Contra la cinefilia: Historia de un romance exagerado
Por Vicente Monroy
4.5/5
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De Orson Welles a Martin Scorsese, pasando por los Cahiers du Cinéma o Serge Daney, pero también dialogando con la historia de la filosofía y de la literatura, Monroy consigue construir en estas páginas una elegante síntesis de las ideas y polémicas más profundas que se han dado sobre el cine y su significado histórico.
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Comentarios para Contra la cinefilia
4 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Imprescindible lectura para que la cinefilia sepa que debe ampliar la mirada y hacer un necesario cable a tierra. Dice lo que hace años vengo pensando sobre esta condición tan arrebatadora, hermosa por momentos, pero también anquilosada.
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Contra la cinefilia - Vicente Monroy
Contra la cinefilia
Vicente Monroy
Contra la cinefilia
Historia de un romance exagerado
Índice de contenido
Portadilla
Legales
1. Ciudadano Kane no es cine
2. Enfermar de cine
3. Cine es el nombre del mundo
4. La trampa de Parrasio
5. El programa emancipatorio de la cinefilia
6. El final del amor
7. Salir del cine
Agradecimientos
Ilustración de cubierta: Julio César Pérez
© Vicente Monroy, 2020
© Clave Intelectual, S.L., 2020
Paseo de la Castellana 13, 5º D – 28046 Madrid
Tel (34) 917814799
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www.claveintelectual.com
Edición y coordinación: Santiago Gerchunoff
Diseño: Hernández & Bravo
Corrección: Lola Delgado Müller
Diseño de colección: Eugenia Lardiés
Primera edición en formato digital: julio de 2020
Digitalización: Proyecto451
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright
, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
ISBN edición digital (ePub): 978-84-122252-0-4
Le olía mal el aliento, como a todos los cinéfilos.
Elizabeth Moreau en Les sièges de l’Alcazar (Luc Moullet, 1989)
1. Ciudadano Kane no es cine
La anécdota cuenta que, en el otoño de 1946, después de la primera proyección de Paisà de Roberto Rossellini en el auditorio de la Maison de la Chimie de París, André Bazin, a quien le tocaba abrir el coloquio posterior, estaba tan sobrecogido por la emoción que le produjo la que consideraría desde ese momento la película más revolucionaria jamás rodada, que la primera parte de su discurso resultó incomprensible para el público. La palabra que más le costaba pronunciar era «cine» (1).
Recuerdo una emoción parecida a la salida de un pase de El río de Jean Renoir en mi primer año como estudiante en Madrid, en el otoño de 2007. Es posible que algunos de los elementos del recuerdo los haya añadido más tarde, o incluso que formen parte de la película de Renoir y no de la realidad (con el tiempo he llegado a mezclar frecuentemente mis recuerdos con escenas de películas). Mientras iba andando hacia la calle Atocha me daba cuenta de lo extraño que me parecía que la gente siguiera a lo suyo después del milagro al que acababa de asistir. Un extrañamiento de tipo existencialista. ¿Cómo era posible que la realidad no se sometiera a aquel mundo mejorado y estético de la película? También recuerdo la anulación paulatina de este efecto, cómo me esforzaba por repetirlo una y otra vez a la salida de otras sesiones, cada vez con menos éxito, hasta convertirlo en una especie de simulación. Un distanciamiento que percibía como una desconexión entre los asuntos del cine y los asuntos del presente, la rotura del hilo sentimental que los unía.
En los diez años que siguieron a aquella proyección de El río fui lo que se conoce como un cinéfilo empedernido, una rata de filmoteca (aunque esto es un decir, porque veía la mayor parte de las películas en la pantalla de quince pulgadas de mi MacBook, que me permitía una variedad mucho mayor que la programación de las salas madrileñas). Era común que viera dos o tres películas los días de diario, y hasta el doble en los largos maratones de los fines de semana, lo que compaginaba como podía con mis estudios y mis primeros trabajos como escritor. Lo mismo me daba, no podía evitarlo: quería verlo todo, de todas las épocas y de todos los países.
¿Qué significaba ser cinéfilo? Si nos atenemos a la idea popular, la cinefilia es el amor al cine. Pero esta definición es bastante imprecisa. Al fin y al cabo, el cine ha sido el gran arte popular del último siglo y medio. Si preguntamos a nuestros amigos y conocidos, casi todos dirán con convencimiento que les gusta ver películas. Es probable que dispongan de cierta cultura cinematográfica, que conozcan la obra de algunos directores, actores y hasta compositores de bandas sonoras y guionistas. El amor por el cine es un sentimiento común en una época como la nuestra, profundamente influida por los medios audiovisuales. En algunos momentos de la historia del último siglo, como en la primera mitad de los años treinta y a mediados de los años cuarenta, más de dos tercios de los estadounidenses iban a ver películas semanalmente, sin que existiera, como pretenden algunos autores, una clara segregación entre clases sociales o niveles culturales. Y este fue un fenómeno que se extendió por todos los rincones del mundo, afectando profundamente la identidad del individuo contemporáneo. «Iglesias y lugares de culto no han conseguido, en varios milenios, cubrir el mundo con una red tan extensa y coherente como la que ha creado el cine en treinta años», escribía Robert Musil en 1930. (2) Casi podríamos hablar del hombre del siglo XX como un homo cinematographicus (3). El gran invento de los hermanos Lumière al organizar la primera proyección pública de pago en diciembre de 1895 no fue el cinematógrafo, sino el espectador cinematográfico. Un novedoso devorador de historias y de imágenes del mundo.
Pero en este nuevo orden de la mirada, el cinéfilo no es un espectador cualquiera. Ocupa un lugar privilegiado. Como han explicado An-toine de Baecque y Thierry Frémaux, si el cine es la gran metáfora de las relaciones sociales del siglo XX occidental, la cinefilia sería su versión clandestina, su prolongación ceremonial, individual e íntima. (4) El cinéfilo es un espectador que organiza la propia vida alrededor de las películas. No se conforma con amar el cine, sino que lo convierte en su «manera de ser». Esta manera de ser no se caracteriza necesariamente por un corpus definido de películas o de textos. Cinéfilos de distintos lugares y épocas han defendido tendencias diferentes, incluso opuestas, dependiendo de las ideas que persiguieran. En cambio, parece posible determinar ciertos patrones que se repiten en su forma de actuar. «No hay amor, solo hay pruebas del amor», dice un famoso verso del poeta Pierre Reverdy recuperado por Jean Cocteau para el guión de Las damas del bosque de Bolonia. (5) No es el amor al cine lo que distingue al cinéfilo, sino las pruebas de su amor, que se formalizan a través de la construcción de rituales de la mirada, de la exploración, de la comunicación, de la formación de comunidades y de espacios de intercambio. Su actividad no se limita en ningún caso a la observación pasiva y la acumulación de conocimiento. Anhela desempeñar un rol activo en el sistema productivo del cine. Recordemos el ilustrativo caso de los cinéfilos parisinos reunidos en los años cincuenta alrededor de la revista Cahiers du Cinéma, que antes de lanzarse a dirigir películas ya consideraban la crítica un acto creativo cinematográfico en sí mismo, y no un proceso subordinado a las películas de los demás. «Escribir era ya hacer cine -decía Jean-Luc Godard- porque entre escribir y rodar hay una diferencia cuantitativa, no cualitativa» (6).
Parece evidente que la idea de la cinefilia como simple amor al cine resulta insuficiente, y puede dar lugar a equívocos. Aunque se tiende a resaltar el amor como motivación principal del cinéfilo, su carácter se define también por otros muchos tipos de sentimientos y emociones, no todos tan sanos, entre ellos arrebatos pasionales y censores, formas de indignación, rabia, nostalgia, entusiasmo, dolor o tristeza. En muchas ocasiones, el odio a una