.

    —Luego se acercaron a nuestra mesa y se sentaron con nosotras —dice Noemí—. Javier nos la presentó. Ya llevaban varios meses juntos. Se conocieron en París y ella se vino de Erasmus a España para estar con él. Era una rubia de buenas curvas.

    —Si en vez de maestra te dicen que es actriz o cantante, te lo crees —dice Mónica.

    —O modelo —añade Marisol.

    —Y Lola, pobrecilla, se fue corriendo al baño y vomitó todo el batido de chocolate —dice Mónica.

    —¡Ay, qué pena! —suspira Begoña.

    —Pobre Dologues, como la llamaba Valérie —dice Marisol deformando la erre—. «Lola es Dologues, ¿vegdad?», nos preguntó la francesa.

    —Y luego ya fuimos perdiendo el contacto, porque Lola se ponía pálida cada vez que los veíamos —dice Mónica.

    —Incluso obligamos a Lola a ir a las orlas, porque estaba en un plan supernegativo —apunta Noemí.

    —Tal era su disgusto que hasta dejó de beber batidos de chocolate —asegura Marisol.

    —Pero poco a poco lo fue superando. Ahora ya vuelve a tomarlos, no tanto como antes, eso sí —dice Mónica.

    —¡Cambiad de tema, que por allí vienen Lola y Toñi! —avisa Marisol.

    Lola y Toñi se sientan de nuevo. Lola tiene los ojos rojos e hinchados. Ya no lleva maquillaje, se ha lavado la cara, pero la pena le cuelga de cada párpado.

    —Chicas —anuncia Toñi—, por si quedaba alguna duda: seguro que el Empotrador no la volverá a llamar.

    —¿Y eso? —pregunta Mónica.

    —Javier ha hablado con Lola —explica Toñi pausadamente y con delicadeza. Mientras habla, mira a Lola, que le confirma su autorización para proseguir con sus palabras—. Se vieron en el restaurante el día de la cita. Lola estaba en la puerta, esperando a Roque. Entonces llegó Javier, acompañado por unos amigos. El encuentro los pilló por sorpresa y se saludaron lo justo, porque el encargado, amigo de Javier, lo avisó para ultimar unos detalles de la cena.

    »Por lo visto era el cumpleaños de Javier y el encargado, compinchado con los amigos, intentaba despistarle. Javier le dijo a Lola: Nos vemos después. No te vayas sin que antes hablemos un segundo y nos pongamos al día. La cena transcurrió y no se volvieron a ver, porque Javier y sus amigos estaban en un reservado y él no se acercó de segundas a Lola. Javier fue un momento al baño. Allí coincidió con Roque. Se conocían desde pequeños, ya que jugaban juntos a fútbol en el mismo equipo. Charlaron un rato.

    »Roque le dijo que estaba con un coñazo de tía, una estrecha, que no sabía nada de vinos, ni siquiera coger la copa y que no servía ni para un buen polvo. Al salir, Javier barrió con la mirada el salón del comedor y divisó la mesa de Roque. Casi le dio un vuelco al corazón al ver que la chica en cuestión era Lola. Javier se fue sin saludarla. Se veía en la obligación de desenmascarar al sinvergüenza de Roque, pero tampoco quería montar una escena ni herir a Lola. Por eso se fue sin saludarla. Y, precisamente por ese motivo, ahora la ha llamado.

    —Pues, para no querer herirla, podía haberse guardado las palabras de Roque —comenta Noemí.

    —No se las quería decir ni entrar en detalles —dice Toñi en defensa de Javier—. Él solo le ha dicho que Roque soltó cosas muy feas sobre ella. Pero Lola ha insistido porque quería saber más.

    —¡Joder, Lola, eres masoca! —le reprocha Mónica.

    —Vaya joya de tío, no tenía que habértelo dicho. Se lo tenía que haber guardado. Es muy fácil eso de: «Voy de caballero, pero te tiro la mierda encima» —comenta Marisol.

    —No ha sido así —las corta Toñi—. Dejadme que os lo acabe de explicar: Lola le ha insistido a Javier, pero él, que siempre ha sido y sigue siendo un caballero, no se lo ha querido decir.

    —¿Entonces cómo se ha enterado de esas lindezas? —pregunta Noemí.

    —Lola ha enviado un mensaje de voz a Roque. Le ha dicho que era un «cerdo», un «cabronazo» y un «capullo integral».

    —¡Bravo! —lo celebra Noemí.

    —¡Lola! ¿De dónde has sacado ese carácter y esas palabrotas? ¿Qué has hecho? —pregunta Mónica escandalizada.

    —Mujer —interviene Marisol—, si un imbécil musculitos te pisotea el corazón y, además, quien te lo cuenta es el amor de tu vida, que siempre ha sido inalcanzable, a cualquiera le dan ganas de coger una porra y liarse a mazazos como mínimo. Déjala que pierda un poquito el control y suelte adrenalina.

    —Y Roque —continúa Toñi— le ha respondido con otro mensaje de voz. Y es cuando le ha dedicado esos piropos que os he dicho antes.

    —¡Ay, madre! —dice Mónica llevándose una mano a la cabeza.

    —¿Le has contestado? —pregunta Noemí a Lola, que se ha tapado la cara con las manos.

    —Le he propuesto que lo bloquee —dice Toñi, mirando a Lola, que sigue ocultando su rostro, ahora con la servilleta.

    —Lola —le dice Begoña—, ahora, respira hondo y escúchame. Tengo un plan para ti.

    —Indagar si Javier está libre o no —se adelanta Noemí con ojos brillantes—. ¡Lola, mira su foto en las redes sociales!

    —Ya la hemos mirado y aparece con una chica —dice Lola llorosa, retirando la servilleta de su cara.

    —Olvídate de Roque y de Javier, y atiende a lo que te voy a decir —le dice Begoña. Después, les pregunta a todas—: Sois maestras, ¿no?

    —Sí —responden a coro.

    —Entonces, disponéis de unas bonitas vacaciones: julio y agosto. Eso nos irá de fábula —dice la coach. A continuación, se dirige tiernamente a Lola—: Confío plenamente en ti. Te voy a proponer un plan de trabajo. Dos meses. Nos volveremos a ver en este mismo restaurante en septiembre. ¿Te parece bien?

    Lola afirma con la cabeza y se acaricia los pendientes. Lleva dos estrellitas doradas en la oreja derecha y una bolita y una luna dorada en la izquierda. Cuando está nerviosa, se acaricia los pendientes y se los recoloca. Otras veces se mordisquea el labio inferior.

    —Perfecto. —Sonríe Begoña—. Ahora olvida esos raviolis desastrosos y pidamos el postre. Necesitamos algo dulce. Mientras tanto, te explicaré en qué consiste el plan de acción. Si te gusta, adelante. Cariño, vas a ser una mujer nueva.

    Lola mira los raviolis como quien lee su futuro en el poso del café.

    —¡Lola! ¡Deja los raviolis! —le reprende Begoña con cariño y, después, le pregunta, guiñándole el ojo—: ¿Te apetece un coulant?

    3. Auriculares de plastilina

    Lleida, viernes, 8 de julio de 2016

    Clara se descuelga el estetoscopio. Ella lo llama los «auris», de auriculares e incluso les habla. La historia viene de mucho tiempo atrás, de cuando era una niña. En un carnaval, sin ni siquiera sospechar su vocación por la medicina, se enfundó una de las batas blancas de su abuelo. Se metió en la cocina, arrimó una silla a los colgadores, se encaramó y eligió la bata que tenía unas sartenes dibujadas en los puños. Era su favorita. Sin embargo, cuando se la puso, se tuvo que doblar cien veces los puños, y las sartenes desaparecieron de la vista. Pero ella estaba contenta porque sabía que estaban metiditas ahí dentro. Arrastraba la bata por el suelo, así que se apañó un dobladillo a la altura de los tobillos y lo sujetó con cuatro pinzas de tender la ropa. Se miró en el espejo del pasillo. Parecía un canelón en vertical. Tenía que mejorar el aspecto. Se le ocurrió una idea genial: desenchufó los cascos del walkman de su hermano mayor, los auris, y se los colgó al cuello. Pellizcó una porción de plastilina verde, modeló una pelotita como las albóndigas que preparaba su abuelo y la dejó encima de la mesa. Acto seguido, ¡zas!, la aplastó con el puño. El resultado: una moneda verde. La pegó en el extremo del cable de los auriculares, justo encima de la clavija plateada. Repitió la operación y puso otra moneda debajo, para que no sobresaliera la punta metálica. De lo contrario, hubiera podido lastimar a sus pacientes cuando les auscultase el pecho o la espalda. Miró el invento y le gustó. Ya tenía el fonendo, ya tenía los auris.

    ¡Mami, mami! ¿Cómo estás? Soy la doctora Chiara¹ —primero, llegó la voz, inesperada como un trueno y, acto seguido, cruzó el salón la bata blanca, reveladora como el rayo. La niña alcanzó su madre, que estaba leyendo en el sofá, y le plantificó la plastilina verde en mitad del pecho. Se acomodó los auris en sus tiernas orejitas y se concentró en escuchar algo.

    —¡Oh, tesoro! ¡Estás guapísima con esta bata tan elegante! —dijo Giovanna mientras le acariciaba el cabello.

    Es del abuelo.

    Espera un momento.

    Giovanna se levantó y se dirigió al armario de juegos. Los tenían para los niños de los huéspedes, aunque cada vez eran más los mayores que también se sentaban a jugar. Su hostal era pequeño pero muy acogedor. Por eso, cuando llegó la época del Internet, apenas hizo falta publicitarlo, pues ya tenía una clientela consolidada. Lo más bonito era ver cómo los hijos, cuando crecían, regresaban al hostal con su pandilla de amigos. Los padres de Clara habían cerrado la carpintería del abuelo y la habían reconvertido en un hostal. Lo llamaron Casa di Legno,² en honor al oficio del abuelo. Mantuvieron algunos muebles y herramientas como decoración. Giovanna y el abuelo, amantes de las manualidades, confeccionaron mosaicos con clavos y serrín, con virutas de madera y barrenas. Los enmarcaron con cristales y los colgaron por el salón. Junto a las ventanas encajaron dos bancos de trabajo reconvertidos en revisteros y maceteros. Fusionaron la gastronomía del Pirineo con la italiana. El abuelo cambió las sierras y los clavos por las ollas y las cucharas; el mono de carpintero, por la bata de cocinero. Abrazó el mundo de la cocina con la misma pasión que antes había tenido por la carpintería. Se especializó en todo lo que llevase harina. Era un artesano del trigo. Parecía que hubiese sido panadero de toda la vida. Preparaba dulces para las fiestas de Navidad, Semana Santa y para los cumpleaños. Pero lo que más éxito tenían eran las pizzas de Giovanna. El abuelo admiraba las cabriolas de la masa en las manos de su nuera. Cómo lanzaba la masa al aire y cómo la volteaba. Ella le mostró la manera de prepararla y los pasos para elaborar una auténtica pizza italiana. Por su parte, el abuelo le enseñó a preparar dulces típicos del Pirineo, como la coca de llardons y los carquinyolis, muy parecidos estos últimos, según Giovanna, a los cantuccini de la Toscana, su tierra natal. Todas estas delicias las cocían en el horno de leña, la joya del hostal, con ladrillos dispuestos formando una bóveda y una puerta de metal. De su construcción se encargó Tomás, el padre de Clara.

    La pequeña miraba ensimismada cómo su abuelo amasaba y esparcía la harina.

    —Clara, ¿quieres tirar los polvos mágicos? —El rostro de Clara eran dos ojos enormes y brillantes, como dos tazas de café. Asentía con la cabeza, muda de la emoción. Cogía con gran cuidado la levadura y, casi conteniendo la respiración por la solemnidad del momento, vertía los polvitos mágicos sobre la masa.

    —¡Muy bien! —la felicitaba el abuelo—. Esto ya está.

    Entonces se limpiaba las manos en un paño que llevaba en el bolsillo de la bata. A Clara le gustaba ver así al abuelo. Parecía el rey Melchor: el pelo blanco, la barba blanca y la bata blanca. Solo le faltaba una capa —porque todos los reyes llevan capa— y el camello. También la corona, pero el abuelo estaba muy a gusto con un pañuelo negro que se anudaba en la frente.

    A veces Clara llevaba a sus amigas a ver el horno mientras su abuelo o su madre preparaban pizzas, pan o cocas para los huéspedes.

    —Es un iglú de fuego —susurraba Clara a sus amigas—. Me lo ha dicho mi mamá. Adentro hay un esquimal cocinero que prepara todas las comidas.

    Aquel día de carnaval, Giovanna regresó del armario de juegos con una cartulina azul, un rollo de celo y unas tijeras. Recortó una cruz y se la pegó en el bolsillo de la bata.

    ¿Te gusta? —preguntó la madre.

    —¡Perfecto! —respondió la hija.

    En ese carnaval Clara iba a segundo de EGB, vivía en el Pirineo leridano, en Boí, tenía siete añitos y le sobraba la bata por todos lados. Ahora trabaja en un CAP, vive en Lleida, tiene treinta y cuatro años —en noviembre cumplirá los treinta y cinco— y continúa, por comodidad, remangándose la bata. Sus auris son de verdad y no llevan plastilina. Se despide de ellos: «Hasta dentro de unos meses». Se quita la bata y la dobla. Piensa que esta bata sí que tiene una cruz estampada, no de cartulina, pero en cambio no huele a dulces ni a pizza. Añora aquellos olores. Cierra la puerta de la consulta y cruza el pasillo. Su padre no entendió nunca su decisión. Podía haber estudiado cualquier especialidad médica y haber trabajado en los mejores hospitales, pero Clara prefirió ser médico de familia: «Me gusta el contacto llano y directo con la gente, papá», le dijo. Era un argumento que a él le resultaba un tanto incomprensible, pues la sociabilidad no ocupaba un lugar preeminente en su escala de valores.

    Antes de salir, se encuentra con su jefa. Ya se han despedido, pero vuelven a hacerlo otra vez:

    —Bueno, nena, que te lo pases en grande. —Le sonríe la jefa.

    —Gracias.

    —Dame un achuchón. —La jefa la abraza y le da un par de besos—. ¡Guapetona! Ten cuidado, ¿eh? En septiembre te quiero tener aquí dando guerra.

    —La guerra la tengo ahora. He quedado a comer con mi familia y estará mi padre.

    —No te quejes, peor es tener una suegra. Además, también estarán tus hermanos, ¿no?

    —Sí. Suerte de ellos. Y mis sobrinitas.

    —¡Pues tema solucionado! ¡Disfruta de la comida!

    —Mira el buzón. Te enviaré la postal más cutre que encuentre —dice Clara y le saca la lengua. Su jefa le devuelve un beso al aire.


    ¹ Narradora: Marco en cursiva lo expresado en italiano. Conservo el nombre de ‘Clara’, Chiara, en esa lengua.

    ² Narradora: ‘Casa de madera’.

    4. Mesa para siete

    —en ocasiones ocho—

    Lleida, viernes, 8 de julio de 2016

    Cuando se reúnen en casa, es decir, en el hostal Casa di Legno, se sientan siempre en el rincón del fondo. Se reúnen en torno a una mesa enorme, rectangular y maciza como un turrón. Según decía el abuelo: «Es un lingote de oro». Es de madera de pino y tiene infinidad de surcos que dibujan carreteras paralelas y sinuosas, como si alguien hubiera pasado un rastrillo sobre la arena a modo de jardín japonés. Clara, cuando era niña, hacía allí sus deberes de la escuela, procurando no caer en las provocaciones y los incordios de sus hermanos, Miguel y Julio, a quienes les costaba más ponerse a estudiar. También dibujaba en esa mesa los días lluviosos y las tardes oscuras de invierno en las que no podían salir a jugar a la calle. Le gustaba reseguir el trazado de las vetas, imaginando corrientes de agua que de repente se arremolinaban formando los nudos.

    Allí cenaban por turnos: primero, los niños y luego, los mayores. En primer lugar, comían Clara, Miguel y Julio acompañados por la madre, Giovanna, o por el abuelo, que ponía paz entre los hermanos y evitaba que entre chanzas se volcara algún vaso. Al final de la noche, Tomás, el padre, cuando ya había finalizado el horario de comedor y ya no quedaba ningún huésped al que atender, entonces se sentaba a cenar, junto con Giovanna y el abuelo, quienes comían si antes no lo habían hecho o picoteaban algo.

    Durante las vacaciones y festividades, seguían el mismo sistema, puesto que el hostal no cerraba al público y siempre había algún huésped, por lo que raramente se sentaban todos a la misma vez en la mesa. Cuando enfermó el abuelo, las cosas cambiaron. Los niños todavía eran pequeños. Miguel estaba a punto de cumplir nueve años, Clara tenía seis años y Julio, solo tres. Resultó necesario contratar una persona que ayudara en la cocina, ya que Tomás y Giovanna se turnaban para cuidar al abuelo.

    Fue entonces cuando llegó la señora Marcela, una señora enérgica y que hablaba sin tapujos, que rápidamente se hizo cargo de la situación. Aquella mujer valía por tres. Desde entonces la fueron llamando cada vez que necesitaban ayuda en el hostal. El abuelo se recuperó, pero se sentía débil y se fatigaba con cualquier pequeño esfuerzo. A partir de aquel momento, ya nada fue como antes. No se dieron cuenta hasta más tarde. El verdadero cambio se puso de manifiesto dos años después con el fallecimiento de Giovanna. Fue el 7 de enero de 1990. El día que se cerró al público la torre de Pisa, se cayó el helicóptero en el que volaba Giovanna por los Picos de Europa. Los niños no podían creer que mamá ya no estuviera allí. Gimoteaban destrozados, especialmente Clara, la más zalamera. Buscaban consuelo en su padre. Clara lo abrazaba y le bañaba la camisa con lágrimas y mocos, pero el padre permanecía mudo y con una mirada de hormigón.

    Tomás, de repente, se vio solo con tres niños a los que cuidar y educar. Su carácter se nubló al instante, como las tormentas inesperadas de verano, cuando nada hace pensar que el azul claro del cielo y el sol radiante como una yema de huevo se puedan convertir, en cuestión de segundos, en un brumoso mar de nubes negras. En el hostal entraron a trabajar el señor Marcos, que era un solterón taciturno, y Josep, un amigo de Tomás con el que compartía su afición por la bicicleta, el fútbol y también cierta tendencia a refunfuñar. Josep estuvo al lado de Tomás en ese bache, apoyándolo de manera muy básica: a base de cervezas, partidos de fútbol televisados y pocas palabras aparte de algunas palabrotas. Poco a poco, Tomás remontó.

    El abuelo lloró muchísimo la pérdida de su nuera, a la que quería como una hija. Aquel suceso fue un agujero en un saco de harina, por donde se fue perdiendo, sin hacer ruido, su salud. Continuaba ayudando algo en el hostal, pero sin hacer grandes esfuerzos. El trabajo duro iba a cargo de su hijo Tomás, del señor Marcos y de Josep. A veces también llamaban a la señora Marcela cuando necesitaban un refuerzo. El abuelo se encargaba de llevar en coche a los nietos a El Pont de Suert³ a las actividades extraescolares de inglés y deporte. Una tarde, mientras esperaba en la puerta de la academia de inglés, sufrió una arritmia. La ayuda de otros padres y madres que también estaban esperando a sus niños fue crucial para evitar que se desplomara en el suelo y se diera un golpe. Llamaron a la ambulancia. Fue un susto, pero un terrible diagnóstico salió a la luz: el corazón del abuelo estaba maltrecho.

    En esa época los niños, a su manera, tomaron conciencia de la situación, especialmente Miguel y Clara, que eran los mayores y ya cursaban séptimo y quinto de EGB. Maduraron de repente, como una planta que chupa todo el sol y nutrientes de la tierra, y da un estirón. Al cabo de cuatro años, una mañana de otoño, el abuelo tardaba más de lo normal en bajar a desayunar al hostal. Lo encontraron sin vida en la cama. Su corazón no pudo superar un infarto. Clara rompió a llorar y entre sollozos e hipidos se sentó en la cama y abrazó el cuerpo sin vida de su abuelo. Así se quedó hasta que gastó todas sus lágrimas y su corazón se fue serenando.

    Tomás apenas comió ni habló durante una semana. Se encerró en sí mismo, lo mismo que ocurrió tras la muerte de su mujer. Hasta que Josep lo volvió a rescatar mediante cervezas, partidos de fútbol, chascarrillos e improperios. Justo a continuación, el señor Marcos cayó en las redes del amor, cosa que Tomás nunca entendió, y se largó de Boí para casarse y vivir con su esposa en otro sitio, pues ella prefería el bullicio de la ciudad. Entonces la señora Marcela entró a trabajar a jornada completa en el hostal y se convirtió en una más de la familia. Sabía cómo llevar el carácter de Tomás y, especialmente, fue un referente y un apoyo para Julio, que por aquel entonces estaba adentrándose en una adolescencia algo complicada.

    Los años pasaron, y el tiempo calmó y anestesió heridas. Miguel, el mayor, acabó los estudios en el Instituto de El Pont de Suert y bajó a Lleida a estudiar Derecho. Acabó la carrera y se quedó allí a vivir. Se casó y tuvo dos hijas. Clara estudió Medicina en Lleida y preparó el MIR en Barcelona. Estuvo dando vueltas y al final se quedó a vivir en Lleida. Julio, el pequeño, empezó Económicas en Barcelona, pero colgó la carrera el primer año, dio un giro a su vida y se formó en cocina y hostelería. Después se dedicó a viajar por el mundo trabajando en hoteles, en restaurantes y cruceros. Aprendió a chapurrear varias lenguas y tuvo varias novias de distintas nacionalidades. Regresó a Boí y ahora trabaja con el padre, aunque continuamente está consultando horarios de trenes y aviones. Es un trotamundos y siempre tiene la mochila a punto. Sin disimular su desfachatez, justifica sus ausencias del hostal con «viajes de formación», ya que, cuando viaja, se fija en la gastronomía del país, se pierde en mercados, no les hace ascos a los puestos de comida en la calle y, si se tercia, se apunta a cursos de cocina. Tiene el corazón robado a todos los miembros de la familia, pues siempre regresa con detallitos para cada uno y les envía postales y fotos desde cada rincón del

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