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El Cine de Raúl Ruiz: Fantasmas, simulacros y artificios
El Cine de Raúl Ruiz: Fantasmas, simulacros y artificios
El Cine de Raúl Ruiz: Fantasmas, simulacros y artificios
Libro electrónico494 páginas6 horas

El Cine de Raúl Ruiz: Fantasmas, simulacros y artificios

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Raúl Ruiz es el mayor cineasta que ha producido Chile. También es uno de los más prolíficos del mundo y probablemente el más difícil de seguir. En 50 años de trabajo ha creado un laberinto de películas en diversos formatos, soportes y países, un cuerpo fílmico que no se parece a nada, a pesar de que procede de una cultura visual cercana a la erudición. La mayor parte de su obra externa es mal conocida en Chile y la que hizo en Chile es pobremente conocida en el exterior. Este volumen revisa la mayoría de los filmes de Ruiz desde la perspectiva de 22 autores de diversas latitudes, en lo que constituye la primera aproximación integral al trabajo de este cineasta insólito. Un libro, desde ahora, fundamental. 
IdiomaEspañol
EditorialUqbar
Fecha de lanzamiento18 ago 2016
ISBN9789568601782
El Cine de Raúl Ruiz: Fantasmas, simulacros y artificios

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    Vista previa del libro

    El Cine de Raúl Ruiz - Valeria de los Ríos

    El cine de Raúl Ruiz. Fantasmas, simulacros y artificios

    Formato 18,5 x 25 cms., 346 pp., bond 90 grs.

    Cuadernillo de fotos: formato 18,5 x 25 cms, 16 pp., couché 130 grs.

    Tapas papel couché opaco 300 grs. 4/0, polipropileno opaco y lacado UV con reserva por tiro

    Costura hilo, hotmelt. Tipografía Palatino 11,5/15

    1.000 ejemplares, CyC Impresores, octubre 2010

    DIRECCIÓN DE COLECCIÓN CINE: Ascanio Cavallo

    Queda prohibida toda reproducción total o parcial de esta obra a excepción de citas y notas para trabajos y estudios de divulgación científica y cultural, mencionando la procedencia de las mismas.

    © Uqbar Editores, 2010

    Teléfono 2247239

    Av. Las Condes 7172 A, Las Condes

    Santiago de Chile

    www.uqbareditores.cl

    © El cine de Raúl Ruiz. Fantasmas, simulacros y artificios

    © Valeria de los Ríos (Editora)

    isbn: 978-956-8601-78-2

    Dirección editorial: Isabel M. Buzeta Page

    Asistente editorial: Carla Morales Ebner

    Producción ejecutiva: Ursula Budnik

    Corrección de textos: Paula Dittborn

    Colaboró en esta edición: Iván Pinto Veas

    Diseño portada: Caterina Di Girolamo

    Foto portada: Marcello Mastroianni y Féodor Atkine en Tres vidas y una sola muerte (Ruiz, 1996)

    Composición: Salgó Ltda.

    Nuestro especial agradecimiento a la Cineteca de la Universidad de Chile por la obtención del fotograma de La maleta.

    Impreso en Chile / Printed in Chile

    índice

    Agradecimientos

    Prólogo

    I

    1 Raúl Ruiz

    2 Metamorfosis

    3 Comiendo, hablando

    4 De exilio, desarraigo y exotismo

    5 Ruiz Faber

    II

    6 La doble vida de La maleta

    7 Ruiz ¿díscolo o artista de vanguardia?

    8 Grandes acontecimientos y gente corriente

    9 Escapando al Realismo Socialista

    III

    10 Mito e historia en La expropiación

    11 Extraños en un bar

    12 La historia en off de La colonia penal

    IV

    13 El ojo barroco de la cámara

    14 Entre espejos y cuadros

    15 Raúl Ruiz o el barroco en acción

    V

    16 Cartografiando el territorio de Raúl Ruiz

    17 El juego de la oca

    18 Nadie escribió nada

    VI

    19 Muertos, falsos y nadies

    20 Reflexiones, refracciones, desviaciones en La comedia de la inocencia

    21 Las soledades

    VII

    22 Aquí colgando y por allá tanteando

    23 Las seis funciones del plano

    Filmografía

    Sobre los autores

    Índice de películas citadas

    Índice onomástico

    Agradecimientos

    Este libro no sería posible sin el trabajo en equipo de Úrsula Budnik y Paula Dittborn. Tampoco, sin la ayuda del asistente del proyecto, Jorge Sánchez, y la colaboración generosa de Amarí Peliowsky y Cyril Béghin, contactos en Francia. Junto con ellos, agradecemos también a José Antonio Cousiño, quien nos ayudó desde Inglaterra y a Pablo Torche, quien lo hizo desde Italia. Queremos agradecer también a Matías Ayala, por su rigurosa y sugerente lectura; a Ascanio Cavallo y a Uqbar Editores por su acogida, así como también a la Universidad de Santiago por su permanente respaldo. Finalmente, queremos dar las gracias al Estado de Chile que, a través del Fondo Audiovisual 2009, financió esta iniciativa.

    Prólogo

    Valeria de los Ríos (con la colaboración de Iván Pinto)

    En una nota publicada en la revista Cauce en 1984, Enrique Lihn afirmaba que en Chile Raúl Ruiz era «el cineasta desconocido». Su producción permanecía ignota, aunque su fama y reconocimiento internacional ya había dejado de ser un secreto gracias a un número especial que la prestigiosa revista francesa Cahiers du Cinéma le había dedicado en 1983. Hoy, veintiséis años después, la situación es bastante similar: se lo celebra como cineasta «de culto»; sin embargo, son pocas las películas suyas que han sido estrenadas en salas comerciales o que han sido éxito de boletería en los lugares en que han logrado circular. Y aunque su nombre es habitual en festivales y series de su autoría han sido exhibidas por televisión, su extensa filmografía permanece aún como un territorio inexplorado. Estas son razones suficientes para justificar el volumen que el lector tiene entre sus manos.

    Si nos aventuramos a conjeturar sobre las causas, el desconocimiento de la obra de Ruiz se debe a varias razones. No sólo a la censurable ausencia en carteleras locales, o a la dificultad de conseguir sus cintas en dvd, sino también a lo inaprensible de su cine. Su articulación de los espacios culturales chilenos y europeos, su apropiación de distintos géneros y medios (cine y televisión), se complican aun más al tomar la precaución de señalar que la prolífica obra de Ruiz fuera de Chile es, antes que todo, una consecuencia del exilio. O quizás, puesto de otro modo, el exilio es el requisito de su prolífica y caótica «universalidad». Apresurados, podríamos decir que Raúl Ruiz es el cineasta globalizado por antonomasia, tan integrado como marginal a los circuitos culturales.

    La obra cinematográfica de Ruiz es elusiva por distintos motivos. Primero, porque desafía persistentemente al espectador al adoptar formas que se alejan de la narratividad clásica (la «poética del cine» de Ruiz). Segundo, debido a que su producción es múltiple y fragmentaria, amplia en su tipo y lugar de producción, inquieta en su registro visual y sus procedimientos narrativos, compleja en sus conflictos y temas. Tercero, porque una parte de su obra se encuentra inacabada o simplemente extraviada. Tanto en su producción como en su circulación y recepción, la obra de Ruiz puede ser calificada como única.

    En su obra priman las ideas de transformación y metamorfosis, fugas y pliegues; de ahí su vinculación con el Barroco. Así, en sus películas abundan los espejos, las duplicaciones, los fantasmas y los muertos vivientes. Su cine es de hipótesis y de conjeturas, en el que los silogismos exploran sus propias aporías y el lenguaje evidencia su materialidad, cuestionando sus habilidades comunicativas. O también en su cine la imagen intenta investigar y exceder los repertorios visuales, donde el tiempo se siente corporalmente, porque es el tiempo recobrado de la memoria, del aburrimiento, o el tiempo instantáneo del registro directo, del chiste y la equivocación.

    Quizás contagiado por la labor de este cineasta nacido en Puerto Montt, este libro adopta una modalidad excéntrica, que intenta dar cuenta de la movilidad y las múltiples transformaciones y perspectivas al interior de su obra. Por ello tiene una naturaleza doble, ya que incluimos textos relevantes publicados en Chile y en el extranjero, y producción contemporánea inédita sobre su obra. No se trata de presentar una lectura «total» de Ruiz, sino de abrir zonas de traducción, de diálogo o de lecturas que apunten a establecer una aproximación o ensayo. Nuestro afán es construir una recepción crítica del cine de Raúl Ruiz que cruce no sólo por la cinefilia autodidacta, el discurso académico o las retrospectivas de los festivales. Para nosotros, este libro —como el cine trashumante de Ruiz— es un punto de partida, no de llegada.

    En cuanto a las imágenes incluidas en el libro, fueron trabajadas de manera casi cronológica para dar cuenta de una historia de la imagen en Ruiz y al, mismo tiempo, mostrar un contrapunto con la organización temática de la antología. Trabajamos con planos individuales, y no con secuencias, para dar cuenta de la importancia radical del plano en el cine de Ruiz. La artista visual Paula Dittborn seleccionó las imágenes escogiendo una variedad de planos y de colores, desde el blanco y negro característico de sus primeras cintas, hasta los colores magenta de películas como La isla de los piratas. Es necesario mencionar la dificultad para conseguir las películas de Ruiz y explicitar que la diferencia en calidad y textura se debe a la diversidad de formatos y a los sucesivos traspasos que sufrieron estas imágenes para llegar al libro. La precariedad de la imagen y su envejecimiento nos hablan de la materialidad misma del cine. La individualidad de los planos descontextualizados y puestos en una secuencia ajena y excéntrica, nos remiten a de la fuerza centrípeta de la imagen, tan importante para Ruiz. De ahí que estas imágenes, insertas en esta particular secuencia, cuenten también su propia historia.

    El libro está dividido en siete partes. En la primera —titulada Pasajes— prima la idea del paso entre realidades y códigos diversos, entre Chile y Francia, entre lo visual y lo lingüístico. Waldo Rojas sitúa a Ruiz en la bohemia santiaguina de los años sesenta, donde era necesario «beber para creer». El poeta y amigo de Ruiz radicado en Francia acuña el término «realismo púdico» —no lo que se muestra como evidente, sino lo que se oculta— para referirse al cine de Ruiz, y asegura sin titubeo alguno que con Tres tristes tigres (1968) se inaugura la historia del cine chileno. Pascal Bonitzer nos habla sobre los simulacros y los fantasmas presentes en la obra de Ruiz, para dar cuenta de que en ella la imagen se presenta a sí misma como ilusión o efecto visual, máscara seductora y obscena que recubre un vacío. La lengua es la preocupación central en el texto de Serge Daney, quien se pregunta si Ruiz se ha convertido en un cineasta francés. En una respuesta algo borgeana, Daney afirma que «la lengua ruiziana es una Torre de Babel en holograma». Zuzana-Mirjam Pick afirma que en la obra de Ruiz América Latina y Europa se sobreimprimen, ya que Ruiz pertenece a dos culturas pero no se identifica con ninguna. Sus imágenes son artificiosas, porque su objetivo es desfigurar y travestir la realidad. Para Ruiz —afirma Pick— el mundo, físico o mental, es un país extranjero. Edoardo Bruno se refiere al carácter fragmentario del cine de Ruiz, que tiene al ojo de la cámara como protagonista, y a su capacidad de extremar el discurso y reducirlo a hipótesis absurdas, paradojas o ironías, que poseen un enorme poder de innovación.

    La condición de posibilidad para los pasajes es, sin lugar a dudas, el Territorio. Allí reunimos textos que hacen referencia a la producción situada de Ruiz, es decir, a películas producidas en Chile antes del exilio. Paradójicamente, ya la primera película de Ruiz hace referencia al viaje o la trashumancia: La maleta (1960). Yenny Cáceres afirma que esta cinta es la primera que inscribe al cine chileno en la modernidad. Perdida por un error de rotulación que la consignaba como «película francesa», La maleta hace gala de su propia excentricidad en el contexto en que fue producida y de la economía de medios con que fue realizada. Luis Mora, en cambio, se centra en el análisis de Nadie dijo nada (1971), que se aleja del modelo del cine militante para acercarse estilísticamente a la Nouvelle Vague, centrándose más precisamente en una tensión entre lo real y lo fantástico, en la que el modelo fáustico ocupa un lugar central. Malcolm Coad intenta desentrañar las paradojas políticas presentes en el cine de Ruiz, declarando que el cineasta se proponía explorar «los espacios interiores del discurso social» a través de mecanismos como el reconocimiento y la auto-afirmación. Alejado de los estereotipos del cine militante, la producción de Ruiz da cuenta de que lo político se encuentra en lo no político, mientras que lo explícitamente militante puede tener «el efecto de anestesiar la verdadera política». Michael Goddard analiza el cine de Ruiz anterior al exilio como una producción que intenta crear un equivalente artístico o cultural a las transformaciones materiales, económicas y sociales que se estaban llevando a cabo en Chile. Según Goddard, la producción del director chileno utiliza la ironía junto con una observación etnográfica del habla, los gestos y el comportamiento.

    En Figuras presentamos lecturas que ven en la obra de Ruiz distintas figuras de la nación. Pablo Marín analiza La expropiación (1972) a partir del contraste de los conceptos de historia y mito. Según Marín, en esta película el tiempo histórico es puesto entre paréntesis y el mito irrumpe con un mundo de espectros que resume las tradiciones pasadas. Dicha mezcla da como resultado un estilo cinematográfico que privilegia la ambigüedad, desconociendo las convenciones establecidas. Gonzalo Maza caracteriza a ciertos tipos chilenos presentes en el cine de Ruiz, chilenos lateros, errantes o determinados fonéticamente por sus modos de hablar. Nicolás Lema explora lo que llama el «espacio en off» de la historia en Ruiz, que es aquel que se sale de la política propiamente contingente del cine comprometido, y que en La colonia penal (1971) tiene una carácter casi profético. En su lectura de esta cinta, Lema destaca la presencia de espacios cerrados en los que domina la violencia como espectáculo, y donde el cuerpo adquiere una condición material moldeable-exterminable. La abstracción en el filme es lo que hace posible una potencialidad política a posteriori.

    La visualidad y la multiplicación de perspectivas es el centro de Ojo barroco, donde Christine Buci-Glucksmann se refiere a los mitos visuales en la obra de Ruiz. Allí lo actual y lo virtual parecen confundirse. Simulacros, alegorías, fantasmas y espejismos proliferan y son producto del ojo tecnológico de la cámara. Youssef Ishaghpour destaca la importancia del secreto en La hipótesis del cuadro robado (L’hypothèse du tableau volé, 1979), de allí que se requieran pistas falsas que lo justifiquen. Según Ishaghpour, el cine de Ruiz se caracteriza por la mezcla de géneros y de estilos, y está marcado por el discurso del exiliado que da cuenta de la pérdida de las certidumbres. Richard Bégin continúa la lectura del mismo filme, asegurando que el cuadro ausente es el que ordena la serie. El coleccionista invita a un trabajo exegético revelador, similar al del alegorista, en que los cuadros/tableux vivants son la representación del lenguaje cinematográfico en acción.

    En Mapas hay un intento por situar la producción ruiziana en el contexto geopolítico mundial. Según Jonathan Rosenbaum, una de las características esenciales del cine de Ruiz es la mezcla de profesionalismo y amateurismo. La obra del director nacido en Chile elude los imperativos categóricos, estrategia propia de un exiliado político. Según Rosenbaum, en el cine de Ruiz hay un rechazo a satisfacer cualquier audiencia en particular, ya sea marginal o masiva, ya que no sigue líneas narrativas tradicionales. Por otra parte, Ian Christie analiza el trabajo de Ruiz realizado al amparo de la televisión. Ésta le otorga un marco de referencia, y un conjunto codificado de géneros y presunciones, frente a las que puede contrastar sus propias observaciones y teorías. Sus estrategias operativas —a juicio de Christie— son la parodia y el literalismo. A esto último, Lorenzo Esposito agrega que la ficción ruiziana tiene rasgos hitchcockianos, y que su cine es una tentativa por contrarrestar el automatismo de la narración, creando zonas de indeterminación.

    Las múltiples duplicaciones en el cine de Ruiz y en su carácter fantasmático son el centro de atención en Dobles y fantasmas. Adrián Cangi destaca cómo el cine de Ruiz recupera la tradición de efectos de luz en el gorkiano «reino de las sombras». Su poética indaga la problemática del simulacro, el acontecimiento y las paradojas. En su obra se producen una multiplicación de puntos de vista y disidencias perceptivas hasta la saturación. Según Cangi, la estética de Ruiz es la de la sorpresa, y su filosofía, el develamiento. Una lectura de La comedia de la inocencia (La comédie de l´innocence, 2000) ofrece Carolina Urrutia, donde un niño que filma introduce elementos de alteridad al anunciar que su madre no es su madre. El relato se vuelve progresivamente siniestro u ominoso y como resultado se produce un cine que es tanto realista como artificioso. Para Pablo Corro, Ruiz circula entre el espacio de lo visible y lo invisible, entre lo virtual y lo concreto, entre el presente y el pasado. En su análisis de Las soledades (1992) da cuenta del paso de las formas de la ficción al documental, que es paralelo al paso del mundo de los vivos al mundo de los muertos, en el que la única consistencia posible está dada por el uso de la palabra.

    En la última parte del libro —Poética— presentamos por primera vez en castellano el texto «La seis funciones del plano», que Ruiz publicó en «Poétique du cinéma 2». Adrian Martin analiza en detalle este texto, que considera central no sólo para la poética del cine del director chileno, sino para la teoría cinematográfica contemporánea en general. El crítico australiano afirma que como campo de fuerza, el plano tiene dos energías dominantes: una centrífuga y otra centrípeta, que se vinculan respectivamente a lo secuencial y a lo inmersivo, a lo narrativo y lo espectacular. La importancia y la fuerza de esta teoría radica en que permite conceptualizar al mismo tiempo un régimen narrativo hegemónico y las estáticas interrupciones a éste, dando espacio para dos tipos simultáneos de participación para el espectador del siglo xxi.

    Estos textos ofrecen distintas conjeturas y zonas de encuentro con la obra de Raúl Ruiz. Territorios y pasajes, mapas y figuras nacionales, deformaciones barrocas y duplicidades fantasmales, estas páginas arman una trama para recorrer su cine como una poética autoconsciente, a veces siniestra, crítica o paródica, pero siempre visual, sonora e hipotética. Esperamos que este libro despierte la curiosidad y el interés que las películas de Ruiz han creado.

    Santiago, julio de 2010

    I

    Pasajes

    1

    Raúl Ruiz

    Imágenes de paso

    Waldo Rojas

    Pudor y realidad

    Hacia fines de la década de los sesenta, en Santiago de Chile, buscábamos con Raúl Ruiz un nombre provocador y jolgorioso para definir nuestras vagas coincidencias en materia de cuestiones estéticas. Conformábamos un grupo de jóvenes ni más ni menos discernible de otros jóvenes pintores, poetas, novelistas, periodistas, gente de teatro y de cine, amén de algunos personajes inclasificables, cultores de erudiciones varias y a veces dotados de una rara fineza de espíritu. Santiago era, por cierto, todo Chile o poco menos. Pero el Santiago nuestro era en verdad una suerte de lugar geométrico, laberíntico, hecho a la medida de nuestras obsesiones ambulatorias, gastronómicas o sencillamente alcohólicas. Espacio mitad imaginario, mitad real, adonde solíamos encontrar una guarida cómplice más bien que la llana palestra para nuestras primeras armas en las letras y otras artes.

    Había en la ciudad, como en todo el mundo, un hemisferio diurno y un hemisferio nocturno, cara y cruz de monedas distintas, que, lanzadas al aire de nuestras afinidades electivas, nos valían más trasnochadas que otras formas de desvelo. Jóvenes aún, lo éramos bajo la especie de un precoz escepticismo —«ver para crear, beber para creer»— respecto de las virtudes expedicionarias, mesiánicas o justicieras del arte; bien o menos bien, acomodábamos nuestra existencia civil con nuestras respectivas expresiones creadoras, al abrigo de la potencia tutelar o de la caridad semiclandestina que la universidad concedía a menudos a los artistas. En todo caso, a ejemplo de Kafka, en el conflicto entre el mundo y nuestras personas individuales, habíamos optado por sostener al primero.

    En un país un tanto a contracorriente del curso del destino de nuestro continente, como era el Chile buenamente democrático de esos años; en una ciudad profundamente municipal y taciturna como Santiago, igualmente impropia para propiciar grandes exaltaciones o grandes hastíos; en un medio cultural a menudo estimulante por la riqueza de no pocos espíritus selectos, pero estructuralmente separado de los intereses de las grandes mayorías e incapacitado de modificar esos mismos intereses, nosotros habíamos asumido paulatinamente una marginalidad sin penas ni furias ni aspavientos, marginalidad agridulce y, para algunos, un tanto arrogante. «Jóvenes promesas» en un país que se daba poca maña en cobrarlas con los años (indiferencia más que indulgencia generosa).

    Raúl Ruiz era para nosotros, sin proponérselo, nuestro crédito y nuestro valor de refugio. A su haber algunas hazañas en el teatro y ya un filme incompleto pero suficiente para saldar, por ejemplo, algunas cuentas con la connatural inclinación chilena por el surrealismo, o «surreachilismo»: Tango del viudo (1967). A su haber también, una estadía en Argentina, su periplo mexicano nimbado de ciertas brumas legendarias. En fin, promesa o no, ya era claro que la salud de nuestras creaciones dependería en adelante del ejercicio plácidamente insurgente de nuestra imaginación y no de los estímulos venidos de la sociedad civil.

    Lectores ávidos, habíamos hecho acopio a temprana edad de un abigarrado patrimonio de lecturas sin predilección de género ni de épocas. Apetencia barroca que nos conducía a aquellos autores geniales y desconocidos, condenados sin juicio a la sanción del olvido o de una gloria póstuma, pero en todo caso ya enviados a retiro por las mareas sin mucho fondo de la moda.

    De aquellas frecuentaciones diurnas de libros y tomos se alimentaba el rito nocturno de nuestras interminables sobremesas en restaurantes y bares de la capital. El horror compartido hacia la solemnidad y la tontería grave presidía esas conversaciones, si así pudiera llamarse a aquellas justas verbales en las que la filosofía presocrática o los poetas metafísicos ingleses se mancornaban con la cháchara convulsa, y el recuento de proezas literarias se codeaba con los fraseos del bolero, el corrido mexicano o el tango compañero. Era aquella una tertulia trashumante, desplazable al albur del horario de cierre nocturno, cuando las sillas patas arriba ocupaban sobre las mesas el lugar de viandas y botellas; hora del aserrín barrido hacia la calle que marcaba una etapa más de nuestro itinerario espirituoso, modulado por esa fantástica capacidad veinteañera para ingerir alcohol. El Santiago nocturno, con sus sórdidos misterios, sus perspectivas chatas, semipenumbrosas, desalumbradas como con saña; con su violencia mal contenida, indisimulable, compensaba pese a todo el juego de apariencias grises del Santiago diurno. Y esa ciudad secreta se abría siempre al otro lado de la glauca transparencia de un espejo de bar. De allí volvíamos a la madrugada, embriagados más de palabras que de vino, para caer sobre ambos pies en la realidad tradicionalmente real. Ella nos parecía, con todo, el dato original, la única humanamente posible, a condición de aparejarle el vuelo migratorio de la imaginación. La vida cotidiana, su opacidad masiva, era el dato inagotable. Su legitimidad ontológica consistía sobre todo en imitar al arte. Nuestras incursiones nocturnas eran el rito probatorio de lo mismo, oficiado cada noche por esas reencarnaciones pretendidas de un imposible Leopold Bloom de ambas riberas del Mapocho.

    No faltaban en el Chile de entonces las vanguardias de todas las estridencias posibles. Sobre todo había aquellas, signo de los tiempos, que se conferían legitimidad política. Un populismo desembozado, con relentes de movilización general, agitaba los espíritus menos agitables y los jóvenes quedejudos de turno preferían al embadurnamiento de telas y al borroneo de cuartillas, proferir discursos desde lo alto de todo lo que pudiera asemejarse a una tribuna. Desde nuestra involuntaria marginalidad presentábamos, a sabiendas, un frente vulnerable a las acometidas de lo real. El nombre buscado para bautizar nuestra «estética» surgió entre broma y broma, entre plato y plato, una noche cualquiera: realismo púdico.

    El principio activo del realista púdico consiste en considerar la noción de realidad no ya como lo dado, como lo des-cubierto absoluto, sublunar e impávido, sino como un sistema de ocultamientos: la naturaleza gusta de ocultarse. Todo el resto, consecuencias éticas o estéticas, políticas o sociales, se daban por añadidura. Acto seguido, hacíamos abandono definitivo del título de artistas e intelectuales por el de simples «parroquianos».

    De todo ello surgió algo más tarde, hacia 1968, ese filme sorprendente y polémico, Tres tristes tigres (1968), señalado como la obra que pone fin a la prehistoria cinematográfica chilena e inaugura su historia. Por lo que cabe a Raúl Ruiz en su ulterior discurso cinematográfico, huelga decir, sin temor a exagerar, que la historia a secas del cine no se escribirá sin su nombre.

    El «realismo púdico» era también para nosotros un imperativo de sobriedad y discreción mutuamente debidas. Personalmente, en tanto que testigo muy próximo de su obra creadora, depositario de algunas de sus reflexiones no siempre de dominio público, siempre vacilé en escribir sobre sus películas, en las que, por lo demás, fui más de una vez colaborador directo como actor, autor de letras de canciones y hasta cocinero invitado. Al cabo de estos años, creo no traicionar con estas líneas ese viejo pacto de pudor.

    Código interruptus (o el cine como poesía)

    Hay en el cine una virulencia, un poder de subversión de las proporciones y de las jerarquías, un poder de subversión lógica que Raúl Ruiz pone en acción implacablemente, sin remordimiento, sin nunca plantearse la pregunta de saber si será seguido, si el público comprenderá, si incluso habrá para eso un público, si incluso el film será exhibido. No ya que no desee que sus filmes sean vistos y apreciados, sino que él sabe que nada debe retardarlo, hacerlo flaquear, distraerlo de su voluntad corruptora, ni siquiera y menos que nada la esperanza de una «comunicación» con el público, la esperanza del feedback, esa plaga de nuestro tiempo.

    Pascal

    Bonitzer

    , Cahiers du Cinéma

    Algunos pretenden, a manera de reproche velado o de coronación dudosa, no ver en el cine Ruiz otra cosa que la expresión a veces genial del deseo de sorprender. El recurso frecuente de Ruiz al expediente de laberintos mentales, galerías de espejos, comportamientos artificiales, reflejos deformados, etcétera, etcétera, y el cultivo de un descalce flagrante entre lo dado a ver y lo dado a oír, entre lo prometido y lo habido, entre el enlace y el desenlace, en fin, todo aquello puede contribuir a cimentar ese juicio. No se trata menos, sin embargo, de una lectura somera y de una sanción superficial. En este terreno se plantea una cuestión quizás secundaria, aunque implícitamente inevitable a propósito del cine de Ruiz: su relación con el público, problema del grado de sumisión a un código de «lectura» de las imágenes fílmicas, problema de la inserción de su estilo personal en el conjunto de la cultura cinematográfica como red de circulación de signos sociales.

    El cine es quizás la forma de arte que mayormente acrecienta la distancia entre la idea original del creador y el resultado de las operaciones que conducen a su plasmación. El cine tradicional hace de este obstáculo un proyecto traducido en compromiso. El guión de un filme, se supone, equivale a esa idea original, es su primer paso y ya una efigie de la obra fílmica; la filmación es un acto regular y nada aleatorio; el montaje equivale a la compaginación de un impreso y se puede decir que las resonancias industriales de este vocablo no son inocentes. Este orden retrata la convención profesional mayor que erige el deseo del espectador en fuente libidinal de la creación cinematográfica. Ella opone al arbitrio creador las convenciones estéticas, icónicas, ideológicas, dominantes. Un matrimonio de interés zanja al cabo todo conflicto; la sociedad se corrobora en sus mitos, y éstos pueden servir para poner a prueba su capacidad de corroborarse. El cine cumple de maravillas esta exigencia hedonista de toda cultura. Aquellos más disruptivos e insurgentes de entre los filmes tradicionales, se reducen finalmente a una lectura en negativo del mismo contrato. Los contenidos del lenguaje varían y se hacen audaces, pero su forma permanece intacta: es el eje de toda rotación de un número limitado de signos, el pivote de toda «revolución».

    Contra la idea del cine de Raúl Ruiz como fundado en el deslumbramiento y la exhibición epatante, se puede sostener con mayor justicia que como en pocos cineastas modernos (subrayado el término «moderno»), hay en su obra un principio conductor, una idea controladora. Esta idea comprende todo un proyecto y es difícil de expresar de otro modo que a través de la formulación de sus imágenes fílmicas. Ruiz obedece a ellas como a un imperativo interior y no como a una contrición venida de afuera del ámbito de su relación con su obra. Cada película suya, dicho sea de paso, no es sólo una ilustración, una figura de especie, de ese principio, sino una vuelta de tuerca más hacia un grado superior de posibilidad. Para decirlo en pocas palabras: se trata de la idea del cine como escritura, el film como texto.

    Como cineasta, Raúl Ruiz descoloca al espectador (en el mismo sentido que cobra esta expresión en el fútbol); lo saca de su espectación pasiva que hace de él una suerte de «lector iletrado» que siguiera con el dedo la lectura de una línea, y lo reinstala en la situación de un «lector de texto». Tomamos de Roland Barthes la idea de texto como tejido en perpetuo urdimiento, como tejido que se hace, se trabaja a sí mismo, y deshace al sujeto en su textura: una araña, dice gráficamente Barthes, que se disolviera ella misma en las secreciones constructivas de su tela. Este espectador reinstalado es, por cierto, una hipótesis, si no una premonición; se trata de un iniciado en una práctica fundada en la delectación, acto de complacencia desplegado en un espacio de goce tendido imprecisamente por la escritura, sin el límite de la «persona» de un lector. Espacio de goce creado por la posibilidad misma de una dialéctica del deseo. Seducción ciega, sin estrategias. Nada menos apropiado para ese juego abierto que la modalidad lineal de la narración.

    La instancia privilegiada del cine de Ruiz es el acto de la filmación; no porque allí se plasme una idea previa, clara o menos clara. La filmación es en él, por contrario, lugar de encuentro de lenguajes diversos, representados por instrumentos y técnicas, seres y objetos; literalmente, lugar de hallazgos y punto de partida de los signos de varios códigos dispuestos a fragmentarse, a desconstruirse, a reconstruirse: código interruptus. Un poeta no procede de otro modo. Hacer obra de poeta no es necesariamente desplegar con habilidad la panoplia instrumental que la literatura pone a mano y a la vista. El poder del poema es el de sorprender a la vuelta de la esquina de una forma, cualquiera que ella sea, «una colusión particular del hombre y de la naturaleza», o sea, un sentido.

    En el cine de Ruiz, como en un poema auténtico, todo es materia significativa, sin desechos ni sobrantes. Todo es, además, material probado y su uso escapa al empleo efractivo: no hay en el cine de Raúl Ruiz veleidades experimentalistas, búsquedas con efracción. Un raro clasicismo, muy a menudo advertido por sus críticos más severos, domina por el contrario en las soluciones propiamente fílmicas. Nada que no haya sido propuesto y tentado por la mejor tradición del cine, desde Méliès y Murnau a nuestros días. Sin embargo, la obsecuencia de Ruiz a la norma clásica no es alegable. Se acepta, en general, designar su naturaleza heterogénea respecto de ésta y otras normas como la expresión de una irremediable voluntad barroca. Explícitamente Ruiz acepta lo barroco como proliferación en lo exiguo, o sea como economía y no como dispendio ostentoso: adonde debería primar la línea recta, traza una curva, adonde una superficie lisa, una coruscación, un repliegue, adonde un movimiento articulado, una contorsión. En el tejido mismo de las situaciones fílmicas, la exuberancia de las ramificaciones determina espacios vacíos, calas por las que circula el relato bajo el modo de una ausencia. Paralelamente, un relato impostor, simulador y parásito, finge ser el principio organizador de nudos y desenlaces, pretender reformar la dispersión de imágenes y de enunciados verbales. En verdad, entre las conexiones voluntarias de imágenes y de palabras circula un flujo de analogías incontrolables y sin fijamiento.

    Del mismo modo como un poema no es un acertijo ni un enigma verbal a término, y es por lo tanto informulable en otras palabras que las del destello de sus metáforas, el cine de Ruiz sería imposible de reducir a un desarrollo continuo.

    El barroquismo de Ruiz trabaja a partir de una relativa normalidad cinematográfica sobre la que se ejerce algo así como una presión especial por exceso o por falta de algo. Pero su rasgo más notable y que nos remite al problema de sus relaciones con el público, lo constituye su particular concepción de la narración.

    El filme de Ruiz avanza por medio de rupturas y colisiones respecto de alguna norma o borde cultural, pero sin que ello marque un valor de excepcionalidad, de vuelco esporádico o brillo joyero, en el enlace de un desarrollo ordinario. A pesar de la innegable textura narrativa del cine de Ruiz, a pesar de su vocación de «cosa contada», su relato deja de ser a poco de comenzado, como se abandona un disfraz demasiado sofocante, una finalidad conductora. El relato se muda en soporte del encadenamiento de metáforas al interior de un espacio de significaciones cercado por el tema del relato. Tal como sucede en la poesía respecto del conjunto del lenguaje, en el cine de Raúl Ruiz las jerarquías de la comunicación ordinaria se encuentran invertidas. Los significados se atenúan y deslíen a medida que los significantes se hacen opacos y suplantan a aquellos: ya no hablan por sí mismos, hablan de sí mismos. Movimientos de cámara, desplazamientos al interior de un plano, iluminación, textos de diálogos o voz en off, música, etcétera, soportes tradicionales del relato, articulan ahora un discurso sólo equivalente al de la narración. La historia deja de ser un desarrollo y se vuelve virtual, discontinua, en suma, improbable.

    Los tópicos de Ruiz vienen todos de los rincones más diversos del mundo de la literatura. O mejor, de sus mundos confundidos en una suerte de argamasa fabulesca. El cine, por supuesto, proviene del modo de contar de la novela y de sus hábitos inveterados. Sólo que la narración cinematográfica ha ampliado el margen de aquello que es constitutivo del relato novelístico, adonde se dosifican la realidad y la ficción: expresión de lo probable. El cine, que deja correr su discurso por las vías abiertas en la cultura por la novela, pone en juego más allá de lo probable el efecto —y nada más que el efecto— de la verosimilitud. Lo visto, lo que aparece ante los ojos, apaga lo argumentado, lo devora. Ruiz exacerba al extremo crítico esta virtualidad de la imaginación poética. A la combinación aleatoria de elementos reales Ruiz sustituye la exploración exacta y completa de elementos virtuales, el juego de improbables, de aquello que de ninguna manera podría ocurrir, no al menos de este modo. Como en un poema, la clave no está en el desarrollo y el argumento (modelos de una lógica), sino en la vibración detenida de la imagen (metáfora) en su carácter instantáneo e inconsciente.

    El cine de Raúl Ruiz es in-comprehensible de otro modo que como escritura: territorio de ficción circunscrito por un lenguaje, su historia, sus ecos. Como texto, su estructura, o sea, su sentido humano, es el goce. Todo su juego de intermitencias revela esta «erótica cinematográfica», fundada, como todo erotismo, en el esquivamiento y el destello, en un sistema de entreaberturas y de guiños, de apariciones/desapariciones, del todo escamoteado en beneficio del fragmento. La gran «perversión» de este cineasta-poeta (en el sentido pleno de ambos términos) no es, por cierto, la ausencia de apuesta sobre el suspenso narrativo, sino la de proponernos como cebo narrativo la desarticulación de toda narración posible, y que, sin embargo, una historia permanezca legible. Toda la modernidad de Ruiz cabe en su proyecto consciente y modulado de un estilo de cine irreductible a su funcionamiento «gramático», como simple lenguaje de imágenes, así como el placer del cuerpo es irreductible a la necesidad fisiológica.

    El poeta, se sabe, es menos el autor que el lugar de un fenómeno cuyos componentes están menos en él que en el mundo y en el lenguaje. Así se explica su naturaleza a menudo obsesiva, desgarradora, irónica, vengadora.

    2

    Metamorfosis

    Pascal Bonitzer

    «La teología es ahora la ciencia de las entidades no-existentes», escribe Gilles Deleuze a propósito de Klossowski. En este sentido se puede calificar a Raúl Ruiz —y es un caso único— de cineasta «teológico». Los vértigos que provoca su cine, sus películas, resultan de «entidades no-existentes», emanadas de silogismos perversos, aporéticos (por ejemplo, Minos dice que todos

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