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El hacedor de palabras
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Libro electrónico575 páginas6 horas

El hacedor de palabras

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Información de este libro electrónico

Bogotá, 1982.

Gabo, un niño de ocho años, amante del fútbol y poseedor de un coeficiente intelectual por encima de la media, urde un plan maestro. Huirá de casa antes de que la aguda crisis de pareja por la que atraviesan sus papás adoptivos explote y él, al igual que en épocas pasadas, quede sin sustento. Cayendo eternamente, en el vacío.

Para t
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 abr 2020
ISBN9789585107311
El hacedor de palabras
Autor

Iván Salazar

Iván Salazar. Modelo 74. Bogotá. Arquitecto y filósofo. Escritor de ficciones. Mientras estudiaba arquitectura en la Pontificia Universidad Javeriana definió la profesión de la siguiente manera: La arquitectura es la puerta de un viejo refugio y la ventana de un vago recuerdo. Esto para dar a entender que la creación es el arte de juntar de manera innovadora elementos ya inventados. Asimismo, en esa época, sostuvo frente al curso de construcción que, para entretejer escenarios, incluso ciudades, la palabra Ladrillo era un elemento mucho más dúctil y económico que su equivalente en el mundo real. Mientras estudiaba filosofía en la Universidad El Bosque arguyó, antes de abandonar la carrera: El hecho es verdadero. Pero toda interpretación semántica del hecho es falsa. Por lo que el hombre, que lee el mundo de los hechos a través de significados y signos, jamás accede a la verdad. Así, después de mucha lectura y estudio, había aceptado la tesis del escritor argentino Jorge Luis Borges: la filosofía es una rama de la literatura.

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    El hacedor de palabras - Iván Salazar

    Biblia.

    Capítulo 1

    Yo nunca hice otra cosa que soñar. Ha sido ése, y sólo ése, el sentido de mi vida.

    Libro del desasosiego, Pessoa.

    (Uno)

    El día en que, no sé si envalentonado por el whisky o enajenado por la ira, papá amenazó con abandonar a mamá, fui yo quien se marchó de la casa. Para entonces tenía ocho años de edad, cursaba quinto de primaria en el liceo San Juan de Segovia —instituto que solo abría sus puertas a quienes, en razón de su quehacer académico, adquirían, a través de una interminable serie de pruebas, el calificativo de niños potencialmente brillantes—, sabía leer y escribir de corrido, era el mejor de la clase de matemáticas y ciencias sociales, podía diferenciar a primera vista los billetes de uno, dos y cinco pesos y, como dominaba a la perfección el costo de una bolsa de leche, de un pan francés de los grandes, de los helados de arequipe y coco que vendía Justo en la tienda de Don Justo y de los sobrecitos de cinco laminas del álbum del Mundial de Fútbol España 82 marca Panini que intercambiaba en los andenes del Chicó con desconocidos que se agolpaban a dos cuadras de mi casa, creía tener todo a mi favor.

    Además, la idea no era irme de casa para siempre. No, yo sólo quería ausentarme durante un par de noches, hacer algo para que mis padres dejaran de enfocarse únicamente en sus problemas maritales y volvieran de nuevo sus ojos hacia mí. ¿Acaso no era yo el motivo —o por lo menos tal era mi visión en aquel tiempo— en torno al cual podrían entrelazar sus almas y sus cuerpos una vez más a pesar del incuestionable y creciente desamor?

    El plan, por su parte, era muy simple. Gina, mi mejor amiga del colegio, me iba a hospedar de incógnito en un sitio clave dentro de su casa: la casa de las muñecas. Una diminuta cabaña de madera que había construido su padre junto al nogal en el jardín exterior contiguo a los garajes. Allí, según ella, yo estaría a salvo de los peligros de la calle y mucho más cómodo que en una tienda de campaña. Me aseguró:

    —No será la octava maravilla, Gabo, pero al menos, frente al frío, la lluvia y los ladrones, es segura.

    ―¿Me ayudarías con eso? ―le pregunté la tercera vez que abordamos el asunto de mi fuga.

    ―Sí ―afirmó ella desenvainando el haz iridiscente que, como arma de conquista, guardaba en el envés de su mirada.

    ―¡Eres increíble! ―dije todavía con el corazón en la mano.

    ―Yo sé, pero ―y arrastró la «o» durante unos segundos antes de tomar una bocanada de aire y añadir―: pero aun así debes hacerme una promesa.

    ―Lo imaginaba ―enuncié yo mientras me encogía de hombros porque estaba seguro del propósito de Gina. Si no una tarea de ciencias sociales, de civismo o matemáticas, en todo caso quería algo a cambio.

    ―¡Oye Gabo esto no es nada fácil para mí! ―repuso ella con cara de mal genio.

    ―Está bien ―dije resignado―. ¿Cuál es el favor?

    ―No quiero tener problemas luego.

    ―¡Ya, dime! ―Fruncí el ceño.

    ―Siempre, siempre, óyeme bien: ¡Siempre! ¡Sabes lo qué es eso! ¿No? ―Asentí―. Así que siempre, pase lo que pase, vas a permanecer oculto y en silencio mientras papá esté todavía en casa ―Gina vivía sola con su padre porque su madre había muerto cuando ella tenía cinco años de edad a causa de un cáncer terminal y, como él no se había vuelto a enamorar hasta la fecha, nadie más los visitaba además de Flor, la criada que iba tres veces por semana―. Normalmente sale muy temprano ―me explicó― y no vuelve del trabajo sino hasta bien entrada la noche. Por lo tanto, no te será difícil cumplir lo que te pido, sobre todo porque la mayor parte de ese tiempo estarás dormido o descansando, como un lord, entre muñecas.

    ―Prometido. Seré una tumba ―dije y sonreí.

    (Dos)

    Al principio, cuando la fuga, o más bien la idea de la fuga, se me presentó como una forma de protesta, un llamado de atención, tuve mis reservas acerca de si debía o no incluir en ella a otra persona; de si debía o no, bajo un estricto marco de reserva, ¡muy estricto, claro está!, contar con alguien más; en una palabra, de si debía o no hallar un confidente. Aunque, a priori, mis opciones parecieran inclinarse hacia el polo más sensato, es decir el polo afirmativo, era un escenario que desde la misma gestación me enfrentaba al juicio de terceros. Con el agravante de que, según el texto Los 100 robos más famosos de la historia , lectura obligada de papá, la probabilidad de que un plan colapsara ante el muro del fracaso aumentaba de manera exponencial en la medida en que crecía el número de cómplices. Fracaso que por nada del mundo iba a permitir.

    Ahora bien, advertí el punto grueso gracias a un día en que se fue la luz en casa y por ende no hubo tele. Consistía en determinar cuál era mi objetivo: ¿Sigilo absoluto o un cimiento, que en lo personal me brindara mayor seguridad? A todas luces, un dilema difícil de sortear.

    No obstante, después de estar al filo de resoluciones antagónicas, a mediados de febrero, por fin pude dar con la trampilla que solventaba de lleno esta cuestión. Confiar a alguien un propósito privado, concluí, era públicamente un despropósito. Este fue un dictamen que, al margen de coincidir con la opinión de Frank Hurberg, el autor del compendio periodístico Los 100 robos más famosos de la historia, se me facilitó después de oír lo que, en medio de un análisis crítico de Macbeth, citó el profesor: «… un secreto solo está a salvo si lo ignora hasta tu sombra…»; reafirmé mi conclusión tras analizar cómo, conforme con la psicología de películas de gánsters, un cómplice podía traer efectos secundarios indeseados. Fredo y Michael, los hermanos Corleone, eran un buen ejemplo de ello. No les importó ni siquiera ser familia. ¡Qué horror! Y ni qué decir de lo que había hecho Tobi con La Pequeña Lulu en la última emisión. ¡No!, yo no iba a verme expuesto a un trato semejante. Ser traicionado no era una opción inteligente. Dejar un barco a la deriva pretendiendo conocer su dirección era tan loco como aspirar a que mi éxito encontrara en la voluble voluntad de las personas un filón de tierra firme.

    Aun así y pese a estar absolutamente convencido de ello, al final hice todo lo contrario. Pero y… ¿entonces qué pasó? ¿Cómo fue que mi destino tomó por la senda insensata de los necios? ¿De qué manera mi razón terminó doblegada por el arbitrio de un impulso involuntario? No sé. O por lo menos, a ciencia cierta no sé qué me pasó cuando, de un plumazo, reduje –corroborando así que la acción es la única fuerza que sobrevive al pensamiento– todo mi análisis juicioso a un hecho disonante; en concreto, lo reduje a materia insuficiente cuando, casi un mes después, terminé, sin mayor explicación, por confiar mi secreto a Gina.

    ―¡Deja ya de temblar! ―espetó ella después de aprobar todo mi plan.

    ―E-eso qui-quisi-e-ra ―tartamudeé yo mientras me apoyaba en uno de sus hombros porque en ese instante, como banderas de papel, las piernas me flaqueaban.

    ―No te voy a fallar Gabo, cree en mí.

    Y entonces, debido a la firmeza de su voz y al repentino flash de su sonrisa, experimenté una sensación de bienestar que se extendió a lo largo de mi cuerpo. Un cierto alivio en la aridez de la garganta, una ligereza de ave al respirar. Las venas dilatadas, henchidas de alegría. Un desahogo general que, al cabo de unas horas, me tenía más liviano que una pluma, etéreo, mientras volvía hacia la casa. Yo, un espíritu, flotaba por encima de las nubes, feliz después de haber hallado un soporte, un socio con el cual llevar a buen término el proyecto de mi fuga.

    (Tres)

    Como si la confesión hubiera sido un poderoso aglutinante, durante las semanas siguientes, Gina –a quien había conocido, tras mudarme de Cali a Bogotá, en enero de ese año, mientras era acusada de plagio en un examen reprobatorio de civismo, en la antesala de la oficina del prefecto de disciplina, mientras Ruth, su secretaria, validaba mi orden de matrícula– y yo intimamos mucho más. Incluso, ahora que lo pienso, a partir de ese momento era común que se nos fueran los descansos planteando diferentes escenarios; escenarios que, a raíz de mi coyuntura familiar, solían centrarse en la fuga. Sí, durante esos días, contagiados por la euforia de una complicidad inédita hasta entonces, soñamos como locos, como almas visionarias. «¡Cuidado!» –este aviso se leía a la entrada de nuestro mundo imaginario– «¡Gente fantaseando!». A ratos en medio de una objetividad seudocientífica, a ratos en medio de variables salidas de toda proporción: un terremoto, una guerra civil, una toma guerrillera. Con lo cual, y he aquí el aspecto relevante detrás de este ejercicio, pronto aterrizamos sobre la primera tarea a realizar.

    —¡Tienes que escribir una carta! —dijo Gina casi al tiempo que entre dientes explicaba cuál era la función de este documento—: …despejar las posibles dudas derivadas de tu ausencia —Algo con lo que inevitablemente se enfrentarían mis papás y en virtud de lo cual yo, además de precisar que no se trataba de un accidente o un secuestro, debía, ahí, en ese espacio, la hoja en blanco, ser sincero y, según su indicación, abrir mi corazón.

    ―Sé claro y conciso ―sugirió Gina.

    ―Pero, ¿qué pongo?

    ―Lo que te motiva, lo que pretendes al irte así de casa. Escribe lo que te incomoda, da razones. Porque hacia algún lado irás con todo esto.

    ―¡Ah!

    Y es que, hasta ese momento, yo no le había contado a Gina, uno a uno, todos los pormenores del proyecto. Por ejemplo, ella ignoraba que la idea original venía de un programa de televisión y que Freddy, el niño que pretendía en la pantalla arreglar el matrimonio de sus padres al huir de este modo, había fracasado en el intento. Asimismo, en lo concerniente a la crisis de mamá y papá, mi amiga ignoraba las raíces. No por falta de curiosidad femenina, ¡por supuesto!, sino porque yo no le había compartido cierta información. ¿Cómo? Cuidando que el discurso de la causa, al cual le echaba un leño de interés de cuando en cuando, anduviera como un equilibrista por las ramas. Porque –y he aquí el trasfondo de este asunto– no había ninguna razón para hacer quedar mal a mis papás al ventilar sus deshonrosas diferencias. ¡Ninguna! Sin embargo, después de escribir varios inicios sin final, en este aspecto, a la larga, también tuve que ceder. O, dicho de otro modo, después de mostrarle a Gina la hoja llena de enmiendas y tachones, me vi impelido a admitir que, en aras de avanzar en los preliminares del proyecto, era necesario quitar el seguro de la puerta que conducía a mi interior.

    ―Es increíble que alguien tan diestro con los números sea tan perverso con las letras ―me dijo Gina mientras analizaba el eterno borrador.

    ―Lo siento, no sé qué decir.

    ―Es normal Gabo ―se apresuró ella a consolarme al tiempo que yo cruzaba los brazos y hundía sobre el pecho el mentón y la cabeza―. Ven, hagámonos aquí. Ven, ven… ven que yo te ayudo.

    Pero, por más que Gina se colgaba de mi brazo y no paraba de halarme la camisa y la manga del abrigo, yo seguía allí de pie, tieso y mudo, cerrado como piedra. Y todo porque, si bien reconocía el terrible provecho que me haría la descarga, algo dentro de mí se resistía a ser sumiso y a entregarse.

    ―No seas tonto, para eso están los amigos.

    ―No sé ―susurré yo llevándome las manos a la boca.

    ―Ven ―me insistió Gina al tiempo que se sentaba en la grama―. Confía en mí.

    Y, en seguida, muy a mi pesar eso fue lo que yo hice. Le conté que mamá y papá se habían conocido en la facultad de medicina de la Universidad Javeriana en 1965, que él había sido su profesor de anatomía durante el segundo año de carrera y que ella, desde la primera clase, se había dedicado a eclipsarlo con su sonrisa encantadora y su descomunal inteligencia. Que de novios habían durado un poco más de medio lustro, que la fiesta de matrimonio había sido elegante pero austera y que tan solo después de dos años de casados se habían dado cuenta del terrible problema que tenían entre manos.

    ―¿Cuál? ―preguntó Gina sin siquiera pestañear.

    ―Bueno, el principal es que mamá no podía concebir.

    ―¿Y tú?

    ―Yo soy parte del segundo problema.

    ―¿Cómo así? ―dijo Gina muy interesada en la letra menuda del relato.

    ―Sí. Después de muchos tratamientos infructuosos, mamá y papá, según entiendo, acosados por el deseo de descendencia de la abuela, decidieron buscar la colaboración de otra mujer. Con ella, supuestamente, iban a superar los impedimentos físicos que habían descubierto tiempo atrás. Pero, como hace diez años la tecnología científica en Colombia era todavía muy, muy precaria, papá, con el visto bueno de mamá, y la mujer vientre sustituto tuvieron que concertar varios encuentros. ¿Me entiendes? Encuentros de verdad.

    —¿Con todos los juguetes?

    —Lo vieron como un pequeño sacrificio.

    ―O sea que tú no eres hijo de tu mamá.

    ―Técnicamente no, pero, por lo demás, Gloria Amparo Gil es mi mamá.

    ―Entonces, ¿cuál es ahora el problema?

    ―En orden, en orden.

    ―Bueno, bueno ―dijo Gina y remedó la manera dictatorial en que yo había hablado—: En orden, en orden.

    ―Al parecer, hasta ahí mamá y papá nunca habían sido infieles. Pero a causa de las visitas que rigurosamente le hacía papá todos los miércoles por la tarde a la mujer vientre sustituto, mamá comenzó a comportarse de manera extraña. Después del trabajo, bebía sola y llegaba tarde por las noches. Según supe, hubo reclamos serios y acaloradas discusiones. Fue una época muy complicada para ellos. Pero cuando la mujer vientre sustituto quedó embarazada todo pareció volver de nuevo a su lugar. Y después, ya conmigo en casa, la tensión que les producía una tercera persona se diluyó poco a poco, como un mal olor en el ambiente. Por un tiempo todo fue armonía. Papá trabajaba sin descanso y mamá me cuidaba como si yo fuera un desvalido. Cuando terminó la licencia de maternidad, mamá retomó sus quehaceres en la clínica, pero solo a medio tiempo. Con los años, por donde se mirara, éramos una familia muy normal. Íbamos a misa los domingos, salíamos a almorzar al norte una o dos veces por semana, jugábamos todas las mañanas con Princesa, la cocker que me regalaron desde niño, viajábamos de vacaciones a Estados Unidos o a la costa, sobre todo a Santa Marta y Cartagena. Luego vino una muy buena oferta de trabajo que papá no pudo rechazar y nos trasladamos todos hacia Cali. Rentamos un apartamento amplio, con balcones, en un conjunto de edificios en donde había muchos niños y una piscina. Me matricularon en un colegio bilingüe hacia al sur de la ciudad donde por primera vez les sugirieron a mis padres chequear mi coeficiente intelectual. Y allí, cuando todo parecía marchar sobre ruedas, algo entre ellos se quebró. Según entiendo, todo comenzó un poco antes de que yo cumpliera siete años. O sea, entre el ‘80 y el ‘81. Aunque, la verdad, ahora que lo pienso, esto de las fechas ni quita ni pone a lo que te pienso confesar.

    ―¡Un homicidio! ―Gina alzó la voz y de inmediato mi corazón se desbocó como un potro embravecido.

    ―¡No, cómo se te ocurre! ―Corté tal suposición antes de que alzara vuelo en su cabeza.

    ―¿Entonces?

    Como si ejecutáramos una pieza de nado sincronizado, sin ponernos de pie del todo, estiramos al unísono las piernas y los brazos.

    ―Déjame hablar ―dije molesto―. Más bien párale bolas.

    ―Lo siento, prometo no volver a meter la cucharada.

    ―Eso espero.

    ―¡Qué gruñón! ―exclamó Gina con el contorno de sus cejas un poco fruncido.

    En eso, Sara Almanza, una de las tres urracas más famosas del colegio, se plantó frente a nosotros. Nos miró de arriba abajo y cuando ya se disponía a tumbarse como un perro hambriento entre los dos, por fortuna, alguien, desde otro grupo, la llamó.

    ―¡Chisme fresco! Saris, corre, corre.

    Se oyó el grito proveniente de una de las niñas que estaban tendidas sobre el pasto y tomaban con fruición el sol de la sabana, a unos tres o cuatro pasos de la sombra que proyectaba la cerca viva de araucarias.

    ―Me cuentas luego ―apuntó Sara ya de camino hacia la dirección del chismorreo.

    —¡Uf! —Gina suspiró—. De la que nos salvamos.

    —¿Y es que es muy intensa? —Mi inquietud, por precaución, fue expuesta en tono quedo.

    —¿Muy? Muy es un diminutivo.

    —Bueno… —Miré la hora en el reloj.

    —Continúa.

    Pero, como entonces el cielo matutino por fin se había liberado del yugo de las nubes, sofocado, pedí un tiempo muerto para buscar la gorra de los Mets que guardaba en el bolsillo derecho del abrigo y llevarla a mi cabeza.

    —¿Ya?

    Gina, por lo visto, estaba en ascuas.

    —Bueno —retomé—, pues resulta y pasa que un buen día, mientras yo estaba en el colegio, mamá pilló en la bata de papá una nota que decía: «Te deseo con locura» y el fantasma de la mujer vientre sustituto volvió a rondar sus pensamientos. Sin embargo, mamá no dijo nada. Acomodó la nota en donde estaba y actuó como si jamás la hubiera visto.

    ―¿No dijo nada? ―cuestionó Gina, exaltada.

    ―En ese momento no. Pero después lo dijo todo sin palabras.

    ―¿Cómo así?

    ―Sí. Pues a partir de ese momento mamá comenzó a espiar a papá. Contrató un detective privado para que lo siguiera a todas partes, para que le tomara fotografías y no lo desamparara ni a sol ni a sombra.

    ―¿Y?

    ―Y cuando lo tuvo bien pillado, es decir, pillado con las manos en la masa, tú me entiendes, ¿no?, mamá hizo lo que hizo.

    ―¿Qué? ―En eso sonó el timbre que nos indicaba que debíamos volver al salón de clases―. ¿Qué? —Gina, ante mi súbito silencio, parecía un vampiro ávido de sangre—. ¿Qué, qué fue lo que hizo?

    ―Se acostó con otro hombre y dejó las fotos de ese encuentro encima de la cama junto con las otras que había sacado el detective de las infidelidades de papá.

    (Cuatro)

    A partir de aquel desliz, una infidencia familiar, abatido y apenado, en una palabra, hecho polvo, evité a toda costa verme con Gina cara a cara. Sin duda, y aquí hago un mea culpa, porque en el fondo tenía la certeza de que había trasgredido cierto límite, el límite entre la luz y las tinieblas. Un hecho por el cual, o al menos tal era mi sentir, debía pagar un alto precio: ser, ante ella, un mono desnudo. No un homo sapiens. ¡Un tití, un chimpancé!

    De modo que, en consonancia con tal suposición, pasé el resto de abril y los primeros días de mayo en franca actitud de defensa. Todas las mañanas, de lunes a viernes, deseaba que se abriera un hueco en la tierra, un hoyo negro en el cielo para esconder en él la cabeza. O mejor aún, ansiaba despertar con el poder del hombre invisible para que nadie notara cuánta cobardía y vergüenza, en vez de plaquetas y glóbulos rojos, corría por mis venas. ¡Cuánto temor! ¡Cuánta miseria! En síntesis, cuántas afecciones del alma, del sistema nervioso que, en la medida de mi cercanía con ella, se reflejaban en dolencias del cuerpo. Y es que, como para ilustrar a fondo este punto, al distinguirla, incluso de lejos, me sudaban las manos. Y si la veía entrar como una diva en escena, con su sonrisa de Barbie en primerísimo plano, me sentía enfermo de veras. Con visos de infarto, si alguien pronunciaba su nombre: «Gina, ¡qué suéter tan lindo!», «Gina, ¿te adelantaste en sociales?», «Gina, ¿viste las fotos de Guillermo Capetillo en la última Cromos?». Sí, Gina… y me temblaban las piernas. Gina… y se me ponía el estómago como un globo aerostático. Gina… y las tripas me crujían como si dentro de mí se librara una discusión de borrachos. Grrrr, grrrr, grrrr. Odiaba, por ende, llegar al salón y mantenía pendiente del timbre para echarme a perder hasta el final del descanso. En total, hora y media. Tiempo durante el cual, consciente de cuán importante era no quedar a su alcance ni al alcance de la red de informantes a la que pertenecían sus tres mejores amigas, unas engreídas chismosas, Sara Almanza entre ellas, que vivían de escudriñar y tergiversar la vida del prójimo, me daba mis mañas para esconderme sin salir del perímetro del colegio, en la caseta del guardia, un viejo gordo, encorvado y con cara de bulldog que tenía fama de cascarrabias. Tal vez porque era un cincuentón con pinta de setentón y, por lo tanto, una momia retraída, calva y penosa. Un personaje, en todo caso, digno de afecto. Generoso, en tanto que no tuvo reparo en brindarme un pasaporte para su monosilábico mundo, lleno por lo demás de silencios y muecas. ¡Claro!, esto no sin antes oponer dicho mundo a la invasión enemiga. Es decir, su cara de: «¿Y qué putas haces aquí?»; sus ojos de: «La próxima vez sabrás qué significa Le fue como a los perros en misa»; sus orejas de «Ni creas que son para oírte mejor»; era algo que no habría cambiado jamás, de no ser porque enhorabuena advertí su interés por las novelas Agatha Christie.

    —Toma, es para ti…

    Me sentí como un domador de leones con el ejemplar de Cianuro espumoso en la mano, libro que había tomado de la pequeña biblioteca que papá había heredado del abuelo Fernando, el papá de papá, antes de que este, amante del vino, la buena mesa y la literatura en todos sus géneros, se largara tal cual un Don Juan caribeño a morir en el lecho de una negra africana a la que triplicaba en edad frente al mar de Tolú. Con la edición de Sangre en la piscina, fui un empresario corrupto a punto de pagar un soborno. Con Cartas sobre la mesa, me convertí en un próspero hombre de negocios. Y así hasta que al cabo de dos o tres títulos más, entre ellos Un crimen dormido, llegué, no sin antes pasar en vela la noche anterior rebuscando en las estanterías de la pequeña biblioteca algún otro escrito de la autora en cuestión, con un texto de Jean Piaget, tal vez El juicio y el racionamiento en el niño o Introducción a la epistemología genética, a la garita del guardia.

    —Toma, es para ti…

    Con timidez me dirigí hacia donde este, hombre de pocas palabras, se había apostado, que no era un sitio distinto del portal de su mundo; en ese momento oí sus primeros graznidos.

    Craaa, craaa, craaa.

    ―¿Se puede saber qué es lo que te pasa conmigo Gabo? ―Ese día, minutos después de que Jean Piaget y yo, unidos en la calamidad como hermanos siameses, huyéramos con el rabo entre las piernas de la caseta del guardia, Gina, como lo había previsto entre sueños, me asaltó por la espalda.

    ―¿Cómo así? ―reaccioné yo un poco nervioso.

    ―¡No me creas tan bruta Gabo! ―espetó Gina con los brazos cruzados mientras daba un brinquito retador hacia mí.

    ―¿Yo? ―Continué actuando como si conmigo no fuera la cosa, mientras retrocedía para mantener la distancia.

    ―¿Sabes qué Gabo? ¡No pienso desgastarme contigo!

    ―Y ni falta que hace ―mascullé.

    ―¿Que qué?

    ―Lo que oíste —aduje mientras miraba, a lo lejos, el monosilábico mundo del guardia, por no decir que echaba de menos el piso asfaltado de aquella garita de paredes de hojalata y ventanas sibilantes que, como un faro en la mitad del océano, se erguía sobre el único vértice pedregoso del potrero sobre el cual se parqueaban los microbuses que nos llevaban y traían de casa.

    ―Pues déjame decirte que no entendí nada, así que repite.

    ―Olvídalo.

    ―¡A ver gallinita, repite!

    ―Ya Gina, tengo cosas que hacer ―dije a la par que daba media vuelta para largarme de allí.

    ―No señor ―Ella tiró de mi hombro con fuerza y evitó la desbandada del pájaro―. ¡A mí usted no me viene a dejar así como así!

    ―¡Te lo juro!, no era nada importante.

    Frente a frente, era imposible sostener su mirada.

    ―¡Sí! ¡Cómo no! ¡A ver! ¡Si eres tan machito repite! ¿O qué, ya le dio miedo al próximo Einstein de este país?

    ―Ya Gina, en verdad tengo muchas cosas que hacer.

    ―No señor, de aquí nadie se va hasta que no se aclare el quid del asunto.

    ―¡Por Dios Gina! ¡Me están esperando! ―mentí.

    ―Mira Gabo, no sé qué rata se está comiendo el queso de tu tonta cabeza, pero lo que sí sé es que eres un… ―y en ese instante, mientras contenía su ira, resopló como un toro de casta para después subrayar la palabra―: cobarde. Un niño tonto y cobarde. Así que cuando se te quite la bobada que tienes conmigo y quieras hablar y contarme qué diablos te pasa, me buscas. ¡Bien!

    Y, dicho esto, se quedó mirándome como si yo fuera su peor enemigo, así como cuando el villano reta al héroe en el cine. Ahí, malencarada, iracunda, con los ojos a punto de salir disparados, feroz, pero haciendo un esfuerzo por no perder el control, por no permitir que el rubor delator, presente en mejillas y cuello, culminara en un acceso de llanto y menos aún en un ataque incontrolable de histeria. Esto jamás sucedió porque justo en ese momento la voz del profesor Heriberto, su soliloquio de números avanzando en dirección a nosotros: «… pi al cuadrado sobre la raíz cúbica de menos cien multiplicado por la potencia de doce…», fue la excusa perfecta para que ella emitiera un «¡Jum!» gutural, girara 180 grados sobre sus pies de princesa y me pegara en la cara un latigazo con su perfumada y abundante coleta.

    (Cinco)

    El resultado de comparar el Liceo San Juan de Segovia con otros colegios arrojaba un dato descorazonador para los ojos de un niño. En especial, si este niño, así como yo, llevaba hasta entonces una vida normal. Bueno, al menos en apariencia normal. ¡El Liceo San Juan de Segovia era un instituto educativo sui generis ! Único –y en ese sentido quizá incomparable– en virtud de su objeto social, el cual, como quien no quiere la cosa, se insinuaba en el lema inscrito alrededor de su escudo: «Sabiduría ante todo». Esto como para no hablar de cuán reducido era su cuerpo escolar. Un Frankenstein que, incluyendo bachillerato y primaria, sumaba en total 97 alumnos. En definitiva, un conjunto bastante finito. Tan finito que su campus –un potrero delimitado por media docena de cabañas de madera, donde se impartían las clases, bañado por una cremosa y penetrante llovizna de boñiga de vaca, aporte voluntario de Alegría y Fortuna, y urbanizado a través de un edificio central de seis pisos, un bunker lleno de intelectuales y libros–, funcionaba como un reloj suizo, Tic Tac Tic Tac Tic Tac, pese a prescindir de una serie de áreas, creo yo, vitales para el sano desarrollo del individuo en plena edad formativa. Sí, el Liceo San Juan de Segovia, además de teatro, coliseo, gimnasio, laboratorio de artes visuales, sala de música, emisora de radio, no tenía una cancha de fútbol con las medidas estándar que dictaminaba la FIFA.

    —¿Que qué?

    Si bien esta despreocupación deportiva era comprensible desde su motivación inicial, a mí me costaba hacerme a la idea de un colegio, así éste tan solo fuera un colegio de paso, sin cancha de fútbol y sin el interés –me enteré un poco después de ser aceptado– por conformar un equipo competitivo con miras a participar en algún torneo del circuito estudiantil ordinario.

    ―Es así ―asintieron en coro Brenda y Maritza Coll, las directoras gemelas del departamento de psicología, durante el recorrido que efectuamos al cierre de la decimonovena entrevista.

    ―¿Por qué? ―Fue mi inquietud.

    ―Primero, porque este no es un colegio corriente ―se apresuró a explicarme Maritza―. Segundo, porque contamos con muy pocos alumnos y el número es imprescindible para satisfacer ciertos mínimos. Por lo tanto, casi nunca llenamos los requisitos que, en términos de cantidad, requiere toda inscripción. Tienes que entender que, frente a los demás colegios, estamos, sin importar el rango de edad, en una seria desventaja numérica.

    ―Pero mira lo bueno ―intercedió Brenda―, en ajedrez nadie nos gana. Somos campeones desde hace diez años. ¿Por qué no intentas hacer parte del club?

    —¿Por qué…? —insistió Maritza Coll sin siquiera darme tiempo a chistar—. El taller de inducción está a cargo de Paco. Un chico que, como tú, es fenomenal con los números.

    Y sí, por llevarles la idea, hice el esfuerzo y, durante las primeras semanas de estudio, asistí a diez o doce sesiones. Todas, como Crónica de una muerte anunciada, dirigidas por Paco. Un niño blanco como un vaso de leche, pecoso como una fruta madura y largo como un espagueti. Niño que, para lo que aquí nos atañe, fue el medio a través del cual dilucidé la verdad. Mi vocación futbolera de ningún modo podía compatibilizarse con alfiles y torres, con peones y reyes. O, dicho de otra manera, el ajedrez, en comparación con el fútbol, era un deporte insulso, cobarde. Un invento enmohecido, momificado, pétreo. ¡Quieto a través de los siglos! Un pasatiempo aburrido, incompleto. Una batalla campal a la que le hacían falta gritos, adrenalina, chispa, fuerza, contacto, sudor.

    Una opinión que, si bien por respeto con Paco y con todos los alienígenas que idolatraban el club no ventilé al tramitar la renuncia, fue la piedra angular sobre la cual después construí una teoría acerca de por qué el Liceo San Juan de Segovia menospreciaba, salvo el caso ya referido, el deporte, las actividades sociales y, hasta cierto punto, las artes. ¡Nerds! Sí, ellos eran la razón por la cual no había excursiones, bazares y menos aún un tambor mayor al frente de una banda de guerra. Nerds que, en la medida en que usurpaban un espacio y un tiempo, aparecían por doquier. En el comedor, en la biblioteca central, en los baños. Vestidos a veces de gente común, mimetizados detrás de una camiseta de Anthrax o Slayer cuando no de Pimpinela o Menudo. Sí, helos ahí: ¡Gafufos! ¡Ñoños! ¡Quejetas! ¡Gordos come libros! ¡Flacos reprimidos! ¡Niños apenados! ¡Impotentes para el goce! ¡Todo un acuario de peces raros y escasos como tú!

    Ahora bien, ¿era este fenómeno, el fenómeno nerd, la causa de la popularidad, errónea para colmo de colmos, del Liceo San Juan de Segovia? (Popularidad que, por cierto, no pude ver en toda su dimensión sino hasta que yo fui un átomo más del mismo fenómeno). ¡Obvio que sí! Porque sin duda fue a partir de una anemona o un axolotl, miembros representativos del Liceo San Juan de Segovia, como el voz a voz de la urbe, el runrún de la calle y la ociosidad creativa de las galladas de barrio hicieron lo suyo. ¡Convertir el Liceo San Juan de Segovia en un mito! En un reducto de autistas y tarados mentales, en un internado de sordomudos y ciegos, en un centro médico experimental donde se trataba, según el alcance de la fuente de turno, el enanismo, el síndrome de Rett, la deficiencia psicomotora en edades tempranas o simplemente la piorrea, todo, eso sí, gracias al auspicio de un laboratorio extranjero. ¡Por supuesto, mentiras! Sandeces que salían de bocas inescrupulosas, de lenguas viperinas que, creyendo emitir un juicio correcto, ignoraban el objetivo real del Liceo San Juan de Segovia. Es decir, que su fundador, Matias Bonn Müller, un inmigrante judío alemán que había llegado a Colombia huyendo de la persecución nazi antes del inicio de la segunda Guerra Mundial, lo había constituido a finales de 1969 con una finalidad especifica: evitar que otros niños fueran prejuzgados como niños problema cuando, en realidad, podían haber sido dotados –como él– de una inteligencia envidiable.

    (Seis)

    Cuántos geniecitos crees que hay en el mundo Gabo? ―Gina, mi confidente, mi cómplice, niña con la que, por cierto, había firmado la paz el día anterior después de un intenso tire y afloje, se había reservado este tiro como colofón del coloquio.

    ―No sé. Supongo que no muchos.

    ―¡Si ves! Hasta tú puedes deducir que el agua moja ―apuntó ella no sin antes pavonearse como una diva ante mí―. ¿No te parece?

    ―Sí―acaté restando valor al veneno que escupía esta víbora mientras ajustaba la hora, 11:57 AM, y la fecha, 12 de mayo de 1982, de

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