¡Llévame contigo a Afganistán!: Y otros relatos de humor
Por Lorenzo Chaparro
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Historias desconcertantes; personajes increíblemente absurdos; planteamientos arriesgados... En definitiva, un enloquecido camarote de los hermanos Marx, donde todo tiene cabida en un maremágnum sinsentido, pero cuidadosamente elaborado para lograr la sonrisa del lector.
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¡Llévame contigo a Afganistán! - Lorenzo Chaparro
Shakespeare-Chaparro
FAR WEST STORY
En el reloj de cuco instalado en el saloon de Apple City, justo en mitad de la pared donde se encontraba la barra, se podía apreciar el impacto de una bala que en cierta ocasión, no se sabe muy bien cómo, lo había atravesado limpiamente de arriba abajo. Y pese a ello, cuando aquel lunes las manecillas se juntaron a las doce del mediodía, el pájaro asomó puntualmente el pico, y extendió su onomatopéyico canto a lo largo y ancho del bar ante la indiferencia de los que se encontraban allí en aquel momento.
Aquel saloon, al igual que muchos otros, era el típico establecimiento del Far West dedicado a la venta de cerveza y licores, así como de dar comida y hospedaje en determinados casos. La especialidad en concreto del bar de Morgan —el orondo y apacible dueño del establecimiento— era el whisky bourbon, servido en unos vasos diminutos, que se consumían en grandes cantidades debido a que apenas producía efectos de manera inmediata.
Las notas del piano, situado sobre una plataforma justo en la pared opuesta a la barra, salían de las manos de Richard, el pianista, cuando amenizaba por las tardes el local acompañado de Miriam, la joven de origen desconocido que, desde hacía poco más de un año, había sido contratada por Morgan para deleitar con su voz a la clientela del saloon interpretando un amplio repertorio de canciones.
Fuera, el silencio se extendía a lo largo de la calle principal, por la que nadie transitaba a esas horas, bajo un cielo sin nubes cada vez más luminoso conforme el sol se elevaba hacia lo alto. Una calle desierta, en la que el viento empujaba en ocasiones bolas de paja que rodaban entre remolinos de polvo, de esquina en esquina, entrechocando con las plataformas de los soportales, como si buscaran una salida.
Apenas habían transcurrido unos minutos desde que el pajarillo del reloj de cuco había vuelto a introducirse en el interior, tras cumplir su rito acostumbrado, cuando de repente, Johnny, el herrero, irrumpió en el saloon de forma brusca, lo que produjo un sobresalto en los que se encontraban allí, que miraron asustados hacia la puerta.
—¡Le han atrapado! ¡Han cogido al ladrón! —gritó como un energúmeno, a la par que empujaba hacia dentro del local las puertas abatibles con su voluminoso cuerpo, que dejaba ver un torso desnudo, apenas cubierto por los tirantes de un peto azul sucio y desgastado.
En el acto, todos abandonaron lo que estaban haciendo y salieron en estampida junto con Johnny por la calle principal en dirección a las oficinas del sheriff. Tan solo quedaron en el bar Morgan —que se limitó a recoger los vasos, cuyo contenido vaciaban de golpe los clientes escasos minutos antes— y Miriam, que continuó sentada en el taburete con los brazos apoyados en la barra, sin mostrar el menor interés ante la noticia que Johnny acababa de dar.
—Llénamelo otra vez —dijo ella con el vaso levantado en dirección a Morgan quien, en el otro extremo de la barra, limpiaba el mostrador con un paño.
La mujer que había pronunciado aquellas palabras poseía un rostro de contornos casi perfectos, al que igual se le podía atribuir veinte que treinta años. Llevaba puesto un vestido de percal de manga corta ajustado al cuerpo, que dejaba al descubierto los hombros y mostraba, sin el menor reparo, el nacimiento de dos senos que parecían a punto de hacer saltar la tela —de un color marrón oscuro— de la que estaba confeccionado. El pelo, rubio y brillante, lo tenía recogido hacia atrás en un moño sencillo, adornado por una cinta de color rojo que impedía un desplome fortuito.
Su mirada, profunda en ocasiones, ausente en otras, irradiaba un brillo mezcla de tristeza y melancolía que, en cualquier caso, no dejaba indiferente a nadie. Tal vez detrás de aquellos ojos había alguna sórdida historia que transcurrió en el pasado, difícil de borrar de la memoria, o quizás un amor imposible, abandonado de forma precipitada en algún lugar lejano, que la obligó a desplazarse hasta Apple City en un vano intento por olvidar...
Morgan dejó de limpiar y, sin decir nada, se desplazó con andar pausado hacia el otro extremo de la barra, donde la mujer le esperaba sujetando el vaso. Volcó el contenido de la botella de whisky hasta llenarlo y contempló cómo ella lo vaciaba de golpe con un brusco movimiento de cabeza hacia atrás.
—¿No me acompañas? —preguntó.
—Cuando trabajo no bebo, Miriam.
—Tú te lo pierdes.
—¿Sabes cuántos llevas hoy? —preguntó mirándola fijamente a la vez que apoyaba sus rollizos brazos en la barra.
—Vamos, Morgan, no me des el sermón. Tú y yo sabemos que la mitad de ese whisky que sirves en esta birria de vasos es agua.
—Ya te lo he explicado otras veces, Miriam. Tengo que controlar a los clientes. Porque si les doy bourbon puro, enseguida se ponen violentos por cualquier tontería y me destrozan el local. Y ya estoy harto. No gano para mesas, sillas, lámparas... Por no mencionar los disparos a las estanterías de cristal a mis espaldas, que no entiendo por qué Robert se empeñaba en instalar para colocar vasos y botellas. ¿Por qué te crees que las he quitado y guardo las bebidas debajo del mostrador? Ahora solo tengo detrás una pared lisa, con el reloj de cuco que sobrevive de milagro, y sin nada que puedan reventar con sus pistolas o el lanzamiento de vasos —dijo él haciendo un gesto hacia atrás con el pulgar.
—¿No tienes el local asegurado?
—Ya no me asegura ninguna compañía, Miriam —respondió, al mismo tiempo que repasaba con otro trapo el contenido de un vaso—. He dado tantos partes, que ya nadie me ofrece una póliza. En cierto modo lo comprendo. Es desesperante que los fines de semana se armen trifulcas y me destrocen el local. En este pueblo al parecer no hay otra diversión. Por cualquier gilipollez empiezan a liarse a tiros y puñetazos. De nada sirve que compre mesas y sillas resistentes. Es igual, terminan pegándose y me las hacen trizas. ¿Y tú me preguntas por qué aguo el whisky? Si no lo hiciera, terminarían prendiendo fuego al local.
—Mira, no me cuentes historias. Tú lo has aguado siempre. Y lo haces porque te da beneficios.
—¿Y sabes en qué me gasto los beneficios?
—Sí, lo sé. No me lo repitas.
—Pues no me obligues a hacerlo.
—Vale, Morgan, no te alteres.
—Miriam, cariño, reponer todo me cuesta un riñón. El carpintero se está haciendo de oro a mi costa. Y eso que es un manazas, porque tanto las sillas como las mesas, todas bailan al ponerlas en el suelo. Pero bueno, como al final tarde o temprano las rompen… Así que ya te digo, si no fuera por los beneficios que me da el bourbon, ya habría cerrado hace tiempo.
—Morgan, ¿qué parte no has entendido de la frase «no me lo repitas»? Al menos podrías mezclarlo con licor de zarzamora, como hacen en Silver City.
—En otros sitios lo mezclan con aguarrás, amoníaco e incluso pólvora. Así que podéis dar gracias a que solo echo agua.
—Muy bien, pues sírveme otro trago de ese brebaje aguado, hoy lo necesito más que nunca.
—Ay, Miriam, sabes que te aprecio y no me gusta que bebas tanto, por muy aguado que esté el whisky, que luego por las tardes desafinas y Richard termina protestando —se lamentó él mientras volvía a llenar el vaso, cuyo contenido desapareció al instante tras el consabido golpe seco de cabeza hacia atrás.
—A tu salud.
Morgan levantó los ojos con resignación y volvió a repasar el mostrador con el trapo, al mismo tiempo que se alejaba de la mujer poco a poco.
—Se han ido todos menos tú —prosiguió diciendo—. En cuanto Johnny se ha asomado, han salido en estampida. Hasta Richard se ha largado dando gritos como una loca. Por un momento creí que, en contra de lo habitual, me iban a destrozar el local un lunes. Qué gente más bestia —añadió con desagrado, sin dejar de limpiar—. ¿Y tú por qué sigues aquí? ¿No te interesa saber qué ha sucedido?
—No es necesario. Lo sé de sobra. Jimmy no es el ladrón. El chico no lo ha hecho. Le acusan injustamente.
—¿Cómo dices? ¿Que no ha sido el mudo quien ha robado la Virgen de la Manzana? —preguntó intrigado, a la vez que retrocedía hasta volver a situarse frente a la mujer—. Pero si el sacristán ha dicho que le vio salir esta mañana de la iglesia con la figura oculta bajo la chaqueta.
—No ocultaba la figura. Llevaba un jamón.
—Un momento, un momento… ¿Cómo sabes que llevaba un jamón? ¿Acaso estabas tú allí?
La mujer, sin dejar de mirar el vaso, movió la cabeza afirmativamente.
—¿Y qué hacías tú un lunes por la mañana en la iglesia?
—Hace tiempo que voy. ¿Te extraña?
—¿Y a qué vas? ¿A rezar?
—No —se limitó a responder con laconismo.
—Entonces, ¿a qué narices vas tú los lunes a la…?
Como única respuesta, la mujer puso el dedo índice en los labios del gordo, que enmudeció en el acto.
—Si quieres que te lo diga, lléname el vaso. Pero no de esa botella —añadió al ver que Morgan le iba a servir del whisky aguado.
Alrededor de la prisión, una multitud enfurecida gritaba pidiendo la cabeza de Jimmy, el monaguillo, a quien el sheriff había atrapado media hora antes, y encerrado en un calabozo tras escuchar al sacristán.
—¡Queremos justicia! —vociferaban todos con el puño en alto, agrupados frente a la puerta de la prisión que el sheriff McGregor, con el sombrero calado hasta las cejas, protegía de brazos cruzados, contemplándoles impertérrito subido a la plataforma del soportal, sin dejar que nadie se aproximara.
Resultaba prácticamente imposible que alguien o algo pudiese intimidar a McGregor, un cuarentón corpulento —más bien cerca ya de los cincuenta— y de casi dos metros de estatura, a quien no le temblaba el pulso si se veía obligado a desenfundar el revólver. Tan solo con lanzar una mirada furibunda, dura como el pedernal, conseguía hacer temblar de miedo al más bragado del Oeste. ¿Y qué decir de su voz? Una voz áspera, aguardentosa, que podía oírse con claridad cuando se enfadaba desde cualquier punto de Apple City, y daba la sensación de raspar los tímpanos si por desgracia uno se encontraba cerca.
De cabellera canosa, e igual de abundante que desmadejada, tenía la costumbre de juntar el entrecejo cuando alguien le hablaba, al tiempo que alisaba con los dedos, de una forma tan varonil como seductora —según el parecer de las mujeres— un bigote imperial que remataba con rotundidad su rostro. Un rostro, en definitiva, que apenas necesitaba esfuerzo para hacerse respetar.
—¿Dónde está la figura de la Virgen? ¿Dónde está nuestra patrona? —preguntó con voz atiplada Richard, el pianista.
«Eso, eso, ¿dónde está?», preguntaron algunos, para de inmediato empezar todos a gritar indignados.
«¡Exigimos una respuesta!»… «¡No nos moveremos de aquí hasta que el culpable devuelva nuestra Virgen!»… «¡Eso, eso, muy bien!»… «¡Es indignante! ¿Cómo es posible que alguien haya podido hacer una cosa así?»… «Desde luego… Anda que…».
—Calma, calma —dijo el sheriff, con los brazos levantados y las palmas de las manos dirigidas hacia la multitud—. Acabo de detenerle y ahora está en un calabozo. Tengo que interrogarle, pero, como sabéis, es sordomudo y no hay manera de entenderse con él. El único que conoce el lenguaje de signos es el padre Murray, y como también es de vuestro conocimiento, los lunes va a ver a su madre a Silver City y no vuelve hasta mañana.
—Silver City… gran pueblo... se encuentra a 33 kilómetros de distancia…