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Tangaroa: Un relato de surf
Tangaroa: Un relato de surf
Tangaroa: Un relato de surf
Libro electrónico242 páginas2 horas

Tangaroa: Un relato de surf

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Información de este libro electrónico

El Mono parte en un surf trip en busca de la próxima ola hacia Tahití con seis amigos, expectativas y cierta trayectoria en un mar no tan potente como el swell del océano Pacífico. El camino hacia el tubo se le hace cuesta arriba cuando se lesiona el hombro y los pies en un tremendo wipe out en la primera metida. Sus compañeros de viaje, la gente local que va conociendo y un par de amores lo llevan a comparar la experiencia del surf con las relaciones personales y valorar nuevos aspectos de la vida. ¿Cuánto puede cambiar una persona en una semana a bordo de un velero? Tangaroa es una aventura envuelta en el misterio de los moais de la Isla de Pascua y la hospitalidad polinésica. Y olas. Muchas olas.

IdiomaEspañol
EditorialJosé Vedoya
Fecha de lanzamiento23 abr 2020
ISBN9789878642697
Tangaroa: Un relato de surf
Autor

José Vedoya

José Vedoya es consultor de comunicación pública y brinda capacitaciones a ONGs, empresas e instituciones públicas y fue asesor de Comunicación del gabinete del Ministro de Justicia y DD.HH. de la Nación. En 2012 creó el primer cowork especializado para profesionales de la Comunicación: la Usina Creativa Callao, en el centro de Buenos aires. Pero lo más importante es que un buen día encontró el surf con amigos y no paró nunca. Surfó las costas de la Provincia de Buenos Aires, Uruguay, Costa Rica, El Salvador, Nicaragua, Isla de Pascua y Tahití. Bonus: surfó en Munich, capital del surf de Alemania, a más de 500km del mar. Tangaroa, un relato de surf es su primera novela.

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    Tangaroa - José Vedoya

    portada

    Tangaroa

    Un relato de surf

    José Vedoya

    Monkey Business

    Edición: Juan Carlos González del Solar, de EnGerundio

    Diagramación digital: Sofía Olguín

    Ilustraciones: portada e ilustraciones por Jerónimo del Carril. Ilustración de hombre con gorra por Ezequiel Gil.

    Diseño de tapa: Sofía Olguín

    Reggae de Peuquén: Bocha Zaldivar

    Gracias a Sebastián Aduriz y a todos mis compañeros del taller de escritura por sus infinitas correcciones; a los Surfin Maes por sus aventuras compartidas; a Jime, Aye, Hickory, Anniina, Alelí y Tomy, que aportaron correcciones y buenas ideas.

    A mi viejo, que cuando lo recuerdo siempre está leyendo.

    Índice

    I. El surf y yo

    II. Lo necesario

    III. Las pelolais

    IV. Te pito o te henua

    V. De olas y olones

    VI. Solos, el Chueco y yo

    VII. Neoprene

    VIII. Mar adentro

    IX. El principio del fin

    X. Destino

    XI. Tangaroa y yo

    XII. Rozas y espinas

    XIII. Un viaje corto

    XIV. Ola de ensueño

    XV. Repercusiones

    XVI. Déjà vu

    XVII. Kiri

    XVIII. El Monito

    XIX. Committed

    XX. Perdido

    XXI. Tahití

    XXII. El Kopau

    XXIII. Maraa

    XXIV. Tsunami

    XXV. Mi ola

    XXVI. Cuando no hay surf

    XXVII. El muro de calaveras

    XXVIII. Bonhomía

    XXIX. Motín

    XXX. Dejarse llevar

    XXXI. No sin mi ola

    XXXII. Hay olas. Chau

    XXXIII. Go!

    XXXIV. La ola

    XXXV. Pantalla azul (El tubo, parte I)

    XXXVI. Pelolais, el regreso

    XXXVII. La armonía invisible (El tubo, parte II)

    XXXVIII. De noche

    XXXIX. Wave goodbye (El tubo, parte III)

    XL. Zeus ex machina

    Prefacio - Take off

    Me llaman Mono. Unos diez años atrás, cuando mi vida tenía poca gracia y menos sentido aun, decidí aprender un nuevo deporte y poner a prueba los límites de mi resistencia surfando el mar y sus olas. Casi como un examen de aptitud, para ver si merecía la pena levantarme de la cama cada mañana. Cuando hacen días que no veo más que el gris de los edificios de la ciudad; cuando, de repente, en el medio de una reunión de trabajo imagino a mis interlocutores a través de una mira telescópica; cuando me confino un fin de semana entero en la cama de mi habitación porque no encuentro el empuje para salir de casa; y, sobre todo, cuando una ira sobrecogedora toma el control de mis emociones y la cobardía es lo único que me frena de putearme con el primero que me mire mal, creo que tomar distancia y enfrentarme a mí mismo es lo que debo hacer. El surf apacigua mi alma y, si Luca diluyó su locura con ginebra hasta licuar su cerebro, busco poner mi mente en contexto de lo que importa y lo que verdaderamente es bello. No me parece tan raro, ya que no es más que un intento muy particular de insertarme socialmente sin forzar el calce.

    De todas maneras, no crea el lector que soy bueno surfando. Nunca pude desarrollar un estilo ni conseguí hacer maniobras por el aire. En estas pampas no hay costas tan benevolentes como en países más tropicales, de aguas cálidas, grandes mareas regulares y olas de extenso recorrido; voy por el placer de intentar surfar, no más. Y, aunque tengo años corriendo las mismas olas, como el más local, no me creo dueño del point. En el agua, somos todos visitantes en territorio de nadie.

    Así que ni se te ocurra cagarme la ola, amigo; si la ola es mía y te tirás, no voy a bajarme. ¿Sos local? No vi tu nombre en la ola. Además, no se me ocurre: ¿qué ola querría llevar tu nombre?

    Pero me fui por las ramas. Decía que lo mío es un esfuerzo por adaptarme a esta sociedad alienante, al igual que la mayoría de los porteños a quienes Buenos Aires engulle cada mañana y escupe cada tarde. Más de uno debe soñar con su próxima ola, de agua transparente, pared maravillosa y tubo suave que jamás siquiera verán más que en fotos; pero sueñan, sueñan sobre esa tabla perfecta, delineada en lo más profundo de sus mentes, con la que reman esa ola y por transición mágica se encuentran directamente en el tubo: ese fenómeno de la naturaleza que forma el labio cuando pasa sobre el surfista y cae en el mar unos metros más adelante. Unos, por ansias de libertad; otros, por deseos de ponerse a prueba; algunos más, tan solo, porque están en la búsqueda, eternamente… Todos sueñan con la próxima ola, su fuerza, su magnificencia, su aroma a mar, su frescura.

    Para mí, en esencia, significa desafío; y obvio que representa libertad, y una turbulenta búsqueda del sentido que me es esquivo en tierra firme.

    ¡No puedo describir en palabras la sensación de deslizarme por el agua, dropeando —como dicen los gringos cuando bajan la ola— y encarrilando, cual tren en busca de los rieles que marcan su camino! Solo puedo imaginarme dejando escurrir la corriente de la ola entre los dedos de mi mano cuando acaricio su pared, o simplemente boyando, a la espera, mientras veo la diminuta costa como un continente que jamás visité.

    Aun así, parece no haberme satisfecho ni la más fantástica de las olas, ni el mejor de los viajes de surf y seguí siempre buscando esa próxima ola, ni más ni menos que en Tahití. No resiste el mínimo análisis. Pudo haber sido el deseo de una ola especial compartida con mis amigos; o la estúpida idea de desafiar más de lo sensato los límites de mis habilidades; o el mero sinsentido de surfar la ola desconocida… ni idea, pero hacia allá fui.

    I

    El surf y yo

    Miraba mi reflejo en la pantalla de la computadora; entre mil mails, un par de textos y algún demo de publicidad. Pero yo me imaginaba surfando un tubo de cuatro metros, no estaba para crearle una campaña a nadie.

    Había terminado la rehabilitación de mi hombro hacía un par de meses y no lo sentía del todo fortalecido, así que no tenía claro si podía surfar todavía por un par de meses más. De todas formas, necesitaba irme; eso sería lo mejor para todos: los picos de mi vida profesional habían sido siempre los lunes posteriores a un fin de semana en el mar. Ahí entendía con claridad.

    Mientras pensaba en eso, rotaban en mi pantalla fotos de escapadas a las olas. A veces se sumaba algún amigo, a veces iba solo, y a veces se sumaba gente con la que yo había pasado días y ya no recordaba ni cómo la había conocido. En esos casos, disfrutaba mucho del viaje conversando cinco o seis horas cosas nuevas con alguien nuevo.

    Una de las mejores surfadas la viví hace años en Peuquén, una mañana en que la marejada había aparecido sin anunciarse en los pronósticos de Internet. Desde el balcón del hostal, con mis amigos, podíamos ver que nadie había entrado aún al mar. Solo se veían líneas que se extendían rectas hacia ambos lados y llegaban desde el sur infinito. Yo imaginaba que se habían originado en las Islas Malvinas, ya que le dan su nombre a la corriente que las trae. Debido a la oleada, el agua estaba como suele suceder en las costas argentinas: marrón, parecía de chocolate líquido. Cuando no era simplemente un montón de agua, el mar podía ser lo que uno quisiera.

    Ese día, las olas eran un llamado más fuerte que el sueño o el frío: saltamos todos de la cama. Unas frutas para meternos azúcar y un chocolate con maní para sumar calorías fueron suficientes para empezar a precalentar en la playa. Las olas tendrían casi dos metros de altura. Izquierdas y derechas. Nuestros ojos ya estaban surfando, iban de lado a lado sobre el mar y analizaban todo: por dónde entrar, dónde esperar la ola, para qué lado agarrarla, hasta dónde surfarla. Unos minutos más tarde nos apuramos al agua. No recuerdo bien quiénes me acompañaban; de ese día retengo los rostros de felicidad, pero no las caras ni los nombres.

    Llegamos al line up —el lugar mágico— y esperamos. Al minuto llegó la primera ola; identifiqué su pico, el punto exacto por donde comenzaría a romper. La vi recorrer unos cien metros. Aguantaba, no rompía y crecía en altura a cada segundo; el viento de tierra contenía esa montaña de agua: hacia su izquierda tendría más recorrido.

    Con apenas un par de brazadas pude sentir el empuje de la ola sobre la tabla. En un mismo tiempo, apoyé mis manos en el lomo, a la altura del pecho, centrado y con mis dedos hacia la izquierda, para donde quería agarrar la ola; empujé mi cuerpo hacia arriba, fijé mi pie derecho en la cola de la tabla y tiré mi pierna izquierda hacia adelante, para posarla cerca de mis manos. Una vez parado, solo necesitaba mirar hacia donde quería ir. Mi pecho seguiría mi mirada y la tabla seguiría mi pecho.

    Coloqué la rodilla derecha hacia dentro. El pie quedó apoyado en la tabla casi sobre el dedo gordo, le sacó peso a la cola y aceleré; la nariz apuntó hacia abajo: apenas podía dominarla, pero eso no me impidió subir y bajar varias veces por la pared; cada detalle de la ola, cada nuevo movimiento, cada metro recorrido sobre el agua era más excitante que un romance de oficina.

    Al llegar a la orilla, giré mi cabeza y busqué a mis amigos. Necesitaba compartir el éxtasis: nada podía compararse con la cara de un buen amigo que me hubiera visto corriendo una ola. A veces, me daba la impresión de que el otro estaba más feliz que yo cuando me la contaba, como si yo mismo no hubiera estado ahí. Pero los había dejado cien metros atrás. Tardé unos cinco minutos en remar de vuelta. Quería contarles sobre mi ola, pero otro pico apareció enseguida: di media vuelta y la remé. Y así seguí, sin parar. Solo la sed me hacía salir del mar cada dos o tres olas para robar mates de quienes desayunaban en la playa. No paraba de surfar, remar de vuelta, surfar, remar de vuelta, surfar…

    Unas dos horas después, la marejada simplemente cesó. En apenas diez minutos, las olas pasaron de dos metros de alto al vaivén de las ondas que rebotan en la pared de una pileta. No había viento siquiera. Se planchó, dije para anunciar oficialmente lo obvio. Sin pena y lleno de olas, di por terminada la surfada y me dejé derivar hasta la orilla.

    En cambio, ese día estaba clavado en la oficina y hacía lo que más se parecía a surfar: recordar olas. Otros Peuquén classic los disfruté yo solo, o con Zekko, o con todos mis amigos, o con los dueños del hostal al que iba siempre, o con otras gentes locales. Mar generoso: cuando hay olas, en ese point suele alcanzar para todos. Pero, aun así, nunca había podido entubar.

    Los regresos el domingo a la noche eran siempre mucho más silenciosos, por el cansancio o porque estábamos todos procesando lo vivido. Con algo de suerte, esa serenidad se extendía un par de días y yo seguía emanándola por los pasillos de mi oficina, donde mis colegas me veían quemado por el sol aún en otoño y escondiendo poco su envidia me decían: Qué lindo colorcito, eh. Entonces, yo frenaba y los miraba pensando preguntame el secreto y te lo cuento. Pero nunca preguntaban. Yo asentía con la cabeza y seguía mi camino. Las boludeces no me jodían y ponía mi foco en ser creativo.

    Y esto pasó cada dos o tres semanas, a lo largo de todo el año, durante los siete años que trabajé en esa agencia. ¿Cuál podría haber sido el sentido último de ir a ese trabajo cada día si no el de cobrar a fin de mes para seguir escapándome al mar y conseguir un buen bono a fin de año para realizar algún surf trip a Costa Rica —donde podría pegar un tubo—?

    Justo cuando pensaba que no aguantaba más y estaba por renunciar, llegaba el viaje; entonces me desconectaba de todo por quince o veinte días y volvía con ganas de hacer cosas novedosas y desafiantes. A mi trabajo le llevaba casi doce meses drenarme esa pasión y regresarme al momento cero nuevamente.

    Ese año, para variar, o porque Costa Rica ya no era novedad, mis amigos y yo decidimos viajar un poco más lejos, a Tahití. Si quería entubar, ese era uno de los mejores lugares del mundo para lograrlo. Ya estaba lejos de ser un cornalito, pero tampoco estaba a la altura de una ola de arrecife en el Pacífico; aun así, lo exótico del viaje resultaba muy atractivo. Luego de algunas averiguaciones, vimos que lo más práctico era salir un domingo y hacer conexiones en Santiago de Chile y en Isla de Pascua para llegar a destino final el lunes por la mañana. Eran 24 horas de viaje continuado.

    Pero teníamos una segunda opción: salir el viernes y pasar dos días en Isla de Pascua. A mí esa posibilidad me resultaba fascinante, pero increíblemente la mayoría de mis compañeros de viaje optó por ir directo a Tahití. No… Mi mujer me mata o Es mucho tiempo. Ante la duda, yo solía pensar cómo lo sentiría a mi regreso. Podría recuperar dos días de trabajo o de asado en familia cuando fuere. Difícilmente fuera a tener otra oportunidad de ir a surfar con amigos a Isla de Pascua.

    —A mí resérvenme para salir el viernes y los espero el domingo en Isla de Pascua, bronceado, y cuando lleguen les cuento cómo son las olas locales —puse en el chat.

    Como yo estaba soltero, no tenía que consultarle a nadie; además, había ahorrado lo suficiente. A pesar de las dudas que me generaba mi hombro, era mi mejor oportunidad para pegar un tubo. Al cabo de unos minutos, pasó lo esperado:

    —Bueno, a mí también.

    —Y a mí.

    —¡Yo también, por favor!

    Y así cayeron de a uno.

    Resuelto esto, compramos los pasajes y puse en pausa todas las campañas que estaba produciendo. Ya no había marcha atrás.

    II

    Lo necesario

    Empaqué algunas pocas cosas en una pequeña mochila antes de partir

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