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Blindefellows
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Libro electrónico401 páginas5 horas

Blindefellows

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Información de este libro electrónico

El mediodía del 31 de agosto, Sedgewick, el nuevo Profesor de Historia, llega a Blindefellows, antigua escuela de caridad para muchachos ciegos y pobres devenida en Colegio privado de segunda para cualquiera que pudiera pagarlo. El ingenuo recién llegado es rápidamente recibido bajo el ala del bullicioso y mujeriego Japes, Profesor de Física, quien no tarda en convertirse en una especie de mentor, aunque no en el sentido académico. Una crónica de Blindefellows sigue las aventuras de Sedgewick, Japes y otros profesores de este singular Internado de la campiña occidental, incluyendo al Reverendo Hareton, el Director que aún no ha salido del armario, la incondicional Enfermera Ridgeway y el despreciable bibliotecario, Fairchild.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento8 jul 2020
ISBN9781071543634
Blindefellows

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    Blindefellows - Auriel Roe

    UNA

    CRÓNICA

    DE BLINDEFELLOWS

    AURIEL ROE

    Sobre la autora

    Auriel Roe es una artista y encabeza el Departamento de Arte en un colegio internacional. Ha pasado gran parte de su vida profesional enseñando en el extranjero, además de ser Examinadora de Arte en colegios de todo el mundo. Auriel ha vivido en seis países y su favorito, al momento de escribir, es Egipto.

    UNA CRÓNICA DE BLINDEFELLOWS

    UNA CRÓNICA DE BLINDEFELLOWS

    AURIEL ROE

    Esta primera edición fue publicada en 2017

    Unbound

    Mutual House, 6to piso, 70 Conduit Street

    Londres, W1S 2GF

    www.unbound.com

    Todos los derechos reservados

    ©️Auriel Roe, 2017

    El derecho de Auriel Roe a ser identificada como la autora de esta obra ha sido aseverado en concordancia con la Sección 77 de la Ley de Derechos de Autor, Patentes y Diseños de 1988. Ningún extracto de la presente publicación puede ser copiado, reproducido, almacenado en un sistema de recuperación ni transmitido en forma alguna por ningún medio sin previa autorización de la Editorial, ni tampoco puede ser distribuido con ningún tipo de encuadernación o arte de tapa distinto a aquél en el que fuera publicado y sin que se imponga una condición similar en los compradores subsiguientes.

    ISBN (edición digital): 978-1911586319

    ISBN (edición de bolsillo): 978-1911586326

    Diseño e Ilustración por Mecob

    basado en imágenes de:

    ©️Shutterstock.com

    Para James Bloom, y todos aquellos que navegan en su resplandor editorial.

    Querido Lector:

    El libro que tienes entre tus manos sucedió de una manera un tanto distinta de la mayoría. Fue financiado directamente por los lectores a través de un nuevo sitio web: Unbound.

    Unbound es la creación de tres escritores. Comenzamos con la empresa porque creíamos que debía existir un mejor acuerdo entre lectores y escritores. En el sitio web de Unbound, los autores comparten directamente a los lectores las ideas de los libros que desean escribir. Si una cantidad suficiente de ustedes respalda al libro comprometiéndose a su compra por adelantado, producimos una edición especial bellamente encuadernada para los suscriptores y distribuimos una edición regular y una versión digital en los sitios de venta de libros, tanto en sitios físicos como virtuales.

    Esta nueva forma de publicar es en realidad una idea muy antigua (Samuel Johnson financió su diccionario de esta manera). Simplemente hacemos uso de internet para construir una red de mecenas para cada escritor. Aquí, al final del libro, se encuentran los nombres de todas las personas que hicieron posible esta publicación.

    Publicar de esta manera significa que los lectores dejan de ser consumidores pasivos de los libros que compran, y que los escritores son libres de escribir los libros que realmente quieren. Además, obtienen una remuneración mucho más justa: la mitad de las ganancias que generan sus libros en lugar de un mínimo porcentaje del precio de tapa.

    Si aún no eres un suscriptor, esperamos que quieras sumarte a nuestra revolución editorial y que tu nombre aparezca en alguno de nuestros futuros libros. Para comenzar, tendrás un descuento de £5 en tu primera colaboración. Solo debes visitar unbound.com, hacer tu elección y escribir JAPES17 en el campo correspondiente al código promocional al finalizar la transacción.

    Gracias por tu aporte,

    Dan, Justin y John

    Fundadores, Unbound

    «¡Haré de tí un animal, chico!»

    -Kenneth Grahame, El viento en los sauces

    Índice

    Las buenas mozas de Francia

    Guardianes del rebaño

    Del arte y del queso

    Una crónica de Blindefellows

    El hombre del traje color marrón

    Toby y los habitantes de los árboles

    Granja Pie Frío

    La Fräulein de Ravensbrück

    Randolph en los infiernos

    Lo que el Viento del Este se llevó

    La despedida de Fairchild

    Japes en el extranjero

    Una gotita de crema

    ––––––––

    Agradecimientos

    Súper Patrocinadores

    Patrocinadores

    1

    Las buenas mozas de Francia

    Michaelmas, 1974

    Era el mediodía del 31 de agosto, y el nuevo Profesor de Historia había llegado a Blindefellows, una antigua escuela de beneficencia para niños ciegos pobres devenida en colegio privado de segunda categoría abierto a cualquiera que pudiera pagarlo. Con veintiséis años, Charles Sedgewick llevaba cuidadosamente pequeñas cajas de cartón, una a la vez, a las habitaciones que tenía asignadas en el Ala Loaghtan, esquivando con nerviosismo los dientes incisivos curiosamente prominentes del rebaño compuesto por una docena de ovejas negras miniatura que se atropellaban a su alrededor. Hubo un rebaño allí por generaciones, dispuesto por el fundador de la escuela para cortar el pasto del terreno, y ahora trotaban por doquier balando en busca de posibles premios. Sedgewick, quien llevaba gafas con marco de carey y el cabello negro desordenado, había elegido una vestimenta casual y cómoda para levantar peso a su llegada: bermudas, sandalias con hebilla y una camiseta anaranjada que le iba un tanto pequeña y se enrollaba a medida que acarreaba las cajas, revelando la musculatura floja de su abdomen.

    El Vicedirector, Reverendo Beaulieu, Bunny, Hareton, y William Japes, el Profesor de Física, observaban desde una de las ventanas neogóticas con vidrio de plomo del Salón de Roble cómo Sedgewick, ayudado por una pareja de mediana edad cuya integrante de sexo femenino se empeñaba en llamarlo «Charl», omitiendo el «es», descargaba lentamente un coche modelo Austin Allegro Estate color morado.

    —¿Acaso trajo a sus padres? ¿Estás seguro con respecto a él, Bunny? —preguntó Japes.

    —Si, creo que esos son sus padres —contestó Bunny—. Y si, estoy muy seguro con respecto a Sedgewick. Vive y respira historia; es su vida.

    —Mm, me doy cuenta, y ése es exactamente el problema —suspiró Japes—. Iré a verlo mañana. Para ayudarlo a acomodarse.

    —¿Acomodarse? —Bunny le dirigió una mirada que revelaba un dejo de preocupación. No había nada acomodado en lo que se refería a Japes. Con el ralo cabello rubio engominado, un brillo malicioso en los ojos color avellana y una irónica sonrisa siempre dibujada en los labios, lucía como un elfo vampírico. Ex militar, vestía siempre elegante, con un pañuelo de seda en el bolsillo superior de su blazer de botones cobrizos que resaltaba un torso todavía poderoso. A pesar de haber cumplido los cuarenta, su círculo de amigas no paraba de crecer y no mostraba el menor atisbo de querer sentar cabeza.

    —Vaya que han traído absolutamente de todo para el muchacho —observó Bunny mientras veía a los padres de Sedgewick transportar víveres, paños de cocina y una tabla de planchar—. Uno pensaría que a los veintiséis debería estar haciendo esta mudanza por su cuenta. Bueno, confío en que terminará convirtiéndose en un hombre de mundo con tu asesoría experta, Japes.

    La noche siguiente, Japes subió la colina que lo llevaba a Blindefellows desde su casa en el centro del pueblo de Travistock, y le hizo una visita a Sedgewick con una botella de Rioja, una pala de jardinería y un brote de pasionaria en una maceta. Antes de marcharse, los padres de Sedgewick habían acomodado las habitaciones en una ecléctica y chocante mezcla de tintes caramelo, no sin antes haberlo enviado a su dormitorio para preparar las clases. Su madre había planchado toda sus prendas y las había colgado en el ropero. Su padre había pulido sus zapatos cual espejos y los había alineado junto a la puerta. La biblioteca estaba prolijamente acomodada con libros de historia escritos exclusivamente por historiadores británicos: Trevelyan, Trevor-Roper, Carr, Elton y Churchill, por supuesto. Erguido al final de un estante se encontraba el infaltable ejemplar de las Obras Completas de Shakespeare. Sedgewick había dejado la puerta abierta de par en par porque el ala se encontraba vacía, y Japes, como era su costumbre, se invitó a pasar sin molestarse en golpear.

    Sedgewick, que estaba parado junto a la barra para el desayuno, dió la vuelta con aire turbado, como si fuera un niño sorprendido rompiendo las reglas de la escuela.

    —Uh, estaba preparando pan tostado con frijoles —tartamudeó—. Más complicado de lo que esperaba.

    —Una gran cena de campaña —pronunció Japes—. Calientas la lata en las brasas y tuestas el pan sobre las llamas con la punta de la bayoneta... si hubiera algo de pan que comer, claro está.

    Sedgewick abrió los ojos como platos, que parecían gigantes detrás del aumento de los cristales de sus gafas.

    —¿Sirvió en el ejército?

    —Quince años como zapador. Salí en 1970. He estado dando clases aquí desde entonces por mis pecados e insensateces. —El hombre mayor extendió la mano—. Japes: Física.

    El más joven dió verdaderamente un salto para saludarlo.

    —Sedgewick: Historia. O por lo menos así será a partir de la semana que viene cuando lleguen los muchachos. Este es mi primer trabajo.

    —¿En verdad? ¿Quién diría? —mintió Japes. Percibió la endeble barra para el desayuno cubierta por un mantel a cuadros ocre y gris topo con terminación de borlas blancas y mantenido en su lugar por una aspidistra mustia en una maceta rosada. Japes se estremeció, esperando que este fuera el estilo de los padres, no del retoño.

    Notó que las fotografías recientemente colgadas en las paredes de alguna forma no concordaban con esto; todas eran imágenes que ilustraban momentos legendarios de la historia militar británica: Corazón de León en Arsuf, el duque de Malborough en Ramillies, el marqués (posteriormente duque) de Wellington en Vitoria, el general Slim en Mandalay. Japes hizo un ademán ante este último, pensando seguir la corriente de los intereses de Sedgewick.

    —Él dirigía cuando mi clase se graduó en Sandhurst. Le dí la mano, como a tí hace unos momentos. Sin embargo, no tenía ni una vaga noción de a qué me estaba dando la bienvenida. Seis meses después me encontraba en Suez, comandando una unidad, con un enjambre de egipcios a nuestro alrededor intentando matarnos.

    Luego dirigió su atención a la encantadora terraza, que Sedgewick aún no había descubierto.

    —Es perfecta para beber vino y cenar cuando traigas a la primera amiga aquí.

    Japes abrió las puertas de estilo francés y sugirió salir y plantar la pasionaria, indicándole a Sedgewick que, con mínimos cuidados, tendría una buena cosecha de óvalos anaranjados, suaves y suculentos, y flores que colmarían el aire con su exótica fragancia en las románticas tardes de verano de la campiña occidental.

    Como Japes bien recordaba, había grandes maceteros a ambos lados de la terraza, ninguno de los cuales contenía más que maleza. Mientras cavaba el hoyo para el brote, informó a Sedgewick sobre el viaje a Francia para visitar escenarios de la Guerra Mundial que tendría lugar bajo su supervisión después del receso escolar, en vísperas del Día del Armisticio.

    —Hemos llevado a los alumnos de último año del grupo de nivel ordinario de Historia desde que empecé a trabajar aquí —dijo Japes, entusiasmado—. Fantástica diversión y un gran descanso del arduo trabajo. Le da a los muchachos la oportunidad de descargar energía. ¡Dejemos que ¿De qué lado se pondría? Si... de Lindsay Anderson sea una lección para todos los que hacemos la educación privada hoy en día! Nos alojamos en la misma pensión cada vez: Lo de Suzette en Bayeux, bautizado en honor a su encantadora dueña, una gran amiga mía. Yo obtengo alguna que otra ventaja y los muchachos ven un poco del mundo y regresan mejor preparados para él.

    Después de unos momentos de introspección, a Sedgewick se le ocurrió una forma de mejorar el viaje.

    —¿Qué tal si todos nos vestimos con atuendos apropiados para la ocasión de las tiendas de la Armada y la Marina, y los usamos allí para lograr el clima perfecto? Incluso podemos llevar a cabo maniobras realistas en las playas del Día D. Hacer que la historia cobre vida, tú sabes.

    —¡Qué fabulosa idea, Sedgewick! A los muchachos les encantará la idea de abandonar sus uniformes de Blindefellows por una semana. No obstante, me temo que no participaré. Ya he tenido demasiado en la vida real, sabes a qué me refiero.

    Acto seguido, Japes pasó el resto de la noche consumiendo la mayor parte del Rioja que había traído consigo, mientras se explayaba sobre «la vida real» en las Fuerzas de Su Majestad durante aquellos desventurados años de decadencia en Medio Oriente.

    Por su parte, Sedgewick explicó que, para gran alivio de su madre, su vista desastrosa resultó ser un obstáculo cuando consideraba la idea de unirse al Ejército tras terminar la Universidad. En cambio, había seguido los pasos de su padre al unirse a Calzados K en el programa de aprendices graduados como gerente regional para Shropshire, lo que básicamente consistía en presentarle los zapatos nuevos a las muchachas de la tienda y ayudarlas a desarrollarse como vendedoras, incorporando a sus discursos de venta frases hechas tentadoras como «palas confortablemente maleables» y «suelas vulcanizadas estupendamente duraderas», palabrerío que registraban en sus anotadores de bolsillo de Calzados K.

    Volver a vivir en casa durante dos años le había permitido a Sedgewick ahorrar una importante suma de dinero en pocos meses, pero su vida carecía de algo... y ese algo era la historia. Cada vez que viajaba a un pueblo nuevo, se aseguraba de reservarse una o dos horas para el museo o la catedral, o para salir en busca de remanentes de algún que otro burgo medieval.

    Luego, un día, ojeando por casualidad los anuncios clasificados de empleos del periódico The Times, el puesto de Profesor de Historia en el internado Blindefellows se destacó ante sus ojos. Sin perder tiempo, escribió el borrador de la carta más vehemente de su vida dirigida al Vicedirector, el Reverendo Hareton, quien quedó lo suficientemente impresionado como para citarlo para una entrevista. Fue allí donde su vivaz defensa de la destrucción del Antiguo Palacio de verano y el Jardín de la eterna primavera a manos de la Fuerza Expedicionaria combinada y conjunta Franco-británica comandada por Lord Elgin en la Segunda Guerra del Opio, había impresionado tanto al Mayor Cowerd, el Director, que Sedgewick le ganó el puesto por un pelo a los candidatos de Oxbridge, es decir, graduados de Oxford o de Cambridge. Y aquí estaba ahora.

    Diez semanas más tarde, con el nuevo Profesor de Historia sorpresivamente ya consolidado ante su clase (aunque no tanto en el ala de hospedaje), llegó el día del viaje de Historia a Francia. Un autobús Bedford VAL Plaxton color salvia y crema propiedad de Wilfred, un cascarrabias de sesenta y tantos quien también lo conducía, se aparcó frente a la Capilla Disraeli ante la que un grupo de quinceañeros con atuendos color kaki provenientes de excedentes de la Armada y la Marina esperaban junto a sus alforjas de lona. Wilfred los miró amenazadoramente por un tiempo a través de la ventana antes de accionar la palanca y abrir la puerta con un agresivo gesto triunfal.

    Japes, luego de participar en los cuatro viajes anteriores, había llegado a tenerle cariño al taciturno anciano devoniano y subió los escalones del autobús para saludarlo.

    —¡Wiff, hombre, qué espléndido verte de nuevo! Ya ha pasado otro año desde el último noviembre y ambos continuamos sobre tierra y en buenas condiciones, ¿eh?

    Pero Wilfred solo se limitó a dedicarle a Japes una mirada de piedra durante cerca de medio minuto antes de preguntarle en su característico gruñido de Devonshire:

    —¿Por qué están vestidos así los muchachos, Sr. Japes?

    Japes, que imaginaba haber servido con algunos suboficiales del tipo de Wilfred y podía ver las cosas desde su punto de vista, posó una mano con firmeza sobre su hombro para reconfortarlo y respondió:

    —Es solo un capricho del nuevo Profesor de Historia para ayudar a los muchachos a sumergirse en el espíritu del viaje. No pienses demasiado en ello, Wiff. Pertenecen a una generación diferente, están bastante alejados de tí o de mí.

    Wilfred miró con furia una vez más por la ventanilla del VAL, esta vez hacia Sedgewick, quien acababa de aparecer en escena arrastrando una bolsa extra de tela de lana gruesa, llena hasta reventar, y agitaba el índice en dirección a un par de muchachos, Jonathan Peachum y Tighe Brown, como si estuviera intentando (y fallando) darles algo parecido a una orden.

    —¿Es ése? —bufó Wilfred.

    —Si, ese es el Sr. Sedgewick... Intenta comportarte civlizadamente con él, Wiff. Le restará autoridad frente a los muchachos si no lo haces.

    —Algunos no saben cuán afortunados son.

    —Precisamente, es por esa razón que recae sobre nosotros la responsabilidad de guiarlos en este viaje.

    El mismo Sedgewick se encontraba ahora junto a la puerta del autobús blandiendo una carpeta sujetapapeles.

    —¿Deberíamos guardar el equipo y hacer abordar a los hombres, Japes? —preguntó a su mentor con nerviosismo.

    Japes asintió con la cabeza, mientras Wilfred ponía los ojos en blanco y destapaba un termo para servirse una bebida humeante no identificada. Una vez que los muchachos y su equipaje se encontraron a bordo del autobús, Sedgewick se dirigió a Japes.

    —Será mejor que pase lista, o por lo menos que los cuente antes de partir.

    —Pero ya has pasado lista afuera, en la acera, Sedgewick.

    —Nunca se sabe, uno de ellos puede haberse ido en una escapada al cuarto de baño y nunca habernos dado cuenta.

    —De acuerdo, yo los contaré por tí —dijo Japes con gusto, y recorrió el transporte abofeteando enérgicamente a cada muchacho en la cabeza.

    Sedgewick, atónito al frente del vehículo, se maravillaba ante cómo se provocaba una risa generalizada mientras los muchachos trataban de esquivar la palma descendiente de Japes.

    —Todos presentes y en sus lugares, Sedgers.

    —¿Estás seguro, Japes? Algunos te esquivaban mientras realizabas el conteo y tal vez no haya resultado del todo preciso.

    Japes sonrió de oreja a oreja a su inexperto colega, luego giró rápidamente y rugió:

    —¿Hay alguien que no esté aquí?

    Brown y Peachum gritaron, regodéandose:

    —¡Nosotros no, señor!

    —¡Qué más quisiera! —retrucó Japes—. Mejor vuelvo a contarlos a ustedes dos, sólo para asegurarme—. Y dió a los muchachos en cuestión una nueva palmada en la cabeza.

    —¿Los dos se han puesto de acuerdo en que ya podríamos partir? —gruñó Wilfred desde el asiento tras el amplio volante del VAL.

    —¡Listos para el despegue, Wiff! —respondió Japes al mismo tiempo que empujaba a Sedgewick al par de asientos vacíos más cercano, cayendo casi sobre él con la inercia del despegue del viejo autobús Bedford.

    —Wilfred nos lleva a Francia cada año, Sedgewick. Nunca sale del autobús, ni siquiera aunque se trate de un antiguo terreno familiar. Estuvo en Normandía con el 43° Regimiento de Reconocimiento de Wessex. Cruzó todo el norte de Francia y atravesó Holanda hacia Alemania. La Carretera del Infierno, la llamaban.

    Sedgewick estiró el cuello hacia adelante para mirar con admiración el rostro surcado por líneas de Wilfred que se reflejaba en el espejo retrovisor; el conductor se percató de ello y desvió la mirada.

    Para que los muchachos entraran en clima, Sedgewick les había enseñado un popurrí de canciones de tiempos de guerra para cantar en el viaje, y ahora comenzaban Corre, conejo, corre. Wilfred sacó un par de puñados de algodón del bolsillo de su camisa y se tapó los oídos.

    En el ferry, los muchachos vagaron por la sala de juegos y jugaron a los naipes. Wilfred tenía preparado un lugar para tomar siestas en el asiento trasero del autobús, mientras que Japes y Sedgewick alternadamente se sentaban en la cafetería o caminaban sobre cubierta con la fresca brisa de noviembre.

    —Entonces, ¿qué te ha parecido Blindefellows hasta ahora, Sedgewick?

    —Bueno, además del viejo y ruidoso bufón que ya te he mencionado, Japes, me ha parecido todo bien... muy bien, a decir verdad. Me he dado cuenta de que soy más feliz en un ambiente educativo. Estuve en el internado cuando gané la beca para el Instituto Secundario Adams dependiente de la Universidad, y luego fui directamente a la residencia para estudiantes de Warwick siete años después. Intenté vivir en otro alojamiento durante mi segundo año, pero no lo disfruté tanto y volví a la residencia para estudiantes durante los últimos años de mi carrera de grado y luego de la maestría. Es mucho más fácil cuando cocinan para tí y no hay que limpiar; más tiempo para leer, tú sabes.

    —¿Y luego regresaste con mater y pater?

    —Si, en Bridgnorth: un fantástico pueblecillo con un funicular. En mi corazón sabía que no compartía el entusiasmo de mi padre por el calzado, pero hice todo lo que pude y él está orgulloso de mí por ello.

    —¿Pero no le molesta a ese muchacho de Shropshire no vivir alguna clase de aventura?

    —Pero lo hago, Japes: el pasado es mi aventura. Cuando me sumerjo en un fascinante libro de historia, ojeo microfichas de panfletos de cientos de años de antigüedad o me siento a mirar un antiguo noticiario cinematográfico, me transporto a esos dramas del pasado. Y mañana vamos a revivir uno de los mayores dramas de nuestro siglo, ¡justo allí en las playas de Normandía! Sé que no es lo que más te gusta porque has experimentado al verdadero McCoy con tus escaramuzas en el desierto y todo eso, pero para mí es apasionante.

    Japes aceptó que Sedgewick nunca sería impulsado hacia algo más allá de lo cotidiano, pero esperaba que, al retornar a Blindefellows, hubiera aunque sea remojado el pulgar del pie en algún romance extracurricular. Pensaba que conocía a la muchacha perfecta para presentarle: Sheila, de la florería. Estudiosa como Sedgewick pero con un sentido de la diversión que, pensaba, lo beneficiaría.

    Desde Cherbourg condujeron directamente hacia Bayeux para poder acomodarse en sus habitaciones y descansar antes del simulacro de maniobras militares que los esperaba al día siguiente. La maison d’hôtes de Suzette, con habitaciones al contrafrente con vista al río Aure, era un edificio con fachada de pálidas piedras grises cubiertas por una enredadera color rojo otoñal. La propia Suzette se encontraba en la puerta para recibirlos; su cabello, de un tono similar al de la enredadera, estaba peinado formando rizos cortos e intrincados. Llevaba un vestido al crochet azul-violáceo que le llegaba a la rodilla y que claramente había escogido para combinar con sus ojos, enmarcados por un delineador negro al estilo de Las mil y una noches.

    —¡Monsieur Japes, mon ami! —gritó, y lo abrazó fuertemente por un tiempo un poco más prolongado que lo que Sedgewick consideraba apropiado frente a los muchachos. Pero bueno, esto era Francia y todos debían acostumbrarse.

    La habitación que Sedgewick compartía con Japes era pulcra y simple. Las habitaciones de los muchachos eran idénticas a la suya y se repartían en los dos pisos superiores. Wilfred se hospedaba en las habitaciones económicas del sótano, que eran una especie de club de trabajadores ingleses con pisos de linóleo y cortinas anaranjadas torcidas, reservadas para conductores de camiones de larga distancia y, ocasionalmente, conductores de autobús como él.

    La cena de aquella noche en el salón comedor del hotel fue un menú fijo de tres pasos compuesto por escargots en manteca verde de ajo y perejil, magret de canard y tarte Tatin. Japes guiaba a los muchachos devorando el entrante de escargots con tanto deleite que la manteca dejaba rastros brillosos por sus barbillas.

    —Observa, Sedgewick —Japes le susurró al oído—. Sus puritanas papilas gustativas inglesas están, justo frente a nuestros ojos, perdiendo su virginidad.

    Sedgewick se sonrojó levemente ante la elección de palabras de su amigo, pero la comida ciertamente emanaba un aroma asombroso en comparación con la papilla de Blindefellows.

    —La comida francesa, las mujeres francesas, Sedgewick, están llenas de deslumbrantes pequeñas sorpresas que explotan en el paladar, mientras que la comida inglesa, como las mujeres inglesas, son cálidas, reconfortantes y abundantes.

    Sedgewick se disculpó y rechazó los escargots. Cuando le sirvieron el magret de canard se renovaron sus esperanzas... hasta que perforó el pecho de pato con el tenedor y manó un arroyuelo de jugos aromáticos que lo confundieron. Dejó cuchillo y tenedor con timidez e intentó posar la servilleta pudorosamente sobre el pato, pero ésta absorbió la humedad, llamando aún más la atención.

    —Ooh la-la, Monsieur Sandwich, ¿cuál es el problemá? —Suzette lo consoló rodeándolo con el brazo y presionando el pecho contra su espalda.

    —Estoy tan, tan apenado, Madame Suz... Suzette —tartamudeó Sedgewick—. Todo... todo esto sabe un tanto complejo para mi simple paladar inglés. ¿Tiene algo sencillo, como un omelet de queso, tal vez?

    —Oh, tengo algo perfectó para usted: una buena tajada de quiche Lorraine avec croquettes.

    En cinco minutos, el plato simple y sencillo fue depositado frente a Sedgewick. Wilfred, se percató, tenía lo mismo en su plato, y estaba sentado solo y tan saturnino como siempre en una pequeña mesa junto a la ventana. Decidió que realmente debía hablar con él sobre los Wessexes en Normandía, cuando el momento fuera apropiado.

    Sedgewick observó que las dos camareras adolescentes parecían tener a Brown y Peachum bajo un hechizo, ya que los muchachos las contemplaban embelesados mientras mordisqueaban las sabrosas exquisiteces galas. Suzette les había mencionado a él y a Japes que las muchachas habían acudido a ella durante la primavera desde el Macizo Central, donde no había empleos disponibles para mujeres jóvenes que no fuera como lecheras, y ellas «querían aferrarse a la vida, no a las ubres de las vacas». Aquí, en Bayeux, que era una metrópolis para ellas, trabajaron para Suzette como camareras-cum-femmes de chambre.

    —Ah, pero están muy contentás ahora, teniendo a sus muchachós aquí, eh... por lo general tenemos solo vendedores ambulantés que son muy mayorés para ellas, pobrecillas.

    Sedgewick contemplaba horrorizado cómo las muchachas se inclinaban hacia adelante, exhibiendo su mercadería en ropa interior de encaje carmesí bajo las blusas escotadas, para rellenar las copas de los muchachos.

    —Japes, ¿has visto eso? ¡Es ilegal! ¡Están sirviéndoles más alcohol!

    —No es ilegal aquí en Francia, Sedgers. —Japes lo palmeó en el brazo—. No te preocupes, le he dado a Suzette instrucciones estrictas para limitarlo a tres copas cada uno, después de lo que solo recibirán l’eau de Normandie. Así lo hacemos cada año; ella conoce el paño.

    Tres copas, pensó Sedgewick. Eso definitivamente acabaría con él. ¿Qué produciría en ellos?

    —¡Y ahora las tartes! —anunció Suzette mientras las muchachas traían bandejas repletas de tartes Tatin individuales, cada una rematada con un glóbulo de crème Anglaise, que los muchachos disfrutaban mucho.

    Después del café, los muchachos tenían permitido salir a dar un paseo por el pintoresco casco antiguo, pastoreados por Sedgewick, mientras Japes se mudaba al salón para redondear la velada entregándose a los licores dulces de sobremesa con Suzette.

    Sedgewick trajo de vuelta a los muchachos alrededor de las 8 y, habiendo corroborado que todos estuvieran dentro para pasar la noche, se echó, todavía vestido, sobre la cama. Varias horas después, despertó en medio de la noche y tuvo que hacer un esfuerzo en la oscuridad para descifrar su paradero, repasando en un susurro apresurado sus últimos movimientos conocidos, hasta que recordó dónde se encontraba. Se movió a tientas hasta encontrar el interruptor de la luz en la pared. Japes no se encontraba en su cama ni nadie había dormido en ella. Buscó sus gafas y miró el reloj de pulsera: las 3 de la mañana. «Menuda ronda de licores está teniendo Japes con Madame Suzette», pensó.

    Luego de calzarse los patines de alfombra, reptó lo más silenciosamente posible sobre el piso de madera crujiente hasta el baño compartido que se encontraba en el descanso, para aliviarse de la copiosa ingesta de agua y vino de la velada. Sintió vergüenza por el ruido producido por el aluvión, pero le fue imposible realizar el ejercicio de manera más disimulada, ni siquiera apuntando al borde de la taza. «Dos copas de Sauvignon claramente significaban hacer naufragar el bote», pensó.

    Al salir del baño, percibió una luz proveniente de la grieta debajo de la puerta de la habitación de Peachum y Brown. La empujó con la punta  de los dedos hasta abrir una rendija. Otras dos camas vacías. ¿A qué clase de casa de mala reputación lo había traído Japes? Dirigió la mirada hacia el negro abismo de las escaleras buscando alguna señal de Japes, pero todo estaba tranquilo y silencioso. Regresó a su habitación, se puso el pijama y se recostó debajo de la colcha, preocupado por qué clase problemas podría llegar a tener de regreso en el Colegio por permitir que los muchachos desaparecieran. Finalmente, esperando estar fresco para las maniobras en la playa al día siguiente, se dijo que arreglaría todo en la mañana ya que ahora no había nada para hacer a su alcance y, repitiendo este consejo tranquilizante, logró de a poco arrullarse hasta conciliar el sueño.

    Tras la agitación de la madrugada, Sedgewick no había escuchado sonar la alarma y, para cuando pudo vestirse con su uniforme de pantalones kaki y medias tres cuartos verde militar, camisa del ejército haciendo juego y suéter de lana, rematado con un birrete naranja del Mando del Frente Doméstico (que le oprimía levemente la frente), se encontró con el desayuno en pleno auge. Japes daba golpecitos a la parte superior de su huevo duro y Suzette ocupaba el asiento frente a él; sus stilettos estaban abandonados sobre la alfombra y deslizaba los dedos del pie enfundado en medias de nylon sobre los

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