Vengar al hijo
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Vengar al hijo - Miguel del Campo Saldívar
Miguel del Campo Zaldívar
Vengar al hijo
LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL
© LOM Ediciones
Primera edición, 2016
ISBN: 978-956-00-0652-3
ISBN Digital: 978-956-00-0808-4
Diseño, Composición y Diagramación
LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago
Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88
www.lom.cl
lom@lom.cl
A Xavier, Pepe, Ricardo y José José.
En esta vida engañosa
el alma es la que molesta,
en una y otra protesta
se pasa la tragediosa.
Ya ve, distinta es la cosa
cuando se duerme el humano,
pero si agarra el cristiano
en sueño seguir viviendo,
la pesadilla al momento
lo apresa de pies y manos.
Violeta Parra, Décimas.
I
Ocho días antes que liberaran al asesino de su hijo, Pedro Montes recibió la llamada. Eran las once de la mañana y aún no se había levantado de su cama. Le costó reconocer el sonido del teléfono, pues ya nadie lo llamaba a ese número. Se sentó sin prisa junto a la cómoda y levantó el auricular.
–Aló.
Nadie le respondió. Pensó en cortar, pero una pesada respiración al otro lado de la línea lo contuvo de hacerlo.
–Aló, ¿quién llama?
–Buenos días. ¿Es usted el señor Pedro Montes? –le preguntó una voz masculina que desconocía.
–Sí, con él.
–Mucho gusto, señor Montes. ¿Está…?
–Perdón, pero ¿qué quiere? –lo interrumpió Pedro, pensando que querían venderle algo. Tenía una rutina preparada para aquellas ocasiones; apenas comenzaban a ofrecerle algún producto, les decía: «No necesito nada, gracias; cuando necesite algo yo los llamo», y luego colgaba.
–Señor Montes, ¿está usted solo?
–¿Cómo?
–¿Alguien lo acompaña en estos momentos? –insistió el hombre al otro lado de la línea. Tenía un acento extraño, como el de un extranjero.
–¿Con quién hablo?
Ambos se quedaron en silencio por unos segundos.
Pedro efectivamente estaba solo.
–No necesito nada, gracias.
–No corte, por favor. Sólo le pedimos un minuto de su tiempo. Si nos escucha, no se arrepentirá.
–¿Qué quiere?
–Señor Montes, ¿está usted dispuesto a vengar a su hijo?
–¿Qué?
–¿Le gustaría vengarse de su asesino?
–¿Qué sabes de…?
–¿Ha pensado alguna vez en esa posibilidad?
Pedro guardó silencio. No sabía qué decir. Realmente no lograba comprender lo que estaba sucediendo.
–No es necesario que nos conteste de inmediato. Nuestra intención ahora es que lo piense, con calma, y si se convence de…
–¿De qué se trata esto? ¿Qué sabes de mi hijo?
–Sabemos lo suficiente como para asegurarle que no estamos jugando con usted. ¿Tiene con qué anotar?
Pedro nuevamente no respondió.
–Por favor, escuche y anote. Si está dispuesto a hacerlo, llámenos desde ese mismo teléfono, el próximo sábado, a esta misma hora; no antes, no después, al nueve…
–Espere –Pedro abrió el cajón de la cómoda y buscó un lápiz mientras trataba de apoyar el auricular entre su mejilla y su hombro, pero se le soltó. Cuando lo levantó otra vez, escuchó:
–…dos, cero.
–No, no alcancé a…
–nueve, ocho, cuatro, ocho, seis, siete, dos, cero. ¿Lo tiene?
–Sí –le contestó Pedro, esforzándose por memorizar los números al repetirlos con la misma pausa y cadencia con que se los había dictado la voz extranjera.
–Bien. Le repito, llámenos a esta misma hora en una semana más, el próximo sábado; no antes, no después. Solo.
–Pero, ¿qué…? ¿Quién eres?
–Es mejor para todos que usted no lo sepa. Lo único importante ahora es que piense si está dispuesto o no a hacerlo. ¿Entendió bien las instrucciones, señor Montes?
Estaba bloqueado, incapaz de razonar o de explotar de rabia. Sólo pronunció el número sin percatarse y luego lo escuchó decir:
–Correcto. Estaremos esperando su llamado. Pero recuerde, no involucre a nadie más. Si no cumple, nosotros tampoco. Gracias por su tiempo, señor Montes. Hasta pronto.
–Espere, espere.
La llamada se cortó.
Pedro se quedó inmóvil por un minuto con el auricular en la mano. Luego sacó el cajón de la cómoda y volcó su contenido sobre la cama para buscar un lápiz que no encontró. El computador estaba encendido sobre el escritorio. Colgó el auricular y fue hasta allá, abrió Word y anotó el número. Luego volvió al teléfono y llamó, pero sólo escuchó el tono de espera hasta que se transformó en un sonido continuo. Marcó otra vez y sucedió lo mismo. Llamó durante todo el día, a cada hora, pero nadie le contestó. Repitió la conversación en su cabeza, pensando que podría haber olvidado alguna parte, alguna instrucción, y en la misma página donde había anotado el número intentó recrear el diálogo pero sólo fue capaz de escribir:
¿Está dispuesto a vengar a su hijo?
Y a continuación:
Próximo sábado 17, 11 de la mañana.
Solo.
De tanto mirar la pantalla grabó las tres líneas en su cabeza como una sola imagen.
Realmente no sabía quién podía ser aquel hombre con acento extranjero. Tenía la sensación de haberlo escuchado hablar en plural y con un tono distante, como si se hubiese tratado de un telefonista, y su hijo, un asunto más sobre el escritorio.
Daniela era la única persona que seguía hablándole de Pedrito. Del hijo de ambos, para ser más preciso. Pensó en ella como artífice de la llamada, pero la descartó de inmediato. Su ex mujer no lo llamaría para ofrecerle la oportunidad de vengarse; ella no había dejado nunca de exigírsela a él como si se tratara de una deuda sin saldar. El crimen ocurrió una noche de miércoles, la única noche de la semana que pasaba Pedro junto a su hijo luego del divorcio. En ese tiempo estaban disputándose la custodia y el monto de la pensión alimenticia en tribunales. Daniela había denunciado a Pedro de abandono del niño durante las visitas, y de violencia física y sicológica contra ella mientras estuvieron casados. Pedro la acusó de estar mintiendo, y el tribunal, mientras se resolvía la demanda, había determinado que Pedrito podía ir a la casa de su padre sólo una noche a la semana. Escogieron el miércoles, sin que hubiese algún motivo en especial. Miércoles. Y de haber escogido cualquier otro día quizás sólo hubiese sido un robo más, un mal rato fácil de olvidar, y Pedrito seguiría vivo. Conmigo, le gritaba Daniela presa de ira cada vez que se veían.
Pedro pensó en su abogado, pero le pareció ilógico que quisiera ayudarlo de manera tan extraña, después de tanto tiempo y sin que hubiese dinero de por medio. Habían pasado cuatro años desde la sentencia contra Pablo Peña Valdebenito por el asesinato de su hijo; ocho años de cárcel por cometer homicidio con el agravante de robo con violencia en un lugar habitado. El domingo de la semana siguiente, cumplida la mitad de la condena, Pablo Peña saldría en libertad por primera vez gracias a que el tribunal le había otorgado el beneficio de la salida dominical dada su buena conducta y por declararse arrepentido. Rodolfo Cartes, el abogado de Daniela, quien además era su nuevo esposo, lo había llamado hacía dos semanas para preguntarle: ¿Qué vas a hacer para impedirlo? Y Pedro le contestó: Nada, por mi parte no haré nada.
¿Y si se trata de una broma macabra?, se preguntó. Pero nadie podía ser tan cruel. Desde la muerte de su hijo se había alejado del mundo como un asceta sin divinidad. Pensó: tal vez yo he olvidado pero el resto no. Pensó: tal vez no quieran hacerme daño, tal vez este ofrecimiento sea algo bien intencionado y en verdad me quieren ayudar. Pensó en los amigos que alguna vez tuvo y también pensó en Sebastián Pinzón, pero luego llegó a la conclusión de que todos ellos ya debían haberlo olvidado. Todos menos Sebastián.
Durante el resto del día y de los siguientes casi no salió de su pieza.
Siete días le había dicho la voz con acento extranjero que tendría que esperar. Y así fue: una semana después volvió a escucharlo a la espera de su respuesta.
Después del juicio y la sentencia a Pablo Peña, tenía la sensación de estar pensando a cada momento en su hijo. Su nombre se le repetía una y otra vez en la cabeza, como un mantra sin descanso ni compasión capaz de evocar nada más que su crimen. Cuando alguien lo saludaba o levantaba la voz para sacarlo de su abstracción, se disculpaba y decía que estaba pensando en Pedrito. Cuando le preguntaban a continuación «¿Cómo estás?». Él contestaba, simplemente «Aquí», como si aquella palabra y su semblante esquivo llevasen implícita el resto de la respuesta. «Aquí estoy, pensando en él. ¿Cómo crees que debo estar?»
Sin embargo, el susurro de su nombre sólo aparecía cuando tomaba conciencia de lo que tenía a su alrededor. La mayor parte del tiempo su mente se mantenía refugiada en el vacío, en un estado flotante que lo aislaba del mundo. Pedro casi siempre estaba solo en su casa y abusaba de las curas de sueño más de lo que le recomendaban los médicos.
El remordimiento que a veces acompaña al olvido lo había hecho conservar intacta la habitación de su hijo: la cama aún estaba con el plumón recogido, su ropa en los cajones y los juguetes en el canasto. La puerta la mantenía cerrada con llave, aunque a veces, cuando la voz que repetía su nombre se le hacía insoportable, la abría y lo buscaba para convencerse de que aún le quedaban recuerdos anteriores a esa fatídica noche. En esa habitación podía aplacar el pánico, cerrar los ojos e imaginarlo jugando a su alrededor, sintiendo su voz, su risa en su mente, hasta llegar incluso a quedarse con la ilusión de que también el dolor podía ser imaginario.
Había días en los que no salía de la cama. Había días en los que podía salir pero el ánimo le duraba poco. La idea del suicidio lo rondaba constantemente pero no creía ser capaz de hacerlo. El instinto de sobrevivencia era más fuerte que su raciocinio. Cuando tenía ese impulso, saltar desde el edificio contiguo o apretar algún gatillo, lo cambiaba por las pastillas. Curas de sueño para ordenar sus pensamientos, le decían los médicos. Pero lo único que lograba con esos remedios era volver más nítidos los recuerdos de aquella noche al despertar, como si no tuviese más vida a la que aferrarse: el recuerdo del destello en medio de la oscuridad, la huida, los pasos por la escalera, el estruendo de los vidrios al romperse y un grito ensordecedor proveniente de sus propias entrañas. Sólo eso le quedaba, además del vacío, la habitación de su hijo y su nombre repetido de manera desquiciante.
Pero después de la llamada pensó durante esos siete días que la venganza podía ser un nuevo y buen motivo por el cual seguir vivo.
El miércoles lo llamó Laura, su asistente, al celular. Laura esperaba hasta ese día de la semana para comunicarse con Pedro cuando no se había reportado en la oficina.
–Pedro, hola. Te llamo para lo de siempre.
–Hola.
–Tienes que venir. Ya no podemos seguir sin ti.
–No creo que pueda esta semana, Laura. No me he sentido muy bien.
Pedro era el dueño, creador y creativo principal de la empresa de publicidad «La Casa», pero desde el asesinato de su hijo, su contribución se había vuelto netamente nominativa. Había fundado la empresa hacía una década junto a un compañero de colegio llamado Sebastián Pinzón, con quien se volvió a encontrar en una fiesta luego de siete años sin verse. Sebastián, en vista de que Pedro había abandonado la universidad y necesitaba dinero, lo invitó a trabajar como asistente creativo a la empresa de publicidad de su padre donde él también trabajaba. No habían sido amigos durante el colegio, pero siempre se respetaron mutuamente: Sebastián se sentía atraído hacia Pedro por su ingenio y a Pedro le gustaba la inteligencia de Sebastián. Los dos eran buenos jugadores de damas y podían pasar tardes enteras desafiándose. Si bien Pedro nunca antes había trabajado en publicidad, sus proyectos resultaron ser mucho más exitosos y lucrativos en comparación a las antiguas campañas de la empresa. Los clientes comenzaron a pedirlo a él como creativo principal, dado el impacto de sus campañas en el público y en las redes sociales. A Pedro le bastó con aplicar todo lo contrario de lo aprendido en la universidad, de sus profesores y de la mayoría de sus compañeros, y se dejó llevar por un país donde las posibilidades de comprar eran casi lo único que tendía a la igualdad y donde el acceso a los bienes sólo dependía de la capacidad de conseguir tarjetas, por lo que una de sus principales premisas fue reflejar la democratización del consumo en las campañas publicitarias, elevando el estatus personal a través de