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Los rebaños del cíclope
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Los rebaños del cíclope
Libro electrónico391 páginas13 horas

Los rebaños del cíclope

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Casi toda una vida en Suecia le dan la autoridad de un chileno distante y distinto, un poeta y profesor de literatura que puede crear personajes desajustados, desadaptados, divertidos, raros y heroicos o semi heroicos, que miran a Chile desde una perspectiva un poco fantasmal.

En un registro realista, casi híper realista, Sergio Infante (1947) ha creado en "Los rebaños del cíclope" una alegoría de esas distancias. El narrador está redactando un catálogo sobre la vida y obra del pintor Santiago Ximénez, y al reconstruir al personaje, comprende que ese relato lo obligará a descubrirse a sí mismo, a develarse. En cuanto al pintor Ximénez, "para la mayoría, su historia personal se limitaba a la del tipo a quien los militares se habían llevado en un camión y había vuelto con vida (...) ¿No será un traidor? ¿Habrá delatado?".

Una de las zonas más precisas de la novela es el mundo de los traumados chilenos de Suecia: uno de ellos, que trabaja como barrendero ocasional, se encargará -por encargo del partido- de revisar el cuaderno Orión del psiquiatra Nordenflycht y decidir si la colonia chilena puede o no confiar en el galeno. Mientras revisa las historias clínicas, para no ver tanta marca en el alma de los refugiados políticos, el espía ocasional suspira por vislumbrar algún secreto de alcoba. Pero sólo encuentra la paranoia de los enemigos del general, y su propia necesidad de no sentirse derrotado.

Una novela compleja e intensa, de muchos personajes: "Unos ejercen su vocación hasta el último día, otros se inventan nuevos oficios para salir a flote o resisten y dan sus últimas batallas en los vertederos de la locura. Son los rebaños del cíclope: la oveja y don Nadie que escapa bajo el vellón, creyendo haber cegado, por fin, aquel ojo de perpetuidad inexorablemente ubicua", afirma el editor. Los personajes de Sergio Infante no sólo están en Chile y Suecia, sino en un viaje iniciático por América, y pueden recalar en Nicaragua o en una prisión de Marsella. En el mismo puerto donde hicieron prisionero, según Dumas, al Conde de Montecristo.

"A mí me importaba mucho más la conciencia que (Adán) tenía de su desnudez. Para un empelotado como yo, eso era de suma importancia. Adán se convertía en el modelo perfecto porque yo -después de sentirme fracasado en las tres P, como político, como padre, como profesional- estaba aprendiendo a solazarme con mi propio empelotamiento", escribe Infante.

(Diario La Nación, Chile)
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 ene 2018
ISBN9789563240023
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    Los rebaños del cíclope - Sergio Infante

    Notas

    POR LA ORILLA

    Afuera es adentro, caminamos por donde nunca hemos estado,

    el lugar del encuentro entre esto y aquello está aquí mismo y ahora,

    somos la intersección, la X, el aspa maravillosa que nos multiplica y nos interroga,

    el aspa que al girar dibuja el cero, ideograma del mundo y de cada uno de nosotros.

    Octavio Paz, La casa de la mirada, Árbol adentro, 1987

    Batatazo de muerto

    Me preocupa la resurrección de Ximénez y no debí meterme con la Andújar. Su proyecto esconde una trampa inevitable, inherente a toda resurrección. Al muerto le llega el tufo de la culpa ajena y se despierta a medias, sin distinguir al milagrero en ese olor. Se espabila algo más con un segundo soplo, intenso, prolongado. El muerto ignora que esa racha de halitosis es de alivio, de tarea cumplida. A él le parece el soplo chamánico del levántate-lázaro y se acomoda como si fueran a traerle el desayuno a la cama. Alguien se le acerca, ni siquiera arrima un café pero sonríe, y el muerto se incorpora de cuerpo entero. En el acto, descubre la multiplicación de esa sonrisa, en ocho caras, en doce, en veinte y más; ahí, a unos metros. Se conmueve. No ve la suficiencia mezclada con jirones de alegría; no capta esos matices el muerto, simplemente cree asistir a una fiesta sorpresa donde él es el festejado. Y debe agradecer. Y para agradecer camina. Trastabilla; casi cae. ¿Cómo no tropezar? ¿Cómo eludir a quienes lo aplauden o, amables, lo toman por el hueso del codo? Esos mismos, antes, lo olvidaron, lo borraron, incluso cuando era el más vivo entre los vivos. El muerto advierte el empacho de tanto pastel añejo. Le bajan unas ganas locas de volver al sepulcro; sufrir a solas los gusanos del disgusto, las deshoras. Quiere tumbarse y no puede, ya se encuentra en el baile a merced del capricho.

    Estas imágenes, sobre las trampas de la resurrección, me pasan por la cabeza mientras hilvano la vida y obra del maestro Santiago Ximénez. El próximo año se cumple el décimo aniversario de su muerte y la galerista Loreto Andújar proyecta un homenaje, una gran exposición retrospectiva, acompañada de un catálogo con aspecto de libro. Me comprometí a escribir el texto para ese catálogo, y también colaboraré en otros detalles. Hago esto sin ánimo de crear un Frankestein del Arte desde los detritos de un caso injusto y triste. Lo hago por respeto a la memoria de un amigo y por la Olguita, quien lo quiso como nadie y lo cuidó tanto. Por lo demás, ¿qué sacaría con restarme al proyecto de la Andújar? Sería permitir que algún oportunista le invente a Ximénez una vida a su antojo. Cualquier ganso a punto de emplumar como asesor de imagen, ¿qué no le colgaría a Ximénez? En primer lugar, lo disfrazaría de extravagante ocultando que el Maestro fue la encarnación del ninguneado. Y pondría en el catálogo, con toda seguridad en cursiva para hacerlo más cursi, que Ximénez cuando regresó de Europa optó por el ostracismo y prácticamente se negó a exponer durante los últimos veinte años de su vida. Y remacharía su mentira con alguna comparación antojadiza; por ejemplo, con Paolo Uccello en la vejez o con el decimonónico Horacio Díaz Galdós. En resumen, ese experto recién incubado haría del Maestro un chiste, bajo el auspicio sonriente y sonante de la Andújar. Por evitarlo acepté, pesó menos mi aversión a las resurrecciones culposas.

    Hay más razones, franqueza obliga. Admito que también me he metido –en lo que según la Andújar será, en 2004, el evento del año– por mi incapacidad para negarme ante ella. Nunca supe decirle Mira Loreto, lo siento pero no.... Tuve la ocasión de aprender, sin embargo jamás aprendí, así mediaran el tiempo, la reflexión a solas, un océano, una cordillera y el cortinaje de smog que esconde su condición de majestuosa. En cambio ella, la Andújar, opera al revés. Cuando tuvimos lo nuestro, siempre se manejó a la perfección diciéndome que sí, pero a plazos caprichosos. ¿Qué mejor prueba que esta retrospectiva? Pudo hacerla cuando Ximénez vivía y un loco no había destruido aún gran parte de su obra, la imprescindible. En ese tiempo, y no ahora, cuántas veces le rogué: Andujítar, dale una oportunidad a Ximénez.

    Ella valoraba el periodo de gloria del Maestro, en la segunda mitad de los cincuenta y a comienzos de los sesenta, pero esos éxitos habían quedado atrás hacía décadas y la Andújar no parecía dispuesta a arriesgarse con un talento de la Plástica soterrado en el olvido. Dejaba su respuesta en el aire, con el mismo desdén con que prorrogaba mis invitaciones al Sur. Aquellos proyectos míos de llevarla al lago Ranco terminaron siempre en su cabaña de Maitencillo, por decisión de ella y a última hora, casi cuando yo debía subirme al avión de regreso a Suecia.

    Muy pronto aprendí a renunciar a la idea de unas vacaciones con ella a orillas del Ranco. En cuanto a Ximénez, sin embargo, mis ruegos no cejaron y logré que, por lo menos una tarde, la Andújar me acompañara al taller del Maestro. Antes de esa visita, ella conocía muy poco la obra del último Ximénez, el que, pisando los cincuenta, regresó de Europa, deportado y desapercibido, a fines de agosto de 1973. Por aquellos días próximos al golpe militar, ella estaba a años luz de ser una connotada galerista. Casada todavía con el Difunto Achacoso –así llamaba, después de separase, al notario Fermín Saldivia–, era la dueña de casa en un hogar sin hijos y sus vinculaciones con el Arte consistían en hojear libros con láminas en papel couché y asistir a los vernissages; según propia confesión. ¿Mataría así el tedio que le provocaba un marido enfermizo? Nunca me atreví a preguntárselo. En cualquier caso, se trataría de una distracción algo escuálida, la actividad cultural en los primeros años de la dictadura militar era insignificante y las exposiciones se contaban con los dedos de la mano. Con todo, una de esas exposiciones fue la que Ximénez hizo en octubre de 1975, la primera de las dos muestras underground que realizó en los veinte años que le restaban. La Andújar me la describió como una actividad más bien de catacumba. En vez de una sala convencional, se había utilizado el domicilio del abogado Germán Ballesteros. La futura galerista llegó hasta allí con su notario, imagino que ya en notorio distanciamiento pues se separaron a los pocos meses, y lo que en la invitación se llamaba Los gritos criollos de Edvard Munch, la desconcertó por completo. En lugar de los habituales cuadros, en el living y en el comedor del chalet de ese jurista de modales finísimos, colgaban unas obras que ninguna galería del país hubiera osado exhibir. Entendí por qué el Difunto Achacoso bromeaba diciendo que Germán Ballesteros era el marucho más macho de Chile, me dijo la Andújar. Nadie más se hubiese atrevido a amparar aquellos ensamblajes de técnica mixta que eran el revés de las voces de mando, los alaridos, los desgarros, los silencios de mordaza de lo que estaba ocurriendo en el país; estas últimas palabras son mías, me salen al escribir. De las que utilizó ella, recuerdo la trinidad de unos adjetivos: impresionante, conmovedor, incómodo.

    Pero esa caja registradora que por entonces era la memoria de la Andújar, sobre todo retenía que en ese vernissage no encontró prácticamente a nadie. Por mucho que hubiese una cantidad considerable de personas, ninguna era de las habituales en este tipo de encuentros. Faltaba la gente que ella ya sabía distinguir: colegas del pintor, críticos de arte, marchantes, coleccionistas y fieles aficionados. Salvo un grabador y un muralista, que alguien le había presentado en la época de la Unidad Popular y que, durante un tiempo, no se habían dejado ver por ninguna parte, el resto del público, entre los que se incluían algunos curas, daba la impresión de pertenecer al círculo de Ballesteros: abogados, notarios, como el Difunto Achacoso, amigos personales y algunos parientes. El propio Ximénez podría contarse entre estos últimos ya que Germán Ballesteros había enviudado de su hermana Isabel. Yo ignoraba este parentesco hasta que la Andújar lo mencionó como de paso pero deteniéndose, luego, en un comentario malicioso que me sulfuró. Isabel Ximénez había muerto al parir su octavo hijo. Y según el Difunto Achacoso, en la reproducción venenosa de la Andújar, Ballesteros la preñaba todos los años pues así conseguía pasar mucho tiempo sin tocarla. Me indigné con aquella insidia, no porque la vida en Suecia me hubiera enseñado a ser tolerante y respetuoso con las preferencias sexuales del prójimo, en el caso de que fuera cierto lo que algunos achacaban a Ballesteros; ni por respeto a Ximénez ni a su hermana muerta, a quien no conocí. Me indigné con aquella insidia porque afrentaba a una persona que había sabido hacerse oír, con esa voz afirulada y pituca que se gastaba, para conseguir la libertad, entre otros, de Manuel Cordero, mi mejor amigo. En una época y bajo unas circunstancias que dejaban afónicos, de antemano, a los más roncos, el abogado Germán Ballesteros se las arregló para rescatar, de una posible muerte o desaparición, a Manolo, quien unos meses después del Golpe había sido detenido y torturado en mi lugar. Me indigné con aquella insidia de la Andújar pero me contuve y disimulé, rara vez lo consigo.

    Me interesaba seguir escuchándola. La oí decir que aquella exposición, en el fondo, había sido un gran fracaso, por muy audaces que fueran esas obras. Pertenecían a un tipo que por alguna razón estaba fundido y por eso tenía que mostrarlas en la casa de un cuñado, sin el clima propicio ni el público pertinente. ¿Cómo era posible que, del ambiente artístico, apenas hubieran estado allí esos dos ejemplares de la fenecida Unidad Popular, mal vestidos, parados toda la tarde en el mismo rincón como en capilla, con unas caras de funeral que se encendían un poco cuando les acercaban las bandejas con los canapés? ¿No tenía acaso el propio Ximénez pinta de apolillado? En octubre de 1975, ¿qué le quedaba a Santiago Ximénez de ese apuesto pintor cuya foto ella había visto en El Mercurio unos diez años antes o más? La experiencia de esa exposición casi doméstica, sin el eco necesario, sin una línea en la prensa los días que la siguieron, le había hecho concluir a la Andújar que Ximénez no valía la pena; como mucho, esa obra tan desafiante serviría para borrar de las memorias su primer y exitoso periodo; un gran fracaso y, para peor de males, sin estruendo ni drama, carente de sintonía.

    Para mí fue una lección, dijo. Ese fracaso evidente del Maestro le enseñó a separar la paja del trigo, y cuando Fermín la dejó por una auxiliar de enfermería –una chicoca que le ponía las inyecciones y le meneaba el trasero– y ella decidió ganarse la vida montando una galería de arte, estaba preparada para enfrentar casos difíciles y de mal pronóstico en cuanto a las ventas. Por eso, el día que Ximénez, buscándose la vida, fue a verla a la flamante Galería Loreto Andújar para invitarla a visitar su taller, ella se limitó a apuntar la dirección en un cuaderno sin hacer promesa alguna.

    Recuerdo que mientras la Andújar me contaba estos pormenores, batía unos huevos para un turrón de vino con nueces (siempre me estaba haciendo postres, los que no pudo comerse antes para no tentar al diabético de Fermín) y yo me distraía con las vibraciones que el batido trasmitía a sus pechos bajo la blusa. Era una forma de evitar que la sangre llegara al río, porque lo que me estaba contando me ponía los nervios como cuerdas de violín, por el desprecio que dejaba entrever; me parecía que triunfaba su faceta de comerciante anulando de un golpe esa sensibilidad para apreciar la buena plástica tan admirable en ella. Me calmaban siempre esos pechos, raros en una mujer al filo de los cuarenta y sin el auxilio de la silicona, así que no la contradije en lo más mínimo. Pero una vez concluida la ceremonia de comerse el turrón, me explayé sobre el peligro de las opiniones a la ligera; le recordé que los juicios equivocados se cuentan por miles en la historia del Arte, al punto de que se podría compendiar sin gran esfuerzo la crónica de esas injusticias. Me puse a enumerar algunos casos paradigmáticos pero ella me interrumpió enseguida:

    —No sea latero mi vikindio amoroso.

    Y me besó. A veces un beso puede ser una mordaza; en aquella ocasión lo fue. Me impidió soltar una apología explicando por qué Ximénez no tuvo ninguna repercusión en el ambiente cultural al volver de Europa. Se me quedó bajo la humedad tibia de esa mordaza un argumento indiscutible: Toma en cuenta, Andujítar del alma, que regresó al país en un pésimo momento, en medio de la pelotera, cuando faltaban menos de dos semanas para el golpe de Estado. Bajo esas circunstancias, nadie podría haberse fijado en él, a no ser que viniera a incorporarse a alguno de los bandos. Pero, al parecer, Santiago Ximénez simplemente regresaba y, por añadidura, después de haber cortado prácticamente toda comunicación con Chile durante unos cuantos años.

    Me quedé sin subrayarle a la Andújar que no olvidara que el Golpe pilló a Ximénez con la vida a medio organizar, porque el-once-de-septiembre aún se alojaba en la casa de Javier Alfredo, su único hijo, con quien nunca había conseguido entenderse del todo. El muchacho se había casado con María Virginia, una chica muy tímida y algo nerviosa, incapaz de disimular la desconfianza hacia ese extraño que andaba por su casa como si sobrara en el mundo; que la primera mañana, sin hacer caso del frío, se pasó en el jardín dibujando el grifo con el medidor del agua hasta transformarlo en un ser viviente. María Virginia pudo ver el dibujo en la penúltima hoja del bloc abandonado por un rato en la mesita de la terraza y le pareció que esas líneas delataban un jadeo imperceptible. Se lo contó a la Olguita la tarde del día en que cremaron a Ximénez, también le dijo que con los años había llegado a quererlo entrañablemente. Son detalles que se incorporaron cuando el capítulo Andújar no estaba ya en mis libros. Lo que sí quedé sin decirle, en la siesta que siguió al turrón de nueces, fue que Javier Alfredo y María Virginia manifestaban una abierta simpatía por los golpistas aunque expresada con sobriedad, sobre todo comparándola con la parafernalia de sus vecinos cuando cayó el Gobierno Popular. Esto hizo que Ximénez no tardara en comprender que si quería crear por fin un vínculo más sólido con su hijo, era mejor situarse a cierta distancia y se afanó en conseguir una vivienda. Al cabo de unos días logró arrendar un par de piezas en una casona de la calle Dardignac. Uno de los cuartos, por su amplitud y luminosidad, se prestaba para taller; el barrio tan cerca del Parque Forestal remontaba al Maestro a sus años de estudiante en el Bellas Artes y ese detalle, las reminiscencias juveniles que arrastraba, se convertía en la fuerza necesaria para empezar de nuevo, poco menos que de cero. Se sintió feliz y juró que ese taller cambiaría su suerte. Pero cuando se disponía a pasar la segunda noche allí, cuando se fumaba el último cigarrillo pensando en que ya estaba todo preparado –incluso tenía una tela tensada en su bastidor y le había dado la mano de blanco de zinc y la de colapez para, al día siguiente, muy temprano, comenzar un cuadro chileno, después de tanto tiempo–, sintió la furia de unos golpes en la puerta y unos gritos sumados a esos golpes. Me asusté, Reñasco, para qué vamos a andar con cuentos, me confesó Ximénez una tarde. Es probable que esa violencia, conminándolo a abrir en el acto, le recordara lo ocurrido en Marsella, pero de eso no me habló nunca. Eso lo supe, mucho después de su muerte, por la escultora Olga Valladares, su viuda; hoy mi pareja. Ximénez abrió. De inmediato, dos tipos en uniforme de comando se le abalanzaron. De un empujón lo tiraron al suelo, bocabajo, y le torcieron los brazos al maniatarlo. Le llegó el olor de las viejas tablas del piso lustradas con kerosén, al tiempo que se daba cuenta de que al caer se había mordido la lengua hasta sangrar, y ese hecho lo hizo sentirse un imbécil.

    —¿Por qué?

    —Por tonterías que se meten en la cabeza cuando uno menos lo espera. Me pareció que a los cuarenta y siete años no me podía pasar algo tan a lo Jerry Lewis.

    Tuvo que soportar ese olor penetrante y paladear sin voluntad su sangre mientras la patrulla registraba las habitaciones. Creyó que, al no encontrar nada, no tardarían en advertir su inocencia y lo dejarían en paz. Pero se equivocó. Unas patadas en su cuerpo acompañaron la orden de ponerse de pie. Habían decidido llevárselo y, ya en la acera, antes de arrojarlo como un quintal de avena en la culata de un camión, lo maniataron de los tobillos. El vehículo partió enseguida y avanzó lento como si los militares siguieran buscando, ahora en las calles. No pudo ver mucho durante el trayecto porque el toldo y la hora reducían la visión a unas sombras que se perfilaban en bultos cuando la luz del alumbrado público se colaba mínima por algún intersticio en la lona. En cambio, oía con nitidez torturante los quejidos, el llanto entrecortado, palabras que salían ahogadas por el estupor; podía también sentir con su cuerpo otros cuerpos, reducidos, como el suyo, a una carga mal lastrada. Cuando llegaron a destino, lo bajaron del camión con el mismo trato con que lo habían subido. Tardó menos en reconocer la mole del edificio de lo que tardó un soldadito en desatarle los pies para que pudiera incorporarse al pelotón de presos rumbo a las antiguas caballerizas convertidas en calabozos. Había estado antes en ese regimiento, hacía mucho. Él era muy joven, entonces, y las veces que entró allí, para pintar dos escenas de la batalla de la Concepción en las paredes del casino de oficiales, lo habían tratado con una cortesía castrense que le resultó algo ridícula pero, con todo, amable. Ahora lo habían arrojado junto a otros prisioneros a los que, como a él, se les iría metiendo en los poros los miasmas del miedo y, después, las mordeduras del apremio en la carne y más allá de la carne. Pero a diferencia de él, esos hombres sabían por qué estaban allí. Conocían a las personas por quienes les preguntaban entre descargas de picana, o abultando el alarido y la suma alevosa de quemaduras en la piel. Él, en cambio, nada sabía de los requeridos, a lo más creía haber visto sus nombres en el periódico. ¿Cómo podía decir dónde estaban? Era un recién llegado, sin vinculación alguna con los problemas del país. Exageró argumentando que su historia chilena más inmediata se remontaba a esos murales en el casino. Enfatizó ante sus verdugos la autoría de esos murales, aferrándose a ese hecho remoto como a una tabla de salvación, olvidándose de lo mucho que abominaba esas obras primerizas que, en cualquier otra ocasión, hubiera negado de buena gana. Lo soltaron la tarde del cuarto día.

    Bajo una mortaja de besos y restos de turrón, me hundí en la siesta y me privé de recalcarle a la Andújar que Ximénez volvió a la casa de Dardignac con los riñones en la mano y el alma en un hilo porque le dolía todo el cuerpo y temía no llegar. Abrió la puerta. Atravesó la revoltura de sus papeles, de sus ropas sembradas en el piso, resignado a dejar todo tal como estaba hasta después de reponerse un poco. Pero le dio mala espina ver el caballete volcado y, más allá, metida casi bajo una mesa, la tela en blanco mancillada por la huella de una bota. Enderezó el caballete. Recogió la tela. Tuvo un primer impulso de borrar esa pisada infame; pero sin abrir la boca se escuchó ordenar: ¡No, Chago! ¡Al contrario! ¡Dale una mano de fijador! Así lo hizo, antes de echarse en la cama y dormirse sin alcanzar a pensar en lo que haría con esa huella de milico, y sin ánimo para quitarse la ropa y la sobaquina.

    —Me negué a trabajar directamente con esa huella. Hubiera sido permitir que la realidad milica interviniera en el Arte. Yo quería que fuera al revés, que la Plástica actuara en un mundo violentado por lo castrense. Calqué la huella, la reproduje en un papel, me puse a estudiarla, a multiplicarla. Al invertir el calco pude hacer la del otro pie. Llegué a poder dibujarlas con los ojos cerrados porque cerraba los ojos y las veía. Le cambiaba el tamaño, los arabescos que delataban el tipo de suela, el peso de la pisada; variaba el color. La mitad de este trabajo era más un rito que un ejercicio previo a la obra, aunque con ello también buscaba renovar un cliché. No era tan fácil. Esas pisadas debían vincularse a las botas militares pero, vistas desde el Arte, las botas militares eran un signo ya muy gastado, en todo el mundo. Había que encontrarles la vuelta para que pudieran decir algo nuevo. ¿Me comprendes? –Me miró, los ojos bien abiertos, oscuros, como de ave rapaz; hechos para contemplar el universo y plasmarlo en la obra. Bebió un sorbo de café y continuó– Hice una serie de dibujos del cuerpo humano en posturas yacientes, luego los llenaba con esas pisadas hasta encontrar lo irremplazable: un cuerpo bocabajo, sin cabeza ni extremidades. No porque estuviera mutilado, simplemente porque no entraban en la tela.

    —En la tela con la huella original.

    —No, Reñasco, en una mucho más grande. Pinté un torso a la orilla de un mar metálico como en un día a punto de llover. Lo llené de pisadas de botas transitando en varias direcciones. Hice esas huellas de modo que no se sepa con certeza si pertenecen a pasos dados con distinta intensidad: un caminar pesado, una carrera, un pisotón torturante. O si es el cuerpo el que ofrece distintas resistencias, desde una blandura pantanosa hasta la dureza de la piedra pulimentada. Llamé a ese cuadro En el cuerpo de un país (detalle). Con la palabra detalle entre paréntesis para que el espectador pensara que se trataba de un recorte hecho en una obra mayor.

    Se quedó un rato en silencio, los dedos metidos entre la barba canosa pero recortada con sumo cuidado como si fuera el único lujo que permitía su extrema sencillez: la eterna chaqueta pata de pollo, las camisas de franela escocesa, paliduchas por el lavado; los bluyines descoloridos en la rodillas, anacrónicos en un hombre que pasaba los sesenta cuando lo conocí; las sandalias con suela de neumático en verano; los zapatones, el chaleco, la bufanda y el gorro de Chiloé, para los días más fríos. Tu amigo todavía es onda lana, me comentó una vez la Andújar. Tenía razón. Me abstuve, sí, de confiarle que esa era una de las cosas que me gustaban en el Maestro porque al vestir así me remitía a una época de heroicas pellejerías en el país que el exilio me había impedido vivir. Ximénez me pidió un cigarrillo y volvió a hablar de lo que le había pasado después de permanecer cuatro días en un recinto militar.

    Soñaba una versión elemental de lo ocurrido en ese regimiento cuando lo despertó la dueña de casa. Me viene a echar, no me va a querer tener aquí, supondrá que estoy metiéndola en un lío, se figuró en cuanto la vio en el patio mirándolo por la ventana. Pero al hacerla pasar, la mujer empezó a darle explicaciones como si fuera ella quien tenía que aclarar lo ocurrido. Y mientras recogía las cosas esparcidas por el piso, con una agilidad poco frecuente en una persona mayor, y las iba poniendo donde mejor le parecía, le contó que hasta la mañana del Golpe esas habitaciones las ocupaba una pareja, unos lolitos jovencísimos, que se habían tenido que asilar. Era fácil que alguien del barrio hubiera sospechado de Ximénez y lo denunciase. A la mujer sin embargo le llamaba la atención de que a ella no la hubieran molestado. Debe ser por vieja chuñusca, repetía en medio de una risita nerviosa. Después le ofreció un agua de manzanilla para el dolor y le recomendó que viera un médico, al día siguiente, en cuanto el toque de queda lo permitiese.

    Pero, al otro día, Ximénez se despertó pasada las once de la mañana, adolorido aún y con hambre. Se propuso ir al Mercado Central por un caldillo de mariscos que lo repusiera, después llamaría al doctor Jacinto Garrido, su antiguo compañero de liceo. Llevaba cerca de un mes en Chile y todavía no lo había llamado, los machucones en el cuerpo atenuarían cualquier reproche por su tardanza (Al escribir esto –que de ninguna manera irá en el catálogo andujarino– me pregunto cuán difícil se le habrá hecho a Ximénez esa primera comunicación con Garrido si, como me confidenció la Olguita, él nunca fue capaz de explicar con la verdad, a sus amigos más íntimos, esos años de silencio en Francia). Unos cuantos pasos le bastaron para renunciar al caldillo en el Mercado, era mucho el dolor. Se metió en el almacén más próximo y compró todo lo que necesitaba para quedarse sin salir a la calle por unos días.

    Había entrado en ese boliche rengueando pero con la fuerza de la bronca, sin embargo lo que allí observó o, mejor dicho, la sensación que tuvo al ser observado, transformó esa rabia en incertidumbre. Esa gente, gente del barrio nomás, Reñasco, nada del otro mundo, me miraba como si yo contagiara la peste negra. Vieras un muchacho, después quise dibujar de memoria el odio en sus ojos pero fracasé. Vieras el almacenero. Le había pagado y todo, cuando me di cuenta de que tenía el cuerpo demasiado maltrecho como para cargar la compra y le pregunté si había alguien que me pudiera ayudar. Tuve que preguntárselo dos veces. Me respondió que el repartidor andaba atendiendo unos pedidos; que ahora sí había para repartir, no como antes. Seguramente me lo dijo incluyéndome en aquel antes y negándome el derecho a existir. Me marché con las bolsas, me costaba. Estoy recién operado, expliqué al salir. Una mentira idiota. Yo sabía que allí todos sabían, pero igual la dije. No pude dejar de decirla.

    Ximénez fue entendiendo, del acopio de pequeños desaires, que le creaba problemas ser un recién llegado. Para la mayoría su historia personal se limitaba a la del tipo a quien los militares se habían llevado en un camión y había vuelto con vida. Esto incomodaba a moros y cristianos, despertando toda clase de suspicacias. Si lo tomaron fue por algo y no tardarán en venir a buscarlo de nuevo. ¿Cómo salió vivo? Nadie sale vivo para después pasearse como Pedro por su casa. ¿No será un traidor? ¿Habrá delatado? Hasta podría ser un infiltrado y su detención, pura faramalla para enmascararlo. Además, algunos artistas plásticos que vivían en el sector lo habían reconocido y se preguntaban cuál sería la causa de su regreso al país en el peor momento, por qué llevaba el pelo tan corto como si fuera un militar. Este último detalle se debía al hábito de una higiene carcelaria, lo supe por la Olguita no hace mucho: Chago usaba el pelo poco menos que al rape, desde que se llenó de piojos en la prisión de Marsella y solo cuando me conoció a mí, y se puso coqueto, volvió a dejarse la barba y la melena. También producía desconfianza, y esto según el propio Ximénez, el hecho de que una persona a la que se le calculaban muchas relaciones en el extranjero no volviera a partir cuando medio mundo se desvelaba por hacerlo. A muchos les producía urticaria oírlo afirmar que por nada del mundo se iría del país. ¡Gallo, si hasta se enojaban conmigo!

    Años después, alguien le confesó, como pidiéndole disculpas, que incluso se había corrido la voz de que él era partidario de la Junta Militar, alguno hasta había afirmado saberlo de buena fuente. Claro que los más sensatos, por lo menos se desconcertarían al darse cuenta de que continuaba viviendo en esos dos cuartos tan modestos y de que no ocupaba ningún cargo público ni sus obras eran expuestas en ninguna parte. Las dudas a veces se orientaban en otras direcciones. ¿En qué andará este Ximénez? ¿Por qué se hace el desentendido cuando le hablan de Francia? ¿No querrá dar sus contactos o será puro cuento que estuvo allí? ¿Y si en vez de Francia hubiera permanecido en Cuba todos esos años de silencio y, ante la inminencia del Golpe, hubiese regresado para organizar la Resistencia? Imposible. Nadie dura tanto sin caer, sobre todo si no se cambia de domicilio. Incluso la muestra pictórica en casa de Ballesteros se prestó para suspicacias. La comparaban con la de Guillermo Núñez, realizada unos meses antes en el Instituto Chileno-Francés de Cultura. Esta había sido clausurada por la Dirección de Inteligencia Nacional, la siniestra DINA, deteniendo al artista y obligándolo, finalmente, a marcharse al exilio. ¿Qué había pasado con la exposición de Ximénez? ¡Nada! ¿No habría que considerarla una provocación? ¿O un desatino? Cualquiera que fuese la respuesta a cada una de esas preguntas, podía resumirse en una misma recomendación: Mejor no exhibirse en público con un tipo que no encaja en nada.

    Al cabo de unos años quedó en evidencia que aquella desconfianza hacia el Maestro, fuera del signo que fuese, carecía de fundamento. La distancia que muchos le habían guardado, fingiendo no darse cuenta de su existencia y menos de su plástica, una especie de ley del hielo solapada e hipócrita, disminuyó sin desaparecer del todo. Para unos cuantos se había hecho una costumbre, para la Andújar sin ir más lejos, o para los críticos que callaron. Y el propio Ximénez, ¿no se habría habituado a ese aislamiento hasta hacerlo una forma de vida? Muchas veces he pensado en esta posibilidad y me ha parecido factible. Repasando sus últimos años, atando cabos, conversando con la Olguita, he llegado a la conclusión de que el Maestro soñaba con dar su famoso batatazo, el que lo reivindicaría desde la soledad más absoluta. En otras ocasiones, sin embargo, uniendo los mismos hechos, he colegido que Ximénez ya no esperaba nada de nada y lo del batatazo glorioso era más un chiste suyo para no terminar colgándose de una viga. Ni a la Olguita le he dado a entender esta última inferencia, le haría mucho daño. A mí de solo pensarla me pone pésimo. Como sea, es evidente que a Ximénez lo alegraba que, por lo menos, algunos de sus colegas consideraran su trabajo. Varios de los chiliscotes de pincel y paleta –los llamó así, viejo entre los deseos de revancha y la amargura– reconocen la validez de mi obra. Claro que en privado. Jamás ninguno se molestó en dejarlo por escrito ni mucho menos en un video. ¿Fantaseó Ximénez al hablarme de esos elogios dichos en sordina? Volvió a mencionar algo parecido días después, en el que sería, sin que lo supiéramos, nuestro último encuentro. Acababa de vender un par de cuadros a un coleccionista austriaco y estaba eufórico. ¡Platita para los remedios, amigo Reñasco! –se sonrió, le vino a la cara una luz incapaz de borrarle lo demacrado. Tosió un poco y tuvo que beber un sorbo de agua para seguir hablando– Esto no es casualidad. Fíjate que el miércoles vinieron a verme Eduardo León y Carlos Peters. Estuvieron hurgueteando en el taller y me pusieron la obra por las nubes. Si las cosas siguen así, un día de estos doy el batatazo. Ya no le volvería a oír esa palabra que a mí se me antojaba una antigualla digna de un vodevil, pero que él usaba cuando le volvía la ilusión de que alguna vez iba a ser considerado entre los grandes. Cualquiera que sepa algo de la vida de Santiago Ximénez podrá preguntarse si esas alabanzas de sus colegas le llegaron entre las fiebres de la enfermedad. Yo estoy plenamente convencido de que no solo eran ciertas sino que al mismo tiempo muy merecidas. Tengo como prueba las huellas del Maestro que he podido rastrear en varios artistas jóvenes y en los aggiornamentos de algunos ya en plena madurez, incluso pertenecientes a la generación de Ximénez; por ejemplo, su versión de Prometeo resultó muy inspiradora aunque nadie, en la prensa, dijera una palabra¹.

    Ahora la Andújar parece haber reconocido esos méritos del Maestro y quiere ayudarlo a dar un batatazo de resurrecto, con mi complicidad. Por Ximénez y por la Olguita me sumo a un acto de justicia que llega

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