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La luna en el río
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Libro electrónico82 páginas58 minutos

La luna en el río

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Seis historias de hombres y mujeres comunes que, inesperadamente, se ven arrollados por lo extraordinario de la vida. Los acontecimientos de que son protagonistas tienen el poder de cambiar sus vidas porque, en realidad, cambian su manera de percibir la existencia. Cada relato empieza con el nombre del personaje principal para comunicar un hecho muy simple, pero esencial: los protagonistas somos nosotros, cada uno de nosotros. Estas historias hablan de personas que se han detenido, quizás sin quererlo. Se han detenido, se han sentado en silencio a orillas de su río y, de repente, han visto la luna. Han visto su reflejo, lo han sentido en su interior. En un instante, han comprendido la naturaleza de ese reflejo de luz y su procedencia, y esa consciencia forma ahora parte de ellas. Y cuando finalmente se han puesto de nuevo en pie y han continuado su camino, la luna ha permanecido en el río y su luz les ha acompañado.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento17 feb 2019
ISBN9781547572007
La luna en el río

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    La luna en el río - Marzia Bosoni

    A Sara, que ha sido mi primer amanecer

    A Simone, que es la luna

    A David, que es el sol

    A Ale, que es mi mar

    Y a Alex, que está siempre conmigo.

    INTRODUCCIÓN

    El ojo la ve

    Pero ninguna mano puede aferrarla

    La luna en el río

    Éste es el secreto de mi escuela.

    (maestro de Shinkage-Ryu)

    ¿Qué es la luna en el río?

    La luna en el río no es más que el reflejo de un reflejo. La luna refleja la luz solar y luego se mira en el espejo de las aguas del río. Se le puede incluso llamar sombra de la sombra de Dios. Luz y sombra, casi un peculiar oxímoron para indicar, en realidad, el mismo origen, la misma esencia.

    Pero, aunque amo a nuestra Madre Luna, quisiera antes reflexionar sobre el río. Para que la luna pueda reflejarse, el río ha de estar sosegado y ser armonioso, sin rocas que rompan su superficie y hagan mudar el curso del agua, ni remolinos que puedan distorsionar su imagen. Con todo, el río tiene que seguir discurriendo: si se convirtiera en una charca, su superficie se vería en breve tiempo invadida por la vegetación y nada podría reflejarse ya en ella. El río, pues, ha de seguir moviéndose, discurrir sin detenerse y, aun así, ser siempre armoniosamente uniforme. Será entonces que la luna reflejará su luz cada noche.

    Y si nosotros lográramos ser como el río, vivir y cambiar sin abandonar la paz y la armonía, ¿qué luz no podríamos reflejar entonces?

    ¿Qué luz resplandece, en realidad, sobre nuestras vidas sin conseguir reflejarse nunca por culpa de las aguas agitadas, de los escollos o del agua estancada, muerta, de nuestras almas?

    Y llegamos así a esta luna que se contempla callada en el espejo de las aguas del río. Sobre la simbología lunar, personas bastante más cultas y sensibles que yo han escrito ya un sinfín de páginas y no pretendo demorarme más sobre el argumento; en el fondo, la luna tiene su significado especial para cada uno de nosotros. ¿Y su reflejo? ¿Ese reflejo suyo que traspasa, sin herirla, el agua del río? ¿Que se sumerge en él sin pertenecerle?

    Por muchos esfuerzos que hagamos, no conseguiremos capturar jamás ese reflejo; cualquier interferencia nuestra entre el agua del río y la luna lo haría desaparecer, agitaría las aguas alterando su delicado equilibrio.

    El único modo en que podemos ‘poseer’ ese reflejo mágico es renunciando a él.

    El único modo es sentarse tranquilos en la orilla.

    El único modo es convertirse lentamente en el río y permitir que nuestros ojos, como aguas plácidas, acojan por un instante el reflejo de un reflejo...

    Y puesto que quisiera llegar a ser ‘sabia’, seguiré el consejo de Gibran y no continuaré intentando explicar lo que es la luna en el río, sino que, a través de estos breves relatos, probaré a acompañaros hasta el umbral de la casa de vuestra sabiduría.

    CAPÍTULO I

    Con cuántas personas nos cruzamos cada día.

    En la escuela, en el trabajo, en el supermercado, por la calle... una multitud de rostros pasa a nuestro lado sin dejar huella en nuestro camino. Y también nosotros formamos parte de esa muchedumbre, de esa masa anónima con la que a veces nos chocamos, con las prisas, pero a la que con mayor frecuencia evitamos mirar siquiera a los ojos.

    Alguna cara poco menos que desconocida esboza una rápida sonrisa que a lo mejor devolvemos, pero la mirada se nos escabulle enseguida, como abochornada de semejante gesto de intimidad.

    La regla tácita, aunque observada por todos, de hecho, es que la mirada resbale sin detenerse nunca, sin titubear nunca demasiado, como si quisiera dejarse atrás esa máscara de indiferencia que con tanta elegancia llevamos puesta.

    Porque, en realidad, en medio de esa multitud de personas, nosotros no vemos a nadie y nadie nos ve a nosotros.

    Y es exactamente lo que queremos: la ilusión de vivir en medio de los demás permaneciendo solos.

    En el fondo son extraños: ¿por qué tendríamos que mostrarles nuestras emociones, regalarles unas sonrisas tan arduamente atesoradas?

    Y, sobre todo, ¿por qué tendríamos que ser nosotros los primeros? Todos llevan la máscara, todos aceptan calladamente la regla del mirar sin ver. Es mejor no ser los primeros en infringirla.

    Un día, sin embargo, en medio del gentío heterogéneo pero igual, ocurre que nos encontramos con alguien: a veces es una persona con discapacidad, a veces un loco, con menos frecuencia un simple rebelde.

    Ese alguien no baja la mirada, no la aparta rápidamente como manda la regla, sino que dirige sus ojos inquisidores fijamente hacia nosotros, con la cabeza un poco ladeada, como si nos estuviera analizando. Y eso es precisamente lo que está haciendo: nos estudia, nos sopesa, nos observa. A veces llega incluso a sonreírnos, a dirigirnos la palabra.

    Y por mucho que podamos escapar

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