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Errekaleor
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Libro electrónico312 páginas4 horas

Errekaleor

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¿Qué lleva a alguien a vincularse a ETA? En esta novela, el protagonista narra en primera persona su infancia y su juventud a través de las percepciones de su realidad cotidiana como vasco hijo y nieto de emigrantes. Analiza los ecos de sus mayores, trasplantados desde otro mundo, en una búsqueda de su propia identidad, con el barrio vitoriano de Errekaleor como telón de fondo durante la Transición y los primeros años de la democracia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 mar 2019
ISBN9788417643683
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    Errekaleor - Jabo H. Pizarroso

    Primera edición digital: marzo 2019

    Campaña de crowdfunding: Bea Lara

    Imagen de la cubierta: Jabo H. Pizarroso

    Maquetación: Álvaro López

    Corrección: María Luisa Toribio

    Revisión: Verónica Sarria

    Versión digital realizada por Libros.com

    © 2019 Jabo H. Pizarroso

    © 2019 Libros.com

    editorial@libros.com

    ISBN digital: 978-84-17643-68-3

    Jabo H. Pizarroso

    Errekaleor

    A Mauro.

    Somos los nietos de los obreros que nunca pudisteis matar,

    somos los nietos de los que perdieron la Guerra Civil.

    ¡No somos nada!

    La Polla Records

    Índice

    Portada

    Créditos

    Título y autor

    Dedicatoria

    Cita

    Nota de la editora

    El mundo mejor

    Mecenas

    Contraportada

    Nota de la editora

    Errekaleor es una obra especial. Desde el primer momento en el que la editorial tuvo contacto con ella, lo supimos.

    En la edición de este libro se ha respetado el personal estilo de escritura del autor y se han tomado una serie de decisiones y licencias para las que hemos creído pertinente incluir una nota a la presente edición en la que se expliquen.

    Nada más empezar la novela te darás cuenta de que no se han añadido rayas de diálogo ni comillas cuando los personajes hablan o se citan unos a otros. La ausencia de estas indicaciones sirve, en este caso, de apoyo a la narración. Sí se han entrecomillado las citas de terceros, como por ejemplo las citas literarias.

    Siguiendo con esta misma práctica, hemos dejado sin marcar algunas voces en español o en euskera, que se han mantenido en redonda porque el significado es suficientemente conocido o esclarecedor gracias al contexto (polimili, picolo, gudari); o bien se ha respetado la grafía que ha empleado el autor (maqueto, eusquera, lendacari).

    Los apelativos cariñosos con los que el abuelo llama al narrador, zangaloto por ejemplo, están escritos sin cursiva porque entendemos que si no se señalan de ninguna forma se normaliza su uso, ya que forman parte del habla con la que el niño se crio y por lo tanto pertenecen a su imaginario.

    Por último, y más importante, está la escritura en letra redonda de las palabras que reproducen el habla de determinados personajes como p‘alante, p‘atrás, atontao, aluego, ancá, cagüendios…, incluidas algunas formas verbales como andó o vení; o nombres propios como Romedán por Ramadán. Ninguna de ellas lleva cursiva. Además de la razón dada anteriormente de que forman parte del imaginario de la novela y tenemos que ser consecuentes, en este caso concreto, hemos decidido de forma reivindicativa no señalar lo que se consideran palabras mal escritas desde el punto de vista academicista.

    Los personajes, sobre todo los extremeños, más bien los coreanos, que ya dejaron de ser extremeños, utilizan expresiones que forman parte de su habla. A veces incorrecciones de incorrecciones. Son parlamentos de ellos, sin interferencias; hablan como son, como lo que son, con andrajos de lenguaje perdido en su habla, y eso es importante en el corazón de la novela. Si marcamos estas palabras en cursiva estamos subrayando que hablan mal, y no es así. Ellos hablan así.

    El lenguaje está muy vivo y los emigrantes extremeños no hablaban aquí, por lo menos estos personajes, como hablaban en su tierra. De ese tema también habla la novela, y si lo evidenciamos y lo señalamos, es decir, si marcamos su incorrección con las cursivas, atentamos contra esta premisa fundamental.

    Por último, no podemos cerrar esta nota sin mostrar nuestro agradecimiento a Jabo H. Pizarroso por haber escrito esta novela que nos ha permitido abrir el debate, reflexionar, posicionarnos y, en definitiva, haber podido jugar con el lenguaje y con la edición, y no ha podido ser más apasionante.

    El mundo mejor

    1

    ¿Cómo está Tomás, tu hijo?

    Ha cambiado mucho. No sé. No sé si eso es bueno o es malo. Creo que a mi hijo le vendrá bien lo que sea, este cambio, otra cosa, después de todo lo que ha hecho, después de todo lo que le ha pasado.

    La cárcel cambia.

    Lo que no sé es cuánto destrozo tengo delante de mí cuando hablo con él y ahí es donde tú puedes ayudarme, Susana, sobre todo por lo que ha ocurrido. Mi hijo me contó algo sobre ti, sobre Daniel, sobre tu marido, sobre vosotros. Me lo ha contado.

    Es verdad. Vino a vernos. Yo lo tenía olvidado, para siempre, Marta, por lo que hizo o por lo que no hizo con Daniel, que no sé si tu hijo lo hizo o no. Lo tenía olvidado hasta que lo vi en la puerta. Y, fíjate como son las cosas, en seguida que lo vi me acordé de Erreka, de la campa aquella en la que jugaban todos los críos. Tenía la misma cara. Tu hijo sigue teniendo la cara de niño aquella que tenía cuando lo conocí en la campa de Errekaleor. Pero le cerré la puerta. Y no me arrepiento. Al poco de cerrar le abrí otra vez. Y allí seguía, como un pasmarote, mirándome, pero sin la cara de niño de la primera vez. Es entonces cuando abrí del todo la puerta para que entrara. Algo por dentro, no me digas qué, me hizo abrir del todo la puerta a tu hijo. Y ahí sí, escucha lo que te voy a decir, te digo que ahí abrí una puerta dentro de mí que juré no abrir nunca a gente de la calaña de tu hijo.

    Mi hijo es buena persona.

    No lo sé, Marta. Daniel estaba en el jardín, sentado en su silla de ruedas, tomando un poco de sol, medio dormido como siempre, mientras Tomás empezó a caminar por el pasillo. Yo iba detrás. Antes de pasar al jardín se paró en la cocina. Quiero verlo, dijo. Yo no le contesté. Entonces se oyó gritar a Daniel. Me llamaba a mí, pero nos estaba llamando a los dos, o eso creí. Me asusté. Le dije a tu hijo que se tenía que marchar. Por favor, márchate. Pero no me hizo caso. Al contrario. Se quedó a mi lado. En la cocina. No te va a conocer, dije para mí, pero en alto. Sabes que te dije que te fueras, Tomás. Le dije a tu hijo que se fuera, Marta, por segunda vez y Tomás lo sabe de sobra.

    Susana intentó detenerte, hijo.

    Ya lo sé, mamá.

    Una vez antes de eso me preguntó por vosotros, Susana, y yo le dije lo que me habías contado muchas veces, que veías a Daniel peor, cada vez peor. Porque tiene cada vez peor la cabeza y no reconoce a nadie, me dijiste, y se lo dije a mi hijo. A Susana hay muchas veces que no la reconoce, hijo, pero Susana te dijo que si esperabas que Daniel te reconociera, lo ibas a tener crudo, que lo mejor es que te marcharas, hijo.

    No te va a reconocer. Te lo dije. Recuérdalo, Tomás.

    Es cierto, pero no te hice caso, Susana. Entré al jardín.

    Es verdad. Yo te seguí por detrás, como antes en el pasillo. Daniel observó a tu hijo, Marta. Lo miraba como lento. Y poco a poco lo miraba como más profundo. No me sé explicar. Estaba como despertándose. Y empezó a hablar contigo, Tomás; sí, Marta, empezó a hablar con tu hijo, comenzó a hablar con él como hacía mucho que no hablaba con nadie, como ya no hablaba conmigo ni con nadie, como si fuera el Daniel de hace muchos años.

    Lo que dice Susana es verdad, mamá.

    Pero había algo muy raro detrás de todo aquello. Tardamos los dos en darnos cuenta. Daniel le hablaba así a tu hijo porque le recordaba a alguien, porque había confundido a tu hijo Tomás con otra persona.

    Sí, es cierto, me confundió con alguien. Yo hablaba con él como si nada, pero yo sabía que él no estaba hablando conmigo sino con otra persona.

    Antes de que le metieran a Daniel los tiros por la espalda hubo otro atentado que le tocó muy cerca. Mataron a un compañero suyo de promoción. Un chaval de Zorita de la misma edad que Daniel, muy amigo suyo, que se llamaba Julián.

    Me confundió con Julián, mamá.

    Eso es, Marta. Después de lo de Daniel ya sabes que nos fuimos a Toledo. Y a los pocos años empezó a perder la cabeza. También lo sabes, Marta. Pero ese día, cuando nos visitó tu hijo Tomás, cuando Daniel confundió a Tomás con aquel compañero suyo muerto en un atentado, noté que Daniel estaba como despertándose, creo que ya os lo he dicho antes, como volviendo a tener la cabeza como la tuvo antes de todo aquello, y más cuando le pidió a tu hijo, a Tomás, que cocinara las migas, porque no dijo unas migas, dijo las migas, y ahí Tomás y yo nos quedamos boquiabiertos.

    Pensaba que yo era Julián. Supongo que ese Julián, su compañero, le haría migas habitualmente, eso es lo más lógico.

    Eso es, por eso te agarré del brazo, Tomás, y nos metimos en la cocina y te dije que le siguieras la corriente, que no pasaba nada, te lo dije bajito para que Daniel no nos oyera, que te pusieras a cocinar, que no tuvieras miedo porque yo te iría indicando.

    Hijo, ¿hiciste migas?, si no sabes.

    Me ayudó Susana.

    Es verdad. Me hizo caso y no salieron tan mal. Mientras cocinábamos, Daniel nos observaba desde el quicio de la puerta que da al jardín.

    Luego comisteis los tres, ¿no?

    Sí, hasta que al final, después de que Daniel dijera muchas veces vaya migas, vaya migas cojonudas, le puso la mano en el hombro a tu hijo, a Tomás, y le dijo que era muy importante que no hubiera perdido la mano, ni tampoco el pene.

    Nos quedamos a cuadros, mamá.

    Yo me levanté para que no me viera llorar.

    Yo no sabía qué hacer, mamá; Daniel venga a agarrarme y a decirme lo de la mano y lo del pene.

    No sé cómo, pero caí. Tu hijo Tomás no se estaba dando cuenta. Pero es que hacía unas semanas en la tele habían echado una noticia de un etarra que iba a poner una bomba en Vitoria y antes de ponerla la bomba le estalló, y en la noticia se decía que tras la explosión solamente habían encontrado la mano y el pene del etarra, y recuerdo a Daniel viendo la televisión con unos ojos, Marta; normalmente mira sin mirar, pero ese día miraba la tele con unos ojos…

    Yo no sabía eso, mamá. Ahora lo sé.

    Por eso estoy convencida, te lo digo a ti, Marta, y te lo digo a ti también, Tomás, os lo digo a los dos, que Daniel sabía perfectamente que eras Tomás, y diciéndote eso, lo de la mano y el pene, te estaba diciendo que se alegraba de verte vivo, de verte entero. Por ese motivo yo sentí una extraña felicidad. Me soné los mocos y se me quitaron del todo las ganas de llorar y empecé a reír con una risa nerviosa. Porque Daniel, ahí lo supe, sabía que tu hijo había estado metido en la ETA, no sé si lo de la cárcel, pero sabía mucho, y se alegraba de verte vivo, Tomás. Y ya os digo que en ese preciso instante empecé a sentir una felicidad como no la había sentido nunca, como había sentido pocas veces, una felicidad desconocida. Yo la llamo calma buena, porque fuiste tú, Tomás, quien me trajo esa calma buena en la que ahora vivo. Esta calma mía de ahora llegó a través de tu hijo, Susana. Aunque desde que pasó todo esto tengo muchas más dudas y me niego a veces, porque me niego muchas veces a aceptar que esa sensación tan gratificante haya partido de ti, Tomás; de alguien como tu hijo, de la presencia de tu hijo aquí delante, aunque sea tu hijo te lo digo, Marta. No puedo. No podía y no puedo. No me entraba en la cabeza y no me entra. Sé que a ti te duele la primera porque tú lo has parido, tú eres su madre y yo no. Pero si te sirve te diré que cuando me siento mal por todo esto, por todo lo que ha pasado durante todos estos años, aunque parezca contradictorio, que ni yo misma me lo puedo explicar, me aferro a su imagen aquí, cierro los ojos y lo veo otra vez a tu hijo al lado de Daniel, a Daniel mirándolo a tu hijo y diciéndole lo de la mano y lo del pene, y en viéndolos a los dos vuelve esa paz de la que os hablé antes, vuelve y me envuelve, y no se va, y dura mucho, y se mantiene aquí, mucho, conmigo, esa calma buena.

    2

    Cuando Errekaleor dejó de ser el mundo mejor yo medía un metro treinta centímetros. Era un niño de pelo corto, patizambo, pecho de hormiga. Todo ojos. Tiene que haber fotos por ahí. Mi hermana conserva el álbum de aquel tiempo.

    Errekaleor era un barrio para emigrantes del sur que se levantó en los cincuenta a las afueras de Vitoria. Al sureste. El pueblo más cercano es Arkaia. A todos los que llegaban al barrio, Esteban, un viejo que se pasaba los días sentado en el banco del bloque tres, les soltaba su frase chorra: acabas de llegar a otro mundo llamado Errekaleor, estás en el mundo mejor.

    Al mundo mejor se llegaba desde pueblos de tierra seca, a veces con un camión en el que viajaba durante una noche la cama grande. A las patas y al cabecero se ataba lo poco que se había podido arañar a una casa sin enjalbegar, que moría solitaria en un pueblo donde a los acebuches los secaba la tristeza de tanto hombre y mujer que huye y se va, a otro sitio. Miseria. Emigrantes.

    En aquellos años Extremadura tenía tres provincias: Cáceres, Badajoz y la República Independiente de Errekaleor. Pero sólo sabían eso los que llegaron al mundo mejor y se quedaron a vivir en el mundo mejor. Los que nunca volvieron.

    Se contaba que hubo una vez un tipo que vino desde Zafra, y al escuchar la frasecita de Esteban, le soltó: ¡Vete a tomar por culo con tu mundo mejor!, y otra vez se lo dijo: ¡Vete a tomar por culo, coño!

    Esteban se levantó lento. En ese momento tendría ochenta y pocos años. Lo miró con rabia, los puños apretados y las mandíbulas tirantes bajo la piel. Pero en un momento dado, volvió a sentarse. Igual de lento, pero ahora cabizbajo. Ese contratiempo que no acabó en pelea, porque si Esteban llega a levantar el puñetazo lo habría estampado sin éxito y con rebote, seguro, contra un tipo que era cuarenta años más joven que él, mantuvo a Esteban calladito durante una temporada larga.

    Para cuando llegaste al mundo, dice el abuelo, al día siguiente de tenerte yo mismo en los brazos, hace una pausa corta, cuando tu madre había vuelto del hospital, sigue, y cuando no era tanta la gente nueva que llegaba de golpe a Erreka, volví a escuchárselo decir, y ahora me lo soltó a mí, que llevaba más años que ese malandro en este mundo mejor de las narices, puntualiza el abuelo antes de llevarse una nuez a la boca y encajarla entre los dientes.

    ¡Crack!

    El abuelo escupe las cáscaras al suelo. Se limpia la boca. Hurga en el cascarón. Busca las migajas del fruto.

    Nació el último en llegar al mundo mejor, dice el abuelo. Eso dijo Esteban cuando tú naciste, dice el abuelo.

    Nací el 13 de junio de 1970.

    Aquello me pudo sentar tan mal como bien. Porque nada más oír la frase quise entender que Esteban se alegraba del nacimiento de mi segundo nieto. Pero ya te digo, persiste el abuelo dejando su razonamiento amputado, quise creer que detrás de aquellas palabras había buena fe, aunque en el fondo sé que las soltó a mala leche.

    Le tenías que haber dao en los morros, le digo.

    Menos palique, y más de lo que hay que tener, que estás atontonao, remata la abuela.

    Habrase visto, el abuelo se recompone y asume las palabras de la abuela, es verdad, jaramago, tenía que haberle partido el alma.

    Por eso y por muchas otras cosas que tú no sabes, apunta la abuela.

    A la abuela le gustaba cerrar todas las conversaciones con el candado de sus palabras. Ella era el punto y aparte que daba patadas a los puntos suspensivos que colgaban siempre de los labios del abuelo.

    Las casas eran propias de un país del Este, y podrían ser ucranianas si no fuera por las placas del yugo y las flechas con la tipografía del Ministerio de la Vivienda que estaban clavadas a las paredes. Moscovitas las llamaba Román.

    El abuelo se rio.

    ¿Qué coño moscovitas? Son franquistas, cojones, más franquistas no se puede ser.

    ¿Cuántas eran?

    Dieciséis bloques, dice la abuela.

    Dieciséis colmenas, dice mi padre.

    Dieciséis moscovitas, dice Román.

    «Errekaleor. Barrio vitoriano de nuevo cuño constituido en el extrarradio de Vitoria entre los años 1957-1968. Consta en 1976 de 1.200 habitantes, trabajadores inmigrantes de la provincia o de fuera de ella. Está dotado de un cine, bar, iglesia, tienda y 194 viviendas. El núcleo original fue en 1957 el grupo de Esmaltaciones San Ignacio al que siguieron en 1958 y 1959 el Grupo de Viviendas Errekaleor, en 1959 las 32 viviendas de la cooperativa El Mundo Mejor y el poblado BH. Mundo Mejor, Bantu y Saorsa siguieron la construcción de viviendas. La entidad se halla a 1.350 metros del centro de Vitoria», escribe Ainhoa Arozamena en la Enciclopedia Auñamendi.

    Mi moscovita estaba en la plaza. Era un cubo frío, como todos, de fachada sin balcones. Cincuenta metros cuadrados para una familia inmensa, colchones que duraban meses en un salón siempre a medio hacer, colchones en el suelo por la noche y colchones inclinados contra la pared por el día.

    Casas con camas de quitaypón, dice mi madre.

    Ya se acabó el quitaypón, se alegraban las mujeres en la panadería cuando recolocaban al hermano, sobrinos y cuñada en una casa de las de arriba, las últimas en llenarse, y el salón volvía a sus cabales.

    A veces, el ya se acabó el quitaypón aparecía cuando el que vino con los pellejos de lo poco, dice el abuelo, se tuvo que volver al pueblo con el hueso mondo y lirondo de lo justo. Y todo porque en el mundo mejor cada vez quedaba menos hueco.

    Eso le pasó a mi Quico, dice la abuela mientras se acaricia las manos con crema Atrix frente a los cacharros relucientes recién lavados por sus manos rojas. Vamos a dar un paseo, que si te quedas aquí tu abuelo te tarumbana la mollera.

    Las casas bajaban desde la loma de una colina hasta el cauce de un riachuelo caldoso de agua en invierno y de mayo a septiembre seco. Por eso el barrio se llamaba Errekaleor. Erreka quiere decir regato, y leor es un apócope de lehortuta, y se traduce como seco. Regato seco.

    Lo del mundo mejor duró hasta que murió Esteban. Pero a nadie le dijo lo que a mí, retorna el abuelo. En fin, tampoco le quitemos su razón. Tú, según él, fuiste el último, remacha el abuelo.

    Tras su muerte, ya nadie le decía aquello del mundo mejor a casi nadie, y pasó como pasa con las palabras que se entierran en el pecho, entre los costillares, que hasta la pereza las olvida, y las olvidan también las muelas, aunque no es de extrañar que algo quede siempre, un recuerdo fugaz en la cabeza, un tintineo confuso, sin apenas timbre. Un pelo. Un pelo en la lengua.

    El abuelo no fue consciente de todo esto hasta que un día, en la huerta, yo se lo pregunté. Él había dicho que se le habían quedado muchas palabras en el camino. Y lo dijo para sí mismo, pero en voz alta.

    ¿Cuáles palabras, abuelo?

    Se quedó fundido. Los ojos abiertos, una mueca opaca, la boca cerrada, el mentón con forma de empuñadura.

    En cuantico las recuerde no desesperes que tú serás el primero en oírlas. Porque hay muchas, pero que muchas, gandul, dice el abuelo. Que los viajes tan largos dejan un reguero de palabras en cada kilómetro que se comen los ojos. Y no hay manera. La memoria que tengo de mi pueblo está llena de sol, y este lugar, este cielo que se deshace a pedazos cada vez que llueve, este firmamento callado, sin estrellas, donde todo puede esconderse y donde todo tiene su parte invisible atrás, todo esto es muy distinto. Se perdieron y punto. Hay que caminar hacia adelante. No hay que lamentarse. Llorar por una palabra perdida es como llorar por un muerto, aunque se trate de una muerte injusta o de una pérdida injusta. Y el lamento por un muerto injusto allana el camino del muerto justo, por si no lo sabías. Yo te digo que es así. El tiempo tiene que ser una escoba. Debe serlo. Necesitamos esa limpia. Para sobrevivir. Nosotros somos expertos en esa palabra y por eso somos los que mejor podemos decirla de esta forma: sobrevivimos. Mejor que ninguno. Esa palabra es la única que tu abuelo no perdió nunca, calvoroto, ni perderá nunca, calvoroto, que eres un calvoroto. Sobrevivir.

    Acuérdate de alguna por lo menos, abuelo.

    El abuelo se agachó. Apoyó sus brazos de mono cuadrúpedo en la tierra, colocó los reversos de sus manazas peludas entre los terrones deshechos y se quedó en blanco. Tardó tiempo en volver. Y cuando lo hizo estaba como en trance y de su boca no salieron espumarajos, pero casi. De su boca brotó un chapurreo de murmullos incomprensibles que pugnaban por entrelazarse como sílabas en un hormiguero, a la espera de una hormiga reina que les diera su bendición en forma de significado.

    Luego le entró el pánico. Me cogió la cara con las dos manos y me agitó como se agita una coctelera hasta que se me ocurrió tocarle los párpados y llegó la calma otra vez a sus mejillas.

    Ese día volvimos a Errekaleor por el camino de siempre, por la trocha de tierra que sube hasta el polvorín abandonado. Dibujamos con nuestros pasos un trayecto que el abuelo repetirá desde ese momento hasta el fin de sus días en cada uno de sus sueños a partir de aquella tarde. Sé que el abuelo buscará esas palabras siempre. Y encontrará una. Y será una palabra delgada. Muy delgada. Y será también una palabra inaudible. Mucho. Y estará, a su vez, agotada, esa palabra. Aun así, esa única, sola, delgada, inaudible y agotada palabra se posará en los labios del abuelo. Pesará lo mismo que pesa un mosquito. Y en un momento dado le picará con fuerza, como haría un mosquito, y lo hará antes del manotazo del abuelo, y la picadura se convertirá, durante un tiempo, no mucho, en una ampolla, una dulce ampolla de sangre roja y limpia que brillará, y que me besará a mí, por mediación del abuelo, alguna vez, cuando menos me dé cuenta. Un beso del abuelo.

    Raspas, abuelo, raspas.

    3

    Del polvorín que existió en lo alto de la colina solamente quedaban vivas dos almenas. Los escombros y las piedras de los antiguos muros se mezclaron con basura y muebles rotos que la gente zaleó para salvar un trozo de tela, un alambre, un trozo de espuma para fabricar un cojín, hasta descubrirles las tripas y hacerlos irreconocibles.

    A ver cuando se llevan toda esta porquería, dice el abuelo cuando pasamos por ahí.

    El polvorín fue construido a comienzos del siglo XX, y duró hasta bien entrados los sesenta. Los reclutas que estaban destinados en él bajaban a coger el autobús a Errekaleor y más de uno perdía los tres autobuses que por la tarde iban a Vitoria y pasaba sus horas libres en la cama de Ángela en lugar de pasear por el parque de la Florida como era costumbre. En ese tiempo Ángela todavía no conocía a Chacho y vivía con Felipe, su padre, en uno de los bloques que daba a la plaza, en mi bloque.

    Ángela era generosa con aquellos jóvenes soldados.

    Les sacaba los tuétanos, dice el abuelo.

    Cállate, majareta, interrumpe la abuela.

    Ángela los dejaba a la intemperie una vez que llegaba la noche, hasta la hora de vuelta al retén, cuando el último de los autobuses llegaba con los reclutas viajados a la ciudad, aquellos no consumidos por el sudor húmedo de unas sábanas de abismo. A veces uno

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