Edevane, el oro de las abejas 1: Edevane, el oro de las abejas, #1
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Edevane sueña con ser maquinista en un mundo donde ninguna mujer lo ha conseguido aún. Sumida en la pobreza y la miseria de una cuenca minera llamada Trinidad lucha por conseguir su sueño. Surco sueña con Edevane y con poderle dar una vida mejor a ella, a su hermano pequeño y a su abuelo.
Cuando Edevane consigue su título y tiene que comenzar a trabajar con el hijo del dueño de la estación, Surco descubre que este la está acosando y decide que la única manera de enriquecerse y poder liberar a Edevane de esa situación es poniendo en marcha una vieja y terrible leyenda acerca de unas abejas que fabrican oro. El único inconveniente es que nadie que lo haya intentado ha seguido vivo para contar si es cierta.
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Edevane, el oro de las abejas 1 - Laura Pérez Caballero
1.
Edevane fue calculando con el equilibrador, rebajando la velocidad hasta estar a unos cuatrocientos metros de la estación, y, entonces, accionó las válvulas de frenado, procurando que la locomotora no diese tirones que pudieran perjudicarla.
—¿Puedo? —preguntó.
El examinador asintió con la cabeza mientras disimulaba una sonrisa. La misma que se dibujó, ampliamente, en el rostro alargado de Edevane, mientras hacía silbar con majestuosidad a la locomotora al tiempo que iban entrando en la ruidosa estación.
El examinador le entregó el resguardo ennegrecido por el carbón que usaban como combustible. Estaba aprobada, era ayudante de maquinista.
Edevane le hubiese abrazado, pero el aspecto serio y el uniforme de conductor que el hombre portaba elegantemente la echaron para atrás y se limitó a tenderle su mano llena de polvo negro.
—¡Enhorabuena, señorita, puede usted sentirse orgullosa!
Vaya si lo estaba. Era la quinta mujer que optaba a ser conductora de trenes en el país, y lo había conseguido.
Edevane se subió la cintura de sus pantalones de lona azul oscura y agitó la mano con fuerza en el aire cuando vio a Surco en la lejanía, empujando un carro de maletas.
Eran las doce del mediodía y la estación estaba en pleno funcionamiento. Había gente en los andenes, pasajeros, interventores, muchachos de mantenimiento, portamaletas, jefes de estación, chicos vendiendo periódicos, muchachos descargando sacos de carbón que alimentaban a las locomotoras.
Los silbidos se sucedían, bocanadas de vapor humedecían el ambiente y le daban vida, movimiento, rapidez.
Edevane sorteaba bultos y personas mientras corría hacia Surco. El pelo castaño y liso de la chica le caía hasta media espalda sujeto en una cola, y sus ojos oscuros parecían pintados por el polvillo del carbón.
Agitó el certificado frente a Surco.
—¡Aprobada, aprobada, Surco!
Con el muchacho no se intimidó. Le apartó del portamaletas y le abrazó con fuerza, apretando las costillas de él contra sus pechos, haciendo ruborizar al chico.
—¿Me oyes Surco? ¡Soy conductora!
Un silbido largo atravesó el aire, como si confirmara la noticia.
—Vamos, muchacho ¿qué estás haciendo?
Un hombre elegante, sin duda el dueño de las maletas, miraba con insistencia a Surco. Este se deshizo del abrazo de Edevane y sujetó el papel frente a sus ojos unos segundos antes de devolvérselo.
—Te veo esta noche, esto hay que celebrarlo.
El hombre de levita se puso en marcha y Surco le siguió imitando su forma de caminar, con los pies muy separados y la cabeza muy tiesa, haciendo reír a Edevane. Surco era demasiado alto y flacucho, lo cual le daba un aspecto totalmente cómico cuando hacía esas tonterías.
Mientras Edevane se reía alguien le arrancó el papel de las manos.
—Bueno, bueno, bueno, qué tenemos por aquí... Una chica conductora, mi padre me advirtió de que este sacrilegio ocurriría tarde o temprano.
Edevane le quitó el papel mientras hacía un gesto de desagrado con su boca.
—Oh, cuánto lo siento, también mi madre me advirtió de tantos y tantos imbéciles en el mundo y no por eso puedo evitarlos.
El muchacho sonrió mostrando unos dientes blancos alineados. Sacó una manzana roja del bolsillo de su uniforme de conductor jefe y le dio un mordisco antes de ofrecérsela a Edevane, que negó con la cabeza.
—Así que mañana tengo nueva ayudante —dijo entonces él.
Edevane reprimió el gesto de sorpresa y trató de disimular la rabia que estaba sintiendo en aquellos momentos. A lo lejos podía ver a Surco cargando las maletas en el tren que saldría en diez minutos. El hombre de levita le metía prisa desde la puerta. Ella también había sido chica de las maletas. Luego había pasado al mantenimiento de la limpieza de las cajas de las locomotoras, y cuando se había enterado de que salían exámenes para conductor no lo había dudado ni un instante, pese a las burlas de muchos de sus compañeros.
—Conduciré La Dorada —susurró Edevane, volviendo la mirada al conductor jefe.
Eilen era hijo del jefe de estación, solo dos años mayor que Edevane y ya conductor jefe. Su uniforme estaba impoluto.
—Eso es, yo te enseñaré todo lo necesario —hizo un gesto burlón—. Y si eres buena, te dejaré tocar el silbato.
Edevane no acababa de acostumbrarse a aquellas bromas. Odiaba cómo la trataban muchos de sus compañeros, pero sabía que solo ella podía luchar contra aquellos no rindiéndose, haciendo lo que le gustaba a