El color de las estrellas
Por J.J. Arevi
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El color de las estrellas es una deliciosa fábula sobre los peligros que encierra el amor romántico y las verdaderas virtudes que atesoramos todos en nuestro interior.
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El color de las estrellas - J.J. Arevi
En la Comarca Norte del imperio de Azra, Alba, una joven humana, se dedica a la insólita tarea de fabricar y vender estrellas, unas pequeñas esferas de cristal que atesoran sentimientos en su interior. En su pequeña tienda hay multitud de ellas, pero existe una que no es como las demás. Una esfera oculta, encerrada en seis cajas, bajo seis candados, su estrella-corazón. Sin embargo, tras conocer a Tombo, un nigi con el que inmediatamente establece una intensa relación de amistad, se plantea volver a mostrar esa estrella de nuevo, con todas las consecuencias que eso le pueda acarrear.
El color de las estrellas es una deliciosa fábula sobre los peligros que encierra el amor romántico y las verdaderas virtudes que atesoramos todos en nuestro interior.
El color de las estrellas
J. J. Arevi
www.edicionesoblicuas.com
El color de las estrellas
© 2018, J. J. Arevi
© 2018, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-17269-92-0
ISBN edición papel: 978-84-17269-91-3
Primera edición: septiembre de 2018
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta e interior: Javier Cabrera Rocca
Dibujo mapa: José Javier Arenas Villafranca
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
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Contenido
1. Azul Aciano
2. Rojo Bermellón
3. Negro Sable
4. Azul Cerúleo
5. Naranja Aurora
6. Blanco Anularia
7. Gris Lobo
8. Rojo Escarlata
9. Verde Viridián
10. Amarillo Dorado
11. Azul de Medianoche
12. Verde Primavera
13. Celeste Agrisado
14. Rosa Amaranto
15. Color Imposible
Epílogo. Marrón Ocre
Agradecimientos
El autor
1. Azul Aciano
Investigar los sentimientos, analizar los mecanismos de la pasión, es un error
(Solo Química. Fangoria)
Caminaba despistada, graciosa, atrayendo sin querer queriendo las miradas de los que acudían a diario a la plaza del pueblo.
Era un día sin más y Alba se había levantado, como todas las mañanas, para abrir su negocio en uno de los laterales de la plaza del mercado.
No era un comercio cualquiera, claro está, como Alba, era especial: vendía estrellas. No es que solo se pudieran comprar allí, pues había alguna ciudad más del Imperio en la que, si sabías buscar bien, existía algún vendedor. Si bien es cierto que no abundaban en exceso y, siendo honestos, podía considerarse que los hacedores de estrellas eran una rara avis.
A Alba, solo le habían contado un par de historias más sobre gente como ella: una sobre un joven que habitaba en Alguadala, en una pequeña isla de la Confederación Marítima; y otra sobre un hombre de piel oscura bastante misterioso que había morado hacía años en Bellabós, en la provincia de Trasperior, pero del que hacía al menos diez años no se sabía nada sobre su paradero. En la Comarca Norte, por tanto, el tenderete de Alba era el único.
Las estrellas en sí no eran gran cosa, aunque vistosas, eso sí.
De una manera objetiva y como las definiría un diccionario (uno de esos diccionario malévolos que ponen límites a las cosas, sin permitirles ser nada más que lo que ellos dictan) serían unas «pequeñas esferas cristalinas del tamaño de una nuez y de colores diversos». Pero esas pequeñas esferas eran, en realidad, mucho más.
La estrellas tenían la capacidad de afectar al estado de ánimo, otorgaban al poseedor un sentimiento: paz, diversión, seriedad, rabia… El problema de las estrellas residía en que eran entes caprichosos y aleatorios. No bastaba solo con comprarlas, tenían que «activarse» y solo ciertas personas, al poseer una de las estrellas de Alba, experimentaban algún efecto. Las probabilidades de que una estrella y una persona conectaran eran bajas y, teniendo en cuenta que la población total de la Comarca Norte era más bien escasa, se daban las condiciones idóneas para hacer de Alba una mercader no precisamente rica.
Sin embargo, la gente a la que había podido conceder una estrella estaba siempre tan agradecida que, normalmente, le profesaba un cariño inmenso y la ayudaba en todo lo que podía.
Como os podéis imaginar por lo que ya os he adelantado sobre la Comarca Norte, el pueblo de Alba, Azuán, no era muy grande. Realmente no era un pueblo como tal, era una capital, pero a efectos prácticos y en lenguaje coloquial, era realmente… un pueblo. Quizás un pueblo grande, se podría decir. Formaba parte del imperio de Azra, como todas, o, mejor dicho, casi todas las ciudades del Mundo Conocido. Azuán destacaba de entre todas ellas por ser realmente la capital más «poquita cosa».
En el imperio de Azra existía un sistema de gestión del territorio basado en regiones, también llamadas provincias, que mediante un pseudo-autogobierno facilitaban la gestión de recursos y materias primas a la capital, Jabharia. Algunas de esas regiones eran antiguos reinos, los llamados antaño Reinos de los Coronados, tierras de antiguos reyes que sucumbieron a la unificación del territorio por parte de Azra I el Grande. También existían otras regiones que fueron creadas posteriormente a la unificación.
Esa mañana, que para Alba era una mañana sin más, pasó por su tienda un nigi. Los nigi eran una raza de aspecto simpático, de orejas peludas y puntiagudas, grandes pies y anchos muslos. La mayoría habitaban en la península Assálica y decían provenir de una antigua raza salvaje, que habitaba allende la gran cordillera en un lejanísimo vergel y que, tras una terrible guerra dentro de su propia tribu, se habían asentado en aquella región.
Los nigi, además, eran famosos porque se decía de ellos que no tenían maldad, pero uno sabe que no hay que creerse siempre todo lo que se dice.
El caso es que nuestro nigi, mientras paseaba con parsimonia observando embobado los puestos y con cara de no haber pisado Azuán nunca, cosa que era cierta, se detuvo de repente y se quedó un rato observando, de lejos, el humilde comercio de Alba.
Tras meditarlo unos minutos se acercó.
Se presentó como Tombo y le explicó a Alba que era nuevo en la ciudad. Le contó que estaba ayudando a construir una tienda de helados de chocolate. «Solamente de chocolate», decía, y después insistía en que habría tantas variedades de chocolate como en una tienda de helados normal.
Es sabido por todos también que los nigi son los mejores heladeros del Imperio. Con lo cual era normal que estuviera por allí, y como una tienda de helados exclusivamente de chocolate «no se hace en un día», decía con tono orgulloso, estaría una larga temporada por Azuán.
Y sin más, como vino, se fue.
Los días pasaron, y de vez en cuando —a veces, no siempre, unos días más y otros días menos—, el nigi se acercaba al puesto de Alba y charlaban un rato. Charlaban de esto, de aquello, se reían y bromeaban a menudo.
Las visitas se hicieron más frecuentes, no solo a veces, sino que pasaron a casi siempre. Como quien no quiere la cosa, como quien se deja llevar corriente abajo en un arroyo cristalino y refrescante, sin miedo. La complicidad entre ambos crecía entre carcajadas y, con esas visitas tan frecuentes, empezó a surgir de uno y de otro la costumbre de contarse historias.
Ya se sabe, las típicas historias que la gente empieza a contarse cuando decide que quien tienen delante merece ser su amigo para siempre jamás. Esas historias que no contamos normalmente por vergüenza, o por miedo a ser juzgados, esas historias que para bien o para