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El hombre sin acción
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Libro electrónico196 páginas3 horas

El hombre sin acción

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Cristóbal Block es un joven escritor que se siente fracasado; ha pensado incluso en el suicidio. Ramón Moraldo, por su parte, ha perdido trágicamente a su hija Irina y se encuentra de improviso con el diario de vida de Block. Al leerlo, concluye que existe una extraña relación entre ambos jóvenes. Buscando atar cabos, se comunica con Carmen, la madre de Cristóbal. Pero lo esencial de esta novela es su composición, cómo su autor va hilando y presentando las situaciones a través de los largos parlamentos de Carmen y el diario del malogrado Cristóbal: la diversidad de voces, un consciente fragmentarismo, un montaje muy bien realizado, una prosa fluida, en fin, todo confluye en una historia bien narrada.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 nov 2015
ISBN9789563380347
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    El hombre sin acción - Francisco Díaz Klaassen

    El hombre sin acción

    o el artificio de escribir

    Francisco Díaz Klaassen

    El hombre sin acción

    o el artificio de escribir

    Francisco Díaz Klaassen

    Editorial Forja

    Ricardo Matte Pérez N° 448, Providencia, Santiago de Chile.

    Fonos: +56224153230, 24153208.

    www.editorialforja.cl

    info@editorialforja.cl

    www.elatico.cl

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Primera Edición: mayo, 2011.

    Prohibida su reproducción total o parcial.

    Derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

    Registro de Propiedad Intelectual: Nº 203.850

    ISBN: 978-956-338-034-7

    Para María de los Ángeles,

    la lectora soñada por quien escribe.

    Like an arrow, I was only passing through.

    Bill Callahan

    Soy un hombre joven que quiere vivir para siempre. Que no quiere desaparecer. Ya le habría puesto ese precio a mi alma, si tan solo creyera en ella. Pero Dios me sabe a recuerdo añejo, acarrea consigo ciertas reverberaciones que no me hacen ninguna gracia, que vuelven aquello del gloria in excelsis deo un remedo de canciones mejores, de tiempos pasados, de verdades que siguen resistiéndose a la vista, al menos a la mía. Y, naturalmente, he de dirigir mis rezos a otras figuras, a nuevas deidades; buscar la gracia donde esta deje de escapárseme.

    Soy joven, como les digo, pero me siento tan cansado como ha de sentirse un viejo, uno al que ya solo le quedan fuerzas para contemplar su propia decrepitud y la ruina de todos sus esfuerzos pasados. ¿Para qué podría un hombre cansado querer vivir para siempre?, se preguntarán ustedes. No lo sé, no del todo. Al igual que Agustín, les digo que sé —en este caso, que sé lo que siento, esta ansia de vivir para siempre que mueve cada fibra de mi ser—, pero que no podría explicárselos, ni mucho menos terminar de entender por qué lo siento. Mejor no intentarlo siquiera. Con un poco de fortuna, algún día la pregunta será capaz de contestarla alguien más, seguramente una persona más cultivada que yo, o con mejor manejo de las palabras. Alguien que no será esquivado por ellas, sino que estas parecerán buscarlo a él. Entonces aparecerán en otras páginas, firmadas por otro autor, con otro nombre. Harán un hermoso ensayo. Pero no se confundan: las palabras serán mías, todas mías, aunque nunca hayan tocado mis labios, ni las haya escrito mi pluma.

    Si han de saber más de mí antes de seguir leyendo estas líneas, les diré que mis simpatías están y siempre han estado divididas entre aquellos que se alían con Diderot y los que prefieren a Rousseau. Es decir, me comporto como quien cree afirmar lo irreductiblemente individual, egoísmo más absoluto, y sin embargo mis consideraciones morales son eminentemente colectivas. Coqueteo con la vida del misántropo, de aquel que no necesita de nadie ni quiere más compañía que la que le aporta su propio pensamiento, al mismo tiempo que abogo por la necesidad de vivir una vida bien vivida en sociedad, ayudando y siendo ayudado a existir y subsistir por medio de una red social de buenas intenciones cuidadosamente orquestada. Esta dualidad, aparentemente contradictoria, me la explico como la oposición que mi mente se empeña en forzar entre la construcción social más obvia de todas —¿la familia?, ¿una comunidad?— y aquella que más me acomoda —yo y nadie más—. En otras palabras, una pérdida de tiempo dialéctica, al menos por ahora y hasta que no lleguen ustedes a conocerme mejor. Luego, quizás no solo la entiendan, quizás no solo sean capaces de aceptar esta configuración mental de la que hago gala, sino que incluso habrán de admitir que la comparten en más de un caso, que también ustedes piensan y actúan de este modo. Después de todo, nunca son tan distintos entre sí, los que leen y los que escriben. A quién no le habrá pasado, que ve confundidas las personalidades al tomar por asalto asalto un libro: Pero si somos… Pero si es… ¡Iguales! ¡Almas gemelas! No es fácil sortear este obstáculo, ni lo es curar la esquizofrenia que trae consigo. (Lo mismo ocurre con el escritor que empieza a ir por la vida enseñando credenciales de lector. Ya verán ustedes a qué me refiero).

    Pero volvamos nuestros pasos un momento, pues creo estar inspirado ahora para despejar la duda que yo mismo me planteé en un principio: Quiero vivir para siempre porque me parece lo más natural del mundo. Yo me pregunto: ¿Por qué habría de resignarme a morir? ¿Por qué habría de entregarme con la docilidad de un cordero, sin plantar batalla? Vivir es lo único que sé hacer bien, sin mayor esfuerzo, sin despertar dudas ni ambigüedades en torno al resultado que obtengo de ello. En la acumulación consecutiva y monótona de los días, respiro, cierro los ojos, desconectado de todo aquello que me rodea, y me sé vivo. Y a veces es lo único que sé. La única certeza que me queda, que no se va, que no queda en entredicho. Mientras no muera, habré vivido bien. Eso me digo.

    Que no los confunda la soledad de la empresa. También esta es natural. También es posible abrazarla a ella, celebrarla, ponerla en un pedestal. Y si no lo fuera, aun si hubiéramos de descartar el solipsismo con el desdén sarcástico de una mano que golpea a una mosca inexistente, ¿acaso significaría esto que la vida en el desierto es peor que la que se vive en el pueblo, o en la gran ciudad? El problema en realidad es semántico. Es el resultado de lo que entendemos por vivir, lo que se nos viene a la cabeza cuando escuchamos esa incómoda palabra, vivir. Si vivir significa estar vivo, como resulta obvio suponer, en la medida en que uno no esté muerto estará viviendo de buena manera, ¿no es así? Pero por supuesto que este razonamiento no nos satisface; es una lógica de parvulario, después de todo. Y no llega a apuntalar completamente el tema que nos preocupa. No se hace cargo de él; más bien lo esquiva. El problema viene, pues, de la cuestión que hoy llamamos vivir bien. ¿Qué es vivir bien? Entenderán que alguien partido en dos por Diderot y Rousseau no sea precisamente el sujeto más indicado para zanjar este asunto. De momento, quedémonos con la idea de que persigo la vida eterna.

    Después de ciertas cavilaciones y tropiezos propios de la juventud, me decidí por la literatura para acometer mi empresa. ¿Le cabe alguna duda a alguien de que es, hoy por hoy y dentro de las mal llamadas artes, el medio más indicado para ello? Un tal Díaz Klaassen me dijo una vez que los libros y la literatura estaban al borde de su destrucción. Que serían finalmente reemplazados, si no por películas, por cualquier otra invención que mezclara estímulos visuales con auditivos (e incluso otros, por qué no). Eso me dijo. Que los libros y la globalización no pegaban, se estorbaban mutuamente. Y que, fruto de ese incordio, los primeros desaparecerían, sin dejar rastro. Y nadie los echaría de menos. También dijo que, aunque no fuera el caso que la gente se estuviera idiotizando, sí que estaba volviéndose cada vez más incapacitada para leer, para la literatura. Para pensar los libros. Tonterías, me dirán ustedes. Los libros nunca van a morir. ¿Cómo podrían? Si acaso, van a vivir una vida mejor y más plena, más larga, gracias a las copias digitales, los progresos en la mercadotecnia, y una encarnizada —pero cordial— batalla entre los longsellers y los bestsellers. ¡Es imposible que mueran! Eso me dirán. Y agregarán: ¿Díaz Klaassen? ese solo sabe escribir dedicatorias y exordios. ¿Quién es, Díaz Klaassen? ¿Quién lo conoce? Y, al decir estas cosas, me buscarán con la mirada, como esperando que participe en la discusión y dirima el asunto de una vez por todas. Y yo les diré, con la misma calma que embota mis sentidos en este momento, mientras escribo estas líneas —la calma de la verdad, se podría decir, la serenidad de la certidumbre, la perspectiva de la ausencia de dudas—, yo les diré que comparto sus inquietudes. Es más: les aseguraré que, en lo que a mí respecta, tienen toda la razón del mundo, sus ideas son mis ideas, y las palabras de este sujeto me escandalizan tanto o más que a ustedes. ¿Qué digo, las palabras? Incluso su figura me escandaliza.

    Los libros no pueden morir. ¿Cómo van a morir? Tonterías.

    En fin, como al igual que ustedes no estuve ni estoy de acuerdo con él, me decidí por la escritura para perseguir la inmortalidad. La música moderna me parecía entonces —y me sigue pareciendo, ahora— extremadamente camaleónica, movediza, esclava de tendencias pasajeras que el día de mañana sabrá condenar sin vergüenza ni titubeos, de suerte que se vuelve desechable en su misma esencia, muy poco perdurable. El cine, demasiado joven como para ser tomado en serio. Y el arte, tan elitista como perdido. Nunca termina de saber lo que quiere ni de sentirse obligado a querer algo y hacérnoslo saber. La escritura, en cambio, siempre ha sido lo suficientemente madura —y estática— como para no sentir uno que esté dando palos de ciego si se zambulle en ella buscando la vida eterna. Es al mismo tiempo amplia e imperfecta: el elemento ideal para cumplir con mis prospectos. El elemento perfecto.

    Me volví escritor, entonces. Me volví inmortal.

    El único problema con este tipo de inmortalidad es que necesita de terceros que la validen, de una audiencia que baje o suba el pulgar ante lo que se le presenta a sus ojos. Los fantasmas, al fin y al cabo, solo existen cuando alguien los ve, o cree verlos, o al menos intuye que podría llegar a verlos. Si no es el caso, no dan miedo, pasan desapercibidos y terminan por desaparecer del todo. Y a mí nadie me leyó. Nadie se vio sorprendido por mi brusca aparición. Nadie saltó de su asiento.

    Mi lado individualista quiere hacerme creer que la culpa la tuvo la sociedad. Que fui una víctima más de un sistema frío e impersonal. Que cierta interferencia entre la escritura y la inmortalidad, al día de hoy personificada por las brutales y calculadoras editoriales, me impidió alcanzarla. El otro lado, el colectivo moral, sin embargo, me habla de un fallo sustancial de mi persona. De un error garrafal, implícito en la manera en la que enfrenté la vida, en cómo abracé la soledad, la escritura y mi conocimiento particular del funcionamiento del mundo. Me indica que la naturaleza no solo no lo enseña todo, sino que quizás ni siquiera exista. (La naturaleza —mi naturaleza— vendría a ser la que se formó al crecer yo, con el curso de los años, donde sea que crecí y como fuera que lo hice.) Ese lado me habla de frustraciones concretas, que prefiero no reproducir aquí.

    Ahora bien, cada lado tiene una historia. Y, como toda historia, estas pueden ser —y quizás merezcan ser— contadas. Pueden ser contadas de buena manera o ser contadas de mala manera. Alguien podrá sacar de ellas una enseñanza, y otros, otra. Algunos, ninguna. En este caso en particular que nos convoca hoy —la historia de mi fracaso, o de mis muchos fracasos, si necesitan etiquetarla—, creo que ustedes disfrutarían más con la de Diderot, y yo, con la de Rousseau. Como soy un hombre dual, contaré las dos, como mejor sepa hacerlo.

    Se encontraron junto al cuerpo identificado como Cristóbal Wilhelm Block Silvestre (27), de nacionalidad chilena, DNI 14.843.3XX-3, los siguientes objetos: un reloj de pulsera marca Victorinox Swiss Army, un paquete de cigarrillos Lucky Strike Red, dos baterías alcalinas Duracell AAA, una libreta de notas de cuero Moleskine, una billetera Gino Rodinis negra de cuero, una foto en la que se ve al sujeto con lentes de sol y una camiseta con la inscripción (Smog) sentado abrazando a una mujer ligeramente pecosa que sonríe a la cámara, un juego de llaves…

    Observaciones: debido al estado de descomposición del cadáver, el reconocimiento de este se hizo gracias a un tatuaje que el individuo tiene tenía en el brazo izquierdo. Compareció para reconocer el cuerpo la madre, que responde al nombre de Carmen Silvestre Galleguillos (49), de nacionalidad chilena, DNI 8.143.4XX-2.

    La autopsia no reveló información concluyente sobre la causa de muerte del individuo.

    Hora estimada del deceso: hacia la medianoche, tal vez.

    I: El hombre

    He intentado inventar

    nuevas flores, nuevos astros,

    nuevas carnes, nuevas lenguas.

    Creí adquirir poderes

    sobrenaturales.

    ¡Y ya veis! ¡Debo

    enterrar mi imaginación

    y mis recuerdos! Una hermosa

    gloria de artista y de

    narrador arrebatada.

    Arthur Rimbaud

    1

    —Hasta su… Perdóneme. Usted comprenderá que no nos guste hablar mucho de ello. Dicen que hace bien, que es bueno para una… Pero dicen tantas cosas que a veces es mejor no hacer caso, pasar por alto los consejos y las prescripciones de los demás. Por ahora, preferimos no hablar demasiado. Mi esposo lo ha llevado un poco más lejos. Se ha puesto huraño, poco comunicativo. Incluso conmigo. (O, tal vez, sobre todo conmigo.) Se ha encerrado en sí mismo. Como un niño al que le han negado algo, un capricho. Con decirle que ni siquiera vino al funeral. No pudo, me dijo, y se quedó allá, en Suecia, trabajando, o haciendo como que trabajaba. ¿Qué podía decirle? ¿Qué ha de responderle una mujer a su esposo cuando este le dice algo así? Que estaba bien, que hiciera lo que tuviera que hacer, que manejara el asunto como mejor supiera, como lo creyera más conveniente, y que después volviera. Le dije todas esas cosas, pero no las sentía entonces ni creo que vaya a sentirlas en algún punto del futuro. Cuando pasa algo así, cuando un acontecimiento semejante viene a interrumpir la rutina de esa manera, con esa fuerza, es muy difícil que no se estremezcan los cimientos de lo que una cree que es la construcción de su vida. Quince años de matrimonio se vuelven de repente un espejismo, un mal chiste, apenas un sueño. Y una abre los ojos al presente y se queda con la sensación de que tantas cosas se le escaparon durante ese sueño, que tanto tiempo se perdió para no ser recobrado jamás. Porque mientras una dormía, el reloj no dejó de avanzar, sus manecillas nunca se detuvieron, en ningún momento; no tuvieron la decencia de ralentizar su marcha. Ja-ja-ja, se reían, acompasadamente, inconmovibles. Las puedo ver, ahora mismo: ja-ja-ja. Y los años pasaban, todos iguales entre sí, casi monótonos, trayendo consigo risas algo empaquetadas y rutinas no menos importadas, seguridades mal entendidas y creencias que rayaban en lo banal. Y el reloj, siempre: ja-ja-ja. Y entonces a una se le ocurre abrir los ojos, y ¿cómo dejar de notar aquello? ¿Cómo dejar de ver lo que se fue y ya no se es, lo que se es ahora y para siempre?

    » No se llevaban muy bien, Wilhelm y Cristóbal. Peleaban mucho, cada vez que se veían. Antes me daba por pensar que realmente se odiaban, que no soportaban verse las caras. Ahora pienso que no era eso lo que los distanciaba. Creo que no se entendían, que simplemente no se entendían, y que esto les hacía muy difícil convivir. Como si hubieran sido obligados a compartir el techo con un extraño. Y los escandinavos son a veces tan fríos, ¿sabe? Se cierran ante cualquier cosa que no entienden. A mí —me cuesta reconocerlo ahora— nunca se me pasó por la cabeza hacer o decir algo al respecto. Por comodidad, quizás, o franca ignorancia. No se llevan bien, mi esposo y mi hijo, me decía a mí misma, resignada, y era esa una verdad tan inamovible como el sol o la lluvia.

    » Wilhelm no soportaba que Cristóbal escribiera. Lo ponía de

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