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El padre Hurtado: Una biografía
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El padre Hurtado: Una biografía
Libro electrónico447 páginas7 horas

El padre Hurtado: Una biografía

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Alejandro Magnet escribió esta biografía desde cerca, a pocos meses de haber fallecido el futuro santo. Tiene por ello mucho sentimiento y cercanía, la pasión de Alberto Hurtado aún viva en quienes lo conocieron, admiraron y siguieron en su corta pero fructífera existencia. Empieza con la historia de la familia, la temprana viudez de su madre y sus aprietos por sacar adelante a sus dos pequeños hijos, la personalidad de Alberto niño y adolescente, su prematura vocación sacerdotal y la larga espera hasta lograr ingresar a la Compañía de Jesús, los años de estudio, los viajes y luego, como una avalancha, su impresionante vida sacerdotal.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 feb 2018
ISBN9789563571301
El padre Hurtado: Una biografía

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    El padre Hurtado - Alejandro Magnet

    EL PADRE HURTADO

    Una biografía

    © Alejandro Magnet

    Ediciones Universidad Alberto Hurtado

    Alameda 1869 · Santiago de Chile

    mgarciam@uahurtado.cl · 56-228897726

    www.uahurtado.cl

    Primera edición año 1954

    ISBN edición impreso: 978-956-357-130-1

    ISBN edición digital: 978-956-357-131-8

    Dirección editorial

    Alejandra Stevenson Valdés

    Editora ejecutiva

    Beatriz García-Huidobro

    Diseño de la colección y portada

    Francisca Toral R.

    Diagramación interior

    Alejandra Norambuena

    Imagen de portada: Fotografía del padre Hurtado

    Diagramación digital

    ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    Con las debidas licencias. Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.

    ÍNDICE

    No hay que desoír la voz

    CAPÍTULO I Hurtados y Cruchagas

    CAPÍTULO II La bomba de tiempo

    CAPÍTULO III Mientras llegue la hora

    CAPÍTULO IV Al son del Cielito lindo

    CAPÍTULO V Como bastón de hombre viejo

    CAPÍTULO VI Intermezzo político, quiza un preludio, tal vez un Leitmotiv

    CAPÍTULO VII En Lovaina, fuera de la provincia

    CAPÍTULO VIII ¿Es Chile un país católico?

    CAPÍTULO IX Los caminos del señor

    CAPÍTULO X El pobre es Cristo

    CAPÍTULO XI Tal como en sí mismo, al fin, la eternidad lo cambia

    NO HAY QUE DESOÍR LA VOZ

    Una biografía no es una novela. No porque el autor no pueda penetrar el secreto último de su o sus personajes o instalarse en su alma. También son muchos los seres de ficción que se les han escapado a sus autores, se les han hecho impenetrables y caminar por el mundo más reales, en cierto modo, que los nacidos de la carne y de la sangre. Tampoco puede muchas veces el novelista dirigir a voluntad el destino de sus creaturas; precisamente cuando logra engendrar una de verdad en su fantasía, nace ella con su ley vital propia, con su lógica y su ilógica internas. El novelista y el biógrafo, pues, se encuentran con ciertas limitaciones de naturaleza semejante, aunque de grado distinto. La diferencia está también en que el novelista es libérrimo para establecer las circunstancias o accidentes en que se desenvuelve la vida de sus héroes y solo debe, en fin, sujetarse a la ley de su propia creación. El biógrafo debe atenerse en forma estricta a una verdad objetiva. Podrá aducirse, ciertamente, que en la aprehensión e interpretación de esta verdad juega una ecuación personal que introduce un elemento subjetivo. Esto es algo que, por desgracia, parece inherente a la limitada naturaleza humana y es un problema general del conocimiento. ¿Cómo sé yo que el azul del cielo —que no es cielo ni es azul— que ve mi vecino es el mismo que yo veo?

    Así, ese género tan seductor de la biografía novelada es profundamente peligroso. Como en los matrimonios de los primos se aumenta el peligro de que el fruto de la unión se acumulen las taras familiares.

    En un libro como este hubiera sido torpe audacia asumir ese riesgo, y audacia tanto más torpe cuanto más innecesaria. La llamada biografía novelada tiende, por una parte, a modelar o remodelar el carácter de un personaje histórico conforme a una personal interpretación del autor basada en tales o cuales antecedentes objetivos y, por otra, a dar al biógrafo una mayor libertad en la reconstrucción del ambiente o las circunstancias en que se movía su héroe, para colocarlo, incluso, en circunstancias que verosímilmente se le presentaron o pudieron presentársele y que permiten destacar mejor ciertos rasgos de su personalidad. Algo semejante, en suma, a lo que implican las famosas anécdotas de Plutarco. No son auténticas, posiblemente, y así, en cierto sentido son falsas, pero constituyen la expresión de una verdad más honda: son significativas.

    Pero cuando se trata de narrar la vida de un hombre que nació hace más que cincuenta y tres años y diez meses y murió hace más de dos meses¹, hay que preferir inevitablemente la estricta autenticidad a la significación artística. Por lo demás, aquella tiene también un claro significado. Esta limitación era sobre todo necesaria en un libro como el presente, en el que se han tenido que recordar hechos y tocar problemas que tuvieron la virtud —sí, la virtud— de provocar divisiones profundas y apasionadas controversias. Todo eso está aún muy reciente, demasiado reciente, y escribir sobre ello no es propiamente hacer historia; es solo prepararla. Nada de lo que se refiere al personaje central de esta obra puede considerarse histórico si se considera imposible escribir la historia de sucesos no separados de nosotros por un espacio de tiempo que permita una amplia perspectiva.

    El tiempo en todo esto es muy importante. No solo permite apreciar mejor las cosas en su tamaño proporcional y por sus consecuencias, sino que libera de la atmósfera de la época. Es cierto que el historiador debe siempre juzgar los acontecimientos en función del que fue el tiempo o, más bien, el clima histórico de ellos, pero este juicio tiene valor o interés solo cuando se le aprecia desde la estratósfera, es decir, fuera de la atmósfera de la época. Aun cuando el historiador adopte el punto de vista del pasado está escribiendo en su presente y para gente que vive en ese presente. Toda la seducción y el valor aleccionador de la historia derivan de esa distancia.

    Sin ella, ¿qué es lo que resulta?

    Desde luego, una serie de limitaciones para el autor. El pobre autor no solo tiene la mole de los hechos ante las narices —lo que le impide apreciar sus reales proporciones y hasta su exacto tamaño— sino que ignora cuáles serán sus consecuencias y nada sabe, por tanto, del juicio pragmático de la historia. A lo sumo puede aventurar suposiciones o —esto sí puede ser importante— dar un testimonio que algún día considerará quizá el historiador desde su estratósfera. A estas limitaciones hay que añadir las que se derivan del hecho que el autor y los personajes respiran la misma atmósfera, lo que equivale a decir que pueden encontrarse al doblar una esquina y no solo de la manera en que los seis de Pirandello buscaban al suyo. No el temor pero sí la caridad y el respeto al prójimo, el buen gusto inclusive, deben inhibir de citar nombres, de aducir hechos, de calificar actuaciones de personas que están vivas, que tienen una honra y a muchas de las cuales el autor les debe y les guarda especial consideración. Más aún después de lo que en la preparación de esta obra ha averiguado y aprendido: que tienen sobre sus hombros una pesada e intransferible responsabilidad.

    Todo esto hace, lógicamente, que en la segunda mitad de este libro se advierta quizá cierta vaguedad genérica, que se ha tratado de evitar en la primera, que se refiere a hechos y personas más alejados en el tiempo. Al autor no se le oculta el carácter polémico de algunas afirmaciones contenidas en esta obra ni el hecho de que provocará alguna sorpresa quizá la importancia que atribuye a las apasionadas luchas y divisiones políticas de los católicos chilenos en la vida del padre Hurtado. Semejante sorpresa es muy explicable porque él fue el primer sorprendido con la comprobación de ello. Sería injusto atribuir a un menguado prejuicio partidista la afirmación de una realidad que, por lo demás, aparece de ordinario comprobada documentalmente.

    Pero, en fin, estas son también las limitaciones que la falta de la ya mencionada distancia le impone al lector. Aunque el autor se haya esforzado en presentar a las personas como fallecidas y a los acontecimientos contemporáneos como ocurridos hace cien años, el lector tal vez no pueda ni quiera seguirlo en ese intento. Él se ha puesto a leer el libro precisamente porque se refiere a una persona y hechos que le tocan muy de cerca y sobre los cuales ya tiene quizá un juicio formado, un juicio que, por lo demás, en la mayoría de los casos, este libro no cambiará.

    Mas, todo esto tiene poca o ninguna importancia frente a la posibilidad de dar a conocer, siquiera sea imperfectamente, a quienes no tienen un juicio ya formado, es decir, un prejuicio, a uno de los hombres más notables surgidos en Chile, por lo menos en el curso de este siglo. Por todo lo ya apuntado y por las limitaciones propias del que lo ha escrito, este libro es solo provisorio. Tiempo vendrá en que con más capacidad, mayor perspectiva histórica y más completo acopio de informaciones y documentos, un más lúcido ingenio escriba la biografía completa y definitiva del padre Hurtado, la historia de su pasión, de su tiempo y sus ideas.

    ¿Por qué, entonces, este apuro en emprender un libro que tantas limitaciones aconsejaba dejar en manos más hábiles y para tiempos más propicios? La respuesta se encuentra en el mismo carácter de la obra del padre Hurtado y en el espíritu que la inspiraba.

    Horas apenas después de su fallecimiento, alguien que fuera uno de sus más grandes amigos, quizá el más fiel y el que mejor lo comprendía, decía en una emocionada oración fúnebre:

    Hay que decir en palabras lo que murmuran las lágrimas. Hay que concretar en reglas de vida lo que proclaman sus obras.

    Si calláramos, lapides clamabunt, las piedras clamarían.

    Si silenciáramos su lección, desconoceríamos el tiempo de una gran visita de Dios a nuestra patria.

    Y sin embargo, ¡cuán difícil, por decir imposible, es encerrar en el estrecho marco de estas palabras la múltiple y rica personalidad del padre Alberto Hurtado!

    ¿Cómo vamos siquiera a enumerar sus variadas obras, capaz cada una de ellas de llenar la vida de un hombre? ¿Y cómo vamos, pálidamente, a esbozar la hondura de su pensar, la amplitud de su querer, la lucha de su perseverar y el heroísmo de su sufrir? Y, sobre todo, ¿quién podrá transmitir a las mezquinas palabras humanas el fuego devorador que alumbró y consumió su vida?

    El padre Hurtado tenía ciertamente todas las características que esos hombres que Dios suscita para ser en cada época los enviados que testimonian la trascendencia de lo eterno y captan, para orientarlas, las angustias e inquietudes de su generación.

    Y esa generación y la nuestra pertenecen a una época que clama por la justicia. Después de larga opresión los hombres no piensan satisfacerse con nada menos que con la justicia y aspiran a obtenerla aun cuando en la tentativa hubiera de saltar en pedazos el edificio social, decía el propio padre Hurtado. ¿Habría de desoír la Iglesia la voz de los tiempos? ¿Habría de seguirse predicando la resignación a hombres que habían perdido la esperanza y la virtud, a estómagos vacíos?

    No hay propiamente un cristianismo social. El cristianismo es social o, simplemente, no es. No hay una conciencia para la vida privada y otra para la vida pública. El patrón que va a misa y el que paga su salario al obrero son una sola persona. La fe cristiana debe gobernar absolutamente todos los actos del individuo y la Iglesia Católica no puede aceptar una estructura social que impida a los hombres la perfección a que están todos llamados. Esto significa que los valores cristianos deben encarnarse en el tiempo; el Reino cuyo advenimiento se pide comienza en este mundo, aquí y ahora.

    Estas verdades tan sencillas son explosivas, obligan a una dura lucha, llevan al cristianismo y especialmente al sacerdote a comprometerse, a dar testimonio de la verdad cristiana en el terreno social con no menor valentía que en otro terreno en que está interesada la revelación sobrenatural. El sacerdote puede como Judas traicionar la causa de Cristo, y lo haría cada vez que no defendiera a Jesús en el terreno en que es atacado. No debe haber razón ninguna, ni el temor de amedrentar a quienes quizá debe muchos servicios, ni la timidez frente al poder, ni el peligro de ser mal interpretado que lo autorice a callar.

    Consecuente con sus propias palabras, con su misión sacerdotal, con la fe que vivía intensamente, el padre Hurtado no se sintió nunca autorizado a callar, y habló de muchas maneras. Ese testimonio debe ser recordado no solo por su incidencia directa en las circunstancias de esta generación sino porque hay quizá el peligro de que, una vez más, la leyenda venza a la historia. El sentido fundamental que el padre Hurtado dio a su vida y a su ardiente apostolado quedaría, si no estéril, disminuido y desfigurado, al aprisionársele en la leyenda de un sacerdote abnegado y caritativo, cuya obra fue recoger a los niños vagos para darles un hogar. Ese fue un solo aspecto, y no el más importante de la misión del padre Hurtado. Adormecerse en esa visión conmovedora y tranquilizadora de la caridad con los desvalidos sería silenciar su lección, desconocer el tiempo de una gran visita de Dios a nuestra patria. Tales visitas no ocurren todos los días y una sombría amenaza pesa sobre la historia de los pueblos que han tenido el privilegio de recibirlas.

    No hay que desoír la voz, ni poner bajo el celemín² la luz encendida para que brille en lo alto.

    CAPÍTULO I

    HURTADOS Y CRUCHAGAS

    Aquel era un mundo feliz. En un mundo feliz hay también gentes desgraciadas y motivos de queja. Las señoras ponían el grito en el cielo por las dificultades que encontraban para conseguir empleadas y ante las exigencias de estas, que pedían, entre otras cosas, ser llamadas así: empleadas. Todo el mundo se quejaba de la mala movilización, del aumento e ineficiencia de la burocracia y del precio de la carne. Como el kilo de filete estaba ya costando dos pesos, los humoristas componían nostálgicas odas al bistec. Los comerciantes con más penetración se daban cuenta del mecanismo psicológico de la inflación y excitaban a sus clientes a comprar avisando: ¡Cualquier día el peso vale 11 peniques! ¡Apresúrese a comprar! Y las señoras se apresuraban a comprar en la Casa Francesa ropa interior de punto a $ 2,50 el traje completo o trajecitos de brin para los niños —¡Qué salteo, m’hija!— a $ 40. Esos trajes de sastre con la chaqueta larga eran una monada pero exigían una cintura fina y un busto más bien opulento. Y las pilules orientales no siempre daban buenos resultados, igual que la famosa leche dermática del Dr. Segre, que irritaba el cutis de las personas delicadas. Menos mal que las personas podían recurrir ya a un médico mujer, una doctora Ernestina Pérez, con estudios en Europa, que atendía en Catedral frente al Congreso.

    ¿Era aquel un mundo feliz? Hay épocas en la historia que miradas retrospectivamente aparecen como felices, confiadas, seguras de sí mismas, dueñas del porvenir. El orden está garantizado, las instituciones son firmes, el progreso ha de venir en cumplimiento de una ley natural, ayudada por la ciencia que, día a día, va dando al hombre mayores medios, permitiéndole conquistas hasta el día anterior no soñadas. En el hecho, las gentes que viven en períodos así, aunque vean muchos males en torno y muchas cosas que remediar, sienten el suelo firme bajo los pies. Y eso es lo esencial, saben que aunque tiemble no habrá nunca un terremoto y que sus hijos seguirán viviendo en la misma casa y mejorada; no ya con gas sino con luz eléctrica, con teléfono inglés, con un fonógrafo de trompa más chica, tal vez con auto a la puerta. El automóvil es el vehículo del porvenir, con él se podrá llegar a cualquier parte. ¿No fueron capaces unos locos de subir en auto hasta el Observatorio del San Cristóbal? Quizá, incluso, con los años llegue el hombre a dominar el aire. Los franceses están ensayando un dirigible, que se puede dirigir —¡Por algo se llama así!— y un brasileño audaz principia a levantarse del suelo en un raro aparato que parece un volantín con hélice y ruedas.

    Pero, en fin, todas esas son cosas que se pueden ver solo en las ilustraciones de las revistas, en Zig-Zag, por ejemplo, en donde se publican también fotografías de la guerra ruso-japonesa o de aquella que libraban los boers contra los ingleses en África del Sur, guerras lejanas, meramente locales, que no perturbaban la paz dichosa del resto del mundo y que en Chile hasta producían el feliz efecto de hacer subir el precio del salitre o del cobre.

    En el umbral del siglo, Chile se desperezaba interminablemente al suave calor de un sol patriarcal que brillaba en un cielo apenas manchado por algunas nubecillas. Estas nubecillas, por lo demás, nadie las veía o solo servían para destacar mejor, por contraste, la esplendidez del cielo azul, un azul, más que de primavera, de estilo calmo, un poco lento y pesado, como el de los días que preceden al otoño inminente. La gente conocida comenzaba ya a desertar, en el verano, de las quintas de San Bernardo y prefería, incluso a Cartagena, un lugar más lejano y apropiado, cuyo nombre resultaba doblemente refrescante: Viña del Mar. Un cronista de vida social —rama nueva y casi escandalosa del periodismo— anotaba que ese lugar estaba ya consagrado como el rey de los balnearios del Pacífico. Aunque aún faltan en esa pintoresca población, mezcla curiosa de rincón de campo y de costa marítima muchos de los lujos y refinamientos de aquellas grandes colmenas a que afluye a pasar el verano todo el mundo elegante y distinguido de Europa, no por eso ha de ser menor nuestro derecho a llamarlos con justo amor propio, la Costa Azul, la Riviera de Sud América.

    Las referencias a Europa no eran fruto de un mero esnobismo del cronista. Con el cambio a once peniques y la facilidad de las hipotecas no resultaba difícil irse a Europa con la familia entera, incluida la mama de los niños. Así mientras se planeaba el viaje a Europa, Viña del Mar podía resultar un balneario pasadero para la gente "fashionable". Los que no tenían casa allí, ni parientes que los recibieran en la suya, alojaban en el Gran Hotel, por cuyos corredores semicoloniales se desarrollaba un paseo casi tan concurrido como el de la estación a la hora que llegaba el tren de Santiago con nuevos veraneantes. Al día siguiente se iba a la playa en coche y las señoras se sentaban en la arena muy protegidas del sol por sus largas faldas blancas y unos enormes sombreros, mirando cómo los niños vestidos de marinero chapoteaban en la orilla.

    Don Ramón Echazarreta tenía una casa en la calle Valparaíso, cerca de la plaza. Era una casa amplia en la que podían hospedar visitantes de esos que nunca faltan en el verano a los que tienen casa en la playa. En ese primer verano del siglo esperaban, sí, una visita muy especial, una visita, como quien dice, en dos tiempos. Estaba convenido que Alberto Hurtado Larraín llevaría a Viña a su mujer, la Anita Cruchaga, que estaba esperando y que no podía tener su primer hijo en el fundo, lejos de todo socorro. Fue así como los visitantes llegaron en los primeros días de enero de 1901, cansados, cubiertos de polvo, en el coche de trompa que siempre utilizaban para sus viajes desde Los Perales. Todo ocurrió, sin embargo, perfectamente. El 22 de enero doña Ana daba a luz un varoncito, como todos esperaban, y al cual dos días más tarde se bautizó en la iglesia parroquial de Viña con los nombres de Luis Alberto; Luis, porque siempre ha sonado bien con el nombre que el recién nacido heredaba de su padre y, quizá, en homenaje al tío Luis Cruchaga. Los nombres de los padrinos, don Juan de la Cruz Díaz y su esposa doña Elvira Cruchaga, que actuaron por poder, no fueron considerados.

    Hay un hecho que da importancia a la fecha de nacimiento del pequeño Alberto: ese mismo día las campanas de Londres, en la oscuridad del crepúsculo invernal, comenzaron a doblar a muerto, pues la reina Victoria acababa de fallecer en Osborne. Parecía que todo un capítulo de la historia del mundo se cerraba y que solo entonces el siglo XIX llegaba a su fin. Esa misma tarde, el Kaiser Guillermo II se había paseado familiarmente del brazo con el Príncipe de Gales por el parque de Osborne, mientras en todas las cortes de Europa se preparaban los lutos en previsión del fallecimiento de la anciana reina y emperatriz.

    En algún punto de Inglaterra, un joven diputado conservador, recién elegido, Mr. Winston Churchill, releía una vez más a Gibbon y Macaulay, sus autores favoritos, para perfeccionar el estilo de su oratoria, sin adivinar, naturalmente, que algún día el mundo la identificaría con solo tres viejas palabras: Sangre, Sudor y Lágrimas.

    Pero el siglo XIX tenía aún casi veinte años por delante.

    Alberto Hurtado Larraín no era, precisamente, un príncipe azul, pero como se sabe los príncipes azules no existen y Anita Cruchaga se enamoró de él. Quizá alguien podría haberle aconsejado que, puesto que era joven, esperara un par de años más; que lo mirara bien antes de irse a vivir a esas soledades de Casablanca adentro, con Alberto Hurtado, un hombre excelente, pero de temperamento rudo, cuya turbulencia vital contrastaba con la mayor delicadeza de Anita. Pero esta sabía, mirando las cosas fríamente, que ella no era rica ni una belleza deslumbrante. Mirándose al espejo podía ver a una joven de mirada reflexiva, un tanto triste, de rasgos suaves, salvo quizá la nariz, que era un poco fuerte y traicionaba la osamenta robusta de los vascos. Pero aún no se acusaba la quijada de los Cruchaga y la línea del cuello tenía una dulzura adolescente, subrayada por la seriedad del peinado: una gran mata de pelo castaño recogida en un moño alto como el que lucían algunas mujeres de Alma Thadéma. El conjunto, tal como una fotografía lo inmovilizó en un instante, es atractivo y un tono sepia evanescente le da un aire nostálgico.

    Esa fue la mujer que se casó con Alberto Hurtado Larraín, uno de los siete hijos de don Adolfo Hurtado Alcalde y de doña Isabel Larraín Larraín. Por la línea materna, don Adolfo era nieto del Conde de Quinta Alegre y así entroncaba con la más encumbrada aristocracia colonial, y su abuelo paterno, don Pablo Hurtado Saracho y Castaños, era de los vizcaínos llegados a Chile en el último tercio del siglo XVIII y de los que rápidamente se hicieron un lugar en la sociedad chilena. De su matrimonio en Concepción fue testigo el Intendente don Ambrosio O’Higgins y luego él mismo fue elegido Alcalde de la ciudad y elegido otra vez, y reelegido, hasta que se aburrió del cargo. Todos estos lazos de parentesco son importantes en una sociedad en la que las relaciones de familia pesan mucho, y más si se considera que, en el hecho, hasta las primeras décadas del siglo, el gobierno del país lo detentan —¿Y quiénes si no?—. Los miembros de aquellas familias que componen la aristocracia santiaguina y, eventualmente, sus parientes de provincia que surgen en la capital. Todos los profundos cambios ocurridos en el curso de este siglo, si han afectado la influencia política y económica de esa aristocracia y corroído sus valores reales, no han roto hasta el mismo punto su espíritu de cuerpo, casi se diría su espíritu de familia. Y esto también habría de tener su importancia en la vida de la criatura nacida en Viña del Mar del linaje de los Hurtado.

    Todo tiene su importancia en la vida. Las relaciones de familia no solo sirven como medio o ayuda para surgir sino que obran de muchas maneras. Los ascendientes marcan una tradición y a veces como que imponen una herencia. Tradición y herencia parecen ser dos aspectos apenas disociables por el mero análisis racional de una sola realidad espiritual y fisiológica que va manteniendo el rostro de una familia a través del tiempo. A veces, efecto quizá de esas fuerzas o por algún designio misterioso de la Providencia o el azar, ciertas familias tienen un hado que, para bien o para mal, las persigue, las sujeta a una especie de ritmo casi previsible.

    Al menos en lo que a esta historia se refiere, no podría decirse que los Cruchaga sean una familia de suerte. Hay en su crónica episodios más bien novelescos y, en todo caso, inesperados en gentes a las cuales por su estirpe vasca se las podría suponer ajenas a complicaciones romanescas. Sin embargo, las hay. El primero de los Cruchaga que llegó a Chile fue, según parece, Vicente Cruchaga y Amigot. Si por la línea materna este don Vicente debía tener sangre catalana industriosa y calculadora, por lo Cruchaga —que significa literalmente lugar de cruz— tenía sus raíces, y muy firmes, en el valle navarro del Roncal, en donde algunos parientes suyos ya habían dado algo que hablar. Una prima lejana, María Ángela Cruchaga, había muerto jovencita, en olor de santidad, y dos primos, Gregorio y Juan José, si no vinieron, supieron morir en forma distinguida. Brigadier de las fuerzas del famoso guerrillero Javier Mina, Gregorio recibió en un encuentro con los soldados de Napoleón un sablazo capaz de abrir cualquier cabeza que no fuese vasca. Repuesto de su herida, en otro combate una bala de cañón le arrancó íntegro el brazo izquierdo, pese a lo cual siguió dirigiendo a sus hombres y solo vino a fallecer tres días después, a los 26 años de edad. Su hermano Juan José murió poco más tarde, de menos años aún, y también peleando. De los dos, Gregorio fue sin duda el más notable, no solo por su temple sino por su bondad, que demostraba en su comportamiento caballeroso con los prisioneros, que llegaba a la ternura cono los niños de estos. Don Vicente Cruchaga y Amigot compartía, pues, esa sangre y esa tradición. Se naturalizó chileno y en 1829 casó en segundas nupcias con doña Tránsito Montt y Armaza. Este matrimonio, según parece, fue por amor, lo que tal vez no podría decirse del primero, en el que don Vicente apechugó con una viuda mucho mayor que él en años y… en caudales. Doña Tránsito, la segunda esposa, era prima de un joven Manuel Montt, entonces inspector del Instituto Nacional, y por el lado materno venía a ser bisnieta de don Mateo de Toro y Zambrano, de modo que procedía del riñón de la aristocracia chilena. Pero don Vicente no logró hacer fortuna y murió en 1842 dejando una viuda relativamente joven y con varios hijos que educar. La viuda se enfrentó valientemente con la situación y tuvo al menos el consuelo de que uno de sus hijos resultara un muchacho excepcional. Miguel, que tenía dos años a la muerte de su padre, llegó a recibirse de abogado a los veinte años, a pesar de que cuando niño, para ahorrar velas en la casa, tenía que irse a estudiar a la luz del farol de un convento cercano y de que estaba trabajando en la oficina de un Ministerio desde la edad en que sus compañeros se dedicaban a encumbrar volantines.

    Este Miguel era realmente notable. Antes de los treinta años estaba convertido en uno de los más famosos abogados de Santiago y se le creyó con capacidad para reemplazar a Courcelle-Seneuil en su cátedra de Economía Política en la Universidad de Chile. Este mismo hombre, inteligente, rico ya y prestigiado, se embarcó a los 37 años en una aventura que ahora parece pueril y lo perdió todo. Todo, menos el honor, naturalmente. Ese famoso asunto Paraf está ya casi completamente olvidado, aunque en su tiempo Paraf fue tan célebre que mucha gente llegó a creer que la parafina se llamaba así en honor del incomparable químico francés que con su reactivo mágico podía extraer hasta 400 gramos de oro por tonelada de mineral. Desde el presidente don Aníbal Pinto hasta el último ciudadano, todos fueron presa de la más colosal mistificación colectiva que se haya producido en Chile. Todos, menos don Agustín Edwards Ossandón, que halló que el negocio era demasiado bueno.

    A la cabeza de los que cayeron estuvo don Miguel Cruchaga Montt que, como tantos chilenos, tenía la pasión de las minas y aportó a la sociedad que se formó para explotar el invento de Paraf todo su capital: 240.000 pesos de aquel entonces, 1877.

    Quizá el negocio fuera dudoso en un comienzo, pero cuando el presidente de la República recibió de regalo la primera barra del oro beneficiado por el químico francés, ya no cupo ninguna duda y la gente empezó a atajar en la calle a los socios de Paraf para pedirles que les vendiesen siquiera media parte de las 212 en que se dividía el capital social de la empresa. Los agricultores ofrecían sus fundos a puertas cerradas por una participación y Gonzalo Bulnes —historiador en ciernes— pagó $ 45.000 por media parte. El único que no vendió ni la más pequeña fracción de su cuota en la fabulosa empresa fue el socio principal, don Miguel Cruchaga, pues aún no estaba tan seguro del éxito de esta como para comprometer en ella capitales de terceros. Así también, cuando poco después se descubrió el pastel, quedó redondamente en la calle, pero nadie pudo acusarlo de haber arrastrado a nadie en su fracaso.

    Miguel Cruchaga era un hombre joven, no tenía cuarenta años, pero no pudo reponerse de tamaño golpe. Murió diez años más tarde, abatido y arruinado, mas sin protestar contra lo que él veía como la voluntad de Dios. Así, la historia de los Cruchaga se repetía. La viuda de don Miguel, doña María del Carmen Tocornal, se encontraba en 1887 en la misma situación que había tenido que afrontar, cuarenta y tantos años antes, su suegra doña Tránsito Montt, con la agravante de que esta no había tenido que cargar con once hijos como dejaba don Miguel. El mayor, que tenía el mismo nombre que el padre, contaba apenas 18 años y aspiraba a ser también abogado. Su modesto cargo de secretario de la Municipalidad de Viña del Mar apenas le bastaba para cubrir sus gastos. Felizmente, una de las hijas, Elvira, se casó poco después y su marido, don Juan de la Cruz Díaz, pudo ayudar generosamente a su nueva familia, a la muerte de doña María del Carmen. De la casa de su hermana y su cuñado salió Ana Cruchaga en la mañana del 4 de junio de 1898 para casarse con Alberto Hurtado.

    Y casi veinte años después de la muerte de don Miguel Cruchaga Montt el sino que parecía perseguir —o quizá favorecer— a los Cruchaga entraría a actuar una vez más.

    Alberto Hurtado Larraín era el penúltimo de siete hermanos, entre los cuales se repartió el fundo de Lo Orrego Abajo a la muerte de su padre, don Alberto Hurtado Alcalde. Alberto vendió su hijuela o sus derechos, se compró unas tierras colindantes, las de Los Perales de Tapihue, y allí se estableció al casarse. El fundo no es, por cierto, de los mejores en la región de Casablanca y en aquellos tiempos, a comienzos del siglo, la vida allí no debía de tener muchos atractivos. Aún se conservan las que eran entonces las casas del fundo. La habitación, mejorada y todo, es muy modesta y ahora la ocupa un simple administrador. Apenas un par de dormitorios, un comedor y las dependencias. A un extremo del corredor, que mira al camino y está adornado con la inevitable enredadera de flor de la pluma, hay un cuarto que misia Anita se apresuró a transformar en oratorio. La mirada se va por la ventana enrejada hacia los cerros cercanos, pardos, desolados. El paisaje es seco y la recién casada, que no recordaba haber tenido casa propia, se puso a alegrarla. El rústico jardín que queda entre la casa y el camino lo plantó con sus propias manos. El pequeño Alberto debió de gatear sobre los ladrillos del corredor y luego aventurarse por el mundo maravilloso del jardín, entre la hierba, a la sombra de un parrón o de los naranjos nuevos, de hojas lustrosas y perfumadas.

    En esa casa triste, de gruesas murallas de adobe y ventanas protegidas con rejas, el pequeño oratorio a un extremo del corredor debía tener un inevitable prestigio. En el verano solía venir a predicar una misión un padre redentorista y al niño, ya educado por la piedad de su madre, le fascinaban las ceremonias litúrgicas. Tanto que con una tabla y unos cajones improvisó un altar que adornó con flores colocadas en tarros de conservas vacíos. Allí imitaba lo que veía hacer al sacerdote en la misa. ¿Quién no se siente intrigado por el porvenir de un niño y tentado a profetizar? El padre redentorista miraba encantado la inocente parodia de aquella criatura de cuatro años que, gravemente, hacía como que leía en un misal invisible y luego se volvía hacia sus fieles imaginarios abriendo los brazos en un gesto de bendición. Con inconsciente ironía, el sacerdote le profetizó a la madre: —Este niño va a ser santo u obispo. La verdad es que la alternativa no se le presentó a Alberto Hurtado. Nadie podía suponer entonces que aquel sería el último verano en Los Perales de Tapihue.

    Los negocios de Alberto Hurtado quizá comenzaban en aquel tiempo a afirmarse. Las circunstancias económicas eran por otra parte un tanto inciertas, pues esos primeros años del siglo vieron un desarrollo de la especulación bursátil y una expansión del crédito como quizá no se han visto nunca más en la historia de la República. Tal situación hizo crisis precisamente poco después, en 1906, año en que ocurrieron muchas quiebras y no pocos se arruinaron. Son los tiempos descritos en Casa Grande. Nada más distinto, sin embargo, a las personas y el ambiente de Casa Grande que los de Casablanca y sus alrededores en la época en que el padre redentorista predicaba misiones por allí.

    En el hecho, como siempre ocurre, era más bien una minoría vistosa formada en buena parte por familias de origen extranjero reciente y de fortuna igualmente nueva pero cuantiosa, la que daba el tono en Santiago e iba imponiendo las nuevas modas. Algunos años más tarde se hablaría de las cachetonas. Mas, la mayoría de las familias de la clase alta llevaban una vida de tipo patriarcal —o matriarcal, si se quiere— mucho más cercana, por cierto, a la de 1850 que a la que hoy se estila. Las señoras no hacían más vida social que unas cuantas visitas a casa de las amigas y dedicaban todo su tiempo al cuidado de los niños y del hogar y a prácticas de piedad y caridad. En muchas casas se rezaba el rosario en las tardes y se leía habitualmente El Año Cristiano, de Croisset.

    Con unos 300 mil habitantes al comenzar el siglo, Santiago seguía siendo una gran aldea, con todos los inconvenientes y ventajas que ello significa. Desde luego, resultaba entonces más fácil advertir que la ciudad estaba edificada en el campo y por poco que se rasguñara el barniz urbano de muchos aristócratas aparecía de inmediato el huaso ladino o exuberante al cual la levita de Pinaud le apretaba en alguna parte. El distintivo del poder y la posición social seguía siendo la posesión de la tierra y el hombre ama lo que posee, de modo que los dos grandes temas de conversación eran el campo y la política.

    Así no resultaba raro el tipo del campesino rudo, con ninguna o escasa cultura intelectual y miembro auténtico de la aristocracia que había formado el Chile del siglo XIX y seguía teniendo su papel rector en el que se aprestaba a celebrar el centenario de la Independencia. Los Hurtado Larraín eran de esos, por lo menos dos de ellos: Alberto y su hermano Julio. Eran unos huasos brutos, pero no vaya a escribir eso, o, por lo menos, no vaya a decir que yo se lo dije; tal recomendación de alguien que los conoció muy bien revela cómo el transcurso del tiempo, que va moldeando a los hombres que lo viven, les impide apreciar ciertas adecuaciones históricas. Son unos huasos brutos, quizá, mirados desde 1954 pero en las condiciones de 1904 tenían que serlo para sobrevivir íntegramente.

    Julio y Alberto quedaron viviendo vecinos. El primero le compró al segundo su hijuela en el fundo heredado del padre y se fue pagando como pudo. Nunca hubo entre ellos dificultades por dinero y sus breves cartas de negocios rurales, perladas de faltas de ortografía, revelan una gran confianza mutua y un sólido cariño fraternal. Tenían que apoyarse el uno al otro porque no eran ricos todavía y debían luchar en condiciones bastantes duras. Pero ambos estaban dotados de una tremenda vitalidad: eran capaces de trabajar todo un día desde el alba y al atardecer reventar los caballos para llegar a tiempo a una francachela que podía tener una duración imprevisible. Solían volver de amanecida a la casa de Alberto, en Los Perales de Tapihue y para preparar la cazuela de estilo, Alberto o Julio —Julieto le decían— volteaba de un balazo de revólver a alguna de las gallinas que dormían en los árboles del patio. Manejaban el revólver no ya con más habilidad que la pluma sino

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