La vida que resiste en la imagen: Cine, política y acontecimiento
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La vida que resiste en la imagen - Juan Carlos Arias Herrera
A mi mamá,
a quien extraño infinitamente.
A mi papá,
por su apoyo incondicional.
JUAN CARLOS ARIAS HERRERA
Reservados todos los derechos
© Pontificia Universidad Javeriana
© Juan Carlos Arias Herrera
Primera edición: julio 2010
Bogotá, D.C.
ISBN: 978-958-716-361-2
Número de ejemplares: 300
Impreso y hecho en Colombia
Printed and made in Colombia
Editorial Pontificia Universidad Javeriana
Carrera 7, núm. 37-25, oficina 1301
Edificio Lutaima
Teléfono: 2870691 ext. 4752
www.javeriana.edu.co/editorial
editorialpuj@javeriana.edu.co
Bogotá, D. C.
Corrección de estilo
Nelson Castellanos
Diseño de colección
Diana Castellanos
Diagramación
Ronald Meléndez Cardona
Montaje de cubierta
Editorial Pontificia Universidad Javeriana
Desarrollo ePub
Lápiz Blanco S.A.S.
Arias Herrera, Juan Carlos
La vida que resiste en la imagen: cine, política y acontecimiento / J uan Carlos Arias Herrera.
-- 1a ed. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2010.
152 p. : ilustraciones, fotos ; 24 cm.
Incluye referencias bibliográficas (p. [137] -140) e índice.
ISBN : 978-958-716-361-2
1. FILOSOFÍA DEL CINE. 2. CINE - TEORÍAS. 3. CINE - ASPECTOS SOCIALES. 4. CINE - ASPECTOS POLÍTICOS. 5. CINEMATOGRAFÍA - ASPECTOS SOCIALES. 6. VANGUARDISMO (ESTÉTICA). 7. VERTOV, DZIGA, 1896-1954 - CRÍTICA E INTERPRETACIÓN. 8. EPSTEIN, JEAN, 1897-1953 - CRÍTICA E INTERPRETACIÓN. 9. DELEUZE, GILLES, 1925-1995 - CRÍTICA E INTERPRETACIÓN. 10. RANCIERE, JACQUES, 1940- - CRÍTICA E INTERPRETACIÓN. I. Juan Carlos Arias Herrera. II. Pontificia Universidad Javeriana.
CDD 791.4301 ed. 19
Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J.
ech. Abril 08 / 2010
Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.
PRÓLOGO
Todo pensamiento sobre el arte, ya teórico, ya estético-filosófico, es a la vez necesario e insuficiente. Lo que han dicho, consciente y explícitamente, muchos cineastas, pintores, músicos o escritores, resulta muy revelador, en gran medida, de lo que es el quehacer artístico como tal. Importante también porque ha sido necesario, en múltiples oportunidades, que la visión estética, esclarecida y ordenada conceptualmente, venga en auxilio de los propios creadores y su público, iluminando caminos, en aras de una concreción ideal tanto de fines como de medios, proviniendo de filósofos o pensadores influyentes. Hasta la más exacerbada defensa del automatismo psíquico de los surrealistas requirió del paso previo, si no de una estética, sí de la teoría psicoanalítica. Quien se niega a aceptar tales hechos, la relación no estéril entre prácticas y conceptos del arte, afirmando rotundamente la exclusividad del instinto en la ruta de una sensibilidad bestializada, propia de autómatas, pretende pasar por alto la enorme vitalidad participativa del pensamiento en la actividad artística. Muchos relatos acerca de cómo surgieron obras importantes lo confirmarían muy fácilmente.¹
Pero es insuficiente porque la realidad última de la obra puede desmentir o refutar, de manera tajante, lo dicho por sus mismos autores y pensadores, por eminentes que sean. Hay una zona en el arte que se resiste, por fortuna, a toda conceptualización, a todo intento de razonar a costa de lo que simplemente es misterioso e inexplicable, como tantas cosas en el mundo y la vida. El pensamiento, por cautivante que sea, tiene un límite, más cuando se trata de lo que, por naturaleza, se deja asistir, pero sin poderse reducir a él, aun cuando las afinidades establecidas por Martin Heidegger entre filosofía y poesía, como frentes enraizados en un propósito común, develar el ser, no dejan de sugerir, más poética que académicamente (el pensar puede estancarse y fosilizarse en los compartimentos cerrados del aula o el seguimiento incondicional de los textos producidos por las autoridades reconocidas en una materia), esa necesidad.
Distingo, por lo demás, teoría de filosofía, porque la primera existe en un marco más restringido que la segunda. La teoría, siendo discurso del pensamiento, está orientada hacia objetos puntualmente delimitados, afectados por una historicidad inmediata e innegable; aunque se ha querido desligarla de la práctica contextual de cada caso, tiene grandes, muy poderosos, vínculos con ella. Por algo, tratándose de arte, Leonardo Da Vinci y Piero de la Francesca hablaban del valor de aprender una teoría, para poder dedicarse a un oficio; Akira Kurosawa y Jean Mitry² de que para los futuros cineastas debe ser un imperativo conocer las teorías de quienes los han antecedido sobresalientemente en la dirección fílmica. También Louis Althusser se refería a una práctica teórica. Hay teorías, por lo demás, que son precarias en su sustentación filosófica, no aciertan a disponer de postulados esenciales en sus puntos de partida; tambalean y se debaten en una confusión o indiferenciación de claves conceptuales. La filosofía estética, como la filosofía en general, en cambio, que puede englobar una o varias teorías a un mismo tiempo, abarcándolas y otorgándoles su sentido último, es más totalizante y universal, no está tan sometida a los dictámenes del tiempo histórico determinado en medio del cual sale a la luz. Que lo diga si no la metafísica, que por tan largos siglos ha dominado en el pensamiento occidental, aun disimulada por la Ilustración, el materialismo, el positivismo o el nihilismo, que es como se manifiesta todavía en la sociedad de hoy. Y contraviniendo al marxismo, la filosofía, por idealista que sea, no siempre se ha aislado de las secuelas prácticas, de lo cual son un ejemplo los proyectos políticos que quisieron llevar a cabo Platón y Aristóteles, por un lado, y, por otro, la presunta utilidad para la ciencia de una filosofía de prudencias agnósticas como la de Kant, o las certezas lógico-matemáticas, tan cara a las metas de un Descartes y un Husserl (el menos positivista de los positivistas), que también son las de la praxis diaria de nuestra época.
Este abrebocas del preludio a la lectura del libro que el lector sostiene en sus manos viene a cuento debido al carácter del mismo. Es un texto en el que se hacen y citan consideraciones tanto de origen teórico, como estético- filosófico. La base para el autor, a quien tuve como estudiante muy aventajado en la Escuela de Cine y Televisión de la Universidad Nacional, son planteamientos de Dziga Vertov, Jean Epstein, cineastas vanguardistas de la década del veinte; Gilles Deleuze y Jacques Ranciére, protagonistas solamente en el ámbito del pensamiento. Base para una mirada nada menos que hacia el cine político o lo político en el cine, el aspecto que más discusiones, malentendidos, e incluso baños de sangre, ha engendrado en la historia del séptimo arte y de todo el arte. Ello a partir, téngase eso muy en cuenta, del concepto que más consonancias y repercusiones tendría con la práctica: el de política, tan venido a menos hoy en día en lo tocante a la noble amplitud que tuvo cuando se enunció por primera vez en la antigua Grecia.
Debo decir que no comparto enteramente el entusiasmo del autor por Vertov, cineasta muy renombrado, como tampoco por la llamada Vanguardia, a secas. El director soviético, dotado, es cierto, de un talento inusual para la observación de la vida diaria con su Cine Ojo y Cine Verdad, fue el más grande propagandista en imágenes que tuvo el régimen estalinista, una suerte de David projacobino y pronapoleónico, a quien Danton insultó por su servilismo, proclive al continuo cambio de camiseta, cuando lo dibujaba esmeradamente en el humillante camino a la guillotina del antiguo líder popular. De manera desorbitada, fanática, dogmática, Vertov combatió el cine de ficción, el teatro, la gran cultura dramática de Rusia y el mundo, como espectáculos meramente burgueses, diseñados para escamotearle la verdad de su existencia al proletariado, a las grandes masas del pueblo. Ni Marx con su oposición rabiosa a Bakunin y los anarquistas, los socialistas utópicos o los primeros socialdemó- cratas moderados (¡Qué decir de los demás enemigos burgueses!); ni Lenin, con su óptica de terror estatista desenfrenado, negado por completo a escuchar la disidencia (decisión de un Congreso del Partido Bolchevique), llegaron hasta ese punto.
Por supuesto, una mirada tan sesgada y tendenciosa no trascendió, no podía trascender. Resulta curioso que siga pasando por un cineasta político de postín alguien que contribuyó enormemente a la institucionalización del culto a la personalidad (Tres Cantos a Lenin, 1937), callando durante tanto tiempo ante las infamias de Stalin, que llevaron a la muerte por hambre y sangre a más de veinte millones de personas en la extinta, muy artificialmente constituida, Unión Soviética. Hoy, cuando se conocen cada vez mejor, a través de la literatura y la documentación histórica, las atrocidades cometidas por Koba, el temible,³ para citar el título del excelente libro de Martin Amis (habría que añadir, desde luego, los nombres de Alexander Solzhenitsyn y Vassili Grossman), uno se extraña de que tantos hombres, autodeclarados probos en su izquierda, no le pasen al difunto Vertov la cuenta de la que fueron víctimas Heidegger y Leni Riefenstahl por su militancia en el Partido Nazi. ¿Hay diferencias de fondo acaso entre un régimen y otro? Lo político, en un ejemplo así, terminó siendo una aprobación tácita de los procedimientos de la KGB, que todos los intelectuales soviéticos conocían muy bien, la más gigantesca y oprobiosa máquina del terror de que Estado moderno alguno haya dispuesto.
Tampoco ahora es muy convincente su discurso exaltador de la máquina cinematográfica, según él, inhumana y vitalista. Con los futuristas, Vertov idealizó demasiado las máquinas, alabando publicitariamente un desarrollo industrial en el que, a la larga, la Unión Soviética no descolló para nada, pues a una extraordinaria producción armamentista (lo único que en verdad producía en escala mayúscula), aunó el empobrecimiento progresivo de la población en cuanto a bienes de consumo, cada vez más escasos y racionados para la población hasta que cayó la Cortina de Hierro. Además, por mucha objetividad que consiga, valga la redundancia, el objetivo cinematográfico, en su documentación inorgánica de la vida, lo mejor que le puede pasar a éste, y sobre todo a un director de cine, es que haya tras él un buen camarógrafo, un artista del encuadre y del ritmo, algo que debía saber muy bien el propagandista estalinista en cuestión, cuyo hermano de sangre, Boris Kaufman, fue uno de los más notables directores de fotografía y camarógrafos que ha tenido el cine mundial.
Por supuesto que una complicidad política no invalida del todo una obra, aunque sí deja qué pensar. Sigue siendo actual, en eso Vertov no se equivocó, su valoración (no sobrevaloración) de esa inmaterialidad del movimiento,³ motor de la existencia, que pasa desapercibida para el ojo humano habitualmente, no para la cámara (y, si es de Boris Kaufman, tanto mejor). El autor de Sinfonía del Donbas (1934) supo palparle el pulso a la vida con un ímpetu que a ratos es sorprendentemente colosal, cercano a ese majestuoso élan vital que desde su tribuna filosófica percibió el gran Henri Bergson, maestro de Deleuze, en varias ocasiones citado en este libro. Por lo demás, toda ruptura con el subjetivismo absolutizante (relativista, eso sí, en el juicio a todos los valores), muy fresca todavía en su obra, subjetivismo que contamina como plaga la estética del presente, desde la Ilustración, me parece que sigue siendo bienvenida. La máquina-cámara, aun cuando demasiado sacralizada por él, puede enseñarnos que no todo en el arte es subjetivo, como todavía repiten almas alienadas. El cine, en particular, señalaba Mitry es la síntesis más acabada entre lo subjetivo y lo objetivo, el pensamiento y la emoción, pero eso pocos lo entienden aún en esta época. Lástima grande que los logros de aquel buen amigo de Stalin tuvieran su protección en tan desafortunada compañía. Un caso en el que una parte considerable de la teoría y, sobre todo, el ethos, de un cineasta, fueron muy inferiores a los momentáneos puntos altos de una obra, la cual se hundió en el más triste anonimato desde el final de los treinta hasta su muerte, que prácticamente coincidió con la de Stalin (¡Qué simbólica coincidencia!).
En lo relativo a Epstein, visto por Mitry como el primer teórico en importancia que tuvo cronológicamente el cine, su aporte está muy bien analizado por Arias, el autor de este libro. Fue el cineasta francés un hombre, al igual que Mitry, de formación científica, muy dado a la actividad del pensamiento y la experiencia positivas. No sé qué tanto se interesó por la política o lo que podría ser político en sus películas. Su gran mérito consiste, para mí, en haber señalado que el cine podía, en virtud de la máquina inteligente, llegar más lejos que la ciencia en el conocimiento del mundo, para bien y para mal. El trastocar e invertir la lógica de la percepción está entre sus inmensas posibilidades de embrutecer o dinamizar el pensamiento. La obra artística de Epstein hoy, sin embargo, no goza del prestigio de otros de sus contemporáneos, amigos y colegas como Germaine Dullac y Abel Gance, situación muy semejante a la de Louis Delluc, con quien compartiera tantas cosas.
Vertov y Epstein pertenecen, según críticos e historiadores, a grupos de vanguardistas. A propósito de ellos y la llamada Vanguardia, en general, representada también por artistas plásticos que en aquella época incursionaron en el cine, vale la pena hacer algunas precisiones, desde una perspectiva personal. Cuando se retoman actualmente, de manera quizá un poco tardía, las plataformas de acción del arte que se dio en esos términos, negando a ultranza que el cine es un medio de expresión narrativo -aunque no sólo sea eso, evidentemente-, y el escenario de las consignas supuestamente innovadoras es la academia, se cae, las más de las veces, en el exabrupto de denominar vanguardia a la ignorancia y la pereza intelectual; son muchos los que interpretan el llamado al cambio en la lucha contra la tradición narrativa como el hacer cualquier cosa, desconociendo un bagaje o una preparación en el oficio cinematográfico o artístico. Olvidan éstos que los mayores vuelcos u originalidades -por lo demás, nunca absolutas-, se han afincado en un gran conocimiento del espíritu narrativo clásico. Delluc, personaje fundamental de la Vanguardia francesa; Griffith, Eisenstein, Murnau, Buñuel, Welles, Godard, para hacer mención solamente de unos cuantos nombres muy alabados en el plano de lo que muchos tildan de grandes innovaciones, tanto dentro como fuera de los linderos narrativos, fueron o son individuos de vastos horizontes para quienes un cine clásicamente amparado por el acto de contar historias es un referente y un antecedente primordiales.
Pero, ¿cómo pretender que, en un medio tan atrasado culturalmente como el nuestro, un estudiante, que en muy raras ocasiones sabe escribir, es un apasionado de la lectura y está empapado de los modelos constructivos del pasado, pueda posar fácilmente de vanguardista? Se le hace un gran mal a ese estudiante invitándolo a cambiarlo todo, cuando poco o nada sabe. Los resultados no se hacen esperar: mediocridad y repetición de los errores crasos de ese pasado desconocido por él, si es que, una vez egresado de una universidad, no es absorbido, dentro de unas muy pocas posibilidades de trabajo digno, por los peores modelos narrativos existentes, los de la peor televisión y el peor cine, que en un país como Colombia se promueven a diestra y siniestra.
En ese sentido, la aparición de un teórico como Ranciere, que se introduce tal vez no lo suficientemente en las ideas estéticas, por lo menos no como un Mitry, un Bazin, un Tarkovsky o un Eisenstein, es muy importante. Con su fórmula del cine como fábula contrariada, en la que el relato coexiste con lo que para Deleuze es la imagen-tiempo o inorganicidad deslindada de representación argumental, narrativa, establece una síntesis entre lo uno y lo otro, que Arias analiza muy bien. Asimismo, su asunción de la política desde la historia como partición de lo común, en la que el cine puede darle el derecho a la voz a quienes no lo tienen, da pie para abundante material de discusión y problematización.
Teniendo como punto de partida para futuros estudios este excelente libro, quedan por verse dos cosas más en detalle. Primero: ¿Qué es finalmente la política y realmente son políticas la inorganicidad, inmaterialidad e inhumanidad (¿?) del cine de la que nos habla? Si bien es cierto que lo político no se circunscribe a la representación narrativa y toma de partido ideológica denotada, ¿educa o re-educa la mirada en verdad la Vanguardia estudiada (los ya lejanos en el tiempo Vertov y Epstein, y sus posibles seguidores del presente), subvirtiendo cánones políticos? ¿Es la política, así vista, el aspecto crucial del cine? Habría que dedicarse más a fondo a la política en sí, tan desacreditada hoy