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Libro electrónico155 páginas2 horas

Verdes querencias

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Relato de una infancia marcada por los olores, sabores y colores de la selva tropical.
Verdes Querencias es un relato de infancia narrado con perspectiva de género, pues la protagonista es una niña, Sonia Amalia, también llamada Amazonia. La niña, al narrar su historia, la recrea, la convierte en ficción, pues la memoria no es sólo lo que recordamo
IdiomaEspañol
EditorialEditorial Ink
Fecha de lanzamiento14 feb 2019
Verdes querencias
Autor

Maribel Cámara

Estudió en Tabasco hasta la preparatoria y posteriormente se trasladó a la Ciudad de México donde estudio las licenciaturas en Derecho y Letras. Maribel Cámara, además de escribir, juega ajedrez y frontenis. Cuenta que ama a sus parientes y amigos; disfruta la gastronomía y el buen vino. Se considera como una mujer productiva con la tierra y es una gran luchadora en contra de la contaminación de los mantos acuíferos. Cada día, al levantarse, da gracias a la vida por sentirse tan dichosa, tan llena de felicidad. Su máximo placer es compartir con los lectores, a través de sus libros, sus vivencias.

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    Verdes querencias - Maribel Cámara

    Aprendiendo a volar

    Mamá tenía siete tesoros. Su máquina de coser Singer. Sus tijeras Barrilito intocables para que no se desajustaran. Sus artefactos de pastelería con sus bases de madera que le confeccionó el tío Tano Moreno, incluyendo sus moldes especiales que mandó hacer con el maestro Comelata, herrero de su confianza a quien así apodaban. Su mesa firme de trabajo, con una base sostén cajonera en el centro, de caoba antigua, donde guardaba sus frasquitos de colores vegetales. Cuando abría uno de ellos, saltaba una gota al merengue y brincaba uno de los colores del arcoíris cobrando vida el pastel. Sus instrumentos para las coronas de flores que hacía para día de muertos. Su horno adorado. Y sus cuatro libros: uno antiguo de la Santa Biblia y otro forrado en piel tan fina y delicada que la pátina del tiempo le dio autoridad y belleza; con él, pasamos muchas tardes, muchas noches de norte cerrado, de llanto y lamento de tormentas, cuando mamá nos hacía merengue de guanábana, una isla flotante, o un pan de pastel, de esos que se te deshacen en el paladar, de esos que cuando lo rebanas en forma horizontal por encima, salen varios cortes para rellenarlos, para bañarlos en néctares de hojas de higo envinado. Pan de pastel esponjado, dorado, enmielado de recetas antiguas, poseedoras de secretos, pan que no huele a Royal, ni a harina. La crema de vainilla y el merengue de la isla flotante o el pan de pastel acompañaban muy bien el atardecer fresco, enigmático, húmedo de los días lluviosos cuando mamá sacaba de su escondite el tercer libro que mantenía guardado en un paño de terciopelo color palo de rosa que, con los años, más sabroso se sentía al tacto y más bello se veía. Al desenvolverlo, aparecía con letras doradas el título, Las mil y una noches. Era un señor libro, ostentoso y pesado; para sostenerlo, recostados contra la cabecera de la cama, traíamos todos los cojines que encontrábamos. La mitad la sostenía yo y la otra mi hermano; aún así llegamos a sentir que nos aplastaba el peso de la gran imaginación, la enorme creatividad, el flujo de la fascinación, y como si un efrit, uno de esos genios malos, se desprendía de alguna parte del mundo y nos aplanaba. El cuarto libro de cuentos españoles, regalo de mamá Maya, era uno simpático de pastas gruesas y lámina impresa descolorida por los tiempos, con la imagen de Leopoldo, Leopoldina, Casaseno y el Rey.

    Los comienzos

    Me llaman Amazonia, sobrenombre que me puso mamaíta: María Luisa Lastra, viuda de Ocampo. Mi nombre es Sonia Amalia. Nací en la región de los ríos de Tabasco, en Balancán, zona de rutas y mapas maya. Decía mi abuelo Titi que Balán quiere decir tigre y Can culebra. Corrían los finales de los cincuenta y mi Titi aseguraba que a quienes habían nacido entre 1950 y 1959 les tocaba por destino, por propio derecho de tiempo, tener memoria histórica y sueños de Atlante. Me advirtió también que esta región preñada con tesoros de abundancia de agua (placenta húmeda, maderas preciosas y semipreciosas, arroyos, vientres lagunares, ojos de agua dulce, cascadas, manglares y árboles frutales), sería botín de la avaricia y de la codicia.

    Es tan vasto el trópico húmedo y el verde que se mete por la puerta de la casa, que pareciera que nunca se acabará. Por ello, me dijo mi Titi: Mi niña, hay que tener cuidado y presente el presagio del oráculo: estas tierras, si las explotan sin medida, sin amor, serán arrasadas primero por fuego y luego por agua.

    Igual soy de Montecristo Zapata, por la querencia de mi madre a la tía Margarita Lastra, la famosa mamá Maya, a sus amigas de infancia, las Jasso Abreu, pero sobre todo por el amor sagrado a la tía Milú y a su hermano, el tío Amalio Ocampo Lastra. De Tenosique, por los primos Salomón Cámara, Manolo Villanueva Celorio, Selene, la prima Lupita Falcón, Dorita, Leti y otras querencias. De Jonuta, por su terrestre belleza; porque ahí gatea Tabasco, porque es la cuna de la escama y el pejelagarto. Por el tío Omar, hermano de mi madre, que cuando lo veo parece uno de los Santos Reyes, y sobre todo, ahí nació el primo, el apasionado de la genética, el ecologista y gourmet Edgar Méndez Garrido quien me enseñó, igual que mi madre, a amar a esas primas hermanas fronterizas: Jonuta, Tabasco y Palizada, Campeche, donde se siente el prodigio de la abundancia a la orilla de su malecón de desbordada vida, con la captura de la topota, ese pez sardina que por miles negrea, saltando, vibrando alrededor de su río majestuoso, de sus viejos y nobles tejados.

    La primaria

    A mi madre le decían doña María; me enseñó desde muy pequeña a leer y escribir. Me inscribió a los cinco años en la única primaria, la Salomé Marín Virgilio, en primer año. Habló con su amiga, la directora Josefina Rivera Calvo, la maestra Chefina. La personalidad de la maestra Chefina marcó la existencia de varias generaciones, mujer de poder, de decisiones, de gusto por la política, acompañaba siempre al gobernador, cuando se dejaba ver por esta región, y a los futuros presidentes municipales del único partido en el poder en esos dorados tiempos del revolucionario institucional y de la poesía pelliceriana hecha verdad.

    La eterna directora era de musculatura fuerte, redonda, y pertenecía a la raza sagrada. Igual de inteligente que su hermano Joselino, su devoción por la religión católica era un hecho, ya que nunca faltaba a misa de ocho y desde siempre apoyaba a la Iglesia y al padre en turno, en las fiestas regionales de la Virgen de Guadalupe y del Santo Patrono San Marcos. Santos, santos, santooos, señordio, señordio, señordioo de los ejércitos, llenos están en los cielos y en la tierra de nuestra gloria. Cantaba con fervor, con felicidad, junto a una extraordinaria mujer de mi pueblo: Chali. Chali era, además de la gran rezadora del pueblo, la secretaria del bachillerato tecnológico. Ambas voces se propagaban como el aroma de incienso de copal, abarcaban las bóvedas del recinto de la iglesia, salían por las ventanas con el hálito apacible de las almas.

    Con su recia y segura figura, con ese gesto singular que impulsa aspirando para desgarrar escupiendo a un lado, estuviera quien estuviera, como si le diera cierto aplomo, la directora me asignó a uno de los salones de primer año, que una hermana de mi padre, la tía Virginia, tenía a su cargo. Fue tan dura conmigo, tal vez por ser su sobrina, que un día sentí la pesada regla de mi tía. Salí corriendo y llorando rumbo a la casa de mi abuela que separaba de la escuela el parque central. Mi casa, pegada a la de la abuela, fue un laberinto de donde salieron el sabio dentista cubano, fotógrafo y arqueólogo, el abuelo Titi; la tía más bella y sensual del pueblo de piel color de caracol y concha nácar, mi tía Chabela; la tía comerciante, enfermera y administradora del hotel, mi tía Esperanza de piel dorada, tan bella como tan impredecible, necia y rígida. Ella sacó genes de coronela de mi bisabuelo el coronel Dehesa. Mi amada abuela Chela, la madre de mi padre, y mamá me consolaron y me prometieron una maestra distinta, más tierna, más dulce que la que por destino me había tocado. A la siguiente mañana, la histórica y ejemplar directora me llevó de la mano con una nueva maestra, Celestina, a quien diario yo esperaba y de la mano, nos acompañábamos a nuestras casas.

    El tercer año de primaria, lo llevé con la maestra Antonia, una mujer con un cuerpo escultural como las divas del cine mexicano; la única que usaba falda negra ajustada. Su esposo, un hombre rubio, fue nuestro inspector durante muchos años. Curiosamente después de él, llegó otro inspector muy parecido, pero con el vicio de la cacería. Éste le tocó a la generación de mi hermana Luisa y de mi prima, Ramona Isabel Pérez, Monchibel. (Dicen que una madrugada, acompañado de Carlos Panaco, hijo de mi Titi, y de un doctor invitado de la ciudad de México, queriendo matar a un venado, se trastabillaron el doctor y el inspector con una rama; se les fue el tiro a ambos y se hirieron el uno al otro.)

    El piso del salón del tercer año era de mosaico, de flores con un color rojo permanente, fino y brillante. El salón no tenía paredes y se metían las nubes como bombones y el aire mecía los cabellos y alborotaba las hojas. A un costado estaba la receptoría de rentas. El receptor, Joselino Rivera Calvo, era el padre de la aplicada y discreta María Eugenia Rivera y hermano de la maestra Chefina; era alto, grande, gordo, un hombre elegante e inteligente, de rasgos indígenas. Traía siempre un pedazo de algodón en la fosa nasal izquierda y lo distinguía su alegría. Fue profesor de la primera generación de la secundaria.

    Organizaba reuniones festivas en su casa, hacía que los alumnos se aprendieran alguna poesía famosa y la declamaran con pasión. ‘’A ver Leticia, échate La chacha Micaila", mandaba don Joselino con graciosa autoridad. La casa era de paredes de madera y piso de cemento. María Eugenia apartaba la cortina de tela cretona con flores grandes, que hacía de puerta, para sentarse a mi lado en las sillas dispuestas en forma de rectángulo. En el comedor pegado a la cocina, entraba la luz eléctrica del patio que daba al Popalillo del pueblo. En el comedor estaba sentada invariablemente la madre, una mujer bajita de estatura, de un blanco marfil, de facciones afiladas, ojos dorados y el pelo negro como las plumas de los zanates. Qué bien recitaba Leticia, chiquitita, brillante y con una risa a flor de piel. Se aventaba La chacha Micaila, con tal gracia y delicadeza que el sonido de su voz, imponía el ritual del silencio, donde se acoge el alma y se retiene y recoge el resuello.

    El cambio a las nuevas instalaciones de la escuela primaria Salomé Marín Virgilio en el barrio de arriba, en la loma, fue, para quienes vivíamos en el centro, una odisea. Teníamos que rodear el popal prohibido. En temporada de sequía era polvoriento y muerto, pero renacía en temporada de aguas, y ofrendaba su belleza: sus flores de loto, sus lirios acuáticos cual orquídeas moradas, con el rostro reluciente, ofreciéndose al cielo, lectoras del cosmos, conocedoras de los movimientos secretos de las nubes. Nos cautivaba, nos conjuraba a desbarrancamos, para bajar a admirarlo. Era el lugar de las grandes batallas, de las citas de desahogo, de las discusiones por malos entendidos. Cuando ya la palabra no tenía arreglo ni sentido común, pasábamos a los golpes. Muchas veces quedaron alineadas las mochilas para ver los enfrentamientos de quinto y sexto año. Yo llegué a pelear con Josefa García, Fita, una compañera blanca, alta y de huesos fuertes y redondeados; tenía sangre alemana por su padre, quien tuvo una hielera (fabricaban paletas y gaseosas de sabores y olores ajenos al trópico) y acabó con el único puente del pueblo que existió para atravesar el barrio de abajo, de los bajos

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