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Efectos de imagen: ¿Qué fue y qué es el cine militante?
Efectos de imagen: ¿Qué fue y qué es el cine militante?
Efectos de imagen: ¿Qué fue y qué es el cine militante?
Libro electrónico567 páginas8 horas

Efectos de imagen: ¿Qué fue y qué es el cine militante?

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Cine impolítico, militante, de intervención… Elixabete Ansa Goicoechea y Óscar Ariel Cabezas nos ofrecen con esta edición una fascinante, sabia y extremadamente original colección de textos sobre cine latinoamericano y de España. Desde los años sesenta hasta nuestro presente, Efectos de imagen atraviesa con extraordinaria fuerza e inteligencia, y desde varios y diferentes presupuestos, la experiencia de un cine hispano en tensión e intersección con lo político, lo impolítico y la política.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento21 may 2017
Efectos de imagen: ¿Qué fue y qué es el cine militante?

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    Efectos de imagen - Elixabete Ansa-Goicoechea

    Elixabete Ansa Goicoechea y Óscar Ariel Cabezas

    (editores)

    Efectos de imagen.

    ¿Qué fue y qué es el cine militante?

    Julio Ramos

    Cecilia Lacruz

    Rita de Grandis

    Susana Draper

    Bruno Bosteels

    Andreea Marinescu

    Ana Amado

    Giovanna Urdangarain

    Cristina Moreiras-Menor

    Marsha Kinder

    Manuela Marchesini

    Steven Marsh

    Elixabete Ansa Goicoechea

    Philip Derbyshire

    Óscar Ariel Cabezas

    Sergio Villalobos Ruminott

    Freya Schiwy

    Ángel Octavio Álvarez Solís

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2014

    ISBN: 978-956-00-0512-0

    Imagen de portada: Tren de sombras de José Luis Guerín.

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Agradecimientos

    El principal impulso de este volumen surge de la necesidad de pensar la fuerza que ayer tuvieron y hoy tienen las imágenes en la organización y distribución de la economía de lo visible. De ahí que este libro quiera compartir la reflexión sobre los efectos que tienen las imágenes en la articulación de políticas estéticas en el cine social, experimental y político de América Latina y España. La idea de organizar un libro que reuniera trabajos capaces de preguntarse teóricamente por las condiciones de posibilidad del cine para ofrecer una problematización del poder, la militancia, el arte y la política surgió a partir del simposio que Teresa Vilarós organizó en la University of Texas A&M bajo el título Simposio de Cine Experimental y Documental Contemporáneo Español. Quisiéramos agradecer a Teresa Vilarós por legarnos la idea de que se puede pensar un «cine impolítico» y por reunir en Texas a un grupo de académicos y cineastas de primer nivel. Varios de los artículos de este volumen tienen su origen en aquel evento celebrado en diciembre del año 2011. También quisiéramos agradecer la genialidad y las conversaciones que en este coloquio mantuvimos con el cineasta español José Luis Guerín.

    Este libro se ha podido editar y ensamblar gracias al espacio que nos ofreció el programa de Doctorado en Filosofía con mención en Estética y Teoría del Arte de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile en Santiago (MECESUP UCH0705). Sin la cordialidad y la hospitalidad de Federico Galende, Pablo Oyarzún, Rodrigo Zúñiga y de los estudiantes del posgrado de la Facultad de Arte no hubiésemos tenido ni el tiempo ni el espacio idóneo para dedicarnos a la edición de este volumen. Igualmente, quisiéramos agradecer al Department of French, Hispanic and Italian Studies de la University of British Columbia por ofrecernos el espacio en donde algunos de los textos y temas que aquí se presentan fueron discutidos tanto con estudiantes graduados como con colegas. También quisiéramos agradecer el enorme compromiso intelectual y académico de los profesores e investigadores Pablo Pérez Wilson, Guillermo Pereyra, Orlando Betancor, Jon Beasley-Murray y Karen Benezra, quienes manifestaron un enorme entusiasmo por la pertinencia de los ensayos reunidos en Efectos de imagen. ¿Qué fue y qué es el cine militante? Todos ellos nos ofrecieron valiosos comentarios y la confianza de que este es un volumen importante.

    Por último, deseamos agradecer la enorme hospitalidad y el cariño de Freddy Urbano, Cecilia Bartheld, Thais Valet, Miguel Valderrama, Alejandra Castillo, Tomás Moulian, Willy Thayer, Elizabeth Collingwood, Paz López, Jaime Donoso, Pamela Cartes y Dominga Donoso. Sin su afecto y generosidad ningún proyecto sería posible.

    Igualmente nos gustaría agradecer a la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación y a LOM ediciones por haberle dado un hogar a este volumen y haber contribuido a que este material se difunda. Agradecemos muy especialmente a Tomás Thayer y a los amigos del Programa de Indagaciones de Escrituras Americanas de la UMCE que nos invitaron a presentar parte de nuestras contribuciones a este volumen.

    Los editores

    Introducción

    El sueño se ha hecho gris. Su mejor parte es la coraza de polvo gris

    que yace sobre las cosas. Los sueños son ahora un atajo para la banalidad.

    La tecnología le confía un largo adiós a la imagen exterior de las cosas,

    como los cheques de banco que están atados a la pérdida de su valor.

    Walter Benjamin

    Inscrito en la historia del cine social y político en Hispanoamérica, este volumen analiza imágenes producidas por directores de los siglos xx y xxi, herederas del cine experimental de comienzos del siglo xx, de la posguerra y de la explosión creativa vinculada al imaginario del año 68. El archivo convocado por Efectos de imagen indaga el espacio donde el cine encontró coincidencias entre el compromiso social y estético. Desde distintos enfoques y archivos visuales, los análisis que los autores de este volumen nos ofrecen muestran que el espacio fílmico está cargado de lo que podría ser una poética intermitente de las imágenes o lo que Teresa Vilarós ha llamado en clave nietzscheana lo «impolítico» en el cine¹. Se trata de pensar imágenes que buscan expresar aquello que estando inscrito en la imagen fílmica no pertenece al orden de la representación, sino justamente a lo que la representación ha invisibilizado debido al habitus de la mirada. Un cine impolítico sería aquel capaz de orientar su producción creativa a lo que en la inmensidad invisible de la economía de la mirada el espectador experimenta como quiebre en las convencionalidades del acto de ver. Definimos aquí el acto de ver como un quiebre en la hegemonía de lo visual; es decir, un quiebre en la mirada voyerista y comercial. El acto de ver destituye el orden visual dominante y compone la proximidad con las imágenes que titilan y anuncian conmociones en la retina del espectador. Son imágenes que se inscriben en la búsqueda secular de la poética del cine en la medida que son algo más que compuestos imaginales destinados a su captura en la industria del espectáculo. En las firmas de Fernando «Pino» Solanas, Tomás Gutiérrez Alea, Glauber Rocha, Jorge Sanjinés, Raúl Ruiz, Pere Portabella, Guillén Landrián, Alex de la Iglesia, María Inés Roqué, Albertina Carri, María Giuffra, Albert Serra, Oscar Menéndez, José Luis López, Iciar Bollaín, Virginia Martínez, José Luis Guerín, Miguel Littin, Santiago Álvarez, Isaki Lacuesta, Jorge Prelorán o José María Zabala, entre muchos otros, la inminencia de la imagen intermitente, imagen de justicia, imagen de arte como dislocación y ruptura con las convenciones, o imagen pensativo-poética, encuentra su morada en Efectos de imagen como posibilidad de la proximidad con el pensamiento.

    La insoslayable memoria de las vanguardias cinematográficas en los años sesenta y setenta que evocó la idea de revolución y la posibilidad de dislocación de la economía de lo visual no siempre se ajustó a las convenciones de la militancia. Tanto en España como en América Latina dislocar la mirada significó filmar la potencia de la imagen y sus agencias políticas más allá de los consensos partidistas. El cine del compromiso militante con la política responde así a sus propias leyes, a su propia autonomía, como es el caso del cine de postguerra de Roberto Rosselini, de la fuerza disruptiva y desestabilizadora de la producción de Gillo Pontecorvo, de la fuerza poética de las imágenes de Pier Paolo Passolini, de los filmes de Jean Luc Godard o de la fuerza político-poética de Chris Marker. Todos ellos produjeron una enorme influencia en la configuración de un cine marcado por la guerra de Vietnam, los conflictos anticoloniales, la lucha por los derechos civiles y la lucha por la definición de lo nacional, pero también una enorme pasión por dislocar el orden dominante del habitus de la mirada, su mala costumbre.

    El cine hispanoamericano, en la interioridad de la tragedia de la Guerra Civil Española, la matanza de los estudiantes en Tlatelolco o los golpes militares en el Cono Sur, nunca cesó de producir intermitencias con respecto a la relación entre arte y política o entre imagen y clamor por la justicia. De hecho, la potencia creativa y el acto de resistencia artístico de la cinematografía que orientaba su producción al arte residía precisamente en esta problemática relación. De manera que el arte, la política, la literatura y las experiencias de insoslayables tragedias políticas han constituido el irreductible espacio de la imagen impolítica y de su fracaso en la «demanda infinita» por justicia. No es casual que en Supervivencia de las luciérnagas (Abada Editores, 2012) George Didi-Huberman nos recuerde que, al editar una publicación titulada Actualitè, dedicada especialmente a «L’ Espagne libre» —en cuyo número había artículos de Albert Camus, Jean Cassou, Federico García Lorca, Maurice Blanchot y Ernest Hemingway—, Georges Bataille había reencontrado el sentido de la política en el último reducto del fascismo bajo el poder de Franco. De acuerdo a la mención de Didi-Huberman:

    Georges Bataille volvía a encontrar el sentido político de toda experiencia, cuya complejidad describía relacionando en su propio texto el Tres de mayo de Goya, la muerte de Granero en la plaza de Madrid, la «cultura de la angustia» inherente al cante jondo y la «libertad íntima» de los anarquistas andaluces, aunque estuviesen encerrados en las cárceles de Franco teniendo por toda luz la brasa de un cigarrillo en mitad de la negrura y la llamada desgarradora de sus canciones carceleras (114).

    La intermitencia de la luz opuesta a las luces enceguecedoras de la industria del mercado del entretenimiento y que tan vehementemente Guy Debord quiso suspender apelando a la idea de un «cine sin imágenes» es aquí la luz de lo que relampaguea como política de la imagen. La intermitencia es una relación a la experiencia de la libertad, una apertura a la condición abierta por la imaginación. Por eso las imágenes intermitentes, imágenes abiertas a la conmoción, son capaces de atar el estado de la angustia a la experiencia de la libertad. En este sentido, no sería exagerado decir que Efectos de imagen y los ensayos que tiene el lector en sus manos participan de la reflexión de Didi-Huberman cuando este vincula el estado de intermitencia a la luz producida por las luciérnagas y, por lo tanto, a la fidelidad impolítica ya que «poco importa la eficacia universal de la ‘sociedad del espectáculo’ hay que afirmar que la experiencia es indestructible aunque se encuentre reducida a las supervivencias y a las clandestinidades de simples resplandores en la noche» (2012, 115).

    En la indestructibilidad de la experiencia el cine ocurre como devenir de las imágenes producidas por un dispositivo técnico para hacer temblar el compuesto afectivo de pequeñas luces inscritas en la materia inflamable de la vida del ojo. En otras palabras, en el calor del celuloide la cinemática nacida de la técnica y de la voluntad de arte podría iluminar, pero también incendiar, la normalidad del orden y de los diagramas convencionales que organizan la mirada en la medida que el dispositivo depende de la autonomía de la imaginación. De manera que el lector de Efectos de imágenes. ¿Qué fue y qué es el cine militante? puede leer estos ensayos como la apertura a los puntos dislocados de la creatividad y a la política de las imágenes producidas por una historia de la imaginación que aún sigue abierta.

    Los editores

    1 Teresa Vilarós. «Barcelona come piedras: La impolítica mirada de Jacinto Esteva y Joaquim Jordá en Dante no es únicamente severo». Hispanic Review 78.4 (otoño 2010): 513-528.

    Cuerpo y trabajo: los montajes de Guillén Landrián

    Julio Ramos

    I

    Vi los documentales de Nicolás Guillén Landrián por primera vez unos años después de que fuera conjurado el largo silencio que los mantuvo abandonados en un depósito del ICAIC. Este oscuro período, que se extiende desde 1971 hasta comienzos de la década del año 2000, concluye con el decisivo reconocimiento público que le dedicaron los realizadores jóvenes cubanos al creador de Coffee Arabiga y Ociel de Toa. Los montajes de este excéntrico clásico del cine experimental latinoamericano me interpelaron inmediatamente, entre otras cosas, por la multiplicidad de los ritmos corporales y las temporalidades desfasadas, o asincrónicas, que allí convergen. Su extraordinaria síncopa vuelve a suscitar hoy una de las preguntas históricas recurrentes en las discusiones modernas sobre el arte y la política. La pregunta que interroga acerca de los efectos ideológicos y políticos de la forma artística, es tan bien conocida en Cuba por los defensores del realismo socialista como por sus detractores. Tal vez no resulte necesario repasar, a estas alturas, el aspecto más tópico de una discusión que estuvo profundamente expuesta a las narrativas maniqueas de la Guerra Fría; por un lado, el repudio del arte moderno en el estalinismo del Lukács tardío y, por otro, la posterior esencialización del expresionismo abstracto y la fragmentación en aras de los amplios contenidos ideológicos, representacionales o realistas, que también fueron registros distintivos del arte moderno.

    No está demás recordar, sin embargo, que al menos desde F. Schlegel y el romanticismo alemán, la pregunta por los efectos políticos de la forma frecuentemente ha andado en compañía de la sospecha de que los lazos formales —los puntos de articulación entre las partes y el todo— que garantizan (o interrumpen) la unidad del sentido ejercen un peso ideológico (ver Ph. Lacoue Labarthe y J. L. Nancy, L’Absolu littéraire: théorie de la littérature du romantisme allemand, 1978). Las articulaciones inscriben relaciones de fuerza entre las partes y el todo, tanto en la estructura de la obra artística como en la estructura del mundo administrado por el Estado, lo que condujo, ya en el siglo xix, a teorizaciones variadas sobre la relevancia impostergable de la discusión en torno a la forma artística y literaria para cualquier reflexión alerta, seriamente atenta, a la participatoria multiplicidad de las representaciones políticas. José Martí tuvo muy presente la conexión entre el arte y la política nada menos que en su Diario de campaña, excepcional testimonio que significativamente dejó como herencia a «[sus niñas]» (no a sus camaradas castrenses ni literarios) como el homenaje que le rinde el hombre revolucionario a la poiesis de un saber subyugado, sostenido por el cuerpo de la sensibilidad artística que, según el intelectual guerrero, sería potencialmente capaz de mantener en jaque la violenta, aunque fundadora, voluntad de poder. Martí propone que el equilibrio entre la violencia fundante y la sensibilidad artística es la condición necesaria para la creación de un gobierno «con todos y para el bien de todos».

    Para Martí este «gobierno de todos» en buena medida es una creación del «bien» común estético, o según Lezama, de la imago hecha historia. Martí intensificó radicalmente el vocabulario romántico, hasta el punto de conferirle una dimensión pragmática o realizativa a la teoría estética de las articulaciones y los conectores políticos que evidentemente rebasó los confines disciplinarios de la filosofía o de cualquier trama novelesca alemana (del Hyperion de Hölderlin, por citar solo un reconocido ejemplo, que tan bien se lee y se «deconstruye» a la luz de la relación vital entre el poeta y la guerra en el diario martiano).

    Si el signo, como estipulaba tan concienzudamente Volosinov, era una pequeña arena de los conflictos de clase, el discurso y la subjetivación son el campo de batalla entre las lógicas del sentido y su complejo tránsito por el ordenamiento sensorial y biopolítico de los sujetos. En el trabajo «inmaterial» del arte, la política confronta paradójicamente su límite y su condición material o física, es decir, su ineluctable relación con la duración de los cuerpos y el trabajo. De ahí que la relación entre la política y el arte no se pueda reducir al plano de la expresividad, sus temas o ideario. La política y el arte no se topan exclusivamente en el lugar de las representaciones, de la inscripción identitaria de los sujetos o su circulación (en el mercado de las identidades o en las instituciones culturales): se retan en la duración de la forma misma y su ordenamiento del cuerpo, el tiempo y el trabajo.

    II

    Digamos que se trata, en cierta medida, de la preocupación sobre los modos de intersección entre la forma artística y la política a la que aludió Tomás Gutiérrez Alea en la tímida aunque explícita defensa que hace del collage en Memorias del subdesarrollo. Por otro lado, el clásico filme de Gutiérrez Alea encuadra con insistencia la excepcional colección de arte moderno nacional que posee Sergio en su lujoso apartamento del Vedado. Esa colección contiene obras de Portocarrero, Peláez y Lam, entre muchas otras firmadas por diversos artistas nacionales y europeos. Gutiérrez Alea tematiza la cuestión del arte vanguardista no ya exclusivamente como una instancia de innovación formal, sino como una dimensión del patrimonio y capital cultural. Durante la década de 1960, cuando Gutiérrez Alea planteaba la pregunta, la problemática del patrimonio tenía que ver con los coleccionistas privados y la función pública y patrimonial del arte.

    Gutiérrez Alea radicaliza el collage modernista. Sin embargo, enseguida somete el impulso fragmentario y vanguardista —indicado por la música atonal de Leo Brouwer en los magistrales montajes de Nelson Rodríguez— bajo la presión de los contenidos ideológicos narrados en off por la propia voz desdoblada de Sergio. En un momento preciso de Memorias del subdesarrollo —luego de que Sergio ha definido su condición de propietario a dos oficiales del censo público que lo visitan— su valiosa colección vanguardista aparece en el trasfondo del mismo encuadre donde, en primer plano, se encuentra Sergio mirando la televisión. Por la televisión ve nada menos que Now de Santiago Álvarez, otro clásico político del montaje experimental latinoamericano. El montaje es la zona de elaboración formal donde el cine produce una mediación entre dos formas de inscripción o economías políticas del arte: por un lado, la colección privada del arte vanguardista de Sergio y, por otro, las urgentes necesidades políticas y el valor ideológico del arte en la esfera pública revolucionaria.

    Hoy día, en la era de la globalización y el capital flexible, cuando la historia misma se convierte en empresa museológica de perfil multinacional, resulta inevitable el análisis de la dimensión patronímica de la experimentación artística, no tan solo por el valor monetario que sigue acumulando el arte moderno cubano en los mercados globales; la dimensión formal del arte acarrea una red de relaciones y conexiones entre el sujeto, la materia, las cosas, los instrumentos de la creación y el tiempo del trabajo. Esta red de relaciones explicita y permite reflexionar pausada y críticamente sobre muchas de las condiciones del creciente trabajo inmaterial y afectivo que se expande día a día en las sociedades contemporáneas.

    Ya en 1957, Hannah Arendt notaba con irónica lucidez en La condición humana que «la Edad Moderna trajo consigo la glorificación teórica del trabajo, cuya consecuencia ha sido la transformación de toda la sociedad en una sociedad del trabajo». A raíz de la automatización, añade enseguida Arendt, «nos enfrentamos con la perspectiva de una sociedad de trabajadores sin trabajo, es decir, sin la única actividad que les queda» a los humanos que han sido definidos por la reducción a la actividad prototípica del trabajo productivo. Arendt no podía prever las consecuencias más recientes de la tecnología informacional del complejo biotecnológico-militar, el incremento del llamado sector terciario o de servicio, la precarización del trabajo bajo los procesos de la desindustrialización, la debacle del socialismo real y la caída de la Unión Soviética. Stanley Aronowitz y J. Cutler hablan incluso de una sociedad del «postrabajo» (Post-Work: The Wages o Cybernation); olvidan, como recuerda el brasileño Ricardo Antunes en Adeus al trabalho?, que las enormes desigualdades económicas se fundamentan hoy, como antes, en la explotación y en la división global y local del trabajo. Otros comentadores, sobre todo los herederos del poder operario italiano (P. Virno, T. Negri, etc.) y asiduos lectores de Gilles Deleuze, como Franco «Biffo» Berardi (The Soul at Work), figura muy cercana al anarco-comunismo de pulsión antiglobal (y cibernéticamente motorizada), insisten en recuperar el vocabulario del extrañamiento espiritual con que intensificó el joven Marx su primera crítica del trabajo alienado en los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844. De cualquier modo, no se equivocaba Arendt cuando anticipaba, ya a mediados de la década de 1950, la contradicción fundamental entre la vigencia, aún presente, del paradigma moderno de la libertad humana como efecto del trabajo productivo, y la reducción masiva de empleos «productivos» bajo la reconversión contemporánea del capital industrial.

    Nos encontramos ante una transformación profunda, global, del polivalente mundo de la creación del valor y su relación con la temporalidad; una reconfiguración del valor del tiempo laboral que impacta y sacude para siempre los fundamentos del paradigma moderno del trabajo productivo-industrial como instancia prototípica que sobredeterminó el valor del tiempo de las actividades (y del ocio) humanas: «dime qué produces y te diré quién eres», reza el dictum de una metafísica del trabajo productivo que más acá de la ética protestante y la secularización que condujeron a la teoría weberiana de la modernidad, también ha sido un aspecto decisivo de la filosofía marxista. El marxismo es tan heredero, al fin y al cabo, de la Ilustración y de la racionalidad moderna como la Memoria sobre la vagancia en la Isla de Cuba de José Antonio Saco. En este texto se observa, ya en 1832, que la llamada cuestión del trabajo tiene desde el siglo xix una ineludible dimensión racializada y racista en Cuba y en toda la historia del Caribe y América Latina, donde el tema mismo de la racionalización del trabajo y de la vagancia asumía con bastante naturalidad el privilegio del tiempo «libre» del hombre blanco.

    III

    Creo que ya pueden anticipar algunas de las ideas que quería sugerirles en este ensayo inspirado por Guillén Landrián que me honra escribir hoy, un 1 de mayo —Día Mundial de los Trabajadores—, para La Gaceta de la UNEAC. Si existe algo consistente en la compleja trayectoria artística de Guillén Landrián, fue su meticulosa e irónica exploración del tiempo y de los ritmos del trabajo. Coffea Arabiga, donde Guillén Landrián ironiza el trabajo voluntario en los cordones agrícolas de La Habana, es el ejemplo más obvio. En contraste con los planos más largos y el ritmo lento de la edición en Un barrio viejo y en Ociel de Toa, en Coffea Arabiga Guillén Landrián acelera el proceso de la edición. Los montajes en esta última desatan un proceso acumulativo, accidentado, que excede el tipo de «dialéctica» o dramatismo del contraste que domina los montajes de Santiago Álvarez, ideológicamente muy efectivos. Su lógica responde más al impulso del choteo: «Fidel, seguro, a los yanquis dales duro», y a la insolencia de la imaginación paródica que Fernando Ortiz también identificaba en la defensa del choteo que escribe contra Mañach y contra la tendencia institucional cubana a los géneros del pensamiento serio. (Por otro lado, no creo que se pueda identificar la tradición del barroquismo popular y del humor de origen urbano que defendía Ortiz, y que marca notablemente a Guillén Landrián con el humor más literario y frecuentemente muy racista, que pasa a los estilos «populistas» de la novela cubana, tema para otra historia.)

    Guillén Landrián realiza un cinema a contrapelo de las políticas del cuerpo y de la cultura elaboradas a partir de los históricos debates guevaristas sobre el trabajo voluntario y los incentivos «morales». Es evidente que esas políticas resultaron decisivas para el establecimiento del cine documental cubano. Me refiero a la modelización del cuerpo y de la energía física transubstanciada, depurada y convertida en valor abstracto por un régimen de administración del tiempo regido por una triple economía: primero, en la trinchera; segundo, en la trinchera productiva, agrícola o industrial, y tercero, en la trinchera amorosa donde se reproducen los cuerpos y las pasiones patrias y no tan patrias. La modelización aparece inscrita diáfanamente en la última secuencia que realiza Octavio Cortázar para Acerca de un personaje que unos llaman Lázaro y otros Babalú Ayé. Ahí el montaje establece una contigüidad muy dramática. Por un lado, aparece la captura de la temporalidad «excedente» de cuerpos peregrinos que se desplazan rumbo al santuario de San Lázaro en Rincón. Los cuerpos derrochan la energía con el sacrificio, economía regida o «colonizada» de creencias legadas por la historia de la «esclavitud y del colonialismo», según reza el análisis escrito que incluye Cortázar. La economía y el derroche sacrificial de los cuerpos contrasta el encuadre posterior, donde se erigen los cuerpos y se contiene y se disciplina la energía de los jóvenes, potenciales hombres y mujeres nuevos, que practican la calistenia y la educación física bajo el unísono de los tambores militares a la orilla del mar . Allí la frase «un día en la playa» ha cambiado de valor. De hecho, un ejemplo memorable de otro tipo de cine (también) revolucionario, un ejemplo anterior al dominio de la política cultural basada en el disciplinamiento del cuerpo trabajador (del cuerpo pedagógico del cine y del arte) se titula, precisamente, Un día en la playa, extraordinario documental dirigido y fotografiado por Néstor Almendros (1961). Almendros explora en el corto las dimensiones sensoriales, físicas, de la experiencia durante una temporalidad desligada de las exigencias laborales en el espacio multitudinario y multirracial de la orilla del mar. A la orilla del mar, en la secuencia referida de Octavio Cortázar, los cuerpos de los jóvenes se entrenan, en cambio, para la guerra. No cabe duda de que la orilla del mar cambia tras la invasión de Girón y sus rememoraciones.

    IV

    El redescubrimiento, hacia fines de los años 1990, de los documentales realizados por Guillén Landrián fue uno de los acontecimientos más notables en la historia del cine cubano de las últimas dos décadas. Lo que nos recuerda que la historia de un campo cultural o artístico, durante ciertas épocas de «reenquiciamiento y remolde» —como las llamaba José Martí—, se encuentra a veces movilizada no necesaria ni únicamente por la «novedad» de sus creaciones, sino por la posibilidad y la intensidad de los debates y las revisiones que renuevan la energía de la memoria histórica. La figura excéntrica, marginal, del artista vagabundo, sobreviviente de los rigores del choque eléctrico y del encarcelamiento, fue evocada y reinventada —a veces como figura de culto—por no pocos jóvenes intelectuales y cineastas. El «caso» de su biografía —el drama del nombre, la sicosis, la censura, el encarcelamiento, las instituciones siquiátricas, el exilio, la tumba prácticamente anónima, difícil de encontrar, a donde lo trajo de regreso su viuda, Gretel Guillén— todo ese poderoso drama, sin duda, ha contribuido a neutralizar el significado y la importancia histórica, ya hoy ineludible, de su obra clásica, bajo la condescendencia que esconde la infantilización de «Nicolasito», el «loco».

    De cualquier modo, «el loco» se transformó en un punto de referencia alternativo a las figuras de una escena pedagógica que mostraba rápidos signos de deterioro durante aquellos años 90, en los que la reconversión de la economía cubana comenzaba a exigir una renovada reflexión y acaso una crítica radical del paradigma del trabajo productivo y del sacrificio revolucionario que había sido la regla de tantas exploraciones del tiempo, el valor y el sentido humano en la historia de la literatura y el cine hasta el «periodo especial». Varias obras, aún poco vistas, no siempre ligadas a la renovación del fervor juvenil de las Brigadas Hermanos Saiz, obras poco conocidas, como Sed de Enrique Álvarez y Santiago Yanes, o luego Madagascar de Fernando Pérez, o la misma Fresa y chocolate (sutil homenaje a Néstor Almendros), introdujeron la problemática del «tiempo muerto», de la espera (y del consumo cultural en el caso particular de Gutiérrez Alea y Tabío) en el corazón mismo del aparato cinematográfico y sus temporalidades. El redescubrimiento de Guillén Landrián durante aquellos mismos años —la bienaventurada transferencia de las películas en 35 mm a VHS en el ICAIC, las discusiones de su obra en la EICTV, donde se hizo Café con leche, el riguroso ensayo fílmico de Manuel de Zayas sobre Guillén Landrián, presentado como tesis en la EICTV en el 2003—, todo aquello en el contexto más amplio del periodo especial, tuvo sin duda que ver con el agotamiento del modelo industrial socialista y la fractura del tiempo secular y sincronizado del progreso.

    La obra de Guillén Landrián no disimula su impulso a la disonancia y a la asincronía. Esto, de por sí, no tendría por qué extrañarnos, tratándose de un realizador formado en el mismo país donde se produjo la Rítmica VI (1930), pieza de Amadeo Roldán que probablemente inspiró las primeras composiciones para percusión que compuso John Cage en los años cuarenta. En la obra de Guillén Landrián, son notables las referencias a la muy temprana música experimental de Roldán. Varias bandas sonoras de sus películas recuerdan el juego de Roldán, los desfases o las caídas del compás en las secuencias polirrítmicas, principio recurrente tanto en las últimas dos Rítmicas (V-VI) como en Motivos de son (1932). La resonancia de Roldán es particularmente notable en la compleja banda sonora de Taller de Línea y 18, en la que la matriz rítmica de la clave (3/2) opera como una especie de ritornello en la base misma de la acumulación excesiva y la tendencia al ruido. La disonancia no tiene por qué extrañarnos cuando proviene de un realizador contemporáneo de Leo Brouwer —quien de hecho colaboró en la composición de Regresar a Baracoa y en Taller de Línea y 18; el mismo Leo Brouwer de las series atonales con las que trabajó Nelson Rodríguez dos de sus montajes clásicos, de distanciadora función brechtiana, en Memorias del subdesarrollo y en la primera parte de Lucía—. Insistimos: no tendría por qué extrañarnos la sincopada asincronía de los montajes de Guillén Landrián si no fuera porque el cine documental cubano, en contraste con la música, ha estado expuesto a exigencias expresivas, políticas y pedagógicas que nunca han impactado la historia musical del mismo modo.

    La experiencia del semanario Marcha y el cine político en el Uruguay

    Cecilia Lacruz

    Desde 1950 y 1960, la emergencia del Nuevo Cine Latinoamericano en Argentina, Brasil y Cuba redefinió el lugar del cine en su práctica política, social y cultural. En términos de Julianne Burton, el movimiento propuso un «fundamental compromiso de transformación del existente modo de producción, difusión y recepción» (Pick 307). Al respecto, John King remarca que los nuevos cines florecieron bajo la proximidad de la idea de revolución social y con el objetivo de una liberación tanto nacional como continental, sus cineastas promocionaron en manifiestos teóricos la lucha contra el imperialismo y el capitalismo (69). Susana Velleggia señala que las prácticas contestatarias del movimiento se opusieron al tradicional modelo del cine espectáculo de Hollywood utilizando espacios marginales, estrategias clandestinas, o en el caso de Cuba y Brasil, aspirando a la deconstrucción de la industria hegemónica (170). King advierte que ante la proclama continental de los nuevos cineastas, es necesario un estudio crítico de las estrategias y prácticas particulares de cada nación (69). Siguiendo la consigna de King, este trabajo se aproxima a los orígenes del cine político y militante en Uruguay a fines de la década del sesenta y subraya los aportes que la particularidad del contexto uruguayo ofrece a la crítica histórica.

    Desde 1950, Uruguay acompañó un fenómeno regional que otorgaba al cine un lugar significativo en el escenario cultural a través de la aparición de festivales y revistas de crítica cinematográfica. Al mismo tiempo que otros países latinoamericanos, Uruguay se comprometió con un cine que se alejaba del tradicional modelo de Hollywood para acercarse a cinematografías alternativas. Para ello, formando parte del florecimiento del cineclubismo en la región, el Cine Club del Uruguay, el Cine Club Universitario y la Cinemateca Uruguaya promovieron una intensa práctica de crítica de cine reforzada por eventos como el Festival Internacional de Cine del SODRE, que no solo estrenó nuevas obras de cine documental sino que convocó la presencia de figuras como John Grierson y Fernando Birri. Sin una producción nacional constante ni medidas estatales para la creación de una industria cinematográfica, Uruguay ofrece ejemplos aislados que desde 1960 acompañaron las tendencias del movimiento latinoamericano. Muestra de este nuevo cine son el collage experimental de animación, archivo e imágenes contemporáneas de Como el Uruguay no hay (Hugo Ulive, 1960); el documental de observación sobre la vida de un hombre sin hogar viviendo en la calle, en Carlos, cine-retrato de un caminante en Montevideo (Mario Handler, 1965), y el cortometraje sobre la campaña electoral uruguaya de 1966, Elecciones (Handler, Ulive, 1967).

    Durante los últimos años de la década del sesenta, tanto la práctica de exhibición de cine político y radical como las iniciativas de producir cortometrajes de corte militante en Uruguay, estuvieron vinculadas al interés de un órgano periodístico y contracultural: el semanario Marcha (1939-1974). Marcha nace en Montevideo de la mano de brillantes intelectuales, comenzando por su fundador Carlos Quijano, el filósofo Arturo Ardao, Juan Carlos Onetti, y renombrados escritores y críticos como Carlos Real de Azúa, Francisco Espínola, Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama, Eduardo Galeano, Homero Alsina Thevenet, María Esther Giglio y Hugo Alfaro, entre otros. Según Mabel Moraña, Marcha fue pionera en el campo cultural y político al desafiar las tradicionales líneas de debate crítico y «significó una interrupción necesaria y eficaz de los discursos oficiales» (10). La tarea de Marcha no puede reducirse a los límites del periodismo, ya que «instaló, sobre todo en el espacio crítico de América Latina, una ética política que ayudó a delinear… la misión histórica de generaciones que se enfrentaban al desafío de repensar las estructuras del liberalismo desde los horizontes alternativos que proponía el marxismo» (Moraña 11-12). A partir de 1967, el semanario incorporó los nuevos cines políticos regionales e internacionales a su práctica de difusión cinematográfica a través de sus Festivales, generando un espacio que creció rápidamente con la creación del Departamento de Cine y la fundación del Cine Club de Marcha.

    Desde la perspectiva de Lucía Jacob, la experiencia del semanario consolidó categóricamente un nuevo modo de entender el hecho cinematográfico (400), factor que sería clave para los siguientes años de producción de cine militante en Uruguay. Abandonando su condición de espectáculo y entretenimiento, el cine bajo la órbita de Marcha adquiría la función social de concientizar, de transformar al espectador en un actor político promoviendo su capacidad de actuar en la realidad. A diferencia de los tradicionales acercamientos a los nuevos cines latinoamericanos, la perspectiva de este trabajo dejará a un lado el énfasis en las obras cinematográficas y destacará la importancia de la década del sesenta como un período de transformación cultural e intelectual, donde la extrema politización ocasionó giros discursivos fundamentales que ayudan a explicar y entender el surgimiento de nuevas prácticas culturales. En el siguiente análisis introduciré las particularidades y las dimensiones de la experiencia cinematográfica de Marcha en Uruguay para luego profundizar en el arraigo de este emprendimiento. A través del análisis de los cambios en el discurso cultural y el paradigma crítico dominante de Marcha mostraré cómo estas transformaciones se vuelven factores fundamentales para comprender el impulso que el semanario brindó al cine político y militante. Esta aproximación al tema obliga a mover el tradicional foco de atención de la crítica histórica en los cineastas y buscar nuevos protagonistas que incidieron en el fenómeno. En este sentido, expondré cómo la experiencia en Uruguay pone en primer plano el papel de la crítica en la difusión y acogida de los nuevos cines políticos y en la creación de espacios para nuevas prácticas fílmicas.

    I

    Mientras que las experiencias latinoamericanas muestran un énfasis en la producción de obras cinematográficas, el caso de Marcha ubica a la difusión y exhibición de cine político y militante como su práctica central. Desde 1957, el semanario organizaba los Festivales de Cine de Marcha, un evento que consistía en la exhibición de fragmentos de películas y la proyección total de la obra premiada al final de la función. Dichos festivales reflejaban el gusto de los críticos del semanario celebrando el cine de calidad, principalmente de origen europeo y norteamericano. Sin embargo, el tono tradicional de estas funciones fue interrumpido a fines de los sesenta por una nueva propuesta de cine político. En julio de 1967, el X Festival de Marcha ofreció su primer programa radical con: Maioria Absoluta (León Hirszman, 1965), Deus e o Diablo na terra do Sol (Glauber Rocha, 1964), Le ciel, la terre (Joris Ivens, 1965), Come back Africa (Lionel Rogosin, 1956), Now (Santiago Álvarez, 1966) y la uruguaya Elecciones (Handler, Ulive, 1967). Si bien se continuaba con la práctica de exhibir un cine opuesto al establecido modelo de Hollywood, el nuevo programa del Festival redefinía la relación con el espectador: se abandonaba el compromiso con la estética pura para reubicar al público como protagonistas de una lucha social. Durante el año, el Festival llegaba al interior del país a través de un sistema de pedidos a la oficina de Marcha mientras que en Montevideo se renovaba la selección de títulos y llegaba a exhibirse durante una semana con dos o tres funciones al día.

    En contraste con la práctica de exhibición en Cuba, la difusión clandestina en Argentina y Brasil, el cine del exilio de Chile o las proyecciones organizadas por Sanjinés en Bolivia, Uruguay participó de una experiencia de exhibición comercial de cine político en un marco democrático que le permitió llegar a una mayor cantidad de espectadores que en otros contextos regionales. Aunque los festivales de Marcha no han recibido la atención pertinente de estudios previos, sus dimensiones fueron señaladas como excepcionales por sus contemporáneos y así lo expresaban Octavio Getino y Fernando P. Solanas en su manifiesto:

    Sin filmes revolucionarios y sin un público que los reclame, todo intento de abrir formas nuevas de difusión estaría condenado al fracaso. Una y otra cosa existen ya en Latinoamérica… en el caso de Uruguay exhibiciones en el cine más grande de Montevideo entre 2.500 personas que abarrotan la sala haciendo de cada proyección un fervoroso acto antiimperialista. (Velleggia 283)

    Por otro lado, la experiencia de Marcha se destaca de otros procesos regionales dado que el ímpetu inicial del fenómeno no fue producto de la iniciativa de un grupo de cineastas sino el resultado de la unión de la crítica del semanario, principalmente de Hugo Alfaro y José Wainer, y el distribuidor de cine Walter Achugar. Entre 1960 y 1970, Achugar participó de los Festivales de Cine internacionales y latinoamericanos estableciendo redes de cooperación e intercambio y adquiriendo conocimiento de las nuevas producciones que surgían a nivel regional y mundial. De hecho, Octavio Getino y Susana Velleggia destacan a Achugar como «una figura de mucha significación en el desarrollo del cine más comprometido de esos años en América Latina y promotor de las obras que mejor representaban la voluntad de cambio, en la mayor parte de la región y en el mundo» (97). En el mismo año de la radicalización del Festival, por ejemplo, una misma función exhibía La tierra quema (Raymundo Gleyzer, 1965), Revolución (Jorge Sanjinés, 1963), Riochiquito y Camilo Torres (Francia, Jean-Pierre Sergent y Bruno Muel, 1965), Time of the Locust («El tiempo del Saltamonte», Estados Unidos, Peter Gessner, 1968), Der Lachende Mann («El hombre que ríe», Alemania Oriental, Gerard Scheumann, Walter Heynowski, 1966), For life against the war («Por la vida contra la guerra», Estados Unidos, Hilary Harris, Leo Hurwitz 1967), junto a las ya estrenadas Le ciel, la terre, Now y Maioria Absoluta. La función se anunciaba como única: «No se ha dado hasta ahora, que sepamos, en el mundo, la ocasión de ver reunidos en un solo programa tantos y tan insólitos y valiosos documentos sobre la realidad social de nuestros días» (Marcha, 14 de julio 1967, 25).

    En julio de 1968 el XI Festival continuó con su «nuevo rumbo militante» y repitió su éxito de audiencia con entradas agotadas: «Un festival sin ‘vedettes’, sin los halagos adormecedores de las superproducciones, sustentado por la certeza de que ser espectador del cine-denuncia es comprometerse» (Marcha, 26 de julio 1968, 25). En esta oportunidad se incluían: Laos, la guerra olvidada (Santiago Álvarez, 1967), Paralelo 17 (Joris Ivens, 1968), Ollas Populares de Tucumán (Gerardo Vallejo, 1967), Vidas Secas (Nelson Pereira Dos Santos, 1963) y el cortometraje uruguayo Me gustan los estudiantes (Mario Handler, 1968). El cine de los Festivales de Marcha no solo representaba una voluntad de un cambio político, sino que ofrecía «la evidencia tangible de una realidad de la que solo teníamos referencias remotas» (Marcha, 25 de octubre 1968, 27)¹. En este sentido el cine cubano jugó un papel fundamental tanto por dar a conocer la realidad de la isla como las luchas antiimperialistas de otros continentes. Así lo demuestra el programa del Festival en su «Homenaje al ICAIC» (Instituto Cubano del Arte e Industrias Cinematográficos) en Marzo de 1969 presentando Madina Boe (José Massip) corto documental sobre la liberación de Guinea; el trabajo de Santiago Álvarez Movimiento de luchas estudiantiles del Mundo (1968), Lucha Racial en Estados Unidos (1968), Discurso de Fidel del 16 de Julio de 1968 (1968), Caso Arguedas y Publicacion del Diario del Che (1967) (Marcha, 28 marzo 1969, 27). Según Achugar, esta intensa difusión de cine era parte de una estrategia económica que revertía el tradicional lugar de la producción: «Una política de distribución coherente debería precederla y garantizar su existencia continua» (284).

    La fórmula «el cine debe nutrir al cine» se llevó a la práctica en 1968 cuando Marcha participa de una experimental coproducción con Mario Handler para financiar la finalización de Me gustan los estudiantes: «Nuestro festival cinematográfico vino a crear los recursos (modestos) para que un cine entrañablemente nacional… cumpla su destino natural de exhibirse» (Marcha, 20 septiembre 1968, 27). El cortometraje documentaba la protesta estudiantil en Montevideo contra la presencia de Lyndon Johnson en la Conferencia de Punta del Este de 1967. Con la banda sonora del tema musical de Violeta Parra «Me gustan los estudiantes», interpretada por Daniel Viglietti, el enfrentamiento entre la policía y los estudiantes se intercalaba con las imágenes de los jefes de Estado, entre ellos, varios dictadores, reunidos en el lujoso balneario uruguayo. Como afirma el mismo Handler, la escasez de recursos con la que fue hecha Me gustan los estudiantes la había convertido en una experiencia que en continuidad con sus realizaciones anteriores como Carlos y Elecciones, proclamaba el abandono de «no solo los recursos del lenguaje sino los recursos técnicos que nos han sido dictados por las metrópolis» («Pobreza y Agitación» 74). Pero a diferencia de las primeras obras de Handler, la recepción de Me gustan los estudiantes desencadenó una acción directa del público, generando manifestaciones espontáneas luego de sus proyecciones (Jacob, 417). Como respuesta a un momento histórico donde la lucha estudiantil era fundamental, el entusiasmo de los espectadores dejaba en evidencia la dimensión militante del filme a la vez que marcaba el «inevitable» rumbo del Festival de Cine de Marcha: «Del Festival artístico al combativo … Y del festival ‘exhibidor’, al que produce además de exhibir» (Marcha, 20 septiembre 1968, 27).

    En 1968 se creó el Departamento de Cine de Marcha con el fin de producir un noticiero y al año siguiente se inauguró el Cine Club con el estreno continental de la primera parte de La hora de los hornos (Octavio Getino, Fernando P. Solanas, 1968). A esta altura del proyecto, el equipo de trabajo se había transformado en un colectivo multidisciplinario donde Mario Handler, Marcos Banchero, Eduardo Terra, Daniel Larrosa, Mario Jacob y Walter Tournier, entre otros, llevaban adelante las tareas en un espacio que funcionaba como un apéndice del semanario (Achugar 289). El Cine Club de Marcha consolidó en Uruguay el compromiso de transformar los modos de recepción, difusión y producción de cine hegemónicos que caracterizó al Nuevo Cine Latinoamericano. Atendiendo al interés de sindicatos y centros estudiantiles y continuando con la tradición del Festival de pedidos a la oficina del semanario, se organizan funciones alternativas en la Iglesia Metodista del Uruguay, la Juventud Judía Progresista y la Facultad de Medicina, evento al que concurrieron más de 250 estudiantes (Marcha, 6 de junio 1969, 27). En su corta existencia de aproximadamente 5 meses, el Cine Club ensayó un modo de producción artesanal que rechazaba el heredado por la sociedad capitalista reinventando un sistema alternativo. Con 1200 miembros, la nueva organización llamaba al público a participar ofreciendo clases de cine gratuitas dictadas por Handler: «Del espectador pasivo, mero consumidor, al activo, creador potencial: he ahí el reto que el cine club recoge» (Marcha, 11 abril 1969, 27).

    El cine nacional sería una obra colectiva: los socios pagarían una cuota mensual donde el 20 por ciento de lo recaudado sería destinado a la producción de un contranoticiero mensual. El primero de ellos registró la huelga de los obreros de la carne y la crisis del Frigorífico Nacional, y más adelante se documentó la clausura del órgano de prensa Extra, el entierro del obrero Arturo Recalde, asesinado en una manifestación sindical, y el de Líber Arce, primer mártir estudiantil asesinado en 1968. Si bien los antecedentes de Carlos, Elecciones, Como el Uruguay no hay y el mismo cortometraje Me gustan los estudiantes ya manifestaban el compromiso de transformar el modo de hacer cine a la realidad uruguaya, la experiencia del Cine Club de Marcha dejaba «un centro de producción» y «un equipo cinematográfico formado» que abandonaba el carácter esporádico de estas realizaciones previas para proyectarse como un plan de producción

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