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Silent
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Libro electrónico582 páginas9 horas

Silent

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Información de este libro electrónico

Nueva York, controlada por una familia de la mafia. Jamás se imaginó la protagonista de esta interesante novela de suspense que se vería involucrada en ella. Los líderes de la “familia”, con un oscuro pasado, posaron sus ojos sobre ella. Desde entonces, la joven se situó en un peligroso punto de mira y con la desagradable sensación de que nadie podía salvarla. Para cerrar un círculo asfixiante y complicado, se vio envuelta en una secta religiosa, liderada por un hombre sediento de poder. Oscuras verdades disfrazadas de mentiras, secretos no desvelados bajo eficientes guardianes. ¿Qué hay al otro lado del silencio?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 jun 2019
ISBN9788417741501
Silent
Autor

María del Mar Castellanos

María del Mar Castellanos Ruiz nació en 1993, en Jumilla. Se matriculó en la Universidad, en Murcia, donde reside actualmente, y allí se graduó en enfermería. La música siempre formó parte de ella, siendo un elemento imprescindible para escribir. Silent es su debut literario y la primera parte de la saga.

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    Silent - María del Mar Castellanos

    Silent

    Silent

    María del Mar Castellanos

    Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    © María del Mar Castellanos, 2019

    Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras

    Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

    www.universodeletras.com

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417740450

    ISBN eBook: 9788417741501

    Capítulo 1

    No le temo al dolor

    —¡Cuidado! —gritó Cynthia. Me sobresalté y todas las palomitas salieron disparadas del bol para aterrizar en la cama y en el suelo. Ventaja para Bobby, mi perro, que empezó a mover el rabo de un lado a otro y a comer las palomitas arrojadas como un poseso—. ¿Acaso esta chica es tonta? ¡Está detrás de ella y no se da ni cuenta!

    —¡Joder, Cynthia! Es la última vez que veo una película de terror contigo —gruñí.

    Me levanté de la cama y empecé a recoger todas las palomitas para tirarlas al cubo de basura, ubicado bajo mi escritorio, frente a la cama.

    —Lo siento, Rose. Deja de quejarte y vuelve aquí. —Palmeó el lado libre de mi cama. Negué con una sonrisa y cogí el mando a distancia para apagar la televisión. Ella puso cara de fastidio, pero no dijo nada. En cambio, sacó su teléfono móvil y comenzó a teclear.

    Me acerqué a mi escritorio y observé las fotograf ías que estaban colgadas en mi tablón. En la mayoría de ellas salíamos Cynthia y yo. Prácticamente, crecimos como hermanas. Siempre estábamos juntas y ninguna podríamos vivir sin la otra. Deslicé mi vista a Nathan Smith. En una fotograf ía estaba abrazándonos a Cynthia y a mí. Para éste éramos sus niñas indefensas y él nuestro protector, más que nada, nadie se atrevía a meterse con él por su aspecto de chico rudo, aunque, quién lo conociera bien, sabía que esa imagen que le envolvía solo era una fachada. Suspiré, extrañaba mucho a Nathan.

    —Nathan sigue sin contestar ninguno de mis mensajes ni llamadas.

    —La voz de Cynthia me sacó de mis pensamientos y giré mi cuerpo para mirarla—. Desde que se fue a Cuba, al principio del verano, no da señales de vida y esta semana es la última que nos queda de vacaciones antes de empezar el nuevo curso en la universidad.

    —Ya sabes cómo es. Seguro que se perdió en la falda de una cubana.

    —Sonreí—. Nathan suele estar fuera de servicio a menudo y, sobre todo, cuando hay chicas por el medio. —Cynthia soltó una sonora arcajada.

    —Tienes razón. Cambia más de chicas que de calzoncillos.

    Cuando Nathan se llevaba a una chica en nuestra presencia, nosotras esperábamos unos minutos y después le llamábamos al móvil para interrumpir su paraíso, como él lo llamaba. Luego terminaba vengándose de nosotras, pero siempre merecía la pena.

    De repente, todas las luces se apagaron y la oscuridad nos envolvió por completo. Mi corazón se aceleró, no me gustaba la oscuridad. Me agobiaba no poder utilizar mi sentido de la visión correctamente.

    —¿Qué ha pasado? —murmuró.

    —No lo sé, pero tampoco hay luz fuera de la casa —dije mientras orientaba, a ciegas, mi vista hacia el lugar donde estaba la ventana.

    El exterior se encontraba totalmente oscuro, no había ni una farola encendida.

    Una luz cegadora me hizo cerrar los ojos con rapidez. Cynthia había encendido la linterna de su teléfono móvil, apuntando directamente a mi rostro. Bobby empezó a gemir y se escondió debajo de la cama, como si algo le asustara demasiado. Éste nunca se escondía cuando la oscuridad nos invadía.

    De inmediato, se escuchó un ruido agudo en el piso de abajo, como si se hubiera roto algo al estrellarse contra el suelo. Cynthia y yo nos sobresaltamos en respuesta y nos miramos fijamente bajo la luz de su móvil. Eran las dos de la madrugada y mis padres habían salido hacía unas horas para tener su encuentro romántico que pocas veces tenían.

    —Coge algo y vayamos a ver qué ha sido eso —susurré. Agarré un bate de béisbol que siempre dejaba bajo la cama para ser usado en caso de emergencia. Miré detrás de mí y fruncí el ceño—. ¿Qué haces?

    —Alguien tendrá que salvar la vida del perro, ¿no? —dijo con voz temblorosa, sujetando a Bobby entre sus brazos—. Además, es más que evidente que Bobby no podrá sobrevivir solo y te vales tú sola para defendernos con ese bate. —Rodé los ojos ante su comentario.

    Le hice una señal para que me siguiera y puse mi dedo índice en mis labios para que no emitiera ningún sonido. A continuación, giré lentamente la manivela de la puerta y salimos al pasillo, recorriéndolo con sigilo. Tenía que decirle a mi madre que dejara de colocar tantos adornos en los pasillos, en caso de huida no llegaríamos muy lejos.

    Al llegar a las escaleras, hicimos una pausa. Agudizamos nuestros oídos, pero el único sonido que se podía captar era el de nuestra propia respiración. Comenzábamos a bajar cuando un portazo nos hizo parar en seco. Apreté mi bate con la fuerza suficiente como para tener los nudillos blancos y la respiración acelerada de Cynthia chocaba en mi nuca, erizándome la piel.

    Con sumo cuidado, terminamos de bajar las escaleras y alumbramos a nuestro alrededor. Recorrimos con rapidez toda la planta baja, y la única puerta cerrada era la principal. No había nada fuera de lo normal y ni rastro de nada roto.

    El ruido de una llave, ocasionado cuando ésta era girada en la cerradura, nos hizo correr para colocarnos detrás de la puerta principal. Cynthia tapó la luz de su móvil con una mano mientras que con la otra sujetaba a un silencioso Bobby. Preparé el bate, lista para usarlo en cuanto vi al intruso entrar con una linterna. Inmediatamente, alcé el bate para golpearlo, pero, de pronto, esa persona se giró y mi arma quedó a escasos centímetros de su rostro.

    —¿Papá? —dije con asombro y bajé el bate. Cynthia soltó todo el aire que estaba reteniendo en mi nuca y se colocó a mi lado.

    —¿Qué hacéis aún levantadas a estas horas? —preguntó mi padre. Miró el bate que aún seguía en mi mano y frunció el ceño—. ¿Qué haces con eso, Rose? —Señaló el bate.

    Miré con disimulo la cerradura de la puerta principal y no había ninguna evidencia de haber sido forzada, mi padre se hubiera dado cuenta. Por un momento, dirigí mi mirada a Cynthia, no quería más preocupaciones para mi padre por mis paranoias.

    —Nada... —titubeé. Admitía que no se me daba bien mentir—. Creí oír un ruido, pero no fue nada y, de repente, la luz de la casa se fue.

    —Lo sé. No hay luz en todo el vecindario por un fallo en el contador general, pero los técnicos de la compañía ya han sido avisados para que lo reparasen cuanto antes —dijo Patrick, mi padre—. Ahora a dormir, jovencitas. Y dejar ya de ver tantas películas de terror que os sienta muy mal. Yo esperaré a tu madre, que está hablando con la vecina.

    —Está bien. Buenas noches, papá —dije, dándole un beso en la mejilla.

    Cynthia volvió a poner la linterna de su móvil y dejó a Bobby en el suelo. Subimos las escaleras para encerrarnos en mi habitación.

    —Esto es muy extraño, yo también oí como algo se rompía —dijo nada más entrar en ésta.

    —Sí, pero aquí no ha sido. Hemos recorrido la planta baja y no había nada anormal. —Dejé el bate en su sitio y cogí dos pijamas de mi armario —. No le des más importancia al asunto. Si la cerradura hubiera sido forzada, mi padre se habría dado cuenta. —Hice un ademán con la mano para que le restara importancia.

    —Vale. Habrán sido tus ruidosos vecinos. —Resopló—. Mañana tengo que levantarme temprano para ayudar a mis padres a ordenar el maldito trastero. Solo me quieren para lo que les interesa —dijo con voz apagada.

    Cynthia creció sin muestras de afecto por parte de sus padres. Su madre se quedó embarazada sin desearlo y siempre le echaba en cara, cada vez que discutían, no haber abortado a tiempo. Su padre, simplemente, pasaba de ella. Era muy duro crecer sin amor, que tus padres no se preocuparan por ti y que nunca te dijeran «esto está bien y esto está mal». Era hija única, no tenía a nadie en esa casa de locos. Ella creció conmigo. Yo era como su hermana y mis padres como sus verdaderos padres. Se vio obligada a madurar antes de tiempo. Cuando mis padres y yo nos enteramos de todo lo sucedido con ellos, ya teníamos trece años y no pudimos evitarle ese pesar. Desde entonces, nosotros nos encargábamos de darle todo lo que nunca recibió en su infancia.

    Decidimos mudarnos a un apartamento de alquiler cerca de la universidad. El primer motivo era para sacarla de esa casa, donde nada más recibía maltratos y, en segundo lugar, porque yo no tenía vehículo. Ella siempre pasaba a recogerme y vivía muy lejos como para hacerlo todos los días.

    Mi padre trabajaba en el hospital como cirujano. Desde lo que pasó con Camille, pasaba más tiempo allí que en casa, era su forma de refugiarse del dolor. Mi madre trabajaba en un supermercado, a tres calles de aquí.

    —No te preocupes. Ya nos queda muy poco para vivir juntas y no tendrás que soportar a tus padres más tiempo. —Le di un reconfortante abrazo y nos pusimos los pijamas bajo la luz de su móvil.

    —Sí, es lo que más deseo, Rose, perderlos de vista para siempre. Nos acostamos en la cama de matrimonio y apagó la luz que nos acompañó en nuestra inspección. En menos de dos minutos, Cynthia ya estaba respirando acompasadamente fuerte, señal de que ya estaba dormida y yo aún despierta. Cerré los ojos, esperando que el sueño me venciera.

    Un fuerte e insoportable ruido hizo que abriera los ojos de par en par y puse una mano en mi pecho con mi respiración acelerada. Miré a mi lado y ahí estaba Cynthia con la boca abierta, babeando mi almohada. No entendía cómo no se despertaba con este escándalo. Maldije por lo bajo y la empujé fuera de la cama, haciendo que cayera de bruces al suelo. Oí su quejido y sonreí internamente por haber conseguido mi propósito con éxito.

    —¡Apaga esa alarma de tan dulce despertar que tienes! —chillé bajito para no despertar a mis padres, aunque dudaba de que siguieran durmiendo con una canción de rock sonando a todo pulmón.

    Cynthia se levantó a regañadientes del suelo y apagó la alarma de su móvil. Se talló los ojos y me miró con enfado.

    —Gracias por tu forma tan sutil de despertarme —dijo con sarcasmo.

    Solté una carcajada y ella me lanzó una de sus zapatillas hacia el rostro, pero la esquivé a tiempo. Cogió su ropa y se encerró en mi baño, no sin antes sacarme su hermoso dedo medio. Reí entre dientes y miré el reloj digital que estaba encima de la mesilla, eran las 8.05 am. Suspiré y me levanté con lentitud de la cama. Salí de la habitación y un olor tan agradable inundó mis fosas nasales. Bajé corriendo las escaleras y entré en la cocina.

    —¡Buenos días, madre! —dije antes de tirarme a los brazos de Jaqueline que ella ya tenía abiertos para recibirme—. ¿Qué tal vuestra noche?

    —Fue de maravilla —dijo con un brillo en los ojos—. Había pasado mucho tiempo que no salíamos tu padre y yo juntos. Después de la cena nos fuimos a bailar a una discoteca como dos adolescentes. — Reímos juntas—. La verdad es que el lugar no estaba nada mal. Podéis pasaros Cynthia y tú en una de vuestras salidas nocturnas. El club se llama DyJack.

    —Claro. Este sábado teníamos pensado salir como despedida de nuestras vacaciones. —Mi madre sirvió el desayuno en dos platos y los depositó en la mesa del comedor.

    —Tenéis el desayuno preparado —dijo mi madre antes de dirigirse nuevamente a la cocina.

    Al momento, bajó Cynthia y nos pusimos a desayunar.

    —Ya tenemos lugar para ir este fin de semana —agregué y le di un bocado a mi tostada.

    —¡Genial! —dijo entusiasmada—. A ver si ya vas conociendo a algún chico que te guste, que al final te vas a morir sin saber lo que es el amor —bromeó. Le fulminé con la mirada ante su estúpido comentario—. Tranquila, solo es una sugerencia —dijo con las manos levantadas en son de paz—. Tendrías que empezar a abrir ese corazón para dejar a alguien pasar. —No dije nada y seguí desayunando—. Jeremy Miller está loco por ti desde que empezamos el primer año de carrera, el pobre chico no pierde las esperanzas contigo. —Rio.

    —Le tengo un gran cariño. —Jeremy era un buen amigo que conocimos en la universidad. Siempre se comportó como un buen chico con nosotras desde un principio. Él nunca me había confesado su atracción por mí, pero era evidente que la sentía. —Pero ese querer no es lo que él busca…

    —Lo sé —me interrumpió y cambió de tema para no hacerme sentir incómoda—. Una tarde de esta semana tenemos que ir al centro comercial para comprar los vestidos que llevaremos este fin de semana

    —dijo mientras recogía los platos para llevarlos al fregadero tras finalizar nuestro desayuno.

    —Hablas como si no tuviéramos ropa. —La ironía era palpable en mi voz.

    Intercambiamos unas cuantas palabras más y nos despedimos. Caminé hasta la cocina y fregué todos los platos. Tenía la costumbre de ayudar a mi madre en las tareas de la casa desde muy pequeña. Lo consideré necesario. Ella hizo mucho por mí y era lo mínimo que podía hacer por ella. En mi opinión, traerme al mundo y darme todo el amor que necesité ya era mucho, dejando lo material a un lado.

    Una vez que me aseguré de la limpieza de la cocina, subí a mi habitación para ordenarla. Era muy exhaustiva con el orden, tal vez un poco obsesionada, pero no le veía nada malo en ello. Entré al baño, dispuesta a darme una ducha. Encendí la columna de hidromasaje y me quité toda la ropa mientras que el agua caliente se hacía presente. Cuando entré y me coloqué debajo de la cascada, noté como mis músculos se iban relajando poco a poco cuando mi cuerpo se adaptó a la temperatura del agua. Eché la cabeza hacia atrás, mojándome toda la cabellera y mi rostro. Amaba estos momentos de auténtica paz que me producía una buena ducha. Llevé una cantidad excesiva de champú a mi pelo y masajeé mi cuero cabelludo con delicadeza, disfrutando de esta sensación. A continuación, lo aclaré con agua limpia y cogí la esponja impregnada en gel para lavar cada rincón de mi cuerpo.

    No sabía cuánto tiempo estuve dentro de la ducha, pero fue el suficiente como para quedarme sin agua caliente. Apagué el grifo, salí de la ducha y me enrollé una toalla en el cuerpo y otra en mi cabello. El gran espejo del lavabo estaba totalmente empañado del vapor. Me acerqué y me puse frente a él. Estiré un brazo y pasé la mano por el medio de éste para poder observar mi rostro. En numerosas ocasiones, me decían que era hermosa y a toda mujer nos agradaba recibir ese tipo de elogios. ¿Pero de qué me servía poseer tanta belleza si no tenía lo que quería? Todos los hombres que se me habían acercado solo querían una noche de placer y yo buscaba mucho más que eso. Mis ojos marrones evaluaron mis labios carnosos que siempre pintaba de rojo, pero lo que más me gustaba de mí era mi cabello castaño oscuro. Era tan largo y sedoso que cubría toda la longitud de mi espalda.

    Me sequé rápidamente el pelo, dejándolo suelto con mis ondas naturales. Me vestí con unos vaqueros negros ajustados, una blusa gris y unos botines de tacón con el mismo color. Por último, me maquillé y, como de costumbre, mi labial rojo no podía faltar.

    Salí de mi habitación y paré en seco en mitad del pasillo. Giré mi rostro y observé la puerta de la habitación de Camille. Avancé hasta ella y la abrí con lentitud para después cerrar detrás de mí. Contemplé toda la estancia, donde se había conservado intacta, como si nunca se hubiera ido. A cada paso que daba a su escritorio, sentía punzadas en mi pecho. Abrí el primer cajón y saqué una caja de madera. Dentro había un collar y varias fotograf ías de ella y yo juntas. Camille era tan hermosa por fuera como por dentro. Una belleza que no había sido aprovechada, unos labios que nunca fueron besados con amor, unos ojos marrones caramelo llenos de vida que no reflejaban miedo en ningún momento, pero que se sellaron para siempre.

    «—¡Hermanita, hermanita! —chillé con mi osito de peluche en mis brazos. Lo abrazaba con fuerza y cerré los ojos.

    La puerta de mi habitación se abrió bruscamente y Camille me abrazó mientras yo lloraba sin cesar. Solo en los brazos de mi hermana estaba a salvo y protegida.

    —Rose, tranquila. No llores, pequeña —dijo con su voz dulce y tranquila—. Solo es una tormenta, no te pasará nada, cariño.

    —Tengo miedo. ¡Hace mucho ruido! —Seguí llorando. Las gotas de agua golpeaban con fuerza el tejado y los truenos hacían eco en el silencio de la casa.

    —¿Quieres que la tormenta acabe?—Asentí, sollozando—.

    ¿Conf ías en mí? —Volví a asentir con mi osito aún en mis brazos.

    Camille me quitó el osito de peluche y lo dejó encima de la cama. Seguidamente, me cogió de la mano y me sacó de la habitación. Bajamos las escaleras y abrió la puerta principal. Apreté la mano de Camille, clavándole mis dedos. Ella se agachó y se puso a mi altura.

    —Conf ía en mí. Sabes que en mis brazos nada te ocurrirá, ¿verdad?

    —Asentí, pero nuevas lágrimas inundaron mis mejillas—. Bien.

    Escucha, hay cosas que nunca van a acabar porque no están en nuestras manos poder acabarlas, pero lo que sí podemos hacer es que esas cosas no nos molesten, ¿de acuerdo? —Me miró con dulzura y posó un dedo en mi frente—. Y ahí es dónde está la solución.

    Se levantó, me volvió a coger de la mano y salimos al patio delantero. La lluvia nos alcanzó, empapándonos por completo. Empecé a temblar y cerré los ojos. Me costaba respirar y negué repetidas veces mientras un sollozo escapaba de mis labios. Camille no me soltaba en ningún momento y me giró para ponerme frente a ella.

    —Abre los ojos, Rose —Negué—. Si no lo haces, jamás acabará la tormenta.

    Abrí los ojos poco a poco y le miré directamente a los suyos. Me sonrió con ternura.

    —¿Sientes las gotas de agua caer sobre ti? —Asentí—. ¿Te hacen daño? —Negué—. ¿Oyes esos truenos? —Volví a asentir—. ¿Te hacen daño? —Negué otra vez.

    Cerré los ojos. Me concentré en sentir las gotas caer sobre mi cuerpo y escuché los truenos, pero ya no sentía tanto miedo al ver que no sufría ningún daño. Mi respiración fue calmándose poco a poco y dejé de temblar. Abrí los ojos y vi a Camille sonreír de oreja a oreja.

    —Se acabó la tormenta para ti, mi amor. —Sonreí—. Recuerda esto siempre, Rose. —La miré fijamente y ella no apartaba su mirada de la mía—. Para acabar con el miedo solo tienes que enfrentarte a él y no huir.

    Abrí mis brazos, cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás con una sonrisa plasmada en mi rostro».

    No me di cuenta de que tenía lágrimas recorriendo mis mejillas mientras ese recuerdo invadía mi mente. Las limpié con el dorso de mi mano y sonreí, mirando el rostro de Camille en la fotograf ía. El miedo te debilitaba y te limitaba hasta el punto de volverte dependiente a él; y el dolor te hacía fuerte si sabías controlarlo.

    Cogí el collar de mi hermana, siempre lo llevaba puesto. Era un precioso cristal con forma de corazón, de color violeta oscuro, fijado con una preciosa cadena plateada. Me lo puse y elevé mi rostro para fijar mi vista en el espejo, observando mi reflejo.

    —Gracias, Camille. —Hice una pausa para tomar una respiración profunda y desaparecer las lágrimas que estaban preparadas para salir—. Tu muerte me causó el máximo dolor que he podido experimentar —susurré con voz entrecortada. Cerré los ojos unos segundos y los volví a abrir—. Soy Rose Tocqueville, tengo veintidós años y no le temo al dolor —dije con voz firme.

    Empaqué lo último que me quedaba de mis pertenencias. Cerré la última caja de cartón y la coloqué con el montón de cajas, en un rincón de mi habitación, donde no molestaba. Mañana Cynthia y yo nos acomodaríamos en nuestro apartamento. Mis padres decidieron pagarnos el alquiler, ya que ninguna de las dos trabajábamos, solo nos ocupábamos de los estudios.

    Me dolía dejar a mis padres solos. Desde la muerte de Camille no habían levantado cabeza. Ellos intentaban hacerme creer que todo estaba bien, pero eso era solo un camuflaje. Escuchaba a mi madre llorar en numerosas noches, encerrada en su habitación. Tal vez pensara que no percibía sus llantos, pero no era así. Desearía que estuviera en mis manos acabar con su dolor, aunque era imposible. Mi padre casi nunca estaba en casa porque intentaba esconder ese dolor en el trabajo, pero tenía que hablar seriamente con él antes de irme. No quería que dejara sola a mamá tanto tiempo. En estos momentos era bueno que estuvieran más tiempo juntos. Cuando les hablé sobre mi mudanza, ellos aceptaron y dijeron que era lo mejor para mí. Además, íbamos a estar en la misma ciudad.

    —¡Rose, la comida ya está servida en la mesa! —gritó mi madre desde el piso de abajo.

    Le mandé un mensaje a Cynthia para que pasara a recogerme en casa después de comer. Quería pasar por el cementerio antes de ir al centro comercial, ya que hoy era el cumpleaños de Camille o, mejor dicho, sería su cumpleaños.

    Bajé las escaleras y entré al comedor, donde ya estaban mis padres sentados en sus sitios. Me senté al lado de mi padre y en frente de mi madre. Patrick me miró con una gran sonrisa.

    Mientras comíamos, hablábamos de mi mudanza, de la universidad y de los cotilleos del barrio. Pasábamos un pequeño momento tranquilo y agradable en familia hasta que las noticias de la televisión lo arruinaron.

    «En París vuelve el terror. Nuevo ataque en una casa unifamiliar. Se encontraron dos personas brutalmente asesinadas, ambas cubiertas de sangre y el temido símbolo en la pared y en el suelo. No hay duda de quién ha sido el causante de estas atrocidades. El Monstrum tiene atemorizados a los parisinos, ya no se encuentran a salvo ni en sus propias casas. Se descubrió que el matrimonio asesinado tenían dos hijos, pero no hay rastro de ellos, aunque sí que se encontraron restos de fluidos pertenecientes a los hijos desaparecidos en el interior de la casa. Aseguró el criminólogo...»

    Dejé de prestar atención. Me cabreaba cada vez que escuchaba sobre los crímenes de ese despiadado sin escrúpulos. Era un asesino en serie que mataba con brutalidad, dejando su firma simbólica con la misma sangre de sus víctimas. Como siguiera así, vaciaría toda París.

    Miré de reojo a mi padre, seguía comiendo tranquilamente como si no hubiera escuchado nada. Entonces, dirigí mi vista con disimulo a mi madre. Ésta apretaba el tenedor hasta que se le pusieron los nudillos blancos. Cuando se percató de mi mirada, dejó de hacer presión y colocó el tenedor encima de la mesa.

    —Cada vez que escucho ese nombre me pongo enferma —contestó cuando no apartaba mi mirada de sus ojos—. De pensar que tu padre y yo vivíamos en París... Dios —susurró, poniéndose una mano en la cabeza—. Hemos tenido mucha suerte de que nos saliera trabajo aquí.

    Mis padres vivían en París, pero, por asuntos de trabajo, se vieron obligados a vivir aquí, en Nueva York. Camille tenía ocho años en ese entonces y Jaqueline estaba embarazada de mí. Me consideraba totalmente neoyorquina, aunque mis raíces fueran francesas. Los idiomas que podía dominar era el inglés y el italiano, mi francés era pobre. También fui profesora de Cynthia, ella quería aprender italiano.

    Cuando terminamos de comer, ayudé a mi madre a recoger la mesa y limpiar todos los platos sucios. Mientras ella se quedaba limpiando el resto de la cocina, salí al salón y me senté en el sillón, al lado de mi padre.

    —Quiero pedirte un favor. —Patrick apartó la mirada de la televisión y me miró con atención, dándome una invitación a continuar—. Ya sabes que mañana me mudaré con Cynthia. —Hice una pausa.

    Miré hacia el cuadro que se situaba encima de la chimenea, donde salíamos mis padres, mi hermana y yo, sonriendo como una familia feliz. Continué—. Mamá pasará mucho tiempo sola en casa porque tú estás casi todo el tiempo trabajando y entiendo que tengas mucho trabajo, pero deberías intentar sacar más tiempo para poder estar más con ella. Los dos lo estáis pasando mal y los dos juntos es como podréis afrontar esto. —Aparté mi mirada del cuadro y la enfoqué en mi padre.

    Patrick me miraba con interés y suspiró. Se levantó del sofá y me hizo una señal para que yo hiciera lo mismo. Al ponerme en pie, me rodeó con sus fuertes brazos como si su vida dependiera de ello. Rodeé su cuerpo con los míos y cerré los ojos, apoyando mi cabeza en su pecho. Nunca tuve quejas sobre mis padres. Ambos se habían dedicado siempre a que no nos faltara de nada a Camille y a mí. Y, sobre todo, nos desbordaban de amor y cariño.

    —Lo haré, preciosa —dijo mientras me apartaba y me revolvía el pelo—. Tu madre y tú sois lo más importante y preciado que me queda. No olvides que te queremos muchísimo —afirmó, colocando sus dos manos en ambos lados de mi rostro y me dio un beso en la frente.

    —Y yo a vosotros —respondí con una sonrisa.

    Subí rápidamente a mi habitación para cambiarme de ropa. Me puse una falda vaquera que me llegaba hasta la mitad de los muslos; una camiseta negra con escote cuadrado; y unos botines marrones con tacón, a juego con mi chaqueta. Me retoqué el maquillaje, asegurándome de llevar los labios rojos, una manía que siempre había tenido.

    El sonido de un claxon se escuchó a través de mi ventana, me asomé y era Cynthia. Bajé con rapidez los escalones, me despedí de mis padres y salí de la casa. Cogí dos rosas del patio delantero que cuidaba mi madre, las favoritas de Camille, y entré en el Ford negro de Cynthia.

    —Cuando lleguemos al centro comercial, tenemos que tomarnos un súper helado de yogurt con pepitas de chocolate —dijo ésta, relamiéndose los labios.

    —Desde luego que sí, eso jamás lo podría rechazar —aseguré.

    El camino al cementerio lo pasamos en silencio, pero era uno cómodo. Estaba tan sumergida en mis pensamientos, dirigidos a mi hermana, que no percibí el momento en el que el vehículo estaba aparcado frente al cementerio. Cynthia prefirió no acompañarme dentro y dejarme a solas con Camille, cosa que agradecí. Ella siempre me daba mi espacio cuando lo necesitaba.

    Cogí las rosas y salí del coche. Anduve hasta la gran puerta de forja y me tomé unos segundos antes de entrar, preparándome para mi visita. No podía evitar el dolor y las lágrimas cada vez que iba al cementerio para pasar un tiempo frente a la lápida de mi hermana.

    Caminé con las rosas en la mano por el camino de piedra, entre tumbas y mausoleos, hasta que di con la que buscaba. Me acerqué a ella y me arrodillé, colocándome frente a la fría piedra que representaba a mi hermana. El viento soplaba con suavidad, removiendo mi cabello suelto y dándome caricias en el rostro. Clavé mi mirada en las letras incrustadas en la lápida.

    Camille Tocqueville

    1988 2015

    Hacía tres años que mi hermana murió en un accidente de tráfico. Ella conducía de vuelta a casa, pero un coche, que pretendía adelantar en una carretera convencional, invadió el carril contrario, donde iba Camille. De este modo, la obligó a salirse de la carretera y el golpe fue mortal.

    Hoy cumpliría treinta años. Desde su muerte, jamás dejé de visitar el cementerio un día tan especial como este. Era inevitable sentir punzadas dolorosas en el pecho, producto del efecto que causaba la muerte de un ser querido y tan cercano como lo era mi hermana. Tal vez nos convencíamos de que el dolor pasará y se superará, pero no resultaba ser así. Jamás pasará y mucho menos quedará en el olvido. Tan solo se aprendería a vivir con él.

    Acerqué las rosas a mis labios y les di un beso antes de dejarlas cruzadas encima de la lápida.

    —Fuiste mi ángel protector, mi modelo a seguir. Me enseñaste a controlar mis miedos y a usar el dolor para obtener fuerza. Te juré dos días antes de tu muerte que siempre seguiría adelante, pase lo que pase, y te juro ahora que nunca faltaré a mi promesa. —Hice una pausa y respiré profundamente, apartando las lágrimas que amenazaban con salir—. Te quiero con todo mi corazón y siempre te tendré aquí. —Me llevé una mano al pecho, palpando el colgante.

    Me incorporé y giré sobre mis talones para salir de allí sin permanecer más tiempo frente a la prisión permanente de mi hermana. Al entrar en el interior del coche de Cynthia, ella me miró y sonrió para darme ánimos. No dijo nada, aumentó el volumen de la música y encendió el motor antes de pisar el acelerador.

    En el camino al centro comercial, cantábamos y gritábamos como unas locas con la música a todo pulmón. Las personas que paseaban por la acera se nos quedaban mirando como si fuéramos de otro planeta, pero nos dio igual y seguíamos cantando. Cada poco tiempo, Cynthia tocaba el claxon y soltábamos carcajadas al ver tantas miradas en nosotras.

    Al girar en una esquina, vimos a un chico joven bien apuesto, lo suficiente como para que Cynthia suspirara. Bajó la ventanilla del piloto, se aseguró de que no atropellaría a nadie y sacó la cabeza.

    —¡Tío bueno! ¡Cómo me gustaría ser calzoncillo para poder sentir toda tu cosa! —gritó, llamando la atención de las personas de alrededor. El chico le enseñó el dedo pulgar y una sonrisa torcida se dibujó en su rostro. Su alto ego era palpable y Cynthia se había encargado de eso.

    Estar con Cynthia era desconectar de los problemas. Ella era imprescindible en mi vida, un tesoro que tenía que cuidar. Su bondad e inocencia traspasaba los límites. Nunca fue capaz de dañar a otra persona, aunque ésta fuera la causante de su dolor o enojo. Siempre que se metía en algún tipo de problema, era yo quien tenía que ayudarla y defenderla. Era consciente de mi fuerte carácter, pero lo dominaba bastante bien. Solo lo empleaba en casos necesarios, aunque, en ocasiones, mi enfado se desataba al más mínimo estímulo que recibiera, sobre todo, cuando se metían con mis seres queridos. No veía el peligro que podía correr al emplear mis palabras afiladas que salían sin control con frecuencia. Cynthia era mi anclaje, quien me complementaba.

    Aparcamos justo en frente del centro comercial, no sin antes darle un golpecito al coche de atrás y abollarle la matrícula mientras aparcaba. Ella siempre tenía que aparcar el vehículo en los sitios más ajustados, no tenía remedio. Cuando llegamos al paso de peatones, el semáforo para éstos estaba en rojo, obligándonos a parar. Había mucho tráfico y cláxones se oían por todos lados.

    —Primero iremos a ver los vestidos y después ya nos podemos tomar con tranquilidad los helados sin preocuparnos de la inflamación ventral que éstos nos podían producir —dijo Cynthia.

    —Sí. —Sonreí por su recurrente comentario. Desde luego que, recién alimentados, la barriga se hinchaba un poco.

    Finalmente, el semáforo de peatones se puso a nuestro favor y comenzamos a cruzar la avenida. De repente, se escuchó un ruido chirriante, propio de frenazos, y giramos la cabeza al origen de ese ruido. En una milésima de segundo, cogí a Cynthia del brazo y la tiré hacia mí, cayéndonos al suelo a la vez que el coche frenó en seco. Solté un fuerte jadeo cuando me percaté de la poca distancia que había entre nuestros pies y la rueda del vehículo. Nos levantamos con rapidez, llevando cuidado en no enseñar nada indebido por mi falda. Observamos el automóvil, era totalmente negro con los cristales traseros tintados. El conductor nos miró con preocupación.

    —Señoritas, ¿se encuentran…? —No pudo terminar de formular la pregunta porque Cynthia se lanzó al coche con múltiples insultos saliendo por su boca y pateó el parachoques de la parte delantera.

    Abrí los ojos como platos. No era propio de Cynthia actuar de ese modo, pero la entendía perfectamente. Casi íbamos a ser atropelladas. En esta ocasión, mantuve mi compostura y vi de reojo que la ventanilla trasera se bajó para dejar ver a un chico joven con unas gafas de sol cubriendo sus ojos. Tenía el pelo moreno, lo suficientemente largo como para que las greñas de su flequillo le cayeran con libertad por la frente. Tenía unos duros rasgos y podía sentir su oculta mirada en mí a través de sus gafas de sol. Me quedé congelada en el lugar, observándole con intriga, pero, de pronto, Cynthia me cogió del brazo y me arrastró hacia el centro comercial sin darme la oportunidad de reaccionar por mis propios medios. El vehículo aún seguía parado a pesar de haberse puesto el semáforo en verde. Los cláxones empezaron a escucharse, aunque el coche negro seguía sin moverse. Lo perdí de vista en cuanto entramos al establecimiento. No sabía el motivo de haberme quedado con los pies pegados en el asfalto, pero algo de ese chico me llamó la atención y no sabría especificar el qué.

    —¡Joder, joder! —gritó Cynthia lo más bajito que pudo para no llamar la atención de las personas que entraban y salían de las tiendas con las manos llenas de bolsas—. ¿Has visto a ese tío? Era un mafioso de esos sacado de películas mafiosas…

    —Tranquila, respira, no pasa nada. —La interrumpí en cuanto me percaté de su nerviosismo.

    —¿Tranquila? —preguntó con cara de espanto—. ¡Por Dios!

    ¡Seguro que irán tras nosotras para vendernos a un prostíbulo! ¡O nos matarán para quitarnos nuestros órganos y venderlos en el mercado negro! —chilló demasiado alto y algunas personas nos miraron con caras interrogantes.

    Cogí a Cynthia por los hombros y la zarandeé para que saliera del trance en el que estaba metida, pero, como no funcionaba, le di una leve bofetada. Lo sabía, habían mejores formas de hacerlo, pero no conocía otras más eficientes que esta. Ella se quedó quieta y parpadeó varias veces antes de fijar su vista en mí, taladrándome con ella.

    —Lo siento, pero estabas entrando en un ataque de histeria —dije con las manos hacia arriba en son de paz.

    Después de recorrer cinco tiendas sin dejarnos ni un rincón sin mirar y de recibir un tirón de pelo, muy frecuente en rebajas, escogimos nuestros vestidos para este sábado. Cynthia escogió un vestido negro, ceñido al cuerpo, con el escote en forma de corazón y que le llegaba a mitad de los muslos. Yo, en cambio, me decidí por un mono negro que envolvía mi cuerpo como una segunda piel. Tenía el escote en forma de uve con pedrería a su alrededor.

    El centro comercial estaba a la intemperie. Solo tenía techo en las tiendas y pasillos que daban lugar a los servicios. Caminábamos en busca de nuestro helado, Cynthia era quien llevaba la bolsa que contenía nuestros atuendos. Al llegar a la heladería, pedimos nuestros helados de yogurt con pepitas de chocolate.

    Paseábamos tranquilamente por los pasillos de losas, abarrotados de gente, saboreando los helados. Bajé la mirada y vi un billete de cincuenta dólares. Sin dudar ni un segundo, me agaché y lo cogí. El dinero no se tiraba ni se desperdiciaba. Una sonrisa se plasmó en mi rostro por obtener cincuenta dólares sin hacer nada. Pero claro, todo tenía sus consecuencias como, por ejemplo, enderezarse y dar un paso hacia adelante sin haber levantado la vista a tiempo.

    Choqué con alguien, con la mala suerte de que el helado quedó entre el cuerpo del extraño y el mío. Me aparté confusa y miré lo que quedaba del helado que aún seguía en mi mano. Estupendo, solo me quedé con el cucurucho. Bajé mi vista a mi pecho y ahí se encontraba una pequeña parte de lo que era mi hermoso helado. Miré al frente y, efectivamente, la otra parte se encontraba en una chaqueta negra varonil y de marca. Alcé mi vista para ver al chico que se cruzó en mi camino y me volví a quedar congelada.

    Era el mismo hombre que estaba en la parte trasera del coche negro con los cristales tintados, pero ahora no tenía puestas las gafas de sol y dejó a la vista sus ojos azules como el cielo. El chico bajó la mirada a su caro chaquetón e hizo una mueca de desagrado. Continuó mirando mi pecho, entreteniéndose más de lo debido, y terminó por enfocarse en mis ojos, entrecerrando los suyos.

    —Vaya, vaya... —dijo en un tono frío, pero pude ver un atisbo de diversión. Tenía que elevar mi rostro para mirarle, ya que era bastante más alto que yo—. Primero, la rubia me llena los oídos de insultos y patea mi coche. —Señaló a Cynthia, que se mantenía tensa en su lugar, pero su mirada no se despegaba de la mía—. Y ahora, la morena me arruina la chaqueta. —Elevó una de sus cejas.

    —Vaya, vaya... —dije con su mismo tono de voz—. Primero, tu chófer casi nos atropella por su falta de concentración y pésimos reflejos. Y ahora, mi apetecible helado ha sido desperdiciado por tu asquerosa chaqueta. —Señalé el resto de helado que tenía impregnado en su prenda sin dejar de mirarle a los ojos.

    Tensó la mandíbula y se acercó lo suficientemente cerca de mí como para que su aliento chocara en mi rostro. Me dio un escalofrío y se me erizó la piel. La distancia entre nosotros era mínima y eso me ponía muy nerviosa. Preparé mi rodilla por si tenía que recurrir al método rápido para quitármelo de encima. Sinceramente, no sabía de dónde saqué el valor para contestar aquello. Siempre había sido una chica de carácter fuerte, pero con este chico era diferente, tenía un aspecto bastante intimidante. Él pareció darse cuenta de mis percepciones porque sonrió de lado.

    —Para ser tan hermosa como una rosa, tienes la boca muy sucia —susurró, acariciando mi rostro con su aliento—. No me obligues a limpiártela.

    Se alejó un poco. Aún mantenía esa sonrisa torcida y pasó por mi lado al mismo tiempo que sentí un pequeño roce en mi cuello. Giré sobre mis talones y el chico ya se perdió entre la multitud de la gente.

    Capítulo 2

    Rosa Negra

    Cynthia y yo bajamos todas las cajas y las metimos en el maletero del coche con la ayuda de Jaqueline y Patrick. Suspiré por el alivio de haber acabado y miré a mis padres.

    —No pongas esa cara, cariño. No te vas muy lejos —dijo mi madre. Fue hacia mí y me estrujó entre sus brazos—. Además, ya eres muy mayor para poder vivir sola y nosotros estaremos bien, así que deja de preocuparte. —Me dio un sonoro beso en la mejilla antes de soltarme.

    —Tu madre tiene razón. —Mi padre la cogió de la cintura—. Y ahora tengo más tiempo libre... —me guiñó un ojo y yo sonreí en respuesta. Al menos, me iría tranquila de no dejar a mamá tanto tiempo sola.

    Nos despedimos de mis padres y entramos en el coche. Como de costumbre, Cynthia puso la música a todo volumen. Eché la cabeza hacia atrás y la apoyé en el reposacabezas del asiento, giré mi rostro a la ventanilla y observé el hermoso paisaje pasar rápidamente.

    Ni Cynthia ni yo mencionamos nada sobre el altercado con el chico misterioso en el centro comercial, pero no podía evitar pensar en él y que mi corazón se acelerara, producto de los nervios. Era la primera persona que consiguió intimidarme nada más formular una palabra.

    Esperaba no verlo más, lo último que quería era tener problemas con un chico así. Cynthia lo bautizó como mafioso por su aspecto, pero yo no lo veía de ese modo, más bien era un hombre con un gran exceso de idiotez y grosería.

    Algo llamó mi atención y fijé mis ojos en el retrovisor. Pude distinguir un coche negro, similar al que casi nos atropelló, detrás de nosotras. Me tensé por un momento, pero no le di mucha importancia. No todos los vehículos que viera con esas características tenía que ser precisamente él. Aparté la vista y cerré los ojos, dejándome llevar por la música, aunque solo fuera por unos minutos. Tuve el presentimiento de que, a partir de ahora, mi vida daría un giro de trescientos sesenta grados.

    —Ya hemos llegado —dijo Cynthia, sacándome de mis pensamientos—. Por fin llegó el día de dejar mi patética vida familiar atrás.

    —Abrí mis ojos y la miré.

    —Y ahora empieza una nueva vida, donde ellos no van a poder hacerte daño —dije con una pequeña sonrisa plasmada en mi rostro—.

    Tendrán que pasar por encima de mi cadáver, cariño.

    Tenía mucho que reprocharles a los padres de Cynthia, Alessa y Richard Moore. La mujer siempre discutía con su hija por lo más absurdo y le transmitía palabras duras de asimilar, carentes de afecto.

    El hombre solo se dedicaba a ignorarla, como si no existiese.

    —No tendré vida suficiente para agradeceros todo lo que habéis hecho por mí —comentó con voz rota—. Si no fuera por vuestra ayuda, no sé en qué lugar estaría ahora mismo.

    —No —la interrumpí—. Aunque tú no te des cuenta, ya lo estás agradeciendo todos los días. El simple hecho de respirar significa que estás viva y eso es lo único que hemos querido a cambio. —Cynthia sonrió mientras una lágrima le caía por su mejilla.

    —Lo siento —respondió con voz entrecortada—. Quisiera poder ser más fuerte.

    —Eres más fuerte de lo que tú crees. —Cogí su rostro con mis dos manos—. Morir es fácil, vivir es lo más dif ícil. —Cynthia se lanzó a mis brazos.

    —Tienes razón. Además, no pienso malgastar mi tiempo pensando en unas personas que no merecen la pena —dijo con una sonrisa cuya alegría no le llegó a los ojos y salió disparada del vehículo.

    Cynthia abrió la puerta del edificio y la dejó atascada para que no se cerrara mientras dejábamos nuestras pertenencias en el ascensor. Cogí las dos últimas cajas y las dejé en el suelo para cerrar el maletero. Cuando las iba recoger, volví a ver, a lo lejos, el mismo coche negro acercarse a mi posición. A los cinco metros de distancia, redujo la velocidad, pasando lentamente por mi lado a la vez que yo miraba con atención al cristal tintado. Ahora estaba segura de que el vehículo que nos seguía con anterioridad era él. Éste estaba en el interior, aunque no pudiese verlo, pero podía percibir su penetrante mirada en mí. Después aceleró y lo perdí de vista en un pestañeo. Estaba desconcertada por su extraño interés en mí. Solté una maldición y cogí las cajas del suelo para entrar en el edificio, evitando darle más vueltas al asunto.

    La parte delantera del edificio daba a una gran avenida con vistas increíbles a un parque y a un conjunto de comercios. Sin embargo, en la parte trasera había un descampado que conducía a un frondoso bosque.

    El apartamento era pequeño, pero muy cómodo para nosotras dos solas, no necesitábamos espacios mayores. Se situaba en la última planta del edificio, gozando de unas vistas increíbles desde esta altura. Al mismo entrar al apartamento, había un pequeño recibidor que conducía al comedor y al salón. Este último se ubicaba al fondo cuya luz solar penetraba a través de unas puertas correderas que daban al balcón. En un lateral se encontraba la cocina y en el lado contrario, un pasillo que conducía a dos habitaciones y un baño.

    Por la mañana, colocamos todas nuestras pertenencias en su lugar e hicimos la compra en el supermercado. En el resto del día preparamos todo lo necesario para la universidad, ya que el domingo sería un día de descanso. Intentamos contactar con Nathan, pero seguía sin dar señales de vida. Deseaba que llegara el lunes para volver a verle, lo

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