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El documental político en Argentina, Chile y Uruguay: De los años cincuenta a la década del dos mil
El documental político en Argentina, Chile y Uruguay: De los años cincuenta a la década del dos mil
El documental político en Argentina, Chile y Uruguay: De los años cincuenta a la década del dos mil
Libro electrónico827 páginas11 horas

El documental político en Argentina, Chile y Uruguay: De los años cincuenta a la década del dos mil

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El cine documental en Argentina, Chile y Uruguay ha demostrado fuerza, sofisticación y deseos de ser tanto testigo de los eventos políticos como protagonista de los procesos sociales que han marcado a estos tres países desde la década de los cincuenta. El cine documental del Cono Sur constituye hoy día un corpus de trabajo y un archivo audiovisual histórico sustancial, que posee un gran potencial como fuente para investigar y teorizar tanto las historias y experiencias de cambio social y cultural en América Latina como el mismo género documental.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 jun 2017
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    El documental político en Argentina, Chile y Uruguay - Antonio Traverso

    2009.

    Capítulo 1

    Modos de inscripción de las voces obreras en el documental político argentino (1968-1973)

    Mariano Mestman

    (CONICET - Universidad de Buenos Aires, Argentina)

    ¹

    A fines de la década de los sesenta el cine político de América Latina otorgaba singular relevancia a las voces testimoniales del pueblo, los trabajadores y sectores subalternos. En el caso argentino, la voz obrera incrementó su presencia en las películas durante el período del cine militante iniciado en 1968 con La hora de los hornos (Solanas y Getino, 1968) y filmes posteriores realizados en torno al levantamiento obrero-estudiantil de mayo de 1969, conocido como «el Cordobazo». Entre las críticas que los cineastas militantes hacían al cine directo, para dar cuenta del momento histórico, y las propuestas de «dar la voz al pueblo», las voces obreras asumieron un lugar de autoridad en la densidad textual de las películas. Este ensayo analiza diferentes modos de configuración de las voces obreras y testimonios populares (de obreros industriales, trabajadores rurales, y militantes de la Resistencia Peronista) en las películas del período, y considera los diálogos y negociaciones sostenidos entre esas voces y las tesis revolucionarias epocales.

    Introducción

    Cuando a fines de los años sesenta apareció en la Argentina un cine de intervención política, los cuestionamientos a la limitada capacidad del denominado cine directo para dar cuenta en profundidad de los problemas sociales y sus causas estaban a la orden del día en el cine político mundial. Los realizadores militantes, recurriendo a la tradición del agit-prop y al trabajo con material de archivo, daban un lugar destacado al montaje en la construcción de significados políticos y sociales. Y aunque algunos se permitían articular momentos observacionales con entrevistas, material reciclado y estrategias expositivas clásicas, las propuestas resultaban muy distintas del tipo de aproximación que habían promovido los documentalistas más ortodoxos del cine directo en la búsqueda de la «no intervención» y las «temporalidades auténticas»². Ni la observación ni la encuesta por sí mismas, ni la ambigüedad de un cine no controlado, ni la sobriedad o la objetividad podían ser ya valores suficientes ni pertinentes para abordar la realidad cuando se trataba, al mismo tiempo de transformarla.

    En esos mismo años, mientras en América Latina el testimonio ganaba lugar en una producción cultural comprometida, y el tercermundismo incrementaba su presencia en la geopolítica del cine mundial, la agitación del 68 en las calles de importantes ciudades de Occidente –con su repercusión en el mundo del cine y sus principales festivales (Cannes, Pesaro, Venecia)– colocaba en primer plano la «toma de la palabra» por obreros, jóvenes y estudiantes³.

    Aunque las discusiones en torno a «los límites del cine directo», «la toma de la palabra», y la «cesión de la voz al pueblo» son diferenciables, en tanto que poseen cierta autonomía en su gestación y desarrollo, todas nutrían el imaginario del cine político en los orígenes del cine militante argentino. En este sentido, si bien el estudio de las interrelaciones entre esos fenómenos en este cine requiere de un programa de investigación más amplio, en estas páginas me propongo avanzar en el análisis de su copresencia en algunos filmes argentinos del período, en particular en La hora de los hornos (Fernando Solanas y Octavio Getino, 1968), Ya es tiempo de violencia (Enrique Juárez, 1969), El camino hacia la muerte del viejo Reales (Gerardo Vallejo, 1971), Operación Masacre (Jorge Cedrón, 1972) y Los hijos de Fierro (Fernando Solanas, 1975). En este ensayo recupero algunas reflexiones que desarrollé en estudios previos⁴, con el objetivo de focalizarme aquí en las diversas modalidades de configuración del testimonio popular en estas películas y, al mismo tiempo, interrogar los «diálogos» y «negociaciones» entre esas voces subalternas y las tesis e imaginarios epocales postulados en torno a la protesta social, la idea de Revolución y la identidad de clase en Argentina.

    La irrupción de la voz del otro: hacia La hora de los hornos

    La definición misma del cine directo, la genealogía del concepto y sus diversos usos en Argentina y otras geografías trasciende las posibilidades de estas páginas⁵. Sin embargo, sería importante recordar que más allá de las críticas de esa coyuntura, algunas características propias del cine directo lo asocian a los intereses de los cineastas militantes: la observación de otras realidades, el acercamiento a sujetos y ambientes populares, y la incorporación de voces subalternas.

    En su estudio sobre el documental latinoamericano, Paulo Antonio Paranaguá observa que la gran revolución se produjo con la llegada del sonido directo, con la consecuente posibilidad de acceso a la palabra del otro, más o menos en paralelo a la irrupción de «cámaras o grabadoras livianas» y la «película de alta sensibilidad»⁶. Aunque los desarrollos tecnológicos (equipos más livianos y baratos, cámaras ligeras, sonido sincrónico) tuvieron un rol decisivo en estas búsquedas, éstos no siempre estuvieron disponibles en América Latina durante los sesenta. Pero aun cuando muchos cineastas latinoamericanos no hubiesen llegado a incorporar las nuevas tecnologías (en particular el sonido sincrónico), ellos no eran ajenos al cambio general implicado por su aparición en otras geografías, por ejemplo en tendencias como direct cinema o cinéma-vérité (Barnow, 1993) o modalidades documentales observacionales e interactivas (Nichols, 1991). De este modo, el impacto que aportaba el registro de personas que hablaban con su propia voz y, en muchos casos de manera espontánea, como señala Barnow, ya no podía ser ignorado.

    Durante los sesenta y los setenta esta novedad se despliega en América Latina entre la radicalización política y una tendencia sociocultural que alcanzaba relevancia, como era la irrupción del testimonio de la gente común (y en particular de los pobres) en la literatura, las ciencias sociales y humanas. Los hijos de Sánchez (1961) del antropólogo norteamericano Oscar Lewis, por ejemplo, es uno de los libros de rescate de vidas otras de mayor divulgación en la región y sin duda estableció una referencia en el continente. Otro antecedente es el estudio de tradiciones y vivencias populares del cubano Miguel Barnet, reconocido por su Biografía de un cimarrón (1966). Como observa Claudia Gilman, Barnet es un autor «cuasi fundador» del género testimonial, el que ocuparía un lugar central en disputas intelectuales y literarias latinoamericanas a fines de la década del sesenta en el marco de una apuesta generalizada por nuevos formatos y géneros valorados en su dimensión comunicativa como el mismo testimonio, la canción de protesta y, de modo destacado, el cine político⁷.

    En este marco, y más allá de las limitaciones tecnológicas referidas que obligan la puesta en juego de diversas estrategias de (re)presentación de las voces populares, éstas irrumpen en la pantalla de modo destacado. En el caso argentino, incluso antes de la aparición del denominado cine militante, varios documentales que se mueven entre lo etnográfico y lo sociológico ya incorporan esas voces. Por ejemplo, desde las primeras iniciativas a fines de la década del 50, es decir, desde la Escuela Documental de Santa Fe (creada por Fernando Birri con una doble filiación en el neorrealismo italiano y la Escuela Documental Británica de Grierson) hasta La hora de los hornos, puede trazarse un recorrido que cruza con algunas de las búsquedas más avanzadas de la experimentación del cine directo y la irrupción de los sectores populares en el cine latinoamericano.

    La primera parte de La hora de los hornos, probablemente aquella con la cual más se identifica a esta película, integra diversas estrategias de ataque a la pasividad del espectador (un «gran martillo», «una gran ametralladora» que lo provoca para obtener su reacción violenta, según afirmaba Solanas⁸), en la que un audaz trabajo de montaje combina sin conflicto la contrainformación y la agitación (el agit-prop) en la línea del cine ensayo. Sin embargo, las partes segunda y tercera presentan una narración documental más «clásica», siempre con predominio de la voz over, al modo del noticiario institucional, con mucho material de archivo, primero, y recurriendo al registro de testimonios, luego. En la segunda parte del documental –que está dividida en dos secciones: la «Crónica del peronismo», 1946/1955, y la «Crónica de la Resistencia», 1955/1968– por un lado, se pone en juego un reservorio de imágenes de archivo sobre el gobierno de Juan Domingo Perón en tanto memoria audiovisual de las clases populares argentinas. Por otro lado, se promueve la expresión de la palabra popular, obrera, y de aquellos que protagonizaron la «Resistencia» frente a los gobiernos antiperonistas que se sucedieron desde el derrocamiento de Perón en 1955 por un golpe cívico–militar⁹.

    Durante la I Muestra de Cine Documental Latinoamericano de Mérida, Venezuela (septiembre, 1968), entrevistado por la revista venezolana Cine al día (núm. 7, marzo 1969, op. cit.), Solanas destacaba la presencia de testimonios y reportajes en las dos últimas partes de su película, explicitando el recurso al cine directo y caracterizando el discurso fílmico con términos que remitían a dicha tradición: películas «fundamentalmente cognoscitivas»; discurso «frío» y «objetivo»; forma cinematográfica «simple», «directa» y «ascética»; filmes que permiten al espectador pensar con tranquilidad y sacar sus propias conclusiones.

    De este modo, la apuesta sesentista de «dar la voz al pueblo» parece encontrar su expresión más genuina en esta segunda parte del filme, en la que escuchamos el testimonio de obreros, delegados y activistas emitido por ellos mismos desde los ambientes que frecuentan o en los que los conflictos se despliegan: el lugar de trabajo, el bar, el sindicato, la asamblea y la calle. Sea que estos sujetos históricos se encuentren en situación de entrevista, se dirijan directamente al espectador o dialoguen entre sí, el filme los muestra y nos permite escuchar sus voces, a veces en directo con equipos sincrónicos o por posincronización, a veces de modo indirecto o mediado. Pero aunque estas situaciones pueden generar la sensación de plena cesión de la voz de autoridad del filme a los protagonistas de las luchas del período, la cuestión resulta más compleja. Es decir, si por un lado muchas imágenes de archivo y algunas reconstrucciones funcionan ilustrando las afirmaciones de los entrevistados y, de este modo, generando la percepción de prueba respecto de sus dichos (sobre la ocupación de fábricas, las manifestaciones, y la represión), al mismo tiempo, los propios testimonios funcionan como evidencia de la argumentación que al comienzo o al final de cada capítulo se presenta desde la voz over.

    Esto puede observarse en varios capítulos de la segunda parte de La hora de los hornos, como el muy famoso titulado «Las ocupaciones fabriles», que se refiere al mayor período de ocupaciones obreras de establecimientos industriales hacia 1963-1965, integradas en el plan de lucha de la Confederación General del Trabajo de Argentina¹⁰. También hacia el final de esta segunda parte del filme, en el que algunos protagonistas de la Resistencia relatan sus métodos de lucha y, ante la consulta de los entrevistadores, reconocen sus límites, al igual que de forma categórica postula la voz over una salida revolucionaria.

    De algún modo, la autoridad textual del filme se desplaza en estos y otros ejemplos hacia los actores sociales (los trabajadores entrevistados), cuyos comentarios y respuestas ofrecen una parte esencial de la argumentación de la película. Sin embargo, estos y otros testimonios son al mismo tiempo incorporados y articulados por la argumentación ofrecida a través del comentario del narrador. De esta manera, sea a través de la voz del narrador o de los cineastas (en off), las voces populares quedan casi siempre entrelazadas y, en gran medida subordinadas, en una lógica textual persuasiva que las orquesta en el sentido de las tesis del filme: los límites del «espontaneísmo» y la necesidad de una organización cualitativamente superior para la disputa del poder.

    El camino hacia la muerte del viejo Reales: trabajadores de

    la zafra azucarera y cultura de la pobreza

    La experiencia de las ocupaciones fabriles constituyó un tópico fundamental para el grupo Cine Liberación en su intento de diálogo con el proletariado peronista, precisamente al cual estaba dedicada la segunda parte de La hora de los hornos. Esta misma experiencia histórica fue destacada –por su carácter «ejemplar» y «desalienante»– en otro largometraje producido por este grupo: El camino hacia la muerte del viejo Reales (1971), dirigido por el cineasta tucumano Gerardo Vallejo¹¹. Sin embargo, la puesta en escena de la confrontación laboral en la provincia de Tucumán requería de un tratamiento diferente. Porque, aun cuando una parte importante del filme de Vallejo está dedicado al conflicto obrero en los ingenios azucareros de Tucumán, en su conjunto, el filme retrata la vida de una sola familia rural¹². En consecuencia, la configuración de la palabra de los pobres en el caso de este filme contempla la particularidad del habla y la cultura de esos pobladores, con sus modos e idiosincrasia específicos.

    El camino se organiza en torno a la historia de vida del trabajador azucarero Gerardo Ramón Reales («el viejo Reales») y sus hijos: Ángel, trabajador golondrina; Mariano, ex trabajador de la caña de azúcar convertido en policía; y el Pibe, el más joven, obrero del ingenio azucarero. Entre la indagación antropológica y el posicionamiento político, si en el inicio el testimonio del viejo Reales a la cámara facilita una inmediata identificación de su condición social (a través de la expresión en su rostro, el ambiente, y el habla del «pobre rural»), la película concentra su estrategia narrativo–argumentativa en la representación de cada uno de sus tres hijos. Con ello, la película de Vallejo sintetiza las escasas opciones de vida que surgen de ese ambiente frente a la opresión del sistema.

    En relación con las referencias epocales comentadas en el acápite anterior, es interesante notar que si bien hay diferencias significativas entre los protagonistas del filme de Vallejo y los sujetos estudiados por Oscar Lewis, varios elementos del concepto de «cultura de la pobreza» (que es el aporte original de Lewis) están presentes en la película argentina y, en ambos casos, se incorpora la experiencia vivida por los respectivos sujetos sin renegar de sus zonas más complejas y conflictivas. De hecho, el potencial contestatario respecto del orden social que Lewis identifica en actitudes presentes en la «cultura de la pobreza» es trabajado por Vallejo en el filme. En la toma de conciencia de clase del Pibe y su consecuente desarrollo de una praxis social podría reconocerse el tránsito de salida de la «cultura de la pobreza» según lo pensaba Lewis, aun cuando las condiciones materiales de pobreza perdurasen (como ocurre en el filme)¹³.

    El filme de Vallejo construye las historias de Ángel y de Mariano sobre la base de datos surgidos de sus vidas reales, de su condición en el mundo histórico (respectivamente, el trabajador golondrina y el policía). Mientras tanto, el tercer hermano, el Pibe, se configura como un personaje ad hoc, es decir, construido a partir de elementos de la historia personal del Pibe, combinados con aspectos de la vida de otros jóvenes tucumanos con participación gremial y política. En este sentido, el Pibe es representado como un típico activista sindical de base de la FOTIA (Federación de Obreros de la Industria Azucarera); aquello que el Pibe en realidad no fue, pero que pudo haber sido en ese tiempo y lugar, dice Vallejo¹⁴.

    Mientras los otros dos hermanos (Angel y Mariano) permanecen encerrados en relatos fragmentarios que incorporan su propia voz («pobre» en lo que a capacidad comunicativa se refiere), el capítulo dedicado al Pibe tiene una mayor articulación narrativa y su voz (doblada) permite desarrollar el testimonio con mayor fluidez. Si las voces de sus hermanos no escapan de un lenguaje verbal estrechamente vinculado a sus condiciones de existencia material y cultural, en el caso del Pibe se trata de una voz diferente: es un habla también popular, pero mediatizada por un registro discursivo más cercano a la experiencia sindical o política.

    De este modo, el personaje del Pibe representa mucho más un proyecto político a construir que su condición de sujeto real e histórica. Es en este sentido que Vallejo se refería a su intención de dar testimonio del «motor» del movimiento popular tucumano, esto es, la clase obrera campesina (en particular el trabajador de la zafra azucarera, tanto el obrero de fábrica como el de surco), diferenciándolo de otras regiones urbanas con mayor desarrollo de clase obrera industrial. Y, al mismo tiempo, Vallejo advertía que no se trataba sólo del testimonio de la vida de una familia, sino de «sintetizar» el proceso sindical y político con el que se estaría identificando «el pueblo campesino de Tucumán»¹⁵.

    Este proceso político no sólo se despliega en el capítulo de El camino dedicado al Pibe –expresado desde su propio pensamiento sobre los hechos, el que es expuesto en un relato interior y reflexivo durante un viaje en tren– sino también en un anexo de la película sobre las luchas obreras en la provincia de Tucumán. Los anexos contenidos en El camino son dos fragmentos compuestos con material de archivo o registrado

    ad hoc, que fueron incorporados a la edición final de la película en 1971. Precisamente, es en el segundo anexo en el que presentan las luchas del pueblo tucumano, en parte desde una voz over expositiva, en parte a través de la reflexión del Pibe, y, por momentos, también cediendo la autoridad textual a testimonios de trabajadores de base o dirigentes reconocidos. Esas voces hablan de temas como el alcance del poder de la FOTIA, las diferencias entre los obreros de fábrica y los obreros de surco, la ocupación de fábricas, la represión y muerte de trabajadores, las luchas estudiantiles, y la guerrilla. De este modo, el anexo facilita la emergencia de las diversas posiciones del movimiento obrero tucumano.

    Así, el cineasta expresa un interés por la autenticidad del registro de las condiciones de vida y los rasgos socio-culturales de los miembros de la familia Reales pero también se permite recrear casi por completo a uno de los hermanos (el Pibe) en función de la agenda política de Cine Liberación (además de incluir testimonios directos de dirigentes obreros). Aunque el objetivo militante es preponderante, Vallejo no desplaza la indagación etnográfica. Tal vez lo más interesante en este sentido es justamente la copresencia de lo político y lo cultural, en un tipo de articulación que deja espacio a la exploración en importantes zonas de la experiencia vivida de los personajes.

    En este marco, si la «cesión de la palabra» a dirigentes obreros y trabajadores de base (en el citado «anexo») permite desplegar una vivencia de explotación y confrontación cotidiana (particularmente en los relatos de los obreros que sufrieron represión) junto a una caracterización más general del conflicto (en particular en los relatos de los dirigentes), la película en su conjunto asume el desafío de representar el vínculo de la familia Reales con ese proceso histórico. Esto es, El camino asume el desafío de «poner en escena» la articulación entre, por un lado, las condiciones y aspiraciones de la familia rural y, por otro, los proyectos de transformación social de militantes y dirigentes sindicales, y las tesis del cine político.

    Esto es lo que intenta resolverse en este filme a través de la configuración del personaje (y la palabra) del Pibe. El Pibe debía representar la búsqueda del hombre nuevo en todas sus contradicciones en lo personal y lo político. De este modo, las dudas y reflexiones del Pibe funcionan favoreciendo la intertextualidad del filme con debates políticos de la época. Estos últimos se despliegan en gran medida en contrapunto con otro personaje típico, Ramón, un compañero de trabajo del Pibe, quien en cambio parece ser un activista militante más decidido y con mayor conciencia política. Es interesante, entonces, observar cómo al ubicar los aspectos de mayor firmeza ideológica y argumentativa en Ramón, el cineasta complejiza la apuesta política de la película a través del Pibe. A él lo presenta como un trabajador que participa de la actividad gremial, incluso que llega a ser delegado, pero que no es un dirigente y que, en cambio, abandona la lucha por un tiempo y se va de la provincia. El Pibe vivencia su situación con un escepticismo que, aunque no es la resignación de sus hermanos, lo diferencia de los trabajadores más comprometidos como Ramón. Esto le hace afirmar que en realidad no es tan diferente de sus hermanos y lo identifica con el viejo Reales, su padre.

    De este modo, la autenticidad del filme se juega en cómo Vallejo construye al Pibe como un personaje que no puede despegarse por completo en lo cultural y político de su familia y de los límites derivados de sus condiciones materiales de existencia, pero que, sin embargo, se distingue (aunque no por medio de un corte definitivo) para configurarse en opción política.

    Ya es tiempo de violencia: el Cordobazo y la palabra obrera

    En los días 29 y 30 de mayo de 1969 se produjo en la Argentina el mayor levantamiento popular del período, conocido como el Cordobazo. El hecho tuvo lugar en Córdoba, un polo de reciente y repentino desarrollo industrial encabezado por el sector automotriz, con una clase obrera industrial en gran medida joven. El Cordobazo consistió en una huelga, manifestación y protesta callejera protagonizada por obreros y estudiantes (con apoyo de la población general) por mejores condiciones laborales y contra el régimen militar de entonces, que incluyó la ocupación de zonas de la ciudad por los manifestantes hasta su recuperación por el ejército al día siguiente.

    Fue durante este episodio clave de la historia política argentina en el que se evidenció un encuentro entre el cine militante y el registro televisivo directo. En efecto, las imágenes captadas por las cámaras de la televisión –en particular las de Canal 13, a la sazón el de mayor alcance a nivel nacional– llevaron a los hogares la irrupción violenta de la protesta, dando cuenta del desorden y la confusión reinante mientras los enfrentamientos tenían lugar en el centro de la ciudad. Los movimientos rápidos y confusos de la cámara al hombro desde el interior mismo de esos enfrentamientos, en medio de las corridas, los gases y disparos, transmitían a través de los televisores lo vertiginoso, imprevisible, y descontrolado de los acontecimientos¹⁶.

    Pero desde el momento mismo de su registro, lo captado por las cámaras televisivas se convirtió en imágenes en disputa. Estas imágenes eran acompañadas por las palabras de los corresponsales que las enviaban, y en su transmisión (que no fue en vivo, sino en diferido durante días sucesivos) se presentaban editadas y comentadas de diversos modos por los presentadores y periodistas televisivos. Y al mismo tiempo, en su apropiación posterior por el cine político, estas imágenes de la televisión también fueron resignificadas desde la banda sonora de cada filme: en la voz over, música, canciones, pero también a través de las voces y testimonios de los protagonistas de la protesta.

    En la medida en que por su peso material y simbólico el Cordobazo fue considerado un punto de inflexión en las luchas del período, casi todas las películas políticas posteriores aludieron a este evento. Es más, la mayoría de ellas utilizaron el mismo fragmento televisivo para representar esa inflexión histórica y proclamar que a partir de ese momento se generalizaría la protesta antidictatorial, las clases populares retomarían la iniciativa y se produciría un salto cualitativo. El fragmento televisivo elegido tiene una duración de pocos segundos y muestra a los manifestantes avanzando por una calle y arrojando piedras a la policía de a caballo que de modo precipitado y desordenado da media vuelta y retrocede en retirada. Insertadas de los modos más diversos en filmes tanto documentales como de ficción y, en general, definiendo un sentido épico para esa gesta, esas imágenes buscaron simbolizar el avance popular sobre el régimen militar de Juan Carlos Onganía, el que, en efecto, caería poco después.

    Este uso de imágenes documentales de archivo da cuenta del funcionamiento del cine militante frente a los posibles límites del cine directo. Interesado en el efecto directo de las imágenes (en este caso televisivas), debido a la autenticidad y potencial identificación que aporta el registro documental desde el corazón mismo de las luchas y movilizaciones obreras, el cine militante se preocupaba al mismo tiempo por achicar lo más posible los márgenes de ambigüedad. La propia selección de ese fragmento emblemático, en que se ve a los manifestantes haciendo retroceder a la policía montada, y el anclaje de su sentido desde la voz de autoridad de los filmes políticos resultaban imprescindibles al

    expresarse las tesis militantes que interpretaban el Cordobazo. Es decir, el cine político se posicionaba discursivamente para ordenar y dar sentido a las imágenes de la televisión, en un montaje que se interesaba por la búsqueda de un real más «sangrante» que «viviente»¹⁷.

    En un trabajo anterior me detuve en un estudio comparado de la utilización de ese fragmento televisivo en las películas militantes de esos años¹⁸. Aquí analizaré uno de esos documentales, que pone en escena el testimonio de un protagonista de la protesta. Se trata de Ya es tiempo de violencia (Enrique Juárez, 1969), un filme que fue realizado inmediatamente después del Cordobazo, circuló como de autor anónimo, y fue el primero en incorporar las secuencias televisivas referidas.

    Ya es tiempo de violencia es un típico documental expositivo en el que una voz en off de carácter omnisciente desarrolla una argumentación sobre el Cordobazo y la coyuntura política argentina. Las imágenes del levantamiento popular son de los trabajadores en las calles, las barricadas, el incendio de locales y automóviles (junto a policías y militares que los reprimen). Esas imágenes funcionan al comienzo del filme como contrapunto de las declaraciones oficiales sobre la pronta normalización de la situación, e inmediatamente como prueba de los postulados de la voz over del documental que explica la protesta y su sentido histórico.

    A diferencia de otras películas del período, aquí no se introducen testimonios directos captados en el lugar de los hechos, pero tampoco la voz over en tercera persona es la única que concentra la palabra, sino que se opta casi desde el inicio por ceder parte de la autoridad textual del filme al testimonio de un obrero participante que reconstruye su vivencia personal. De este modo, el registro de la voz over se modifica luego de los primeros minutos. Ya no se trata de la retórica de argumentación del comentarista (en tercera persona), sino del testimonio de un compañero en un lenguaje más coloquial y que tutea a su supuesto interlocutor. Sin embargo, se trata de un testimoniante cuyo rostro o fisonomía no conocemos, quien permanece fuera de campo mientras su voz relata los hechos ilustrados por las imágenes televisivas. Este relato (que también se refiere a la historia reciente del país) pasa por las tres secuencias temporales clásicas con las que se ha descrito el Cordobazo. Primero, relata la salida de las columnas obreras de los lugares de trabajo en la mañana del 29 de mayo. Luego, relata el asesinato al mediodía del obrero Máximo Mena, la escalada en el enfrentamiento y la superación de las «fuerzas del orden» por los manifestantes. Finalmente, describe la irrupción del ejército y la aparición de los francotiradores. Al finalizar este testimonio obrero en primera persona, reaparece la voz over que en tercera persona caracteriza y generaliza dicha vivencia personal.

    Aunque este paso del testimonio obrero a la voz over generalizante resulta similar a lo que ocurre en otros filmes, según ya vimos, aquí la voz subalterna participa de manera significativa en la presentación de las tesis y la interpretación de los hechos. Por ejemplo, la idea de una «reacción espontánea del pueblo cordobés» (frente a las acusaciones oficiales de participación de «agentes foráneos»), es sostenida desde la voz over pero reforzada con la reconstrucción de los hechos por parte del protagonista. Del mismo modo, otros tópicos en torno al Cordobazo se construyen también desde esa voz, tales como la idea de la «madurez política» de los manifestantes (representada en la ocupación de la ciudad, donde hay barricadas, incendios, y destrozos, pero selección de objetivos y no robos), el protagonismo de la «masa obrero-estudiantil», el problema de la unidad, la democracia sindical y los mártires caídos.

    Es decir, si por un lado la explicación del Cordobazo queda en manos de la voz over dominante y su discurso articulador y generalizador, al mismo tiempo, la voz obrera participa de su interpretación a través de la configuración de los tópicos que dotaron a este evento de su poder simbólico insurreccional. Incluso, es la voz en off obrera la que tiene a su cargo ni más ni menos que la función de anclar el sentido de las secuencias televisivas emblemáticas referidas anteriormente, las que, como ya se dijo, son recurrentes en todos los filmes del período. En esta película, las imágenes del retroceso de la policía montada frente a las piedras de los manifestantes se compaginan con las palabras del testimoniante. Tras relatar el avance de los manifestantes por la ciudad («los pasamos por encima varias veces hasta que llegamos a la plaza y nos estaban esperando») y el asesinato de un obrero, el testigo sostiene en el mismo momento en que se introducen esas imágenes: «Pasaron los minutos y comenzamos a ser nosotros los dominadores de la situación. Hasta teníamos tiempo de hacer barricadas».

    Sin embargo, esta voz obrera es una figura construida por el filme, ya que su relato fue reconstruido por Enrique Juárez, sobre la base de entrevistas a partícipes del Cordobazo, y fue puesto en la voz de un actor. Aunque se trata de relatos auténticos (en cuanto provienen de protagonistas reales de los hechos), en su configuración final para el filme, esta voz obrera construye una identidad singular, que es necesariamente selectiva respecto del universo de ideologías e identidades gremiales y políticas presente en las calles de Córdoba. La voz que es así construida, entonces, sin duda resulta afín a la posición política del realizador y su grupo.

    Ahora bien, la toma de la palabra –tal como fue pensada en relación con los sucesos del 68 en el plano mundial– se produce en primera instancia en el acto político mismo, es decir, durante los eventos en los cuales las masas en las calles, ocupando la ciudad y haciendo barricadas, se expresan con cuerpo y voz. Al quemar ciertos locales del poder económico, y no otros; al destrozar ciertas vidrieras, pero sin robar; al colgar ciertos carteles y pronunciarse en asambleas, irrumpen en la escena política, toman la palabra y significan su protesta.

    Pero al momento de ser mediatizada por el cine político, la voz popular puede seguir diversos caminos: por un lado puede expresarse de modo directo, es decir, a través de su grabación en directo, como ocurre en muchos filmes del período (en los que puede terminar articulada cuando no subordinada a las tesis militantes) o como ocurre en los registros de los corresponsales televisivos en Córdoba (en los que en general, las voces terminan entrecortadas y articuladas por los comentarios de dichos periodistas in situ o en estudio). En estos casos, aun con esos límites, el subalterno (el obrero o estudiante protagonista del Cordobazo) se expresaría con su propia voz. Por otro lado, un camino alternativo lo encontramos en Ya es tiempo de violencia¹⁹, en el que es una voz obrera la que se explaya con más tiempo y consistencia que lo permitido por el testimonio televisivo o incluso el reportaje cinematográfico. Esta es una voz que construye un discurso sostenido y articulado con inflexiones retóricas que le permiten presentarse como natural, cotidiana, íntima, espontánea, y menos elaborada y autoritativa que la voz over del documental tradicional. Sin embargo, es preciso insistir en que, esta voz es una voz impostada, no sólo doblada sino construida ad hoc. Esta voz no es derivación de un registro directo sino una construcción sobre la base de testimonios de terceros; y está, en definitiva, guionada por el cineasta. ¿Hasta dónde, entonces, se trata de una operación legítima de cesión de la voz o la palabra? La respuesta a esta pregunta debería ser complejizada en términos históricos; porque a pesar de su construcción ad hoc, no existe una distancia realmente significativa entre la palabra obrera emergente en los días del Cordobazo, la configurada en el documental y aquella de Juárez, quien fuera él mismo un dirigente sindical y activista.

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