Cuentos Siniestros
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Cuentos Siniestros - Salvatore Di Sante
Zugzwang
El faro
Mario estaba sentado al borde del acantilado, pensativo. Allá en el fondo el mar asemejaba un magma oscuro, burbujeante e inquieto. Recordó la primera vez que se había sentado en aquel lugar, hace ya muchos años. Y pensar que alguna vez había sufrido de vértigo...
Ahora las alturas ya no le hacían ningún efecto, al contrario, cuando tenía necesidad de reflexionar o cuando algo le preocupaba, como en ese momento, tenía la costumbre de dirigirse precisamente ahí, al punto más alto, para sentarse y meditar, contemplando aquel cielo y aquel mar que día tras día habían llegado a ser parte de él, hasta mezclarse con sus pensamientos e incluso con su manera de ser. La mirada fija hacia adelante, de vez en cuando se alaciaba pacientemente la barba blanca. La luna llena emergía por momentos de entre la espesa cubierta de nubes cenicientas.
Aquel resplandor intermitente le hizo pensar en su faro y lo hizo sonreír. Se volteó un momento para mirarlo: el faro sobresalía blanquísimo, casi irreal en aquel mundo de oscuridad; luego miró a su gato Leo, sentado ahí a su lado haciéndole compañía.
-¿Tú tampoco tienes sueño? Está bien que ustedes los gatos son animales nocturnos pero... ¡duermes todo el día! ¿No es verdad que la luna esta noche se parece a nuestro faro? Mira; ahora está... ahora no está... -le dijo acariciándole el mentón y sonriéndole.
Leo respondió intensificando su ronroneo y entrecerrando dichoso sus grandes ojos amarillos. -¿Qué haremos después? ¿A dónde nos iremos, eh Leo? -continuó de repente con tono triste, cambiando súbitamente su expresión, casi como dirigiéndole la pregunta al cielo o al mar.
Sí, porque aquella era una pregunta demasiado complicada para Leo, su fiel compañero de muchos años y Mario no quería echarle encima el peso de su tristeza y preocupación.
Leo dejó de ronronear y al igual que su dueño se puso a escrutar la oscuridad frente a él, como si hubiera comprendido perfectamente la pregunta y todo lo que implicaba. Mario también lo había entendido
-De todos modos nosotros seguiremos estando juntos, ¿verdad? Sí, lo sé que no me vas a abandonar... -le dijo acariciándole con calma la cabeza.
Mientras tanto un viento bastante frío había comenzado a soplar y el cielo se volvía más y más oscuro. Leo se sacudió y se sobó varias veces la oreja con su pata. Tal vez llovería. Sería la respuesta correcta a su pregunta, pensó Mario: no podía esperarse nada bueno.
En el horizonte, a lo lejos centellaba el resplandor de los relámpagos: se avecinaba una tormenta.
-Ahí está, ¡justo lo que imaginé! -exclamó Mario pensando siempre en su pregunta.
Leo se estiró y lentamente emprendió el camino hacia el faro. Con aquella tormenta inminente prefería enroscarse en la cama y esperar a que lo venciera el sueño, arrullado por el ruido de las impetuosas olas y por el incesante martilleo de la lluvia, mimado por lo tibio de las cobijas y por la conciencia de sentirse seguro, protegido por su dueño y por los cuatro muros del antiguo faro. Despreocupado por los relámpagos y el fragor de los truenos.
Mario titubeó un rato todavía. Aquella noche no lograba dormir; se había enterado que pronto vendría el nuevo guardián a reemplazarlo, o mejor dicho, para tomar su puesto ya que oficialmente él ya estaba jubilado.
Aquel faro y aquella mansión se habían ya convertido en su razón de vivir y cuando ese momento llegara, sería como perder una parte de sí mismo. Aquella ya era su isla feliz, una encantadora porción de mundo donde guardar sus recuerdos felices de una juventud despreocupada y distante y aquellos trágicos que le siguieron. Ahí había sabido recortar una dimensión de serenidad toda suya.
Había aprendido, día con día, a volver suyos los largos silencios de aquel reino del cual era el único rey y súbdito, exceptuando claro, a su valeroso felino y escudero Leo. Le agradaba aquella vida y no le disgustaba la soledad.
Además del trabajo tenía sus lecturas, a las cuales dedicaba por lo menos dos o tres horas diarias y la compañía de Leo, a quien de todos modos tenía que cuidar. Si de él hubiera dependido, Mario habría continuado con gusto a vivir así por siempre.
Sintió caer sobre su frente una gota de lluvia y echó su cabeza hacia atrás, mirando al cielo. La Osa Mayor estaba casi completamente cubierta, se alcanzaban apenas a distinguir las últimas tres estrellas de su cola. Mario recordó las veces que Alicia iba a visitarlo y quería que le mostrara las constelaciones y que le contara todas las fabulosas historias que se escondían detrás de la bóveda celeste: los amores, las guerras y las aventuras de tantos héroes, dioses y semidioses. Cerró los ojos y permaneció inmóvil por un rato, disfrutando aquel recuerdo, aquella imagen, mientras la lluvia se volvía más y más insistente. Tal vez era hora de seguir el ejemplo de Leo; así con los ojos llorosos y una leve sonrisa, Mario también regresó al faro.
La luz que filtraba tenue de entre las rendijas de las persianas fue suficiente para que emergiera de su muy personal sueño. El entorpecimiento de una noche tranquila estaba siendo suplantado poco a poco por el comienzo de un nuevo día, como muchas veces antes. Mario entreabrió con pereza un ojo para hacer un primer contacto con la mañana y con el mundo, mientras el resto de su cuerpo seguía tibiamente derretido, diciéndose a sí mismo no, espera, cinco minutos más
.
Poco a poco un pedazo de techo con entrelazado de espesas vigas oscuras comenzó a tomar forma. Se estiró lentamente, cuidando de permanecer bien cubierto, abrió ambos ojos y sin ganas