La Quebrada
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Entre otras, conoceremos la historia de una mujer que debe ir a recoger el cadáver de su primo para darle sepultura, la de una madre que decide emigrar a Madrid para poder ofrecerles una vida mejor a sus hijos, o la de un "llavero" que se ve envuelto en un dilema terrible tras ser amenazado por un mafioso.
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La Quebrada - Dany G. Díaz Mejía
La Quebrada es una aldea hondureña, rural y de pocos recursos económicos, que sirve de núcleo de la acción a los doce relatos que componen esta antología. Dany G. Díaz Mejía nos muestra una visión descarnada pero muy real de las condiciones de vida de la zona, donde seremos testigos de los sucesos criminales más despiadados, pero también de narraciones en las que la esperanza y la buena voluntad de sus personajes logran hacerse un hueco para despuntar en el horizonte.
Entre otras, conoceremos la historia de una mujer que debe ir a recoger el cadáver de su primo para darle sepultura, la de una madre que decide emigrar a Madrid para poder ofrecerles una vida mejor a sus hijos, o la de un «llavero» que se ve envuelto en un dilema terrible tras ser amenazado por un mafioso.
La Quebrada
Dany G. Díaz Mejía
www.edicionesoblicuas.com
La Quebrada
© 2019, Dany G. Díaz Mejía
© 2019, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-17709-78-5
ISBN edición papel: 978-84-17709-77-8
Primera edición: diciembre de 2019
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Héctor Gomila
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
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Contenido
La costumbre
Mañana
La mancha
El llavero
El salto
El monte
El enjambre
La promesa
La vuelta
El jefe
El dedo del oso
La sombra
El autor
A Juana Ramírez, por todas sus historias
La costumbre
A las cinco de la mañana Carolina llegó a La Quebrada con el cuerpo de Martín. Las siete horas que pasó en la ciudad, recuperando el cuerpo de su primo, la enervaron tanto que, después de abrazar a su tía, empezó a girar instrucciones a las mujeres en la sala. Pidió que se hiciera la olla de arroz más grande de la casa, que se rompieran veinticuatro huevos y se frieran con tomate, que se botara el café viejo, que se pusiera a hervir agua nueva.
Los hombres bajaron el cuerpo de la camioneta y lo pusieron sobre la mesa rústica que la tía usaba como comedor. El ataúd parecía brillar por el barniz. Carolina se acercó a los hombres y les pidió darle vuelta al ataúd; los pies debían apuntar hacia afuera, luego ordenó las flores y salió de la casa. Cruzó a pie toda la aldea, hasta que llegó al cementerio. Se encontró con los primos vivos cavando el suelo con piochas, que se movían con una armonía que las hacía parecer extensiones de sus cuerpos. La tierra dura cedía poco a poco a la aspereza de esos hombres callados, sin camisa. Carolina aprobó con la cabeza su progreso y regresó a la casa de su tía.
En la casa de su tía Isabel, una de sus vecinas dirigía una oración protestante larguísima. Después de Isabel, Verónica rezó un rosario. Aunque su tía era católica, Martín asistió por un tiempo, cuando trató de dejar el alcohol, a la iglesia evangélica de la aldea.
Después de los rezos, intercambiaron recuerdos del muerto. Carolina recordó que no había nadie en La Quebrada que pudiera hacer tortillas de harina más suaves que Martín. Todos estuvieron de acuerdo. Cuando eran las ocho de la mañana, Carolina tuvo que convencer a su tía de que era hora de enterrar a Martín. Todos caminaron en procesión al cementerio para los rezos y despedidas finales. Los niños lanzaron flores, una por una, al ataúd, mientras la tierra lo cubría poco a poco.
Una vez terminado el entierro, cuando su tía recobró la capacidad de verbalizar, Carolina se le acercó.
—Tía, a su hijo lo torturaron antes de matarlo. ¿Quiere que pongamos una denuncia?
—No, hija —contestó la tía.
—Pero, tía, no se puede acostumbrar a vivir así, sin saber la verdad —insistió Carolina.
—Ay, amor, ya nadie me lo va a dar vivo —dijo la tía.
—Eso es verdad, pero hay que hacer algo, no nos podemos acostumbrar a vivir así, sin justicia.
—Después de que te matan a un hijo solo queda una cosa a la que no te podés acostumbrar.
—¿A qué, tía?
—Al hambre.
Cuando todos los demás se fueron, Carolina acompañó a su tía al rito final del entierro: poner un vaso de agua lleno al lado de la cruz de metal con el nombre de su primo. Supo que la verdad no podía cambiar los hechos, pero que, a pesar de eso, no podría dejar de buscarla.
San Salvador, julio, 2018.
Mañana
A Leticia le molestó tanto que alguien tocara su puerta justo cuando acababa de desvestirse que lanzó uno o dos improperios antes de moverse. Sacudió sus manos en la oscuridad, buscando su camisa. Cuando la tuvo en las manos, se levantó, encendió la luz sin buscar su sostén, y se acercó a la puerta.
—¿Quién es? Y ¿qué putas quiere a estas horas? —preguntó Leticia.
—Soy yo, Roberto. Lo que pasa es que…
—Lo que pasa es que sos un infeliz. Mañana hay que levantarse temprano para alistar el chancho que vamos a matar pasado mañana. No me digas que querés que te dé libre —dijo Leticia.
—No. Mi mamá me corrió de la casa y no tengo donde quedarme, así que le vengo a pedir posada, humildemente —dijo Roberto.
—Humilditamente, humildemente. Humildemente te debería dar un par de vergazos para que dejés de andar haciendo pendejadas. Entrá. Te vas a quedar en la hamaca del pasillo. Y ojalá no ronqués, porque te saco de una patada.
—¡Muchas gracias, Leticia! En verdad le estoy muy…
—Dejate de discursos y andá, dormite —dijo Leticia.
La casa de