Música para difuntos
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Un asesino serial retorna a Mexicali en un estado de sitio en donde sus habitantes ya no se sienten seguros por la brutalidad de los asesinatos, aparentemente sin relación alguna. Esta vez Miguel Ángel Morgado quizá no salga bien librado en su búsqueda por la verdad. Tercera y última entrega de Exhumaciones. La trilogía fronteriza de Miguel Ángel Morgado, la cual ya se convirtió en un referente de la novela negra mexicana.
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Música para difuntos - Gabriel Trujillo Muñoz
Mexicali Rose
Inicio de temporada
El cuerpo descansaba entre las sombras
Boca arriba con los ojos fijos en una mirada de sorpresa
Una mancha de sangre se extendía por la alfombra roja.
Una luz se encendió. Un reflector se concentró en el cuerpo caído.
Se escucharon pasos. Un hombre hizo su aparición.
El hombre contempló el cadáver largo rato y luego se quitó los guantes de plástico manchados de sangre y los tiró al aire, sin importar donde caían.
Con estudiada lentitud se colocó unos guantes nuevos, blancos, de tela fina, que había sacado del bolsillo de su traje de etiqueta.
—Gracias por asistir —dijo como un maestro de ceremonias al inicio de un espectáculo—. Este concierto inaugura la primera temporada y está dedicado a la memoria de los grandes músicos del pasado que supieron sublimar el alma humana y transportarla a las etéreas regiones del gozo estético.
El hombre hizo una reverencia al auditorio invisible.
—Para dar comienzo a mi interpretación de esta noche quiero explicar lo que es la música para mí y el precio altísimo que he tenido que pagar, en una ciudad de gente inculta, con oídos de bárbaros, con gustos salvajes, para sobrevivir. Soy, para decirlo en pocas palabras, un creyente de la buena música en tierra de infieles.
El hombre de los guantes blancos detuvo su discurso y miró a su alrededor.
Un gato flaco, pellejudo, pasó corriendo.
—Para gozar la música se necesita un oído fino, no uno de artillero. Pero hoy vivimos una edad oscura para los buenos modales, para las buenas costumbres. Ahora le llaman música a palabras insultantes, a explosiones tremendas, a ruidos sin sentido. El bel canto tiene que luchar contra los berridos de las cantantes de moda y la música culta debe lidiar con grupos cuyos integrantes no saben siquiera si sus instrumentos están desafinados.
El hombre de los guantes levantó su mano derecha.
— ¡Lo sé, lo sé! Me estoy saliendo del tema. Mil disculpas a todos ustedes, personas educadas en el arte como oficio, como dolor por una buena causa, como disciplina rigurosa. La música, decía mi maestra de piano, sólo con sangre entra, a reglazos si es necesario. Yo creo lo mismo. Nosotros, los músicos, somos ángeles que Dios ha mandado para ofrecer a los seres humanos un atisbo del paraíso, su sonido inmortal, su melodiosa armonía cósmica. ¡Pero los seres humanos son criaturas rastreras, bestias que en vez de evolucionar hacia la luz retroceden a las sombras, seguidores del demonio que los seduce con bailes excitantes, con melodías repetitivas, con cuerpos sudorosos que usan el don divino de la música para fines abyectos, para el pecado de la lujuria!
El hombre de los guantes contempló a su público invisible con una mirada de extrema desaprobación.
Su lenguaje corporal, sin embargo, no era el de un perdedor indignado sino el de un caballero listo a encarar cualquier desafío con la espada de la rectitud, con el escudo de la virtud.
Mirando sin parpadear, con la vista perdida en las alturas, el hombre prosiguió su discurso.
—Todos sabemos el estado deplorable en que este mundo se encuentra. Todos escuchamos, con terrible agonía, la música que se extiende por casas y escuelas, por calles y computadoras, como un cáncer maligno. Es tiempo, creo yo, de que la buena música vuelva por sus fueros. Es tiempo, lo exijo y lo reclamo, que los ángeles celestes de la hermosa melodía dejen de comportarse como pudibundos caballeros y saquen sus armas a relucir. Es tiempo, tal es mi compromiso solemne, que mostremos, aquí y ahora, nuestro descontento ante un mundo en decadencia, ante una humanidad que no merece la misericordia de Dios, el perdón de sus pecados.
El hombre de los guantes caminó fuera del haz de luz.
Se escucharon, entre las sombras, sonidos metálicos.
El hombre regresó con un serrucho y un cuchillo de carnicero.
—No quiero hacerlos esperar, amable auditorio.
El hombre tomó de un pie al cadáver y lo arrastró fuera de la luz.
Se empezaron a escuchar los sonidos de alguien que cortaba carne fresca.
De alguien que serruchaba con vigor.
La voz del hombre salió de alguna parte en la oscuridad.
—Bienvenidos al primer concierto de la temporada. Con ustedes, mi rapsodia para cuchillo y orquesta. Espero la disfruten. Y lo digo en serio: si creen que esto va a quedar como un acto anónimo, como un hecho más en la alharaca de las noticias diarias, están equivocados. Esto es apenas el concierto de apertura, la primera pieza de una obra mayor.
Un regalo inesperado
Mónica Román-Cienfuegos era una mujer de cuarenta años, veinte de los cuales había trabajado como cronista de sociales para los principales diarios de Mexicali.
Mónica se quería mucho a sí misma y era la principal impulsora de métodos de autoayuda y manuales de superación personal. En sus pininos como periodista, recién egresada de la preparatoria, Román-Cienfuegos se distinguió por ser vendedora de cremas rejuvenecedoras y demás productos de belleza. Casa por casa, pero sólo en las colonias elegantes de Mexicali, es decir, en apenas tres colonias de la ciudad, Mónica se impuso a las malas caras y los gestos de fastidio con su mejor sonrisa y sus modales de muchacha de sociedad que sólo quería una oportunidad en la vida.
La oportunidad le llegó cuando en una casa enorme, estilo colonial americano, en vez de una típica ama de casa deseosa de cambiar su aspecto, se topó con Humberto Salgado, un muchacho recién llegado de Los Ángeles, California, donde había estudiado Negocios Internacionales.
Fue amor a primera vista. Eso afirmó la propia Mónica cuando, años más tarde, la entrevistaron.
La versión no oficial dice otra cosa.
Ella le presentó su selección de productos especializados de belleza a Humberto, el único heredero de una familia de empresarios maquiladores, cuyos miembros se enriquecieron como socios minoritarios de las grandes industrias estadounidenses de circuitos integrados para armas inteligentes.
Humberto la dejó hablar y luego la violó pensando que era como muchas de sus empleadas: carne fresca para saciar sus apetitos de junior repleto de hormonas.
Pero Mónica fue más lista.
Al día siguiente, mandó una carta a los padres de Humberto exigiendo una suma millonaria o daba a conocer la escandalosa conducta de su hijo.
La familia Salgado la ignoró, pensando que una vendedora muerta de hambre no iba a ponerse a las patadas contra un clan tan poderoso.
Pero Román-Cienfuegos no era un apellido que podía despreciarse así como si nada.
Román-Cienfuegos era un apellido de otra clase de empresarios.
Mónica era hija de Juan Román-Cienfuegos, señor de los deshuesaderos de autos de todo Mexicali.
Y lo más importante: Mónica era nieta de Terencio Román- Cienfuegos, el primer jefe de la policía secreta del gobierno del estado de 1953 a 1971.
Y buena parte de sus descendientes trabajaban en las distintas corporaciones policíacas.
A Humberto Salgado eso no le importó.
Mónica era un culo más que había gozado y a otra cosa.
Pero una semana más tarde, golpeado, maniatado y sangrando de la boca y la nariz, el joven egresado en Negocios Internacionales amaneció en un motel de tercera con su flamante esposa sonriéndole.
Entonces comprendió que Mónica Román-Cienfuegos era una muchacha fuera de lo normal.
Mientras ella le acariciaba el rostro tumefacto, le enseñó a su flamante marido su certificado de recién casados en una capilla de Las Vegas, Nevada.
Un documento que los unía en la salud y en la enfermedad, en las buenas y en las malas.
— ¡Mi amor, mi amor! ¡Eres lo máximo! —le decía feliz y emocionada.
Y Humberto, quien apenas se podía sentar, entendió que el juego estaba perdido, que ahora, al menos para efectos prácticos, aquella mujer era su esposa para toda la vida.
Mónica no pidió mucho: una casa propia, suficiente recursos financieros para no tener que andar viendo a su marido más de lo necesario y, lo más importante, acceso irrestricto a todas las fiestas de la alta sociedad de Mexicali.
Esta alta sociedad, conformada por unas cuantas familias poderosas en la industria, el comercio y la política, la llevaron a dejar de vender cremas para la cara y convertirse en la más solicitada cronista de sociales de la entidad.
Años después, le preguntarían cómo fue que supo que el periodismo era lo suyo.
—Lo supe porque sin chismes no hay vida —respondió— y mi trabajo como vendedora ambulante me permitió enterarme de la vida y milagros de todos los residentes de la Colonia Nueva, Los Pinos y Villafontana.
Su éxito fue inmediato.
Primero en La voz de la frontera y El Mexicano, en sus primeros pasos en el ambiente periodístico, pero sobre todo en su columna Todo lo que sé lo escribo
del diario La Crónica de Mexicali, Mónica Román-Cienfuegos acabó siendo la voz más chismosa de la vida social fronteriza, los ojos y oídos en ese país maravilloso llamado Ricos y famosos.
Ahora, a tantos años de distancia, con un matrimonio que sólo era una fachada para ambos, Mónica podía sentirse satisfecha porque, a efectos prácticos, hacía vida de soltera como su marido. Todo parecía irle de maravilla.
Esa mañana, mientras Mónica veía los comentarios de sus amigas en Facebook y tecleaba su columna en la redacción de La Crónica de Mexicali, en el tercer piso de un moderno edificio recién inaugurado, José Peña, el conserje del periódico, se le acercó y le entregó una caja envuelta con papel rojo brillante y con un moño azul agua.
— ¿Es para mí?
—Es para usted, Mónica. Lo dejó el muchacho del correo hace un momento.
—Pues hoy no es mi cumpleaños —adujo mientras recibía aquel paquete inesperado.
Con una sonrisa pícara, Mónica procedió a abrir la caja, pensando que algún admirador secreto, ya que ella y su marido rico vivían cada quien por su lado, le había mandado para cortejarla.
En su interior estaba un hermoso arreglo floral hecho con rosas blancas.
—Qué adorable —exclamó.
Y dejándolo a un lado buscó la tarjeta de su admirador.
No la encontró.
Volvió a examinar el interior de la caja y, hasta entonces, se percató que en el centro del arreglo, dentro de la corola misma de la mayor de todas las rosas, un ojo sanguinolento la observaba.
Entonces, ante el asombro de José Peña, el conserje, Mónica Román-Cienfuegos se desmayó.
Un ojo en exclusiva
Al principio, los colegas periodistas de Mónica pensaron que había sufrido algún trastorno de salud y que, por eso, se había desmayado.
José Peña, el conserje, quien se encontraba recogiendo los pedazos del papel de envolver para tirarlos a la basura, tampoco se dio cuenta del verdadero motivo por el que la cronista de sociales había perdido la conciencia.
Mientras unos intentaban reanimarla, Hugo Rossi, el cronista taurino, se fijó en el arreglo floral y descubrió el ojo sanguinolento.
—Oigan —dijo—. Está raro eso.
Camila Machado, la encargada de toda la sección de sociales, observó aquel detalle con disgusto.
—Ya se acerca la fiesta de Halloween y parece que algún bromista mandó su arreglo floral macabro.
Rossi tocó el ojo y observó las moscas que ya revoloteaban entre las rosas.
—Siento diferir —anunció con su voz gruesa, que todos en la sala de redacción escucharon—, pero este ojo no es de plástico: es real.
Otros reporteros recién llegados se acercaron a examinar el hallazgo. Varios fotógrafos empezaron a captar la escena por todos los ángulos.
El propio Hugo Rossi se puso a grabar un video con su teléfono celular.
Poco a poco, la atmósfera entre los periodistas de La Crónica de Mexicali fue cambiando.
¿En serio es un ojo real?
¿Y por qué se lo mandaron a Mónica?
Tanto fue el alboroto que el propio director del periódico, el veterano periodista Sergio García, salió de su oficina y se acercó a ver qué estaba sucediendo.
En cuanto le ofrecieron los datos principales, García se dio cuenta que Mónica misma, su escritorio y el regalo recibido eran evidencias de un crimen extremadamente perverso que debía atenderse de inmediato.
Fue él quien llamó a la policía del estado para que se ocupara de aquel escándalo.
Pero antes de llamar a los agentes de la ley les dio a todos los periodistas presentes una orden terminante.
—Esta es nuestra exclusiva. Que nadie mande a nadie imágenes o información sobre este caso.
Hugo Rossi frunció el ceño.
—Pero es solo un ojo —objetó.
—Un ojo —reconoció Sergio García—. No lo niego. Pero este ojo formaba parte de una persona, de un ser humano.
—Eso es obvio —protestó Camila Machado.
—Pues allí está nuestra exclusiva —puntualizó Sergio García.
Hugo Rossi aprobó con la cabeza las palabras de su director.
—Un enigma que debemos resolver.
—Exacto —dijo García—. Un reportaje estremecedor.
En ese momento, José Peña logró que Mónica Román- Cienfuegos se despertara.
— ¿Estás bien, Mony? —preguntó Camila.
Mónica observó las caras preocupadas de sus colegas, esos que siempre la despreciaban porque no se dedicaba a escribir de cuestiones sociales, de problemas políticos. Ahora parecían considerarla una de los suyos.
— ¡Estoy bien! ¡Estoy bien! —dijo, tratando de localizar la caja con el arreglo floral.
—No te angusties, Mony, ya llamamos a la policía.
Mónica supo lo que pasaba en cuanto escuchó el tono condescendiente de sus colegas.
— ¡La noticia es mía! ¡A mí me enviaron el paquete!
Los rostros de los demás periodistas volvieron a transparentar su desdén para con ella.
Piensan que soy incapaz de tomar un caso policiaco. Porque ese ojo asqueroso no es más que pura nota roja. Pero es mi nota roja, mi reportaje
.
Sergio García se asomó a la caja y observó aquel ojo. Luego miró a Mónica.
Como director de La Crónica de Mexicali conocía el currículo de todos los periodistas a su cargo. Y algo más. De Mónica conocía con quién estaba casada y bajo qué reglas de juego: Es la esposa oficial de Humberto Salgado, el dueño de las empresas que más publicidad envían a nuestro diario. Y es de una familia con fuertes lazos con la policía. Pero, sobre todas las cosas, a ella le enviaron ese ojo horrible. Por algo será
.
Sergio García sonrió mientras se acercaba a Mónica y le ponía la mano en el hombro.
—Mony, querida Mony —le dijo a ella, pero especialmente a toda la planta de reporteros de La Crónica de Mexicali—. El caso del ojo es todo tuyo.
—